Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades
Pasó una semana más antes de que saliese al fin de la cama, hastiada ya de mi herida. Me daba la impresión de haber leído toda la biblioteca del Agua y de haber dormido tanto que me entraba complejo de oso lebrín. Cuando empecé a dar paseos por las galerías y los jardines, me quedé otra vez embelesada por el palacio. No era muy grande, de hecho en la lejanía se veían mansiones y palacios mucho más imponentes, pero todo en él se engarzaba con armonía y reinaba una paz casi irreal.
En mis cortos paseos, a veces me acompañaba Spaw, a veces Laygra, o Murri, o Aleria y Akín. Solíamos sentarnos en un banco a la sombra de un árbol y hablábamos largo rato o descansábamos en aquel remanso de paz. En Mirleria, el invierno parecía haber acabado ya y la primavera invadía los jardines con aromas y colores. Incluso los pájaros cantaban con una alegría nueva.
Una tarde, Aleria me contó todo lo que le había ocurrido tras haber salido de Ató con Stalius y Akín. Habló de sus razones y sus dudas y contó cómo habían sido atacados por un pueblo de orcos en el Macizo de los Extradios. Por lo que dijo, deduje que habían pasado no muy lejos de la Mazmorra de la Sabiduría, lugar altamente peligroso según Lénisu. Una vez cruzados los Extradios, habían seguido por la costa, al norte del Archipiélago de las Anarfias, y habían recorrido numerosos pueblos costeros de nurones y belarcos que se dedicaban a la pesca. Finalmente habían conseguido convencer a un nurón de que los llevase a la Isla Coja. Una vez ahí, su plan para salvar a Daian fracasó en unas horas y acabaron siendo capturados por los Veneradores de Numren. Llegada a este punto, Aleria pasó por alto muchos detalles. Habló de su trabajo como curandera en la mina, pero apenas mencionó los experimentos de Driikasinwat que había padecido. Su rostro se había convertido en una máscara fría y cada vez que pronunciaba la palabra «demonio», lo hacía con tal desdén y odio que me estremecía instintivamente. Para cambiar de tema, le pregunté por Stalius y lo lamenté: su expresión se ensombreció aún más al contestar que no había tenido noticias de él desde que los habían encarcelado. Estaba claro que no pensaba volver a verlo jamás.
Con estas largas conversaciones, empecé a darme cuenta de lo mucho que había cambiado mi amiga. Ya no era la snorí lectora inocente y soñadora de antaño. Y aunque, con el tiempo, el dolor que brillaba en sus ojos iba amainando poco a poco y reía más a menudo, yo veía claramente que su herida era mucho más profunda que la mía. La única noticia capaz de aligerar su mal había sido la de su madre. Cuando supo que Daian había conseguido escapar de la Isla Coja y que había estado buscando mercenarios para salvarla a ella, se había quedado un momento enmudecida por la sorpresa y me había alegrado al ver surgir un destello de esperanza en su mirada. Y ya me pregunté cuánto tiempo tardaría en salir a escondidas del palacio con Akín para seguir con su eterna busca…
Akín parecía mejorarse cada día. A veces se distraía y se quedaba mirando fijamente algún objeto con aire perdido; y otras veces cuando hablaba se iba totalmente por el atajo de la ciénaga; pero en general volvía a ser el de siempre y su ánimo hasta parecía menos afectado que el de Aleria por todo lo ocurrido en la isla. Aun así, cuando le preguntamos sobre su encarcelamiento, el elfo oscuro se volvió como loco y todo rastro de lucidez desapareció de su rostro. A continuación, se pasó varias horas negando con la cabeza y murmurando palabras ininteligibles. Aterrados por su reacción, ninguno volvió a mencionar el tema. No me atreví ni a preguntarle nada sobre aquel misterioso cuervo que me había salvado la vida al atacar a Draven. Tal vez hubiese encontrado una escapatoria y hubiese salido volando, olvidándose de su compañero de celda. Quién sabe.
Pasé pronto a comer con todos los demás y aunque a veces aún me daban bruscos mareos el curandero me quitó la venda al afirmar que la herida ya se había cerrado. Durante las comidas, Lilirays y Arfa siempre nos acompañaban junto a algunos de sus familiares cercanos y, acostumbrados a evitar hablar de demonios, animaban la mesa con sus conversaciones sobre Mirleria, como cualquier saijit preocupado por el precio del pescado, por los piratas, por el tiempo o por las plagas de enarposias. Así aprendí escandalizada que en Mirleria se hacían verdaderas masacres de enarposias cada vez que estas migraban desde el oeste hasta la costa. Aquellas rechonchas y enormes criaturas aladas, pacíficas aunque glotonas y enemigas de los agricultores, siempre habían sido animales sagrados en Ajensoldra y tanto a Akín como a mí nos parecía un crimen horrible matarlas. Aleria en cambio se encogió de hombros.
—También deben vivir los saijits —razonó—. Y si realmente arrasan sus campos, se entiende que las enarposias no sean muy queridas por aquí. En cambio creo recordar haber leído en algún libro que en Mirleria los caballos son sagrados, ¿verdad?
—Más o menos —asintió Lilirays, sonriente—. De hecho, si habéis ido a dar un paseo por la ciudad, habréis visto que a los caballos los tratan como a reyes. Se dice que en Mirleria sólo los críos no saben cabalgar.
—Permíteme que lo dude —replicó Maoleth con un mohín—. Esta mañana casi nos atropella un muchacho con su caballo.
—Hay salvajes por todas partes —sonrió el Demonio Mayor.
—Por desgracia, sí. Y por cierto, cualquiera diría que los perros también son sagrados por aquí —añadió Maoleth. Al oír el maullido gruñón de Lieta, cómodamente instalada sobre sus rodillas, sonreímos todos.
Animada por el Demonio Mayor del Agua, me había acostumbrado a contarles y cantarles historias durante la cena. Arfa se mostró vivamente interesada por todos los viejos cuentos que me había enseñado Frundis y, tal vez porque era una apasionada de todo lo antiguo, se emocionaba cada vez que reconocía la letra de una canción o que escuchaba una estrofa desconocida en medio de una famosa balada. Hasta me pidió ayuda varias veces para retranscribir algunas obras musicales y yo se la daba siempre, encantada de escuchar las largas historias no siempre ciertas que ella también me contaba sobre los pueblos demonios, sobre la Arboleda o las Ciudades Gemelas de Ied y Mayg.
La faingal, más reposada que su prima Asbi en apariencia, estaba en realidad siempre ocupada con mil tareas: como su padre, era una historiadora concienzuda, amaba la música y tocaba varios instrumentos con una destreza impresionante. Como buena mirleriana, le encantaba montar su pequeño caballo alazán y salía casi todas las mañanas con él a la ciudad. Según dijo, iba ahí a una especie de platiquería llamada El Garrafón para encontrarse con sus amigos saijits. A veces me preguntaba por qué tantos demonios se arriesgaban tanto viviendo entre saijits. Pero claro, como bien había dicho Zilacam Darys en Ombay, a todos no les gustaba vivir en cavernas como perpetuos fugitivos.
Así que pasaban los días, yo me reponía y, cada mañana salía de mi cuarto un poco más fortalecida. Askaldo, que se había repuesto completamente de su cojera, pasaba horas en los jardines, sentado en un banco delante del laboratorio donde se había encerrado al fin Seyrum para fabricar la poción que nos curaría a ambos. Según el alquimista, aquella poción necesitaba al menos dos semanas de continua labor y nos había hecho prometer a todos que no lo molestaríamos en lo más mínimo. Aquella espera, sin embargo, parecía ser una verdadera tortura para el elfocano. Al fin y al cabo, llevaba años buscando una manera de deshacerse de su máscara de pesadilla, y Seyrum era su última esperanza. Y la mía.
De hecho, mi mutación seguía incambiada. Habían desaparecido las cegueras momentáneas y mi Sreda parecía haber recuperado algo de estabilidad según Kwayat y Maoleth, pero evidentemente mi piel seguía tan atrapa-colores como antes. Al igual que mis hermanos, Aleria y Akín tampoco se quedaron del todo satisfechos ni convencidos por mis explicaciones sobre el asunto, pero aunque supiesen ahora con total certeza que los demonios existían de veras en la Tierra Baya, estaban lejos de imaginarse a su vieja amiga transformándose en uno de esos monstruos de ojos rojos y marcas negras que los habían atormentado tanto en la isla. En fin, eso esperaba, porque visto el odio visceral que le inspiraban ahora los demonios a Aleria más valía para mi salud que no averiguase nada. Llegué a lamentar incluso no haberle contado toda la verdad en Ató antes de que ella se marchara a buscar a su madre; tal vez entonces habría entendido que ser un demonio no significaba ser un monstruo como Driikasinwat. Sin embargo, lo hecho hecho estaba.
El primer Jabalina de primavera, desperté sobresaltada al oír un estruendo inhabitual. Me levanté y me vestí prestamente con una larga túnica blanca. La luz del alba iluminaba ya toda la estancia.
“Grmml…”, masculló Syu, medio dormido. “¿Qué ocurre?”
Agudicé el oído y enarqué una ceja, curiosa, al percibir varias voces que cantaban de manera cacofónica. Agarré a Frundis y me precipité fuera de mi habitación, seguido por Syu.
“Shaedra, no me acerques a ese canto infernal”, protestó el bastón mientras me asomaba a una de las ventanas de la galería. “Para la inspiración, eso es destructor. Buaj”, gruñó. “¡Todo el día arruinado! No voy a ser capaz ni de componer una sonata.”
Puse los ojos en blanco y sonreí. Ahí abajo, junto a la calzada que bordeaba el palacio divisé a varios jóvenes, montados sobre caballos. Uno tocaba la guitarra mientras los demás entonaban canciones pícaras sobre la primavera y el amor interrumpidas por carcajadas y comentarios burlescos. No parecían estar muy sobrios.
“Venga, Frundis”, le dije, burlona. “Al fin y al cabo, como sueles decir, la música es libre.”
Frundis resopló.
“Y tanto que es libre. ¡Ah! Parece que se alejan.”
Efectivamente, los caballeros se alejaban, seguramente en busca de otro palacio para seguir cantando y despertando a toda la gente. En ese momento se abrió una puerta en el pasillo y salió un Spaw con el pelo violeta enmarañado y el rostro soñoliento.
—¿Qué locura es esta? —preguntó, pestañeando.
Lo contemplé con una sonrisa divertida mientras se frotaba las mejillas para despertarse.
—Es la primavera —contesté.
El demonio enarcó una ceja.
—¿La primavera tiene guitarra y una voz tan escandalosa?
Solté una carcajada.
—¡Pareces Frundis! —exclamé.
Pronto salieron a la galería nuestros compañeros, desperezándose y estirándose. Les di a todos los buenos días animadamente, sintiendo que el aire primaveral tonificaba mi entusiasmo. En la lejanía se oían ladridos y músicas: parecía que toda Mirleria estaba ya despierta. Entonces, sobre el gorgoteo del agua del palacio, resonó una risa. Era Arfa, quien apareció por el pasillo vestida con una túnica colorida y una corona de flores. Detrás de ella venía Lilirays, ataviado con una ropa no menos extravagante.
—¡Buenos días! —sonrió este con tranquilidad—. Como sabéis, hoy es el Día de la Primavera, y ya que todos parecéis estar repuestos, he pensado que os gustaría venir con nosotros a la ciudad. Sería un placer y un honor para mí teneros a todos en los festejos.
Retomando, para la ocasión, su aire solemne, Askaldo se inclinó debidamente para agradecerle la invitación y su horrible rostro se iluminó con una ancha sonrisa.
—Será un placer.
* * *
Dos horas más tarde, vestidos con amplias túnicas coloridas y con coronas de flores, nos apeamos de la gran carroza de Lilirays y contemplé, asombrada, la enorme Plaza de Sil. Todo era agitación, música y movimiento. Aquí había puestos artesanales, allá se vendían bebidas frescas, y más lejos tocaba un grupo de músicos una melodía alegre con trompetas, guitarras y acordeones. Ante mis ojos, revoloteaban colores, risas y canciones y más gritos y olores que se entremezclaban en desorden…
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Spaw, adivinando mi mareo.
Le dediqué una mueca burlona por toda respuesta.
Procurando no perdernos, Lilirays nos condujo hasta la puerta de un gran establecimiento que llevaba el nombre de La Camandreda. El edificio, de un color rojizo, era extraño; a decir verdad como muchas casas en Mirleria. Varias agujas desniveladas se alzaban sobre las cúpulas formadas por los muros cóncavos que se juntaban en la cima. Sus terrazas estaban llenas de mesas y de gente.
De todos mis compañeros, los únicos que habían declinado la oferta de Lilirays para acompañarlo a la ciudad habían sido Kwayat y Maoleth. Mi instructor, siempre estricto en sus principios, me había hecho notar claramente que festejar la primavera con los saijits le parecía una acción inútilmente temeraria e incluso reprobable. Afortunadamente, no lo dijo enfrente de Lilirays, de lo contrario nos habríamos sonrojado todos de vergüenza. En cuanto a Maoleth, sospeché que su opinión, aunque más moderada que la de Kwayat, no difería mucho.
Consciente de que sus costumbres tolerantes eran muy distintas a las de otros demonios, Lilirays optó por la sabia decisión de no darse por enterado y se contentó con desearles a ambos que pasaran en el Palacio del Agua un feliz Día de Primavera. Acto seguido se encargó de hacernos atravesar la ciudad en su gran carroza hasta el centro de las festividades.
Hacía calor en La Camandreda. Según Lilirays, se trataba de una platiquería conocida en todas las Repúblicas del Fuego por acaparar siempre los mejores músicos y artistas de todos los alrededores. Mientras avanzábamos por los salones buscando un sitio donde sentarnos, Syu se alejó para curiosear y su pequeña cara de mono desapareció por entre las vigas y los cortinajes.
“No te pierdas”, lo avisé.
“¡Ja! Un gawalt nunca se pierde”, replicó él, burlón.
Así como Akín, Laygra, Aleria y Chayl parecían entusiasmados y emocionados por el ambiente festivo, Skoyena, Askaldo y Murri se removían, nerviosos. Con una sonrisa, pensé que la marinera debía de estar más habituada a recorrer una cubierta de barco en medio de una tripulación disciplinada que una taberna donde reinaba el caos en medio de vestidos lujosos y joyas vistosas. En cuanto a Askaldo, empezaba a estar más que harto de su espeso velo, aunque al menos eso le permitía pasar desapercibido, ya que en Mirleria era del todo corriente llevar pañuelos de todo tipo. Yo me alegraba de haber podido prescindir del velo esta vez. De hecho, Arfa me había propuesto embadurnarme la cara con pigmentos blancos, así como solían hacerlo muchas jóvenes mirlerianas en los días de fiesta. Pero Askaldo, con sus furúnculos abultados habría llamado la atención, y además, como bien había observado Chayl carcajeándose, su primo, como muchacha, no daba el pego.
—¡Ho, Mánider Karskil! —exclamó de pronto Lilirays con una ancha sonrisa.
Un caito regordete soltó una risotada al verlo.
—Buenos días, Lilirays, ¡qué alegría verte! Suponía que vendrías por aquí, pero con todo este gentío cualquiera distingue a una cara amiga, sobre todo con mi vista desastrosa —apuntó riendo. Vestido con una túnica de un verde claro que le llegaba hasta los talones, apoyaba sus manazas sobre un cinturón que, a todas luces, debía de costar una fortuna. Mi mirada se paró un momento sobre los numerosos collares que rodeaban su ancho cuello y me pillé intentándolos contar mientras los dos amigos de tamaños tan dispares se estrechaban la mano e intercambiaban breves comentarios.
—¡Os buscaré una mesa! —exclamó Mánider—. Creo que por aquí hay algunas que aún están vacías. Si hubieseis tardado un poco más no habría quedado sitio —aseguró, mientras nos guiaba—. No sé si lo sabréis, pero ¡hoy ha venido el mismísimo Tilon Gelih!
Agrandé los ojos y no lo pude evitar: solté una risotada, que fue rápidamente ahogada por el barullo atronador que reinaba en La Camandreda.
“¡Frundis!, ¿has oído?” Meneé la cabeza, asombrada. “¡Tilon Gelih está aquí!”
“Si te crees que se me ha olvidado la afrenta de ese gañán”, suspiró el bastón.
De hecho, hacía un año, tras haberlo oído tocar la guitarra en Aefna durante la inauguración del Torneo, habíamos tratado de hablar con el célebre músico y aún recordaba cómo sus sirvientes nos habían despedido sin miramientos.
“No lo conocemos personalmente”, apunté. “A lo mejor lo vuelves a escuchar tocar la guitarra y cambias de idea.”
El bastón resopló, dubitativo.
“Era un buen músico”, reconoció. “Pero yo no olvido.”
Puse los ojos en blanco, divertida. A veces Frundis era tan tozudo como Wigy.
—¡Ajá! —exclamó Mánider, mientras nos instalaba en una terraza—. ¡Aquí estaréis de vicio! Tenéis unas vistas increíbles sobre la plaza. Cualquiera diría que os había reservado la mesa. Así, podréis seguir la carrera de cuádrigas como nadie.
Mientras Lilirays le daba las gracias, me di cuenta de que Mánider Karskil era nada menos que el propietario de La Camandreda.
—¿Va a haber una carrera de cuádrigas? —inquirió Laygra cuando el caito se hubo alejado para acoger a otros prestigiosos clientes.
—Todos los años, en primavera, hay una semana entera en la que se hacen carreras de carros —explicó Arfa, emocionada—. El año pasado fue especialmente entretenido. Se armaron hasta peleas entre los que apostaban por un candidato u otro. Finalmente ganó un amigo mío. Nandru Jelgon. Fue espectacular —afirmó.
Enarqué una ceja, escuchándola mientras narraba en detalle la última carrera que había dado la victoria al tal Nandru. Cuando designó los caballos ganadores por sus nombres, me quedé asombrada, y mi sorpresa fue en aumento cuando quedó evidente que Arfa dio muestras de conocer a todos los caballos y candidatos de las carreras. Finalmente, cuando Lilirays vio que su hermana seguía su discurso técnico sin pararse casi ni para respirar, intervino levantando un índice:
—Arfa, hermana, las carreras empezarán sólo después de la comida. Ya tendremos tiempo de hablar de carros y caballos más tarde —sonrió—. A lo que íbamos, decidme, ¿qué queréis comer?
Rara vez comí tanto como aquel mediodía. Entre pescados, caldos y demás platos, acabé tan empachada que Syu, al volver de sus exploraciones, se rió de mí abiertamente. Cuando le pillé robando pan de cereales sobre la mesa me dedicó una sonrisa traviesa y me enseñó discretamente unas golosinas escondidas debajo de su capa verde. Antes de alejarse comentó:
“No le digas nada a Laygra, ¿eh?”
“Descuida”, me reí.
A continuación, empecé a oír una música de guitarra en el interior del establecimiento. No cabía duda: era Tilon Gelih. Con el barullo de las voces en la terraza era difícil oírlo pero observé divertida cómo Frundis se esforzaba discretamente por escuchar la música. Cuando acabó la primera canción, el bastón resopló.
“Bah, debo reconocer que tiene talento”, comentó. Se oyó el tintineo de unos cascabeles y añadió con una risita: “¡Pero no tanto como yo!”
Y se puso a tocar la guitarra a una velocidad espeluznante y embriagadora. Levanté los ojos al cielo, reprimiendo una carcajada. ¡Aquello era más que orgullo gawalt!
Cuando empezó la carrera de cuádrigas, aún estábamos con el postre y Arfa lo abandonó para precipitarse hacia la barandilla de la terraza. Lilirays esbozó una sonrisa al ver a su hermana tan animada.
—Os recomiendo que os acerquéis o no veréis nada —nos dijo, mientras la gente se agolpaba a la baranda de las terrazas en una algazara de voces.
Seguimos su consejo y me dediqué a contemplar la Plaza de Sil. Habían desaparecido los tenderetes y ahora se veía claramente el recorrido, así como a las dos decenas de participantes, cada uno montado en su carro de cuatro caballos.
La carrera fue, de hecho, impresionante. La Plaza se llenó pronto de truenos de cascos y de polvaredas.
—Deben de tener buenos curanderos de animales —reflexionó mi hermana, junto a mí.
Adiviné fácilmente el resto de sus pensamientos: se preguntaba si le sería posible encontrar trabajo como curandera en Mirleria. Y vista la cantidad de caballos y perros que coexistían con los saijits en aquella ciudad, la respuesta era bastante clara.
La primera carrera acabó y se anunció una pausa de media hora para contar los puntos y volver a lanzar las apuestas.
—¡Wuaw! —exclamó Arfa, al llegar hasta nosotros—. ¿Qué os ha parecido? —Mientras nosotros nos encogíamos de hombros sin saber qué decir, volvió a recolocar su corona de flores y soltó—: Me gustaría enseñaros El Garrafón y presentaros a unos amigos míos. ¿Puedo llevarme un momento a tus invitados, Akshil? —le preguntó a Lilirays, quien se había vuelto a sentar a la mesa y charlaba tranquilamente con Askaldo.
El faingal sonrió.
—También son tus invitados, Arfa, por supuesto que te los puedes llevar si ellos quieren. Pero que no se te extravíen en camino —añadió, burlón.
—Procuraré —repuso ella y posó un fugitivo beso sobre la mejilla de su hermano antes de hacernos señas para que la siguiéramos.
Nos guió a mis hermanos, Aleria, Akín, Spaw y a mí hacia la salida. Su primera intención era hacernos visitar la ciudad, de modo que antes de llegar a la platiquería de El Garrafón, pasamos por diversas calles, cruzamos varios jardines y hasta nos enseñó el conocido Palacio del Viento, que se alzaba en el centro de la ciudad, curiosamente macabro y sepulcral en medio de tanta vida.
—Dicen que es un palacio encantado —murmuró Arfa, mirando a través de la cancela que la separaba del jardín abandonado y siniestro—. Al parecer, la familia que antaño ahí vivía desapareció de la noche a la mañana y nadie sabe qué pasó. El año pasado sin ir más lejos un muchacho entró ahí por haber perdido una apuesta y nunca volvió.
Sentí un escalofrío y Syu se estremeció. Las paredes grisáceas y viejas del misterioso palacio me parecieron súbitamente más oscuras todavía.
“Tu nota macabra le iría de maravilla a este sitio, Frundis”, observé. El bastón, sin embargo, parecía sumido en sus pensamientos.
Murri se pasó una mano sobre su larga melena negra, pensativo.
—Si es tan peligroso, ¿por qué nadie lo ha destruido? —preguntó.
—Mm, obviamente… —El rostro de la faingal se iluminó con una ancha sonrisa—. Obviamente porque esos misterios atraen a la gente —contestó—. No verás ni una ciudad sin un lugar lúgubre. El Palacio del Viento es conocido y viene gente de lejos para verlo. ¡Bueno! Os he hecho dar un rodeo, espero que no tengáis pesadillas después de esto. Venid, por ahí está El Garrafón. Es una platiquería de jóvenes… —Vaciló—. Os advierto, hay varios amigos míos que no soportan las carreras de cuádrigas, y que prefieren hacer lin-say, incluso el Día de Primavera. Es una especie de combate cuerpo a cuerpo —explicó—. Son un poco raros —confesó—, pero son simpáticos.
Spaw se pasó una mano por la barbilla para esconder una sonrisa.
—Seguro que nos llevaremos muy bien —aseguró.
Puse los ojos en blanco, divertida, y nos alejamos. La faingal abría la marcha dejando su larga melena rubia revolotear, ligera y vaporosa bajo la brisa primaveral.
Cuando llegamos al Garrafón, lo primero que vi fue que el edificio tenía más aspecto de barraca que de platiquería. Ante ella, vi a un grupo de cinco saijits vestidos con amplias túnicas concentrados en realizar movimientos regulares y acompasados. Y al fin, cuando me acerqué, vi a un belarco de mediana edad, con una larga túnica negra, que guiaba a sus alumnos con calma y disciplina.
Sentí que el tiempo se detenía de repente.
—¡Maestro! —exclamé sin aliento.
Dinyú Fen Arbaldi se giró sorprendido… y se quedó mirándome estupefacto por un instante. Entonces me enseñó una blanca y franca sonrisa.