Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades
Apenas me enteré de cuando desembarcamos en Mirleria.
Durante la travesía, no dejaba de preguntarme en un rincón de mi mente qué había ocurrido en la Isla Coja. Y me hubiera gustado conocer la respuesta, pero las raras veces que me despertaba y sacaba la energía suficiente para hacer una pregunta, Kwayat o Spaw me contestaban invariablemente: “No te preocupes, todo ha salido bien y todos estamos a salvo”. Aunque, de todas formas, dado mi estado, no habría podido escuchar con atención cualquier explicación más larga.
Cuando les pregunté por Syu y Frundis, en cambio, se consultaron con la mirada y tras un breve conciliábulo dejaron entrar a Syu en el camarote. El mono gawalt se precipitó hasta mi cama.
“¡Shaedra!”, exclamó.
“Syu”, dije, emocionada al verlo.
Llegado a unos centímetros de distancia, el gawalt se aproximó con precaución, como temiendo que me desmayase por algún repentino ataque de dolor.
“Es curioso pero, cuando moriste, sentí lo mismo que cuando cambié de vida por primera vez”, me informó, incómodo, haciendo referencia seguramente al día en que había cruzado el monolito para llegar a Dathrun.
Sonreí.
“Aún no he muerto, Syu”, repliqué. “Soy una ternian dura de roer.”
“Y una gawalt”, aprobó Syu. “Ya le dije a Frundis que no te perderíamos. Y mi intuición suele ser acertada.”
Enarqué una ceja, burlona. Pero enseguida tomé una expresión más seria.
“Syu, ¿qué ha ocurrido exactamente en la isla?”, pregunté. “Aleria y Akín y mis hermanos…” Tragué con dificultad. “Espero que estén todos bien. Y me pregunto qué le habrá ocurrido a Driikasinwat. Todo aquello fue una matanza”, susurré. Recordaba con claridad a los mineros masacrando a los ocupantes de la torre. Traté de apartar esas imágenes demasiado vívidas y añadí: “¿Cuánto tiempo ha pasado desde que ese orco…?”
No acabé la frase, sofocada por una avalancha de sentimientos.
“El tiempo, no tengo ni idea”, reconoció el mono, meditando. “Unos cuantos días. Permanecimos un tiempo en la isla y luego nos fuimos todos. Aleria y Akín y nuestros hermanos están en el barco. Todos están poco habladores. Suelen venir a verte, pero normalmente siempre duermes. Como un oso lebrín”, bromeó. “En cuanto a Driikasinwat…” El mono se rascó la cabeza y se encogió de hombros, dando a entender que no sabía nada sobre él.
“No sé cómo se habrá arreglado todo”, medité, cerrando los ojos. “Pero por ahora me basta con saber que todos nosotros estamos bien.”
Syu se acurrucó junto a mí. Olía a sal de mar y supuse que había estado paseándose por la cubierta.
Medio dormida, sentía la presencia reconfortante de Kwayat, sentado en una silla junto a mí. Pasó poco tiempo, creo, antes de que Spaw volviera con Frundis. El joven templario sonrió.
—Aquí llega el compositor —declaró.
—Gracias, Spaw —alcancé a pronunciar, profundamente agradecida.
La bienvenida del bastón no fue menos calurosa que la del gawalt. Con Frundis y Syu, me sería más fácil impedir que los recuerdos de Jaixel obnubilasen mi mente, pensé esperanzada. ¿Acaso la filacteria había podido deshilacharse y salirse de su jaula? Sin embargo… aunque me costase reconocerlo, estaba casi segura de que era yo misma la que me había refugiado instintivamente en aquellos alegres recuerdos para huir de la realidad. Sentí un escalofrío al saber que por ello había estado a punto de olvidar mi verdadera identidad. Sonreí mentalmente, irónica. Al final, tendría que irme a Neermat para que los Hullinrots reparasen mi cabeza.
Poco a poco, el cansancio me dominó y, mecida por la música apacible de Frundis, concilié el sueño.
Cuando llegamos a Mirleria, me movieron de tal suerte que todos los dolores se despertaron y apenas me percaté de que me transportaban sobre una camilla. El trayecto fue largo, o al menos me lo pareció. La ciudad resonaba con voces, olía a sal, a pescado y a un sinfín de perfumes extraños. La carroza traqueteaba y una voz femenina se quejaba, gruñona, de que no eran condiciones para llevar a una paciente. Tendida en el banco de la carroza, me esforcé por abrir los ojos. Sentados en el banco opuesto, estaban Spaw y… Sentí una oleada de alegría al ver a Aleria. No era la primera vez que oía su voz durante el viaje, me percaté, mientras unos tenues recuerdos resurgían en mi mente.
La elfa oscura había cambiado. Su rostro se había oscurecido y alargado y sus ojos rojos, rodeados de ojeras, expresaban un dolor sordo y profundo. Por un momento, me recordó a Kwayat.
—¿Shaedra? —resopló la elfa oscura. Se apresuró a inclinarse hacia mí—. ¿Cómo te sientes?
Sonreí levemente.
—Como un dragón —le aseguré débilmente.
Aleria puso los ojos en blanco, sin creerme, pero su expresión se relajó.
—¿Dónde está Akín? —pregunté, tratando de guardar los ojos abiertos.
El rostro de mi amiga se ensombreció.
—Está… en la otra carroza.
Fruncí el ceño.
—No se ha recuperado —concluí con tristeza—. ¿Verdad?
La elfa oscura suspiró.
—Creo que nadie se ha recuperado aún —contestó tras un breve silencio.
La miré un instante. Estaba perdida en sus pensamientos. ¿Qué tan terribles momentos habría vivido, encarcelada en la Isla Coja?, me pregunté. Me estremecía con solo imaginármelo.
—Gracias… por haberme curado, Aleria —dije entonces.
Alcé una mano y lentamente me la llevé hasta el pecho para agradecérselo como se hacía en Ató. Una expresión de sorpresa pasó por su rostro. Y luego hizo una mueca, sonriente.
—Tu hermana me ayudó.
Agrandé los ojos y sonreí francamente.
—Debo de ser su primera paciente saijit… —medité. La carroza dio un bandazo y una ola de mareo, mezcla de dolor y cansancio, me invadió. Tan sólo alcancé a pronunciar algo sobre los caballos antes de callar otra vez, oscilando entre la inconsciencia y la realidad.
Tiempo después, me sacaron de la carroza procurando no mover mucho mi torso. Sólo entonces me di cuenta de que había olvidado preguntar adónde íbamos. Pero en cuanto vi desde mi camilla el palacio azul y sus torres centelleantes, quedé embelesada y casi olvidé que estaba herida.
Mientras nos acercábamos a la puerta del palacio, pude ver claramente a mis compañeros. Murri y Spaw me llevaban. Chayl, con el brazo vendado, avanzaba junto a su primo. Askaldo, con el rostro velado, cojeaba acusadamente, apoyándose en una muleta. Por lo visto, yo no era la única en haber sufrido heridas. Maoleth y Kwayat, en cambio, parecían incólumes. En cuanto a Akín…
Tuve que girar levemente la cabeza para detallar al elfo oscuro. Detrás de su larga y enmarañada melena negra, sus ojos rojos estaban apagados, indiferentes a su entorno. Aun así se tenía en pie, pensé optimista. Quizá tan sólo necesitara como yo un poco más de tiempo para recuperarse.
Busqué entonces al cuervo con la mirada, preguntándome si habría seguido a Akín hasta Mirleria… Y mis ojos toparon con un pequeño humano de ojos azules. Ya no tenía el pelo plateado; de hecho estaba totalmente calvo, pero lo reconocí: era Seyrum.
Lo sostenía Skoyena con un brazo para ayudarlo a avanzar. A pesar de su estado, el alquimista parecía completamente lúcido. Debió de notar que lo observaba porque en ese instante me miró y frunció levemente el entrecejo antes de que llamara su atención una súbita conversación: Kwayat y Askaldo hablaban con un elfo oscuro de pelo cano que acababa de salir a recibirnos.
Llegaron en ese momento unas personas vestidas elegantemente que se encargaron de guiarnos adentro. Cuando Spaw y Murri las siguieron, luché contra el mareo y me dediqué a admirar los altos techos. Eran magníficos. Tendida como estaba, tenía la mejor vista de todos. Los azulejos centelleaban dulcemente como espejos marinos, rodeados de filigranas de oro y de figuras que representaban sirenas, ninfas, peces, héroes mitológicos…
—Demonios —resopló Murri, fascinado.
Spaw, quien iba delante de la camilla, echó una ojeada hacia atrás y sonrió.
—¿Impresionante, eh?
—¿Ya habías estado aquí? —preguntó mi hermano mientras avanzaban.
—No —confesó el templario—. Pero ya había oído hablar de este palacio. Una auténtica obra de arte.
—Tiene más de dos mil años —intervino de pronto una voz serena—. Y apenas se ha tenido que restaurar.
Giré la cabeza. Junto a un balcón interno a unos dos metros de altura, había aparecido la elegante silueta de un joven faingal. Su cabello rubio caía abundante sobre sus pequeños hombros. Se acercó de un bote ágil al borde del balcón y se deslizó hasta el suelo por una fina cuerda transparente como la lluvia.
—Buenos días —dijo, inclinándose ante nuestra comitiva—. Soy Akshil Lilirays —sonrió—. Bienvenidos al Palacio del Agua.
Todos los demonios respondieron al saludo como pudieron: Chayl y Askaldo alzaron su mano libre hacia el hombro, saludando con una elegante reverencia y pronunciando palabras de agradecimiento; Spaw se contentó con un movimiento de cabeza; Skoyena, como demonio del Agua, se inclinó profundamente ante el Demonio Mayor aunque rápidamente volvió a proponer su apoyo a un Seyrum tambaleante.
—Es un honor teneros aquí —decía Lilirays—. Espero que permanezcáis en mi morada todo el tiempo necesario para curar vuestras heridas. Por favor, seguidme los que queráis tomar el kawsari conmigo. Sé que por el norte esta bebida es poco conocida, pero por aquí se toma cinco veces al día y os aseguro que no hay nada mejor que el kawsari después de un largo viaje. Lleváis a heridos graves, por lo que veo. Mi hermana los conducirá a los cuartos y nos ocuparemos de ellos. Por favor —repitió. Mientras Maoleth, Kwayat, Askaldo y Chayl se internaban por un corredor, el faingal volvió a inclinarse respetuosamente hacia nosotros. Su mirada se posó sobre Skoyena y sonrió.
—Skoyena Rifster —pronunció—. Un honor tenerla en mi casa. Hacía tiempo que no venía por el continente.
La felrin tuvo una media sonrisa.
—Los tiempos cambian —replicó simplemente.
El joven Demonio Mayor asintió, se giró y nuestras miradas se cruzaron.
—Los tiempos cambian, es cierto —aprobó con aire meditativo—. Descansad. Espero que dentro de unos días la joven ternian pueda unirse a nosotros para tomar el kawsari.
Le devolví una débil sonrisa y contesté:
—Será un placer.
Lilirays inclinó otra vez la cabeza y se marchó. Entonces oí una voz femenina, dulce y melodiosa que me recordó a la que había empleado Frundis en Sladeyr para imitar al Hada Huérfana del Mar.
—Seguidme, por favor —decía—. Evitaremos los pisos superiores para no subir escaleras. Por aquí.
Spaw y Murri se pusieron en marcha, junto con Laygra, Aleria, Akín, Skoyena y Seyrum. Tan sólo cuando cambiábamos de corredor alcanzaba a ver a la pequeña silueta que nos guiaba. Aun de espaldas, su parentesco con Lilirays era indudable: su largo cabello rubio brillaba como un sol cada vez que pasaba junto a una de las cristaleras.
Cansada de hacer esfuerzos para observar lo que ocurría en torno mío, volví a cerrar los ojos. Aún sentía el dolor agudo en mi espalda. Casi empezaba a habituarme. ¿Cómo había hecho Aleria para sacarme ese virote? Palidecí. Era mejor no preguntárselo nunca.
En el camino, pasamos cerca de un manantial por donde corría un agua cristalina trenzándose en un suave burbujeo. Frundis, atado a la espalda de Murri, seguramente habría hecho algún comentario elogioso, pensé, mientras el ruido del agua se alejaba. Llegamos a una galería y la hermana de Lilirays fue instalándonos en los cuartos. Primero se ocupó de mí, y Spaw y Murri me depositaron con el mayor cuidado sobre una ancha cama de sábanas muy blancas. Pese a todo, el movimiento súbito despertó el dolor de mi herida y el cuarto soleado se transformó en una imagen borrosa poblada de sombras. Antes de sumirme en un profundo sueño, sentí que Syu se acurrucaba junto a mí para velarme.
No sé cuántos días seguí delirando y confundiendo los sueños con la realidad. A veces dialogaba con Aryes, a veces con Lénisu, otras veces con Dol, y aun sabiendo en un lugar de mi mente que era imposible que estuviesen en Mirleria, preguntaba a Kwayat, y a Aleria, y a Spaw y a todos los que venían a visitarme si era real lo que había soñado. Llegó un día en que desperté sintiendo que poco a poco mi cuerpo sanaba y retomaba vigor. Con la mente lúcida, empezaba a aburrirme tumbada sola en mi hermoso cuarto. Frundis me cantaba extensas baladas y entre Syu, él y yo manteníamos largas conversaciones sobre la música, la vida y mil temas distintos. Pero no siempre podían estar haciéndome caso así que, cuando Frundis componía y Syu se marchaba a pasear por los alrededores, me dedicaba a leer. Arfa, la hermana de Lilirays, tenía apenas un año más que yo y al ver que me reponía de mi herida me propuso toda una serie de libros de la biblioteca personal del Palacio del Agua. De modo que me puse a devorar páginas hasta que mis párpados se cerraban solos.
Así, aprendí toda la historia de los Demonios Mayores del Agua. Leí un libro sobre la Guerra de la Perdición, como llamaban los demonios al mayor conflicto que jamás había existido entre ellos y los saijits. Y descubrí la existencia de un tal Aethlinris, el Rey Demonio, que había sido linchado por su pueblo una vez desvelada su naturaleza. Cuando le pregunté a Arfa si tenía libros sobre la historia reciente de los demonios, me trajo un volumen.
—Es el único libro que tenemos —me dijo al acercarse a mi cama. Sus ojos rosáceos brillaron extrañamente cuando añadió—: Lo escribió mi padre.
Agrandé los ojos mientras me lo tendía. La tapa era de cartón de dámano, lisa y dura como el metal. Grabadas en el lomo se leían unas letras doradas.
—Los esclavos de la sombra —dijo Arfa, asintiendo con la cabeza con gravedad—. Así es como se denominan muchos de los que ahora estamos obligados a esconder nuestra verdadera naturaleza. —Se mordió el labio indecisa, y añadió—: Después de siglos de cacerías, mi padre pensaba que la hora había llegado de acabar con nuestra vida en la sombra. —Se encogió de hombros y sonrió, pero su sonrisa parecía forzada—. Espero que disfrutes con la lectura. Mi padre decía que tenía una pluma de cuervo mojado pero… —meneó la cabeza, divertida— a mí siempre me gustó este libro.
—Entonces lo leeré con aún más atención y respeto —le aseguré con sinceridad. Por un instante pensé en preguntarle qué le había sucedido a su padre… pero no me atreví.
Arfa ladeó la cabeza, como pensativa.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —me dijo.
Enarqué una ceja y, recostada en mi cama, dejé el libro a un lado y asentí.
—Claro.
La faingal pareció meditar unos instantes, con las manos juntas, y entonces preguntó con una voz tímida y curiosa:
—¿Qué sentiste al transformarte en demonio por primera vez?
Su pregunta me dejó estupefacta. Arfa se sonrojó.
—Perdón, no quería…
—No —la corté, recuperándome rápidamente—. Lo cierto es que nadie me había preguntado nunca eso. Supongo… —me encogí de hombros— supongo que quieres saberlo porque tú siempre fuiste un demonio, ¿verdad? —Arfa asintió, sentándose en el borde de la cama y tomé una expresión pensativa—. Apenas recuerdo aquella noche —confesé.
En cambio recordaba muy bien la vergüenza que sentí al haber confiado en Zoria y Zalén… Inspiré, molesta, al advertir la mirada expectante de Arfa, que parecía estar detallando mi rostro como buscando alguna respuesta oculta.
—Lo que sentí —dije— fue un dolor agudo, por todas partes. Como si mi jaipú estuviese haciéndose trizas. —La faingal asentía, muy interesada, y carraspeé—. Er… Luego, sentí como si mi cuerpo me quemase por dentro. En fin, nada muy agradable —concluí.
Arfa, adivinando seguramente que aquellos recuerdos me eran fastidiosos, volvió a levantarse.
—No quería ser demasiado curiosa —me aseguró—. Simplemente es un tema que me fascina. La conversión de los saijits en demonios una vez que son mayores o casi —explicó—. Aunque… por supuesto, en mi vida haría experimentos como los que hacía Driikasinwat.
Sus palabras me dejaron atónita.
—¿Driikasinwat? Estás diciendo… ¿que quería convertir a los saijits en demonios? —Resoplé, incrédula—. ¿Por eso raptaba a alquimistas?
El rostro de Arfa se había ensombrecido.
—Era una de las razones —asintió ella, incómoda—. Pero no le salió bien el intento. Perdón. No quería sacar el tema. Sé que aún necesitas descansar y el curandero me pidió que no hablara mucho contigo.
—Espera un momento —dije con precipitación al verla abrir la puerta para salir—. Por favor. Aún nadie me ha explicado nada de lo que sucedió en la Isla Coja. ¿Qué le pasó a Driikasinwat? ¿Dónde está?
La faingal abrió la boca y la volvió a cerrar. Su expresión me bastó para conocer la verdad, pero la respuesta no dejó de sorprenderme:
—Según Askaldo Ashbinkhai, el Demonio del Oráculo se tiró por una de las ventanas de su torre.
Aún recordaba la alta torre negra de la Isla Coja. Y me fue fácil imaginar al demonio renegado defenestrándose… Palidecí.
—Diantres. ¿Pero se suicidó? —pregunté, incrédula.
Arfa desvió la mirada y suspiró, como para recordarme que se suponía que no debía estar hablándome de eso cuando aún estaba en plena convalecencia. Se encogió de hombros.
—Bueno, esa es la versión de Askaldo.
Lo que insinuaba su réplica me dejó pensativa y cuando se marchó no la retuve, resuelta sin embargo a pedir a mis compañeros que me contaran toda la historia sin tergiversar más. Sabía que los agentes de Ashbinkhai habían alentado la rebelión de muchos mineros esclavizados. Aún recordaba los gritos de Askaldo pidiéndoles que no matasen a todos los cómplices de Driikasinwat y a los Veneradores de Numren. Entonces me volvió en mente la sonrisa de aquel horrible ternian que sacaba su puñal para asesinar al hijo de Ashbinkhai… Me estremecí y posé la mirada sobre Los esclavos de la sombra.
Recogí el libro y lo abrí con precaución, tratando de no moverme demasiado. Empecé a leer… y la historia me fascinó enseguida. El principio, escrito en verso de manera sencilla y rigurosa, transcribía una curiosa conversación entre unos árboles vivos que crecían, esplendorosos, buscando la luz. Transcurrieron siglos de paz hasta que un día vinieron unas «ráfagas de acero» y estas empezaron a talar los árboles con furia, verdugos de una paz milenaria. Unos árboles caían y otros se hundían en la tierra, aterrorizados. De árboles, pasaron a ser arbustos, zarzas, musgo y hierba y, finalmente, desaparecieron bajo tierra huyendo de los filos cortantes que los amenazaban.
¡Adiós, mundo de luz, mundo feliz!
Un monstruo el viento desató en tu suelo,
y pues no me dejaron ir al cielo,
esclavo soy, no más, sombra y raíz.
El padre de Lilirays pasaba entonces a explicar los acontecimientos del siglo pasado y de principios de los 5600. Achacaba claramente las desgracias de las comunidades de los demonios a la mediocridad e ignorancia saijit pero también a la tendencia infame de muchos demonios al odio y a la crueldad. Las historias relatadas parecían tan vivas que me las pude representar con total nitidez. Y vi casi con mis propios ojos la estampida de los demonios del Hielo ante un ataque de cazademonios en las Tierras Altas, en pleno invierno, durante la cual muchos murieron de frío; contemplé el asesinato por un demonio de la Oscuridad de la mayor cazademonios de la historia, Miashi Ermakil; y asistí a la reunión de urgencia de cinco de los siete Demonios Mayores en Aefna, congregados ante la terrible traición de un demonio del Fuego que había convertido en kandak a su Demonio Mayor… Sin pretender ser objetivo, el antiguo Demonio Mayor del Agua contaba las escenas como él las había vivido: que si tal mensajero lo había avisado de tal evento, que si salía urgentemente cabalgando hacia tal lugar por un asunto importante… Aquello sí que era narrar la historia, me dije impresionada.
Estuve leyendo durante toda la tarde. En un momento hasta vi mencionado a Zaix y me quedé incrédula al saber que el Demonio Encadenado había sido un día un gran amigo de Ashbinkhai. El autor, sin embargo, apenas aludía al robo de las Cadenas de Azbhel, preocupándose más, lógicamente, por unos piratas demonios del Mar de las Agujas. Apodados los Caminantes de la Luz, estos piratas no solamente atacaban barcos y pueblos costeros, sino que además utilizaban su Sreda para transformarse y causar más terror. “Estos asesinos”, decía el autor, “masacraron el pueblo de Ildia junto a la Arboleda y aún hoy justifican sus actos deleznables con el pretexto de los daños causados por los saijits a sus antepasados. ¡Ojalá estos últimos nunca sepan el mal que sus descendientes hacen en su nombre!”
El cuarto empezó a poblarse de sombras y los rayos de fuego del sol poniente se enrojecieron hasta apagarse poco a poco. Dejé el libro a un lado con mil nombres y fechas en la cabeza y agudicé el oído hacia los ruidos del crepúsculo. Se oía el canto de las cigarras y murmuraba el agua en una fuente no muy lejana, junto a mi ventana. Reinaba una paz absoluta en el Palacio del Agua.
Estaba a punto de dormirme cuando oí el ruido de unos pasos en el pasillo y el de unas risas. Alguien empujó la puerta y aparecieron Spaw, Chayl y Maoleth.
—¿Qué tal anda la princesa herida? —soltó Maoleth, acercándose a la cama con una bandeja entre las manos. Me llegó el olor a sopa y a pan recién hecho y agrandé unos ojos ávidos.
—Podría comerme gusanos —contesté, sonriente. Hice una mueca al enderezarme sobre la cama. Antes de engullir mi primera cucharada pregunté—: ¿Qué tal el día?
—Bastante tranquilo —contestó Spaw, sentándose en una silla y jugueteando con el borde de su capa verde—. Lilirays nos ha invitado a una reunión de su comunidad y hemos conocido a gente de los alrededores. Y luego he ido a dar un paseo por los hermosos jardines del palacio. Personalmente, me gustan mucho más que esos setos feos que tiene Ashbinkhai —apuntó con una sonrisilla.
—Pff —resopló Chayl, poniendo los ojos en blanco—. No es comparable. El del Agua es más delicado y aparente, y el de la Mente enseña la esencia de las cosas.
Spaw le soltó una mirada elocuente para dar a entender que sus explicaciones no lo convencían.
—Cambiando de tema —intervine—, me gustaría que me contarais qué pasó exactamente en la Isla Coja. ¿Cómo acabó todo?
Los observé con curiosidad al verlos dudar por un instante. Spaw fue el primero en asentir con firmeza.
—Está bien… —Y al ver que el elfo oscuro fruncía al ceño, añadió—: La excusa de que estaba débil ya no vale, Maoleth, mírala: está comiendo como un nadro rojo —bromeó e insistió más serio—: Contémosle lo que pasó.
Maoleth enarcó una ceja y, al cabo, fue a cerrar la puerta en silencio, acercó un banco hasta la cama para sentarse junto con Chayl, y empezó a hablar.
—Bueno, tú sigue comiendo. No sé por qué, esto me recuerda al día en que nos conocimos en el Mausoleo de Akras —sonrió y se rascó la barbilla—. La historia es relativamente corta. Como sabes, me metí en los túneles con Kwayat y Askaldo y este nos explicó entonces su intención de levantar a todos los mineros. Todo salió bien, y fuimos liberando los prisioneros, hasta que perdimos el control sobre los mineros. Empezaron a matarse entre varios bandos para quedarse con la mina y con las piedras preciosas. Nos fue totalmente imposible hacerles entrar en razón —suspiró.
Mientras iba relatando los hechos, lo escuché con atención. Tras ser liberados, muchos mineros habían huido en desbandada, robando los barcos de Driikasinwat. Maoleth apenas narró la muerte del Demonio del Oráculo, arguyendo que no había sido testigo de la escena pero que había oído el último grito escalofriante del renegado al precipitarse al vacío.
—Me dediqué con Kwayat a liberar a los prisioneros —dijo—. Muchos venían de los Subterráneos. La mayoría eran ternians y humanos. —Ante mi expresión sorprendida añadió—: Al parecer Driikasinwat tenía buenas relaciones con algunos esclavistas subterranienses. Según entendí, traficaba con una importante tribu llamada Mandelkinia. Driikasinwat recibía esclavos y favores a cambio de piedras preciosas trabajadas por magaristas.
—¿Driikasinwat tenía a celmistas en la isla? —me extrañé.
—Tres —asintió Maoleth—. Dos eran prisioneros y el otro era la mano derecha de Driikasinwat. Ni siquiera era un demonio, era el jefe de un grupo sharbí que se hace llamar los Veneradores de Numren. Hablo de él en pasado pero, en realidad, ignoro si murió en esa matanza —comentó sombríamente—. Él y Driikasinwat tenían un objetivo común, además del de hacerse ricos: encontrar una forma para despertar la Sreda de los saijits.
Así que lo que decía Arfa era cierto, me dije agrandando los ojos. Driikasinwat quería convertir a los saijits en demonios…
—Un loco —gruñó Chayl.
—Sin duda —aprobó Maoleth—. Intentó convertir a los saijits por todos los medios, con rituales de todo tipo, pociones, sortilegios… Según Seyrum, primero intentó convertir directamente a sus esbirros, pero como varios de ellos murieron, decidió hacer experimentos sobre prisioneros.
—Prisioneros —repetí. Una idea me golpeó entonces con la fuerza de una flecha—. ¿Akín…?
Maoleth asintió.
—Y Aleria, entre otras personas.
Posé la cuchara en el plato con una mano temblorosa. Ahora entendía por qué no habían querido contarme todo aquello hasta ahora. Pensar que Akín o Aleria habían estado sometidos a los experimentos de aquel demente me horrorizaba. Entonces me puse lívida y exclamé:
—¡No! —Los observé a los tres alternadamente, azorada—. Pero… ¿Driikasinwat no lo ha conseguido, verdad? Akín no es un demonio… ¿verdad?
Los tres resoplaron, desconcertados por tal pregunta, y negaron con la cabeza.
—Por supuesto que no —respondió Spaw—. No es nada fácil convertir deliberadamente a alguien en un demonio. Y si Driikasinwat hubiese encontrado una fórmula que funcionase te aseguro que Askaldo no lo hubiera defenestra… Er… Ejem —carraspeó embarazado al advertir la mirada fulminante de Chayl—. Ya sabes. Simplemente hacía experimentos a ciegas sin obtener resultado alguno. Un aficionado, como dice Seyrum —sonrió. Y entonces frunció el ceño—. Pero estoy seguro de que tus amigos de Ató se repondrán con el tiempo. Hoy he pasado por el cuarto de Akín y me ha parecido que estaba más espabilado. Incluso me ha contestado cuando le he dado los buenos días. Parece ser un buen tipo.
—Lo es —asentí mordiéndome el labio mientras recordaba nostálgica los años snorís.
—¡Bueno! —soltó Maoleth incorporándose para cogerme la bandeja—. Hay que pensar que todo ha acabado bien y que todas las heridas se curan con el tiempo. Solamente querría añadir algo, Shaedra… —El elfo oscuro me miró de hito en hito para asegurarse de que lo escuchaba detenidamente. Sus ojos rojos brillaban en su rostro casi negro—. Prométeme que por mucho que Aleria y Akín sean tus amigos no les hablarás jamás de lo que eres. Ni a tus hermanos. Creo que se han llevado una muy mala impresión de los demonios en esa isla. En particular tu amiga Aleria. Menudo carácter tiene. Uno de los primeros días consiguió colarse en la biblioteca de Lilirays y desde entonces está convencida de que somos unos cazademonios. Tampoco le des la razón… Pero desde luego ni se te ocurra decirle la verdad si no quieres atraerle problemas.
Agrandé los ojos como platos.
—Que descanses —agregó él con suavidad. Y sin esperar una respuesta me dio la espalda y salió con la bandeja.
El dedrin se levantó.
—¿Qué tal el brazo, Chayl? —le pregunté, mientras este volvía a recolocar el banco en su sitio con una mano.
El joven demonio echó un vistazo a su brazo entablado y suspiró.
—Según el curandero, te quitará antes la venda a ti que a mí la tablilla —contestó—. Y todo fue por haber tropezado con un orco.
Sonreí.
—Igual que yo.
Cuando se hubo ido el dedrin, el silencio cayó. Spaw parecía ensimismado y lo dejé meditar para volver a tumbarme en la cama con cuidado. Al de unos instantes, el humano dijo con gravedad:
—Sabes, Shaedra, creo que esta vez, en la Isla Coja… te fallé. —Meneó la cabeza con el ceño fruncido—. Y fallé a la palabra que le di a Zaix. Soy un pésimo protector —concluyó, levantándose.
—Ridículo —afirmé—. No puedes salvar a quien se mete siempre en líos y tiene la mala suerte de ponerse delante de orcos enfurecidos —bromeé.
Pero el demonio no parecía escucharme.
—Te fallé, porque me capturaron como a un conejo. Y me hago la promesa de que no volverá a ocurrir —declaró.
Tras estas palabras, el templario me sonrió levemente, realizó un saludo cordial y salió del cuarto. Me quedé mirando la puerta cerrada unos instantes, sorprendida. Aún no acababa de entender muy bien la cultura de los demonios y sus promesas, suspiré. De pronto sentí el cansancio caer sobre mí como un garrotazo y posando de nuevo mi cabeza contra la almohada caí en un sueño profundo.