Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
Respirando ruidosamente, me agarraba a las piedras como un verdadero lagarto, aflojando poco a poco la cuerda para seguir bajando. Mis garras resbalaron al menos tres veces durante la bajada, pero siempre recobré fácilmente el equilibrio, aferrada a alguna piedra sólida. Syu resoplaba cada vez que bajaba demasiado rápido.
“Paciencia”, me recordó, temiendo que resbalase y me empotrase brutalmente contra el acantilado. Poco después tuve que recordarle yo misma que tuviese paciencia al sentir que temblaba y me estiraba el pelo, ensañándose en él como para huir del miedo.
Cuando, al fin, llegué a posar los pies sobre el primer arco, me quedaban apenas unos metros de cuerda.
Me senté o más bien me desplomé sobre el ancho arco de piedra, tratando de recuperar el aliento. Mientras la tensión de la bajada se diluía poco a poco, observé, distraída, que lucían muchas estrellas en el cielo. Resoplé otra vez, tratando de no pensar en lo que había hecho y al cabo puse los ojos en blanco. Acababa de empezar el rescate y ya estaba temblando de miedo, me burlé, irónica.
Eché un vistazo prudente hacia la torre. La punta estaba más o menos a la altura de mis ojos. Unos pisos más abajo, se veía por una ventana una habitación iluminada. Miré más atentamente, pero no alcancé a ver ningún movimiento. Aun así, supe que a estas horas la mayoría de los habitantes de aquel campamento aún estarían despiertos. Lo atestaban los cantos que se oían, más abajo. Tal vez tendría que esperar más tiempo, cavilé.
En ese instante, mi mano tocó algo fino que se deslizó en la piedra.
“Una carta”, dije, cogiéndola y echándole un vistazo. No se veía nada, pero aun así la reconocí por el pequeño corte que tenía en una esquina. El juego de cartas era de Spaw y a menudo me había preguntado cuántas veces había hecho trampas con ellas. “La llave de oro”, le anuncié a Syu. La llave de oro era uno de los mejores triunfos del kiengó. Ojalá todo se arreglase con una llave en la vida real, añadí mentalmente, mientras guardaba la carta.
Me interesé por el arco. Ancho y grueso como un puente, liso como una baldosa, descendía de manera cada vez más notable a medida que se acercaba a la torre. Medité un momento y tomé una decisión. De nada servía esperar más si habían capturado a mis compañeros. Si era lo suficientemente discreta, no resbalaba hacia el vacío y llegaba sana y salva hasta la torre, aún podíamos salir todos de aquella maldita isla con vida. Así que empecé a deshacer los nudos que me ataban a la cuerda élfica. Una vez liberada, me fui deslizando poco a poco por el arco, con las garras sacadas.
Al principio avanzaba lentamente, pero, al inclinarse el arco, empecé a resbalar y usar mis garras para frenar mi caída. El chirrido resultante resonó desagradablemente en mi oído y Syu se tapó las orejas con una mueca descontenta. Mi caída se fue haciendo cada vez más veloz y recé a los dioses, suplicándoles que no me tirasen por encima del arco. Poco después, me empotré contra la roca de la torre y solté un gemido de dolor que acallé casi inmediatamente, deseando con fervor que nadie me hubiese oído.
Me levanté con cuidado y busqué la ventana más cercana. Había una a mi derecha, a poca distancia, y otra encima, a unos cuatro metros. Decidí que la de encima era la más segura. De esa manera, si perdía el equilibrio, al menos me quedaba una posibilidad de sobrevivir si recaía sobre el arco. Además, aquella ventana estaba a oscuras, lo que significaba probablemente que no habría nadie detrás. O al menos nadie despierto, rectifiqué.
Cuando vi que la torre estaba construida con rocas llenas de irregularidades, sentí mis esperanzas subir como una flecha aunque no dejé por ello de ser menos precavida y me envolví con armonías de silencio. Llegué al borde de la ventana con agilidad y, evitando a toda costa mirar hacia abajo, me senté sobre la piedra y me concentré para absorber todas las ondas de ruido. Ojalá hubiese estado Murri ahí para lanzar su sortilegio de silencio, pensé. Al de cinco minutos, decidí que mi sortilegio estaba lo suficientemente bien aun sabiendo que no era cierto y di un puñetazo contra el cristal. Resonó un restallido y me hice daño pese al guante, pero la ventana tenía ahora un ancho agujero. Metí la mano por dentro, esperándome que apareciese alguna sombra por detrás de las cortinas para tirarme hacia el vacío… Pero no: conseguí abrir la ventana y me deslicé en el interior temblando de pies a cabeza.
Todo estaba más oscuro que la boca de un dragón. Me aparté enseguida de la ventana y me sumí entre tinieblas armónicas, por si acaso. Esperé un momento, agudizando el oído, y afortunadamente: al de un minuto, oí un ronquido ruidoso y el sonido de alguien moviéndose sobre un colchón. Me quedé paralizada, preguntándome si aquel ronquido realmente era de alguien o de algún perro enorme… Me sobresalté al oír otro ronquido y meneé la cabeza. Tenía que ser un saijit. Ningún otro animal era capaz de seguir durmiendo después de que un intruso hubiese reventado su ventana y entrado en su cuarto.
Con paciencia, traté de soltar un sortilegio de reconocimiento, pero el perceptismo nunca se me había dado bien. Tan sólo conseguí percibir unos detalles: delante de mí estaba la cama y a mi derecha un bulto enorme que tenía toda la pinta de ser un armario. Ni idea de dónde estaba la puerta.
Con un suspiro inaudible, creé una pequeña esfera armónica y entonces vi unos juguetes tirados en el suelo. Volvieron a oírse ruidos de mantas y sábanas en la parte oscura de la habitación y resonó otro ronquido. La puerta estaba del otro lado. Con precaución, me aproximé a ella evitando los objetos del suelo. Estaba a dos metros de ella cuando choqué contra un saco que emitió un silbido extraño. Disminuí la luz de mi esfera. Esperé unos segundos. Pero el saijit seguía roncando.
Di la vuelta al pomo de la puerta… Cerrada. Enseguida pensé en la sangre de hidra que guardaba en una de las bolsitas de Ahishu, pero no había cerradura en la puerta: estaba bloqueada desde el exterior. Eso me llevó a otro pensamiento que me dejó suspensa un rato. Si la puerta estaba cerrada desde fuera, eso significaba que el que dormía en aquella habitación… Me giré hacia el sonido de los ronquidos. Era un prisionero, deduje.
Intensifiqué la luz armónica y esta me enseñó una habitación lujosa, con un armario de madera de tránmur y unos baldaquines con una tela gruesa y roja que me impedía ver al durmiente. Asegurándome de que seguía roncando, aparté la cortina.
“Duerme como un oso lebrín”, sonrió Syu, mientras andaba encima de la cama.
Era un saijit viejo, un humano, de pelo gris claro y con cicatrices en la cara. Indudablemente, era un demonio: sobre sus cicatrices, se veían claramente sus marcas negras e incluso tenía una piel anormalmente brillante. Recordé entonces unas palabras de Ashbinkhai: “También secuestró a un anciano que vivía en un pueblo cerca de Mirleria hace dos años”. Tal vez se tratase de ese viejo alquimista capturado por Driikasinwat, razoné.
Tenía los ojos rojos.
Cuando me percaté de mi error, deshice mi esfera de luz y me aparté precipitadamente de la cama, seguida de Syu. Percibí un ruido gutural y de pronto un grito estridente que me dejó petrificada:
—¡Guardias! ¡Un asesino! ¡Guardias!
Gruñí y me abalancé sobre la cama.
—Vengo a salvarte —siseé.
Oí un ruido metálico y retrocedí, preparándome para utilizar el polvo de sueño: si aquel anciano no se callaba, no había otra solución que devolverlo a un sueño apacible. Bañé otra vez de luz la habitación y vi al anciano, de pie sobre la cama, con una barra de metal en la mano. Daba golpes contra las cortinas como para amedrentarme.
—Cálmate, buen hombre —le dije con paciencia—. Vengo a salvarte —le repetí.
—¿Salvarme? ¿Yo te he pedido acaso que vengas a salvarme? —El anciano me señaló con su barra de metal—. Márchate. Eres un demonio. Márchate.
Lo observé atónita, no tanto por su reacción, sino por el tono repulsivo que había empleado al utilizar la palabra “demonio”. Nos contemplamos durante unos segundos, pero a mí me parecieron horas.
—No deberías estar despierto —apunté al fin.
Tomé impulso y le lancé en plena cara una buena dosis de polvo de sueño. Me retiré antes de que su barra de metal me alcanzase.
—Malditos… demonios —pronunció el anciano, desplomándose sobre su cama.
—Volveré a salvarte tal vez en otra ocasión —le prometí.
El alquimista me miró con ojos acusadores antes de sumirse en un sueño profundo. Con dulzura, le quité la barra de metal de las manos y volví a cubrirlo con las mantas. Precisamente en ese instante oí un ruido detrás de la puerta y pegué un salto instintivo para esconderme. Mi esfera de luz desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
La puerta se entornó y entró una elfa con una linterna en la mano. Todo su rostro reflejaba preocupación.
—¿Abuelo? —preguntó en voz baja—. ¿Has dicho algo?
Como no recibía respuesta, dejó la linterna sobre la mesilla, apartó las cortinas de la cama y se sentó para comprobar que el anciano estuviese bien. Se inclinó para besar su frente. Respiró. Frunció el ceño. Tocó con un dedo el polvillo blanco que cubría aún el rostro del viejo… Vi su expresión alarmada y me preguntaba si le daría tiempo a correr y llamar a la guardia cuando la elfa cayó de bruces, dormida, junto al humano.
Resoplé, incrédula. ¿Cómo demonios Ahishu había conseguido ese producto tan maravilloso?
Sonriente, apagué la linterna, pasé por la puerta y la cerré, volviendo a poner la tranca por si las moscas. El pasillo estaba a oscuras, con la excepción de una antorcha que iluminaba los peldaños de unas escaleras que subían y bajaban. Me detuve a unos metros, sumida en las sombras y en mis pensamientos. Si el viejo alquimista estaba en este piso, pensé, ¿por qué no lo estaría Seyrum?
Me dispuse a buscarlo y empecé a abrir todas las puertas con extrema discreción. La mayoría de las habitaciones estaban vacías, pero no todas. En una vi a un niño pequeño durmiendo plácidamente. Eso explicaba los juguetes de la habitación del anciano. En otra vi a un hombre sentado y dormido en su butaca con una pila de papeles en sus rodillas y una linterna semi apagada en su escritorio. Empezaba a decirme que estaba arriesgándome para nada, convencida de que ya no encontraría a Seyrum, cuando topé con una puerta cerrada. Sonreí y saqué una pizca de sangre seca de hidra y la introduje en la cerradura. Como no me quedaba agua en la cantimplora, solté saliva y esperé a ver los efectos: el metal se deformó casi enseguida y, al de un minuto, cuando empujé la puerta, apenas tuve que forcejear para que se abriese.
La sala que se escondía detrás no era un dormitorio. Estaba llena de enormes figuras de cristal de colores azules y verdes. Di un paso cauteloso hacia adelante. Reinaba una luz fría e inquietante. Cuando vi mi reflejo en el vidrio, mi sortilegio armónico se deshilachó y decidí que ya era hora de dar media vuelta… Entonces oí un murmullo distante, como un leve burbujeo, que me intrigó.
Volví a envolverme en armonías y, procurando no mirar mi reflejo, avancé entre las extrañas figuras. Cuando llegué al fondo de la sala, vi algo que me desgarró el alma: hecho un ovillo, dentro de un cubo traslúcido, había una silueta esquelética y temblorosa. El murmullo no provenía de aquella escuálida forma, sino de una especie de ave negra y horrible que acababa de batir las alas y observaba a su futura presa en silencio desde lo alto de un unicornio de vidrio azul.
Titubeante, fui acercándome a la criatura acurrucada que se balanceaba al son de una música interna. Tendí la mano hacia el vidrio que nos separaba y caí de rodillas con las lágrimas en los ojos.
—¿Akín? —sollocé.
El elfo oscuro levantó levemente la cabeza y sus ojos rojos se clavaron en los míos. Pero siguió balanceándose rítmicamente, sin reconocerme.