Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades
—¡Dioses, Shaedra! —sonrió, acercándose con rapidez—. Este era el último lugar en el que esperaba verte. Creía que habrías vuelto a Ató.
—Es una alegría volver a verle —dije emocionada, y lo saludé a la manera de Ató, juntando las manos ante mí—. Y sí… Lo cierto es que pasé por Ató. Pero fue muy pasajero porque… Bueno, tuve que… Ya sabe. Cosas de la vida.
El maestro Dinyú hizo una mueca, sonriente.
—Entiendo. —Y entonces frunció el ceño—. Pero… ¿es acaso posible que vosotros seáis también de Ató? —preguntó, dirigiéndose a Aleria y Akín.
Sin haberlos tenido nunca como alumnos, era aun así imposible que no los hubiera visto unas cuantas veces. Mis amigos se inclinaron respetuosamente.
—Efectivamente, maestro. Soy Aleria Mireglia, hija de Daian Mireglia.
—Y yo soy Akín, hijo de Tzirun Eiben —pronunció el joven elfo oscuro con una sonrisa—. Ambos éramos pagodistas en Ató. Es una alegría verlo de nuevo, maestro Dinyú.
—¿Éramos? —repitió el maestro Dinyú. Y entonces su rostro se ensombreció—. Creo recordar vuestros nombres. Vosotros sois los que desaparecisteis de Ató sin dejar rastro, ¿no es así?
Aleria y Akín se removieron, incómodos.
—Así es —asintió Akín—. Partimos en busca de la madre de Aleria, que fue capturada por los Veneradores de…
—¡Es increíble! —lo cortó Arfa, y sospeché que intencionadamente—. Increíble —repitió—. ¡Qué coincidencia! ¿Así que fue usted también maestro en Ató y le dio clases a Shaedra?
La interrupción algo forzada pareció sorprender a Dinyú, quien bajó los ojos hacia la faingal, pensativo.
—Bueno, de hecho, estuve un año dando clases de har-kar en la Pagoda Azul.
Noté la estupefacción en los rostros de sus cinco alumnos.
—¡Maestro! —dijo uno de ellos, un tiyano rubio de mechas negras—. Eso jamás nos lo ha dicho.
—¿No? Bueno, tal vez no —admitió él tranquilamente—. Aunque, tal vez tenía una buena razón para no decirlo —añadió, echándole una mirada insistente a su alumno. Este se sonrojó pero le sostuvo la mirada.
—¿Usted no cree que el lin-say es superior al har-kar? —inquirió.
Sus compañeros se enderezaron, como desafiando al maestro para que no hablara mal del lin-say. Yo ya había oído hablar de las querellas existentes entre ambos estilos de combate, pero nunca me había parecido posible que alguien pudiese darle importancia a algo tan absurdo.
Con las manos a la espalda, el maestro Dinyú observó a sus alumnos durante unos segundos y resopló, divertido.
—Ni el lin-say ni el har-kar son superiores, Namilisú —contestó acercándose a él—. En un combate, más importa la concentración que el estilo.
El maestro Dinyú vio claramente la expresión escéptica del tiyano pero se contentó con darle unas palmadas sobre el hombro y le dio la espalda.
—Shaedra —dijo—. Ahora, no puedo hablar mucho, estoy trabajando, pero me encantaría que vinieras a tomar el kawsari a mi casa esta tarde o algún día de estos, a menos que andes con prisas.
Asentí con la cabeza, sonriente.
—Será un placer, maestro Dinyú…
—No se moleste —soltó Namilisú, crispado—. Le repetiré a mi padre sus palabras. Y hasta que no admita que el lin-say, la insignia de nuestra ciudad, es el mejor estilo de combate cuerpo a cuerpo, no volverá a tenerme como alumno y no volverá a tener la simpatía del consejo —decretó.
Y dicho esto, se dio la vuelta y se internó en una calle, alejándose a paso firme. Tras dudar un instante, otros dos alumnos echaron a correr tras él, quién sabe si porque compartían su opinión o porque pretendían hacerlo entrar en razón. Meneé la cabeza, alucinada por el comportamiento irrespetuoso del tiyano.
—Por Ruyalé, ¿qué mosca les ha picado? —preguntó Akín.
—No sabía que se tuviesen tanta inquina los har-karistas y los lin-says —comentó Laygra, sorprendida.
—Dioses —murmuró Arfa.
Resoplé, dándome cuenta de que habíamos metido la pata.
—Maestro Dinyú, realmente no pretendíamos sacar a luz el tema del har-kar…
El belarco puso los ojos en blanco.
—No importa —aseguró—. De todas formas, no todos son tan categóricos como Namilisú. Aunque es un buen muchacho. No os preocupéis —afirmó, y se giró hacia los dos alumnos que le quedaban y que lo miraban sin saber qué hacer—. Niurkol, Fargalde. La lección ha acabado por hoy. Aprovechad las festividades y volved mañana.
Ambos alumnos realizaron un saludo.
—Hasta mañana, maestro —dijeron, para dejar bien claro que volverían.
Saludaron a Arfa pero, antes de que ella intentase detenerlos para presentárnoslos, se marcharon con prisas, murmurando entre ellos.
—Er… —dije, observándolos mientras se alejaban. Carraspeé—. ¡Bueno! Maestro Dinyú, aún no le he presentado a mis compañeros. Este es Spaw, ella es Arfa…
—Nos conocemos —apuntó la faingal mientras el maestro Dinyú asentía con la cabeza.
—Y estos son mis hermanos, Laygra y Murri —terminé por decir.
—Vaya. Vosotros venís de la academia de Dathrun, ¿verdad? —interrogó Dinyú, interesado.
Murri y Laygra sonrieron de oreja a oreja y asintieron.
—Somos diplomados —contestó mi hermano.
Mi antiguo maestro se mostró sinceramente impresionado y se puso a hacerles preguntas sobre la academia. Entretanto, fuimos a sentarnos en unos bancos delante de la platiquería escuchando a mis hermanos hablar de energías asdrónicas, de caballos heridos y de los interminables deberes que aquejaban continuamente a los alumnos de la academia celmista.
Era curioso, pero me alegraba sobremanera ver de nuevo al maestro Dinyú, tan sereno como siempre y con su habitual sonrisa blanca. En un momento, se puso a contarnos sus primeros días en Mirleria y sus impresiones y Arfa se rió cuando el belarco confesó haber quedado asombrado por la cantidad de palacios… y de caballos.
—Mi hijo Relé tiene tan sólo cuatro años pero ya ha decidido que de mayor será jinete —sonrió el maestro—. Por cierto, mi mujer y él están viendo las carreras. Creía, Arfa, que eras una gran aficionada.
—¿Aficionada? —exclamó la faingal, con tono ofuscado—. Soy más que aficionada, soy una fanática de las carreras. Aunque prefiero hacerlas yo. De todos modos, había quedado aquí con mis amigos, pero me da a mí que siguen dentro del Garrafón. Ellos sí que están locos, filosofando todo el día. No sé cómo he conseguido tener a tantos amigos a los que no les gustan los caballos —suspiró, teatral—. Voy a ver qué hacen. Venid si queréis ver el interior. Así, visto de fuera parece un almacén, pero veréis que adentro hay un paisaje de ensueño. Se encargó Hijwira de decorarlo.
Se levantaron todos para seguirla y yo decidí demorarme con el maestro Dinyú.
—Maestro —dije, cuando estuvimos solos—. La verdad es que ha sido toda una sorpresa encontrarlo aquí. Aunque ahora recuerdo que en la primavera pasada me dijo usted que viajaría a Mirleria.
—Así es. Y tú me dijiste que ibas a Kaendra a reunirte con Aryes y tu tío.
Asentí con la cabeza, advirtiendo su tono interrogante.
—Y me reuní con ellos. Pero luego volvimos a separarnos —expliqué, simplificando.
El maestro Dinyú enarcó una ceja.
—Tu tío persiste en recuperar su espada, ¿verdad?
Hice una mueca.
—Sí —admití—. Y esta vez la tienen los Ashar.
Él se encogió de hombros, como diciendo que Lénisu estaba en todo su derecho a meterse en tamaños líos.
—Me pregunto cuál es la naturaleza exacta de esa reliquia —comentó—. Aunque puedes estar segura de que yo no se la voy a robar —añadió, divertido.
Meneé la cabeza, sonriente.
—Bueno, ¿así que enseñando lin-say a los jóvenes mirlerianos? —inquirí, cambiando de tema.
—Ah, sí. De alguna manera hay que ganarse la vida. Pero confieso que así como en Ajensoldra la humildad es una virtud, aquí no le tienen tanto aprecio los jóvenes. Son como pavos reales. No todos, claro está. Pero desde luego la disciplina férrea de las Pagodas está totalmente ausente.
Desde luego, Namilisú no era particularmente respetuoso, pensé.
—¿Qué es esa historia de consejo? —pregunté al fin—. ¿Cree que Namilisú le puede perjudicar en su trabajo? Parece ser el hijo de alguien importante.
El maestro Dinyú sonrió.
—Como digo, aquí todos los jóvenes parecen ser hijos de alguien importante. Namilisú es hijo de uno de los cincuenta y dos consejeros de la Cámara de Comercio de Mirleria. Mirleria está tan llena de Consejos como de palacios. Y no te preocupes, en cuanto Namilisú se dé cuenta de que no hay mejor maestro de lin-say en toda la ciudad, volverá.
Noté su tono falsamente petulante y solté una carcajada.
—¿No estará usted también olvidando la humildad, maestro Dinyú?
—En absoluto —replicó él, divertido—. Hablando en serio, me preguntaba, puesto que pasaste por Ató, ¿tienes noticias de cómo van tus compañeros har-karistas?
—Por supuesto, van de maravilla —contesté—. Sotkins y Zahg son ya cekals. Yeysa también… Y Laya, Galgarrios, Revis y Ozwil ahora deben de estar con el maestro Ew. No lo he visto nunca pero dicen que es un maestro muy bueno.
Dinyú había soltado un resoplido.
—¿El maestro Ew? —repitió—. ¿Navon Ew Skalpaï?
Enarqué las cejas, curiosa.
—¿Lo conoce?
—Por supuesto. Ambos aprendimos juntos har-kar en Kolria. Él era de Ajensoldra, pero era hijo de un representante de Neiram en Iskamangra. Hace como veinte años que no lo veo. Pero he oído hablar de sus hazañas. Creo que debe de ser el mayor cazavampiros de toda la Tierra Baya.
Palidecí levemente, esperando con fervor que Drakvian no se cruzase nunca con ese tal Ew. En ese momento, se oyeron unas risas. Giré la cabeza para ver a los demás salir del Garrafón con otras cinco personas, amigas de Arfa.
—Bueno —dijo Dinyú, levantándose—. Ya que tengo tiempo libre voy a volver con mi familia. Os deseo a todos un buen día.
—¡Buen día, maestro! —soltó una de las amigas de Arfa.
Los demás le hicieron eco y yo saludé a Dinyú como una buena pagodista y acepté cuando me invitó a ir a su casa el siguiente Garra. En silencio, lo observé alejarse en su túnica negra hacia la Plaza de Sil.
—Parece un buen maestro —me dijo Murri.
—Lo es —aprobé.
* * *
El Día de Primavera acabó con unos fuegos artificiales absolutamente espectaculares. Los pirotécnicos habían utilizado hasta barcos para que la gente pudiera ver cómodamente su obra desde el puerto y las playas circundantes. Con tanto fausto una de las naves acabó prendiendo fuego y, aunque nadie sufrió daño alguno, el pequeño barco se redujo a cenizas en pleno mar y distrajo la atención de todos los espectadores.
Cuando volvimos al Palacio del Agua, yo empezaba a estar realmente cansada y me di cuenta de que, si mi herida ya se había cerrado, todavía no había recuperado toda la energía. Así que el día siguiente me lo pasé casi entero durmiendo. Syu apenas aparecía por el cuarto, ocupado como estaba en explorar el palacio y fisgonear en la cocina. Frundis estaba curiosamente silencioso y supuse que estaría componiendo algo.
Aquella misma noche, soñé, sin grandes sorpresas, con Draven y con el orco de la ballesta. Un dolor bastante ridículo en comparación con el que había sentido hacía un mes me recorrió todo el cuerpo cuando el orco tiró el virote. Pero yo me giraba y me abalanzaba sobre él, saltando como una experta har-karista… Oí un ruido extraño y desperté, sobresaltada. Me enderecé, alerta, pero el cuarto, iluminado tenuemente por la Gema, estaba tan silencioso como siempre. Meneé la cabeza. Empezaba a caer en la paranoia creyendo que había orcos ballesteros por todas partes, me burlé. Entonces vi una sombra detrás de la ventana. Me deslicé de la cama, procurando no aplastar a Syu, y me aproximé con cautela, agarrando de paso el velo para ponérmelo. ¿Podía acaso ser algún ave nocturna?
Oí unos toques contra la ventana. Aquel ruido era el que me había despertado, entendí. Aparté las cortinas e hice una mueca de asombro. Ese tiyano rubio con mechas negras… ¿Qué demonios hacía el alumno de Dinyú detrás de mi ventana?
El tiyano me hizo un gesto como para que abriera y, considerando que no corría ningún riesgo, reajusté mi velo, giré el pomo de la ventana y abrí.
—¿Qué quieres? —pregunté, curiosa, mientras este erguía su cabeza, mirándome con altivez.
—Soy Namilisú Beyni —pronunció.
—Un placer —contesté, vacilante—. Er… Oh. Yo soy Shaedra Úcrinalm Háreldin, de Ató.
—Un honor. Vengo a hablarte… Shaedra. Por lo que sé, fuiste alumna de har-kar del maestro Dinyú, ¿verdad?
—Esto… Sí. Así es —asentí, incomodada por lo insólito de la situación—. ¿Qué buscas exactamente, Namilisú Beyni?
—Un duelo —dijo él con una rotundidad tajante—. Un duelo de lin-say contra har-kar. Os demostraré a ti y al maestro Dinyú que el lin-say no tiene parangón. El lin-say forma el espíritu, enseña lo que es el honor y el Bien. El har-kar es un arte hueco en comparación: no tiene ideales. Quiero hacer un duelo —repitió.
Lo contemplaba, atónita, mientras hablaba. ¿Un duelo? Solté una breve carcajada.
—Pero… A mí no me tienes que demostrar nada —le aseguré—. Esto es ridículo. Yo soy har-karista. Tú eres un lin-say. Y me parece estupendo. El maestro Dinyú suele decir que la variedad es buena. Estoy segura de que también te ha enseñado a ti sus ideas.
El tiyano sacudió la cabeza.
—Ningún maestro de lin-say enseña ideas: yo ya tengo mis ideales. Como los tiene mi padre y los tuvieron mis antepasados. Vosotros, los ajensoldrenses, necesitáis siempre que un maestro os enseñe a pensar. Eso sí que es ridículo —afirmó. Se mordió el labio y carraspeó, impaciente—: Bueno, entonces, ¿aceptas el duelo?
En mi vida me había visto en una situación tan inverosímil como aquella. Un lin-say viniendo a mi aposento para retarme a un duelo simplemente para demostrar que él defendía su arte de combate…
—Eres una cobarde —soltó Namilisú tras un breve silencio—. Los har-karistas son unos cobardes. Porque sencillamente temen luchar contra los lin-says. Le diré al maestro Dinyú que sus alumnos ajensoldrenses no saben salvaguardar su honor. Y también les diré a todos mis amigos que no vuelvan a hablar con tu maestro. Confieso que lo respetaba mucho. Pero no puedo seguir aprendiendo de alguien que ha sido capaz de enseñar a unos cobardes…
Siseé entre dientes, interrumpiéndolo.
—Basta. Acepto el reto —declaré.
Inmediatamente el rostro del tiyano se iluminó con una ancha sonrisa.
—Pero con una condición —agregué—. Si gano, vas a volver con el maestro Dinyú y harás todo para que tu maestro viva dignamente y que todos lo respeten.
Namilisú ladeó la cabeza, sorprendido, pero enseguida sonrió y aprobó.
—Está bien. Yo no pongo condiciones ya que voy a ganar y no quisiera humillarte más.
Puse los ojos en blanco y realicé un saludo.
—El duelo será mañana —informó el lin-say, contestando a mi saludo—. A las doce de la noche, en el Palacio del Viento. Buenas noches.
Me dio la espalda y se alejó rápidamente por el jardín.
—¿El Palacio del Viento? —murmuré, aprensiva. La imagen de aquel siniestro lugar me volvió en mente… Una brisa ligera entró en el cuarto. Suspiré y cerré la ventana. ¿Por qué demonios habría aceptado? Mascullé por lo bajo. Si se enteraba el maestro Dinyú de que intentaba ayudarlo a base de duelos estúpidos…