Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
Nos despedimos de Asbi y Asbalroth con abundantes palabras y saludos antes de encaminarnos, acompañados de Skoyena, hacia el pequeño puerto privado del faingal. La marinera era una felrin, de pelo castaño revuelto y ojos vivos. De cuando en cuando, al hablar, su rostro se contraía en un tic nervioso. No nos habló mucho antes de embarcar en el velero, aunque cuando nos distanciamos de la isla, nos contó su vida, narrando increíbles anécdotas sobre el Archipiélago de las Anarfias. Por lo visto, había sido capitana, antes de ser atacada por piratas y perder su nave, y se dedicaba a llevar multitud de aventureros al archipiélago. Había recorrido la isla de los Kokbos, repleta de orcos terribles, contemplado un dragón rojo a un metro de distancia y huido numerosas veces de una muerte segura.
—Ahora ya soy demasiado vieja para esas andanzas —añadió, con los ojos en el pasado y las manos sobre el timón.
—¿Vieja? No pareces tener más de sesenta años —intervino Maoleth.
Skoyena esbozó una sonrisa.
—Tengo cincuenta y ocho años. Pero la vejez no sólo se cuenta con el tiempo —señaló—. De todas formas, no me arrepiento de nada.
El viaje en el pequeño velero se desarrolló tranquilamente, si se exceptuaba el momento en que Askaldo, harto de su velo, decidió quitárselo considerando sin duda que, de todas formas, mis hermanos y Skoyena ya se debían suponer su aspecto. Aun así, Murri respiró ruidosamente al ver aparecer aquel rostro de pesadillas. Laygra parpadeó unos instantes y entrecerró los ojos, pensativa. Al de pocos minutos, le preguntó tímidamente si había probado quitarse esos furúnculos con granos triturados de amonaleja. La mirada fulminante que le echó el elfocano le bastó para no insistir en proponer otros remedios.
El cielo azul tan sólo era atravesado por unas nubes pasajeras y blancas como la espuma. A medida que avanzábamos, el agua se volvía cada vez más clara y, por la tarde, llegamos a las primeras islas del Archipiélago. Las había diminutas como leves pañuelos de arena pero también elevadas, con montes boscosos y oscuros. Skoyena nos las nombró y contó historias misteriosas sobre ellas, dando tantos detalles que era imposible pensar que no hubiesen ocurrido realmente. De cuando en cuando pasábamos cerca de unos grandes arrecifes que se alzaban en lo alto como verdaderos torreones. En uno de esos momentos, vi de pronto una enorme sombra alada en una de esas torres y agarré mecánicamente el brazo de Kwayat para llamarle la atención.
—Er… ¿Kwayat? Esa cosa que volaba ahí, ¿era lo que yo creo? —musité.
Miraron todos hacia arriba y mi instructor se encogió de hombros.
—No veo nada, pero si te refieres a los dragones rojos, es probable que vieses alguno.
—Esta región está plagada de vida —afirmó Skoyena. Apoyada en el timón, bostezó y su expresión se contrajo en un tic nervioso—. Mirad, ese es el barco de Saodún el Terrorífico.
Me giré hacia la dirección que señalaba y divisé, entre un pequeño banco de bruma, la sombra de una enorme nave naufragada entre unos arrecifes.
—Escalofriante —reconoció Chayl.
—Te noto ligeramente aprensivo, primo —observó Askaldo con una sonrisa burlona.
Como toda respuesta, el dedrin le dio un codazo entre las costillas.
—Más vale tenerle miedo al barco de Saodún —comentó Skoyena—. Conocí a un tipo que quiso ir a ver qué había dentro. Lo vi partir en una barquita hasta ahí con mis propios ojos. Esperé durante tres días a que saliera. Pero no volvió.
Chayl parecía todavía más aprensivo que antes, pero Askaldo, con la mirada fija en el enorme navío sumido en la niebla, olvidó burlarse de su primo.
En ese instante se oyó un potente rugido que desgarró el aire desde las alturas.
—Oh… —solté, mientras Syu, que había estado tranquilamente sentado sobre mi hombro haciéndome trenzas, desaparecía rápido como un gawalt debajo de uno de los sacos colocados a nuestros pies.
—Confiamos en ti, Skoyena —musitó Murri junto a mí, mientras oteaba, aprensivo, buscando dragones.
—Pues no os lo recomiendo —replicó la felrin—. Desgraciadamente, ya me ha pasado perder toda mi tripulación —murmuró.
Hice una mueca e intercambié una mirada alarmada con mis hermanos. El resto del viaje, lo hicimos casi en silencio, temerosos de que algún monstruo nos oyese. El archipiélago estaba ahora poblado de rocas por todos los lados y la felrin pronto arrió las velas, sacó el remo y se puso a cinglar. Cuando le propusimos ayuda, Skoyena se negó rotundamente.
—La marinera soy yo.
Así que nos dedicamos otra vez a mirar el siniestro paisaje, echando regularmente vistazos hacia arriba. Frundis había dejado de componer para dejarse llevar por la “modorra marítima”, por llamarlo de alguna manera, y ahora estaba casi tan silencioso como el agua. Syu, mirando de reojo el cielo, resoplaba, repitiendo cada cuarto de hora que aquello le daba muy mala espina. Y yo me agitaba, inquieta, imaginándome a un dragón cayendo en picado hacia nosotros para carbonizarnos a bocanadas de fuego.
Habíamos acabado sumiéndonos en la bruma que se deslizaba lentamente sobre las enormes rocas y, al no ver nada, la tensión se acrecentó. Minutos después, la niebla se levantó otra vez, dejando paso a un cielo totalmente azul. Ante nosotros, había surgido una enorme roca con varios agujeros en forma de puertas gigantes.
—Luz de Alairié —murmuró Maoleth, admirativo.
—Ya casi estamos —anunció Skoyena—. Estos son los Farallones de Piksia.
Dejó de cinglar y, con total naturalidad, agarró una red de pesca. La observamos, atónitos, mientras se atareaba, echando la red al agua.
—¿Te vas a poner a pescar ahora? —preguntó Askaldo, boquiabierto.
Skoyena puso los ojos en blanco.
—Siempre se pesca cuando se llega al primer farallón —explicó.
—Oh. Entonces estupendo —contestó el elfocano, sin parecer muy convencido—. Se trata de una costumbre, ¿no es así?
—No —replicó ella con brusquedad—. Es más que una costumbre, es un acuerdo. Se trata de no enojar a los dragones.
Me había adelantado hasta la proa para contemplar los Farallones de Piksia y fui la primera en ver a la enorme criatura roja encaramada en una de las altas rocas del peñón. Me quedé un momento paralizada, con la impresión de haber tragado una manzana de golpe.
—¡Un dragón! —exclamó Chayl, con una vocecita temblorosa.
“Naura la Manzanona no era tan grande”, me quejé, mientras Syu bajaba precipitadamente del mástil al que se había subido para curiosear.
“Ese dragón no come sólo manzanas, ¿verdad?”, preguntó el gawalt, trepando hasta mi hombro para evaluar nuestra esperanza de vida.
Resonó otro gruñido estruendoso que me puso los pelos de punta.
—Espera un poco, dragón —gruñó entre dientes la felrin echando miradas exasperadas hacia la criatura alada—. Paciencia y tendrás tus peces. Te ruego que no me los espantes —masculló, mientras el dragón emitía un mugido hambriento.
Enarqué una ceja y me alejé de la proa.
—¿Existe acaso algún acuerdo entre los dragones rojos y los marineros? —pregunté, curiosa.
Skoyena tamborileaba en la borda, con la mirada fija en su red, esperando que algún pez despistado se enmarañara en ella.
—Una vez el Consejo de Marineros de Sladeyr pasó un acuerdo con los dragones rojos —contestó—. Se trata de dar una simple ofrenda para reconocer que estamos en su territorio y que tan sólo estamos ahí por su generosidad. Lo malo es que no todos los dragones lo respetan. Aunque por el momento nunca he caído sobre un dragón de esos. Y ese parece bastante pacífico —comentó, señalando con el mentón a la gran criatura roja que batía las alas y nos observaba desde lo alto.
Askaldo dio unos pasos en el barco antes de perder el equilibrio y sentarse un poco bruscamente en un banco, cerca de nosotras.
—Skoyena, quería preguntarte, ¿cuántos dragones crees que hay por esta zona, además de aquel?
—Ni idea —confesó ella—. Pero las torres que rodean los Farallones de Piksia son la morada favorita de los dragones así que te dejo imaginar.
El dragón rojo lanzó otro gruñido y despegó. Su brusco movimiento hizo rodar una gran roca que acabó sepultándose en el agua en un gran estruendo aguado. Un trueno musical me invadió la mente.
“¡Wuaw!”, soltó Frundis, entusiasmado, despertando de golpe. “¿Qué ha sido eso?”
“Un dragón”, expliqué, sintiendo que mi corazón latía a toda prisa.
La criatura se posó encima de otra roca y volvió a soltar un gruñido parecido a un resoplido aburrido. Y tuvo que aburrirse todavía más porque tardamos como media hora en pescar algo. Cuando Maoleth preguntó por qué no habíamos traído un cubo lleno de peces, Skoyena arguyó que el pez tenía que ser pescado frente al farallón.
—No se debe engañar a los dragones —afirmó, mientras esperábamos pacientemente a que nuestra red pillase algo, bajo la mirada atenta del dragón.
Cuando, por enésima vez, Skoyena sacó la red del agua, vimos unos peces violetas, naranjas y grises y soltamos un grito de alegría. Un rugido nos hizo eco y nos serenamos inmediatamente.
—¿Será suficiente? —preguntó Murri, inquieto.
—Por supuesto —aseguró Skoyena—, tan sólo necesitamos demostrar que tenemos buena fe. Ese dragón tiene toda la pinta de haber comido a saciedad. No tiene hambre. Si no, no estaría aquí haciendo el vago, vigilando las Puertas de Piksia.
—Me alegra saberlo —carraspeé—. ¿Y ahora cómo le damos los peces? —Observé con aprensión los furiosos movimientos de alas de la criatura escamosa que empezaba a bajar por la roca, como un lagarto.
Skoyena no contestó. Metió los peces vivos en un cubo, guardó la red de pesca y retomó la espadilla. Dio varias sacudidas al agua antes de que llegásemos al pie de la puerta natural. Una vez ahí, paró la embarcación amarrándola prestamente a un saliente rocoso.
Por un instante, creí que iba a dejar los peces en una de las rocas cercanas… pero no. Se metió dos dedos en la boca y sopló. Un silbido estridente resonó por todos los Farallones de Piksia.
El dragón rugió, dejándonos a todos tiesos de terror. Y entonces hubo otros rugidos lejanos…
—No, no, no —soltó Askaldo. Sus ojos estaban dilatados por el miedo—. ¿Has llamado a toda la familia?
—Es para que todos los dragones sepan que no deben comernos —explicó Skoyena por lo bajo, con la mirada alzada. Como me encontraba en la parte de la popa, junto a Skoyena, pude ver claramente qué estaba mirando la felrin: el dragón rojo bajaba por la ladera de roca, a unos metros encima de nosotros, moviendo rápidamente sus poderosos músculos y frunciendo rítmicamente sus enormes ollares. Casi me daba la impresión de respirar su cálido aliento. Cuando estuvo a apenas diez metros y cuando Syu y yo ya estábamos preguntándonos cuánto tiempo nos quedaba para desmayarnos de pavor, la felrin cogió un pez y lo tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. El cuello del dragón se extendió y las potentes quijadas engulleron al pez en un abrir y cerrar de ojos.
Syu soltó un jadeo tembloroso, tapándose la cara con las manos, y masculló mentalmente:
“Y decir que, en mi otra vida, los gawalts decían que ser devorado por un dragón era una muerte maravillosa.”
Le di un pequeño abrazo para tranquilizarlo y eso me permitió calmarme a mí también, aunque fuese tan sólo un poco. Skoyena arrojó otro pez, y otro… y al fin, cuando ya no quedaron más, silbó otra vez. El dragón batió las alas y la embarcación se movió peligrosamente por la ráfaga repentina. El casco del velero chocó una vez contra una roca y Skoyena siseó entre dientes una maldición. Soltó la amarra con rapidez y nos alejamos por el túnel del farallón, dejando atrás a un dragón que se alejaba veloz en el cielo despejado y soleado.
—Esta zona, aunque no lo parezca, es bastante tranquila —nos aseguró Skoyena, mientras los demás respirábamos hondo, tratando de convencernos de que no nos íbamos a morir de inmediato—. Tan sólo hace falta conocer la región, porque entonces puedes estar vagando por este laberinto durante días.
—Suerte que Askaldo tenga una brújula para indicarnos el camino —soltó Chayl con un rictus burlón.
Su primo puso los ojos en blanco y eché un vistazo a la brújula busca-agua que pendía de su collar de cuerda. Ladeé la cabeza, curiosa. ¿Hacia dónde señalaría aquella brújula si se activaba, rodeados como estábamos de agua?, me pregunté. A lo mejor estallaba o se estropeaba el mecanismo, elucubré. Desde luego, no iba a sernos de gran ayuda para salir de aquel laberinto.
—¿Era la primera vez que veíais un dragón rojo, verdad? —preguntó Skoyena, mientras seguía remando con más calma.
Intercambié una mirada con Kwayat y Spaw. Ambos parecían opinar lo mismo: Naura no tenía nada que ver con los dragones rojos de las Anarfias. Así que a la pobre la habían desterrado… Skoyena rió. Y su rostro se contrajo.
—¡No penséis más en los dragones! Ahora pensad en lo que vais a hacer cuando lleguéis a la Isla Coja. —Por un momento, dejó de remar. Buscó algo en su saco y nos enseñó al fin una armónica—. ¿Alguien sabe tocarla?
“¡Yo!”, intervino Frundis, con una súbita melodía de armónica.
Sonreí y pensé en Deria. Dol le había regalado el mismo instrumento hacía años y desde entonces la drayta había intentado algunas veces enseñarme a tocarlo. Así que, al ver que nadie se prestaba, cogí la armónica y empecé a tocar una melodía alegre dictada por Frundis. El sonido vibrante se reverberaba entre las rocas del laberinto de agua.
* * *
—Esa… ¿es la Isla Coja? —preguntó Laygra. Nos habíamos precipitado hacia la proa, pese a los gruñidos de Skoyena, y veíamos ahora aparecer ante nuestros ojos una larga cinta de arena apenas iluminada por una Luna pálida y un creciente de Vela. El resto de la isla estaba totalmente a oscuras, probablemente cubierta de niebla.
Recordé en aquel momento unas palabras lejanas de Galgarrios: “Han llevado a Daian a la Isla Sin Sol”. Esbocé una sonrisa, contemplando la isla sumida en la oscuridad de la noche. Y pensar que yo me había reído de él aquel día… Galgarrios iba a resultar ser un adivino.
La embarcación acabó por tocar fondo. Todos estábamos ya con los sacos a la espalda.
—Ocultaré el barco detrás de esas dunas —nos informó Skoyena, entre las sombras nocturnas—. Os repito: os dejo tres días. Como los tres días que esperé al hombre que entró en el barco de Saodún el Terrorífico. Tres días y ninguno más. Si no aparecéis al de tres días…
—Es que nos han capturado o peor —terminó Maoleth, poniendo los ojos en blanco—. Está bien. No creo que tardemos más de tres días si todo nos sale bien.
—Mmpf —dijo la felrin—. Ojalá os salga bien y saquéis a ese pobre alquimista de ahí. Buena suerte.
Desembarcamos. Cuando aterricé en la playa, me tambaleé por el nerviosismo y una mano firme me asió. Murri me dedicó una sonrisa que se aflojó ligeramente al ver mi rostro de tan cerca: mi capucha se había deslizado y ahora tenía que tener bien a la vista mi cara y mis ojos tan negros como el carbón. Era de esperar que no se acostumbrase enseguida a un atrapa-colores, razoné. Alcé los ojos hacia las tinieblas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Laygra, a mi izquierda.
—Ahora —dijo la voz de Spaw—, vamos a ver a Driikasinwat, le decimos amablemente que nos devuelva a Seyrum y volvemos a embarcar.
Iba a contestar que su idea me parecía brillante cuando sentí de pronto como un relámpago atravesar mi Sreda. La mantuve a raya, sin embargo, y al de unos segundos volvió a calmarse. Demonios, pensé, algo asustada. No era la primera vez que me ocurría, pero aquel rayo de inestabilidad había sido particularmente repentino y fuerte.
—Espero que tengáis un plan mejor —carraspeó Laygra, poniendo los ojos en blanco ante la réplica de Spaw—. Dado que ese hombre y sus esbirros han capturado a Aleria, Akín, Seyrum y tal vez a más personas, yo sacaría la espada antes de que ellos la sacasen: secuestraría a un centinela, le pediría que me revelase dónde están los prisioneros y luego lo ataría a un árbol, me vestiría con la ropa del centinela y me metería en el antro. Así de sencillo.
Su discurso fue acogido por uno o dos segundos de silencio sorprendido.
—Buah —se rió mi protector—, no te ofendas, Shaedra, pero tengo la impresión de que tu hermana está tan loca como yo. Para empezar, habla de espadas cuando no tiene ninguna.
—Tengo una daga —repuso inmediatamente Laygra con tono digno—. Y sé utilizarla mejor que tú. Crecí en las Hordas.
—¡Oh! Claro, eso lo cambia todo —resopló Spaw, burlón.
—Chss —bisbiseó Chayl—. Seamos más discretos. A lo mejor tienen vigías apostados.
—Exactamente lo que necesitamos —intervine, divertida—. Un vigía que secuestrar.
—Veo que mi plan no os convence —suspiró Laygra, y sonrió—. Ahora os toca exponer vuestros propios planes.
—Ya tenemos un plan —terció Askaldo, reuniéndose con nosotros—. Os lo explicaré en cuanto salgamos de la arena y lleguemos a la parte boscosa. Antes que nada, quiero que me prometáis una cosa: cuando os ordene algo, me obedeceréis sin rechistar. No quiero que nadie cometa imprudencias. Si alguien pilla a alguno de nosotros, nuestro plan se vendrá abajo. Ante todo, discreción.
Asentimos todos, dando nuestro acuerdo.
—Adelante —soltó la voz queda de Kwayat.
Nos encaminamos hacia el interior de la isla en silencio.
Por prudencia, el mono había desechado la posibilidad de recorrer la playa corriendo y en ese momento se dedicaba a darle pequeños toques a Frundis con la mano para hacerlo rabiar. El bastón gruñía, amenazándolo con soltarle algún sortilegio terrible. Reprimí una sonrisa burlona.
“Me pregunto si habrá conseguido recuperar el cofre”, solté al de un rato, sumida en mis pensamientos.
“¿Cómo quieres que sepa de quién hablas?”, suspiró el mono pacientemente.
“Hablo de Shelbooth”, contesté. “Y pensar que podría estar tranquilamente en Mirleria con su cofre, viviendo la vida… Claro que me pregunto si realmente lo merecía”, añadí, pensativa.
“Eso no lo sé”, intervino Frundis con una música exasperada y exasperante. “Syu, en cambio, merece que lo chamusque con una bola de fuego llameante. No se hace eso de incordiar a un compositor cuando está trabajando.”
Viendo venir una explosión musical vengativa, el gawalt recapacitó y se apresuró a rascarle el pétalo azul con una sonrisa blanca de mono.
Llegábamos a la zona boscosa cuando oí un bufido apagado. Alcancé rápidamente a Maoleth y entendí que Askaldo se había chocado de pleno contra un matorral.
—Esto parece estar lleno de arbustos —susurró el elfo oscuro, escudriñando la oscuridad.
—Y que lo digas —replicó un Askaldo malhumorado—. Avancemos con prudencia. Recordad lo que os enseñé en el Bosque de Hilos para no dejar demasiadas huellas.
—Oh, sí —soltó Spaw—. Recuerdo tus lecciones. Aunque la de empotrarse contra los arbustos no nos la habías enseñado todavía. Parece eficaz.
Oí el ruido de un empujón y unas risas bajas. Maoleth suspiró.
—Dejaos de bromas por el momento —nos aconsejó—, y avancemos.