Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
“Esperadnos aquí”, ¡valientes palabras!, pensé, suspirando, mientras observaba las lejanas luces del campamento. Kwayat, Maoleth y Askaldo se habían marchado a “explorar la zona”. Escondidos en una cueva, llevábamos un día entero esperando a que reapareciesen. Habíamos pensado que volverían durante la noche, pero ahora empezaba otra vez a despuntar el alba y no había ni rastro de ellos.
Con la agilidad de una har-karista, empecé a bajar del alto árbol desde el que había estado observando largo rato el campamento de Driikasinwat. Este último era más grande de lo que me había imaginado. Rodeado de una empalizada, tenía así y todo algunos edificios de piedra y hasta una enorme torre negra adosada a una ladera rocosa. Según Askaldo, ahí era donde el demonio renegado debía de tener preso a Seyrum. Y, según él también, tenía que haber otra entrada a esa torre, desde las cuevas. Al parecer, alguno de los informadores de Ashbinkhai había conseguido revelar un plano del lugar, y Askaldo había asegurado, antes de marcharse, que sabía más o menos dónde estaban las mazmorras y las habitaciones privadas del renegado. Me consolaba saber que Askaldo tenía una vaga idea de dónde se metía, pero, por lo demás, veía bastante difícil la operación. Merodear por la isla sin ser vistos era una ardua tarea, pero meterse en el territorio de esos Droskyns, como los llamaban los isleños, y salvar a Seyrum, a Aleria y a Akín… Hice una mueca mientras me dejaba caer al suelo y me envolvía con las armonías. Tal vez fuese porque mi Sreda empezaba a alocarse, afectando cruelmente mi estado de ánimo, pero mis esperanzas eran más bien reducidas. Pero qué diablos, había que intentarlo. Pestañeé para apartar el velo oscuro que volvía a formarse en mis ojos. Mis cegueras momentáneas empezaban a ser más que molestas.
—¿Alguna novedad? —me preguntó Spaw, recostado contra un árbol, con las manos detrás de la cabeza. Pese a su aire comúnmente desenfadado, se tomaba su trabajo de protector en serio y se había empeñado en acompañarme durante mi operación de reconocimiento.
—Está amaneciendo —dije simplemente.
—Ya, eso también se ve desde el suelo —sonrió el demonio—. En fin —prosiguió, levantándose—, ya va siendo hora de empezar a buscar a nuestros desaparecidos.
Enarqué una ceja.
—¿Vamos a buscarlos en pleno día?
—En las cuevas, no hay sol —replicó Spaw—. Y para llegar hasta la cueva por donde han pasado, podemos esperar a que venga la niebla.
Asentí, pensativa. El día anterior, una niebla espesa se había instalado a media mañana y no había vuelto a levantarse hasta la tarde. Cabía esperar que el fenómeno sucedía todos los días.
Oí un crujido de ramas… Syu surgió de un árbol, aterrizó con la elegancia de un gawalt y se dirigió hacia mí a todo correr. Su expresión enseguida me alarmó.
“¡Saijits!”, anunció. “Hay saijits que se acercan a nuestra cueva. Bueno, a estas alturas, ya habrán llegado”, agregó.
—¿Le ha picado una mosca? —inquirió Spaw, viendo que el mono se empotraba casi contra mí antes de trepar hasta mi hombro.
Hice un gesto para que bajase la voz.
—Saijits —expliqué—. Nos han pillado. O al menos están pasando muy cerca de la cueva. No creo que sea casualidad.
Spaw había fruncido el ceño.
—Regresemos —declaró.
Avanzamos prudentemente por el bosque denso hasta nuestro refugio. ¿Y si eran los Droskyns?, me pregunté, inquieta. ¿Y quién, si no? ¿Podía ser que Maoleth, Kwayat y Askaldo hubiesen sido capturados y que sus secuestradores los hubiesen torturado hasta que revelasen dónde estábamos? Me mordí el labio demasiado bruscamente e hice una mueca de dolor.
“¿Qué aspecto tenían esos saijits?”, le pregunté al mono.
“No muy bueno”, contestó Syu. “Tenían de esas cosas cortantes que brillan. Espadas”, añadió, acordándose de la palabra. “Y uno de ellos tenía una red como la de Skoyena. O más bien como la que nos arrojaron los cazademonios, en Aefna.”
Oí de pronto unos gritos y nos detuvimos en seco. Frundis soltó una nota interrogante, como intrigado por aquel tono nuevo en medio de los serenos sonidos de la mañana.
“Ya veo”, contesté.
Tomé una honda inspiración para calmarme. Spaw avanzaba ahora con muchísima más cautela y lo seguí, reforzando mis sombras armónicas.
Empezamos casi inmediatamente a oír unos pasos precipitados y ruidosos que se dirigían directamente hacia nosotros.
—¡Brujería! —ladraba una voz amedrentada y sin aliento.
Nos tiramos detrás de un tronco caído. Apenas unos segundos más tarde vimos aparecer a un gran orco armado de una cimitarra que pasó a unos escasos metros de nosotros sin vernos y desapareció cuesta abajo entre la maleza y los árboles. Más lejos, se oían otros ruidos de pasos a la carrera. Todo aquello era muy extraño…
Cuando llegamos al fin ante la cueva, entendí qué había ahuyentado a los esbirros de Driikasinwat: del agujero emanaba un humo negro compacto que iba adoptando alternadamente la forma de un lobo enorme y de un monstruo parecido a un golem de sombras. Y, por lo visto, todos los enemigos habían huido despavoridos.
Una voz de ultratumba resonó y me paré a medio camino en la cuesta que llevaba a la cueva, lista para dar media vuelta y echar a correr.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Spaw, deteniéndose también.
—Er…
Una terrible carcajada malévola retumbó entre la roca, cortándome la respiración. La carcajada se transformó rápidamente en una risita divertida y, de las sombras espesas, salió mi hermana dando brincos alegres. Nos dedicó una sonrisa traviesa y soltó un gruñido que bien hubiera podido emitir algún enorme monstruo de tres cabezas.
—¡Ha funcionado! —exclamó entonces la voz entusiasta de Chayl. El dedrin surgió de entre las tinieblas, haciendo molinetes desenfadados con su varita de sombras. Murri lo seguía, tendiendo las manos a tientas. Percibí el suspiro aliviado de Spaw.
—¡Ja! ¿Como que no somos capaces de defendernos, eh? —soltó Laygra, muy satisfecha.
Resoplé, riéndome.
—No ha estado mal —reconocí.
Murri, ahora con las manos en los bolsillos, puso los ojos en blanco.
—Nos hemos librado de la avanzadilla. Propongo que nos larguemos de aquí antes de que lleguen los refuerzos.
Asentimos, recogimos nuestros sacos prestamente y nos alejamos todo lo posible de la cueva aun sabiendo que, de esta manera, Askaldo, Maoleth y Kwayat lo iban a tener difícil para reencontrarnos si regresaban… Pero lo cierto era que todos, interiormente, pensábamos que no volverían. Tratando de no interrogarme sobre las razones que habían empujado a esa “avanzadilla” a presentarse ante nuestra cueva, me dediqué a abrir la marcha junto a Spaw, dirigiéndonos hacia el norte. Mis hermanos, que tantos años habían estado en la academia de Dathrun, no parecían haber olvidado la vida salvaje de su infancia y caminaban silenciosamente detrás de nosotros. Chayl cerraba la marcha, varita en mano.
Bajamos la vertiente del monte hasta una especie de collado, donde los troncos, cada vez más próximos, formaban un verdadero laberinto de túneles de madera. Ya habíamos pasado por aquí el primer día, o por un sitio muy parecido, pero en el otro sentido. Ahora teníamos que encontrar un camino que nos llevase hacia el otro monte de la isla. Cuando nos hubimos metido en el laberinto boscoso, solté a Frundis de la espalda para evitar que se chocara contra las numerosas ramas bajas. El bastón me lo agradeció entonando una alegre canción de Ató que yo conocía de memoria por haberla escuchado mil veces en el Ciervo alado. Al percibir la sonrisa burlona de Spaw, me fijé en que mecía la cabeza al son de la música y carraspeé con una mueca cómica.
Estábamos saliendo al fin del intrincado bosque cuando, entre la bruma que había empezado a flotar en el ambiente, distinguimos a tres siluetas. Solté un suspiro de alivio. Eran Kwayat, Maoleth y Askaldo.
—¡Ahí están! —soltó uno de ellos, avanzando hacia nosotros.
—Ya era hora —gruñó Spaw, mientras nos precipitábamos hacia ellos.
Una leve brisa disipó un poco la bruma y nos paramos en seco. No eran Kwayat, Maoleth y Askaldo, sino un par de orcos feos con un humano encapuchado. Éste nos apuntaba con un arco y los otros dos con enormes ballestas.
—¡Por las barbas de Trah! —exclamó el templario, con una mueca dolorida—. ¡Corred!
—No os lo recomiendo —bramó uno de los orcos, avanzándose. En sus ojos, por un instante, brilló un destello rojizo. Detrás de él fueron surgiendo otras siluetas en la bruma. Percibí la luz metálica de una espada. Inspiré hondo, tratando de calmarme como me lo había enseñado Kwayat. No debían capturarnos, pensé con fuerza. Y, discretamente, moví una mano hacia mi cinturón. Resonó una pequeña detonación. Una humareda espesa y opaca surgió de la nada, seguida por gruñidos de sorpresa. Yo misma me quedé impresionada por la eficacia de los granos de humo que me había dado Ahishu. La nube grisácea fue a mezclarse rápidamente con la esfera de sombras que acababa de invocar Chayl. Entrecerré los ojos, agachándome prestamente para evitar cualquier posible virote o flecha.
Aún era tiempo de salvarse.
Eché a correr como un relámpago por la vertiente y me adentré veloz como el Trueno en el bosque más cercano. Ojalá los demás corriesen tan rápido como yo.
* * *
“¿Y ahora qué?”, pregunté, haciéndome las garras en la rama en la que estaba sentada.
Syu y yo habíamos subido hasta la cima de un árbol, elegido al azar entre tantos como refugio. Y hacía ya como una hora que agudizábamos el oído, al acecho del más mínimo ruido de pasos. Todo indicaba que ya se habían marchado. Más que tranquilizarme, eso me preocupaba. ¿Y si los Droskyns habían conseguido capturar a uno de mis compañeros? ¿Y si los habían capturado a todos? ¿Qué destino les reservarían? Me estremecía nada más pensar en una posible respuesta. Suspiré, retirando las garras del pobre árbol. Nuestra intención de pasar desapercibidos había fracasado completamente.
“Hay que hacer algo”, dije, contestándome a mí misma.
“Me parece una buena idea”, respondió Syu con seriedad. “¿Qué tal si vamos a buscar a los demás? A menos que prefieras echar otra carrera”, añadió.
“Me temo que no será la última carrera del día, Syu”, suspiré, antes de deslizarme entre las ramas, hacia el suelo.
Aterricé silenciosamente, envolviéndome en una esfera oscura y verdosa parecida a los colores de mi entorno. No debía de estar muy lejos de la cueva que había mencionado Askaldo. Al parecer, se trataba de una entrada secreta que había descubierto un agente de Ashbinkhai en la isla. Mientras trataba de convencerme de que todo podía aún arreglarse, avanzaba recorriendo rápidamente el terreno boscoso y empinado. Al cabo, el bosque desaparecía, dejando paso a un paisaje con arbustos y rocas. Sin salir del bosque, fui bordeando la zona despejada, buscando algún resquicio entre la roca de la montaña.
Lo que acabé por encontrar no fue la entrada secreta, sino una cueva enorme cerrada con un gran muro de madera. La puerta estaba abierta y, frente a ella, sentada en una roca, una alta silueta afilaba su hacha, echando de cuando en cuando miradas aburridas a su alrededor.
“Si no encontramos la entrada de la otra cueva, podremos pasar por esa puerta”, sugerí.
El mono no pareció alegrarle la idea.
“¿No es algo arriesgado?”
Sonreí a medias.
“Si prefieres quedarte fuera y esperarme…”
El gawalt gruñó.
“Buah. Un gawalt es prudente, pero también solidario.”
Sonriente, seguí mi exploración, dirigiéndome hacia el oeste. La tierra estaba húmeda y trataba de no dejar demasiadas huellas, saltando de rama en rama cuando podía. Estaba recorriendo los árboles cuando, de pronto, distinguí una luz intensa y el ancho mar azul que centelleaba a lo lejos. El bosque se detenía bruscamente, dando paso a un enorme barranco desde el que se veía toda la parte oeste de la isla. Sólo entonces me di cuenta de que había estado subiendo la montaña hasta tal punto que el precipicio ante el que me encontraba se situaba exactamente encima del campamento de los Droskyns.
Aterricé en el suelo con un salto y me agaché, avanzando prudente y sigilosamente hacia el borde. Syu se quedó solidariamente detrás porque tanta altura le provocaba mareo. Cuando estuve a apenas a unos centímetros del vacío, me paré y me dediqué a contemplar la impresionante vista. A lo lejos, se extendía el mar, poblado de islas. Y más allá, creí hasta adivinar las formas vagas del continente. Bajé la mirada hacia el campamento. Era más pequeño de lo que me había parecido viéndolo desde abajo. Había poco movimiento entre las calles desordenadas. Se veían casas y grandes edificios que semejaban almacenes. Dispuestas a igual distancia en el círculo del campamento, destacaban las tres torres. La torre negra, la más alta, estaba muy cerca de la roca de la montaña. Dos arcos grandes y superpuestos, como contrafuertes, partían de la torre y se alzaban hasta tocar el monte, como para sostenerlo.
Estuve a punto de hacer rodar una piedra al vacío y extendí una mano rápida para agarrarla. Me alejé del borde con prudencia y me acurruqué contra un árbol, meditando mis soluciones y jugueteando distraídamente con la piedra. Frundis canturreaba por lo bajo, componiendo una canción, y Syu fisgoneaba por los alrededores. Un plan iba emergiendo poco a poco en mi mente.
A estas alturas, lo más probable era que todos los Droskyns supieran que había extranjeros en su isla. Todas las entradas a los túneles debían estar vigiladas. Según Askaldo, las mazmorras se situaban en el interior de la montaña, cerca de la torre negra, aunque aseguraba que Seyrum estaba encerrado en una habitación de esta torre. Aleria y Akín tal vez se encontraban a una centena de metros debajo de mí. Con este pensamiento inquietante y reconfortante a la vez, me levanté de un bote y rebusqué en mi saco. Syu regresó y me observó con curiosidad coger la cuerda élfica de Dol.
“¿Qué vas a hacer?”, me preguntó.
Yo ya estaba plegando la cuerda alrededor de mi antebrazo.
“Por el momento, voy a contar los metros que hace esta cuerda”, expliqué.
El mono gawalt ladeó la cabeza pero no comentó nada y se sentó cómodamente en una raíz, bostezando, mientras yo contaba. La cuerda era tan fina que me inspiraba cierta aprensión utilizarla, pero, al fin y al cabo, todos mis compañeros demonios habían cruzado el Trueno sin problemas. La cuerda de ithil era más resistente que una telaraña de narkog, me dije para tranquilizarme.
“Cincuenta metros”, anuncié. “Creo que será suficiente. Creo”, repetí, visualizándome el precipicio y la torre negra.
Syu, obviamente, no había entendido mis intenciones. Se rascó su pequeña cabeza, confuso.
“¿Suficiente para qué?”
“Para bajar el precipicio”, contesté. “Hay un arco superior que parte de la torre y se mete en la montaña. Puedo bajar hasta ahí y luego bajar por el arco… hasta la torre”, acabé por explicar.
Era un plan arriesgado, admití para mis adentros. Pero era la mejor y única idea que se me había ocurrido. El mono gawalt me contemplaba de hito en hito, atónito.
“Pero… ¿bajar el precipicio?”, repitió. “¿Con una cuerda? Yo… No”, gruñó. “Eso no. Los gawalts subimos y bajamos árboles, no montañas.”
Me encogí de hombros y le dediqué una sonrisilla.
“Shakel Borris hace algo parecido cuando sube a la Islamontaña para salvar a la princesa Zamabela.”
Syu resopló ruidosamente.
“No vamos a subir, sino a bajar”, replicó.
Mi sonrisa se ensanchó.
“Ya sabía yo que te parecería una buena idea. Esperaremos hasta la noche. No vaya a ser que nos vean. ¿Qué te parece si comemos algo?”, añadí, dejando la cuerda a un lado y sacando la poca comida que tenía en mi saco.
Syu suspiró pero evitó comentar nada y atrapó ágilmente el pedazo de pan que le tiraba. Yo me quedé con una parte más generosa, sabiendo que yo era una ternian y él un gawalt, y me quedé también con el queso: a Syu siempre le había repugnado.
A la tarde, estuve observando el precipicio, buscando la mejor rama donde atar la cuerda para bajar hasta el contrafuerte de la torre. Finalmente, me decidí por la rama de un roble robusto y até la cuerda élfica lo mejor que pude. No teniendo nada más que hacer, le propuse a Syu echar una partida de cartas y jugamos al kiengó y al arao hasta que la escasa luz nos impidiese divisar bien las cartas. Estábamos en la última partida cuando una ráfaga de viento se llevó la mitad de las cartas. Me quedé un momento aterrada, preguntándome adónde habrían ido, si entre los árboles o hacia el campamento. Qué idiota, lamenté, guardando apresuradamente las cartas que nos quedaban.
“Es un augurio”, bromeó Syu.
Sin embargo, cuando me levanté con la intención de acercarme al roble con la cuerda, el mono perdió todas las ganas de bromear. Me puse a Frundis a la espalda, metí mi saco poco abultado debajo de la capa y tendí la mano hacia la oscuridad. Ahí estaba la cuerda. Tan fina…, me repetí. Me la pasé a la cintura y alrededor de las piernas, haciendo mil nudos.
Allá abajo, en el campamento, se habían encendido las luces y creí distinguir entre el silencio de la noche una melodía lejana de cantos. El cielo ahora estaba oscuro como la tinta de Inán. La Luna y la Vela aún no habían salido.
Di un paso hacia delante tratando de adivinar dónde empezaba el vacío. Cuando lo encontré, me invadió un temor indecible. Traté de sobreponerme e inspiré hondo.
“¿Listo?”, le pregunté a Syu.
El mono se colocó sobre mi hombro y yo me mordí el labio, indecisa.
“¿Seguro que quieres venir?”, insistí vacilante. “Puede ser peligroso. Tal vez deberías…”
El gruñido del mono me interrumpió.
“Tú ocúpate de bajar con cuidado. Los gawalts no somos cobardes.”
“No es ser cobarde no querer bajar por un precipicio de no sé cuántos metros”, le aseguré. “Es más bien una prueba de sentido común.”
El gawalt se encogió de hombros, como diciéndome que eso ya me lo había explicado en su momento. Unas lejanas palabras de Syu me volvieron en mente. “Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer.” Entonces resolví no pensar. Le di la espalda al campamento y me agarré con fuerza a la cuerda.
“¡Asbarl!”, lancé, mientras soltaba poco a poco la cuerda de ithil. Temblando, Syu se escondió debajo de mi capucha.
“Con cuidado”, me repitió.