Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

22 Estampidas y renegados

Cuando llegué a unos metros del gigante, este, de claros rasgos semi-orcos, estaba preparándose para darle un puñetazo a Laygra, quien seguía gritando, aterrada, mientras Murri y Shelbooth eran acorralados un poco más lejos por otros tres agresores. Yo ya tenía a Frundis entre las manos, y le asesté un golpe en el brazo al atacante de Laygra con todas mis fuerzas, para que se diese cuenta de cuál era su real adversario. Sonó algo roto, junto a un alarido de dolor. El gigantón soltó al fin a mi hermana y se giró hacia mí, sacando su maza con la mano izquierda. Su rostro reflejaba contrariedad.

—¡Vas a arrepentirte! —gruñó, mientras abatía su enorme arma sobre mí.

Pero yo ya había dado un bote y le castigaba ahora su espalda con otro golpe. Apenas se daba la vuelta cuando yo me alejaba, lejos de su alcance.

Eché un vistazo a mi alrededor y me fijé, aliviada, en que mi hermana, junto con Syu, había aprovechado la distracción para alejarse y correr como una liebre hacia mis compañeros demonios… aunque por lo visto estos últimos también habían decidido lanzarse en la pelea. Hice una mueca pero me prohibí pensar en otra cosa que en el semi-orco grandote que se abalanzaba sobre mí en aquel instante. Todo, en su expresión, parecía estar ansiando verme convertida en papilla.

“En un combate real, cualquier pensamiento fuera de lugar puede provocar la derrota”, había dicho el maestro Dinyú.

Me fundí entre sombras armónicas y, tras una fulminante plegaria dirigida a todos los dioses del mundo, cargué contra el semi-orco, dejándome llevar por una fría voz interior. A continuación, todo fueron esquivas, ataques, fintas y saltos que acabaron rápidamente con la paciencia del imponente isleño. Tenía un brazo roto, pero estaba furioso como un oso sanfuriento, observé, aprensiva, en un momento en que huía después de un ataque relámpago. Frundis estaba eufórico, y por cada golpe añadía un alegre toque musical. Iba a volver al ataque, cuando Kwayat atrapó la mano del gigante con su látigo. Un relámpago de luz violeta atravesó todo el arma y el semi-orco soltó un alarido de sufrimiento mientras mi instructor ponía cara perpleja. Me fijé entonces en que otros dos agresores estaban ya neutralizados. Los habitantes de las casas vecinas, que habían cerrado prudentemente los postigos durante el punto álgido de la batalla, volvían a entornarlos para ver quiénes estaban ganando.

—¡Ahí viene la guardia! —soltó uno de los vecinos.

Enseguida salimos del estupor del combate. Kwayat liberó la muñeca malherida del semi-orco y salimos todos corriendo.

—¡Beksiá! —exclamó Maoleth, mientras nos alejábamos apresuradamente. Echando un vistazo hacia atrás, me fijé en que los agresores que aún seguían en pie se esforzaban también en desaparecer cuanto antes.

“¡Una batalla digna de recordar!”, rió Frundis, entusiasmado, con una mezcla de címbalos, clarines y trompetas victoriosas.

Syu y yo le respondimos con un gruñido mientras seguía recorriendo las calles con precipitación. Hasta nos cruzamos con un par de matones que nos dejaron pasar educadamente. Tan sólo nos detuvimos cuando, en un momento, mis compañeros se percataron de que no corríamos solos.

—¡Ey! —dijo Askaldo, verificando con una mano nerviosa que seguía su velo bien colocado—. ¡Vosotros! ¿Quiénes demonios sois?

Murri, Laygra y Shelbooth habían perdido sus velos durante la reyerta y los vi intercambiar miradas azoradas. Se oyó un resoplido estupefacto.

—¿Shelbooth? —Spaw contemplaba al elfo de la tierra, boquiabierto.

—¿Shelbooth? —repitió Maoleth, frunciendo el ceño—. ¿Lo conoces?

El joven demonio asintió, con una sonrisa incrédula, y el aludido carraspeó.

—Er… Hola, Spaw. Hola, Shaedra. Os aseguro que esto del disfraz no ha sido idea mía… —Echó una mirada conmocionada hacia atrás, como pensando en otra cosa, agitado—. Rayos y centellas… —masculló.

Estaba preparándome para explicarles a todos la verdad cuando Maoleth suspiró, sombrío.

—Ahora lo entiendo mejor. Shaedra, ¿no crees que deberías explicarnos todo esto? —soltó, echándome una mirada de inconfundible decepción.

—¿Yo? —solté con una vocecita.

—¿Cómo explicas que de pronto aparezcan tres conocidos tuyos en Sladeyr? —me atacó Askaldo, con un deje de desconfianza en la voz.

—Por no decir que viajaban en nuestro barco encubiertos —añadió Chayl, con aire desilusionado.

—Esto… —intervino Murri, levantando el dedo índice—. Si me permitís… No tenemos nada contra vosotros. Simplemente venimos a ayudar…

—A nuestra hermana —terminaron por decir en coro Laygra y él con aire decidido.

Spaw soltó una carcajada.

—¿Hermana? —repitió, y los examinó con más atención. Adiviné fácilmente sus pensamientos: ambos eran efectivamente ternians, con ojos verdes y rasgos semejantes a los míos.

Espiré e hice una mueca desenfadada.

—¿Curioso, eh? —pronuncié—. Tal vez podría explicaros un poco el asunto…

—Tal vez sería una buena idea —repuso mi instructor. Sus ojos azules se habían entornado, inquisitivos.

—Aunque antes también podríamos encontrar un lugar más ameno —apunté. Tras nuestra carrera, habíamos acabado por meternos en la periferia de la ciudad, poblada de campos y casas dispersas.

—¿Y mi cofre? —soltó Shelbooth, como explotando súbitamente—. ¿Qué hago yo sin mi cofre?

—¿Tu cofre? —preguntó Chayl, sin entender.

—Lo he perdido. Todo —se lamentó. Y agrandó los ojos, como dándose cuenta de lo que decía—. ¡Y estaba lleno de joyas! Y todo por culpa de vosotros y de vuestras ideas disparatadas —añadió, dirigiéndose a mis hermanos, acusador—. ¡Yo tan sólo quería llegar a Mirleria! Malditos ternians. Voy a por él.

Atónitos, lo vimos alejarse.

—¿Que va a por qué? —pregunté, boquiabierta.

—A por su cofre, obviamente —contestó Murri, encogiéndose de hombros—. Lo cierto es que siento haberle causado tantas molestias, pero al mismo tiempo él no quiso pagar a una escolta, como le propuso Amrit. Al avaro, destino amargo —sentenció.

Le solté una mirada sorprendida y, sin una palabra, eché a correr detrás del elfo.

—¡Ey! ¡Shelbooth! —le grité—. ¿Estás loco? A estas alturas el cofre se lo habrán llevado a su refugio. Piensa un poco.

El elfo se detuvo y se cruzó de brazos, muy sombrío.

—Malditos ternians —repitió, mirándome a los ojos—. No puedes saber la alegría que tuve al entender que, de pronto, tenía la vida solucionada. El palacio, el jardín, la vida tranquila… todo eso, era casi ya una realidad para mí. —Agitó la cabeza, como despertando de un sueño—. Y de pronto llegan esos… tus hermanos y lo complican todo. Me piden que me disfrace con ellos para que Spaw y tú no me reconozcáis y me roban mi cofre…

—Los ladrones de Sladeyr roban tu cofre —lo corregí.

Shelbooth gruñó, muy afectado.

—Será mejor que me vaya de aquí y os deje con vuestras historias extrañas. Voy a por mi cofre.

Agrandé los ojos, incrédula.

—Shelbooth —solté, cuando el elfo volvía a alejarse.

—¿Qué? —replicó, impaciente.

Iba a pedirle que razonase un poco más antes de meterse en la boca del dragón, pero luego lo pensé mejor y me contenté con preguntar:

—¿Dónde está Manchow? Salisteis ambos de Ató, ¿verdad? ¿Dónde está ahora?

Shelbooth se encogió de hombros y una sombra pasó por su rostro.

—Manchow… Ya. Supongo que nuestra desaparición tuvo que sorprenderos a todos. Siento haberos abandonado con el asunto de Kyisse pendiente pero, cuando me dijo Manchow que tenía una gema valiosa, no pude resistir y aproveché la oportunidad. A falta de los tesoros del Nohistrá de Dumblor —insinuó con una sonrisa burlona—. Manchow se quedó en Ombay —me informó, más serio—. Amrit le dio su parte de recompensa por esa piedra, y le ofreció ayudarlo para que su padre Sombrío no lo encontrase.

Enarqué una ceja, pensativa. Una gema valiosa, me repetí. ¿Acaso estaba hablando de la Gema de Loorden? Meneé la cabeza, atónita. Así que eran ellos los que habían llevado la dichosa gema a Amrit y a Wali Neyg. Y al parecer Manchow la había vendido sin consultar con su padre, el Nohistrá de Aefna… Carraspeé.

—¿Así que a ti te ha tocado una parte de la recompensa por acompañar a Manchow, de Ató hasta Ombay? —solté—. Me maravilla la generosidad de Amrit Mauhilver.

—Fue Manchow el que insistió para que me llevase una parte respetable —replicó el elfo, defendiéndose—. Ya ves, no sólo los say-guetranes tienen sentido del honor: a Manchow le salvé la vida a la altura del paso de Marp, contra un par de escama-nefandos. Si no fuera por mí, la Gema de Loorden estaría ahora digiriéndose en las tripas de uno de esos bichos, así que la recompensa me pareció justa —agregó con una ancha sonrisa—. En cuanto haya invertido un poco mi fortuna en Mirleria, volveré a los Subterráneos como un príncipe, y mi padre ya no trabajará nunca más para esos Consejeros fanfarrones que no hacen más que enturbiar la vida en Dumblor.

Se interrumpió, como recordando de pronto que todas aquellas esperanzas las depositaba sobre un cofre que ya no tenía. Lo observé, meneando la cabeza.

—¿Realmente vas a ir a buscar ese cofre? —pregunté.

Shelbooth soltó una carcajada.

—Sí. Soy un subterraniense. No tengo miedo de unos simples ladrones. El problema es que cuando nos han atacado, no me lo esperaba. Ahora ya sé a qué atenerme. —Levantó una mano, saludándome a la manera de Meykadria—. Buena suerte, Shaedra.

Reprimiendo un suspiro, le contesté al saludo. El elfo me dio la espalda y se alejó rápidamente hacia el centro de la ciudad. Ojalá consiguiese lo que quería, pensé, mientras me acercaba a los demás.

—Veo que no has conseguido razonar al elfo —observó Spaw por lo bajo. Le dediqué una mueca elocuente: ¿qué podía hacer yo para retener a Shelbooth? El joven templario se contentó con esbozar una sonrisa y prestamos atención a la conversación de los demás.

—… pero, ¡por favor! ¿qué diablos pensáis que vamos a hacer en la Isla Coja? —soltaba Maoleth, con incredulidad.

Murri y Laygra intercambiaron una mirada.

—Pues… no lo sabemos —confesó Laygra—. Pero sabemos que Shaedra quiere salvar a su amiga que lleva presa ahí desde hace un año o más. Y nosotros la vamos a ayudar. Es sencillo de entender, ¿no?

—¿Una amiga? —repitió Spaw, con una sonrisa incrédula. Y se giró hacia mí—. ¿Desde cuándo tienes a una amiga prisionera en la Isla Coja, Shaedra?

Me rasqué la mejilla con aire inocente.

—Desde hace aproximadamente un año —contesté—, como dice Laygra. Pensé… que ya que íbamos a salvar a Seyrum, podría intentar sacar a Aleria y a Akín de ahí.

Spaw agrandó mucho los ojos.

—¿Aleria y Akín, eh? Me suenan sus nombres.

—Seguramente los habré mencionado más de una vez cuando estábamos en los Subterráneos —expliqué con tranquilidad.

—¡Los Subterráneos! —exclamó Murri, girándose bruscamente hacia mí—. Shelbooth nos ha contado un poco lo que pasó ahí, pero todo era tan raro que me costó creerlo. ¿Es verdad toda esa historia de los Klanez?

Sonreí, divertida, al ver su expresión de asombro.

—Es verdad —afirmé—. Salimos Aryes y yo de Dumblor con una expedición para entrar en el castillo de Klanez. Y luego, gracias a Lénisu, acabamos por volver a la Superficie para ir a buscar a los abuelos de Kyisse, la pequeña Klanez —expliqué con sencillez.

Murri silbó entre dientes. Por lo visto, no se había creído nada de lo que le había contado Shelbooth.

—Pues yo lamento tener que decirlo —intervino Askaldo—, pero no voy a malgastar mi tiempo salvando a gente que no conozco, así que, Shaedra, si de verdad quieres salvar a esos amigos tuyos de los que nunca nos has hablado —hice una mueca al oír su tono acusador—, puedes hacerlo, pero yo no voy a ayudarte.

—Estupendo —repliqué con firmeza—. No necesito vuestra ayuda. Mis hermanos y yo sacaremos de la isla a Aleria y a Akín nosotros solitos.

Mawer. Aún hay algo que no me cuadra —masculló Maoleth, meditativo—. ¿Cómo has hecho para que tus hermanos supiesen exactamente cómo seguirnos sin que nosotros nos enteráramos?

Fruncí el ceño al ver que le echaba una mirada desconfiada a Syu.

—Bueno… —me encogí de hombros mientras buscaba frenéticamente una respuesta convincente—. Yo no he hecho nada. Se trata de un… sortilegio.

Me echaron todos miradas interrogantes. Suspiré, resignada, y rebusqué en uno de mis bolsillos.

—En realidad, se trata de una mágara —especifiqué, enseñándoles las Trillizas durante unos segundos antes de volver a esconderlas con presteza ante sus ojos curiosos—. Se llaman las Trillizas. La persona que las construyó, Márevor Helith, es capaz de saber dónde se encuentran y por consiguiente sabe dónde me encuentro yo. Y por algún misterio ayudó a mis hermanos a encontrarme —acabé por decir, echando una mirada sombría a Murri y a Laygra.

El rostro de Spaw se había quedado petrificado al oír el nombre del nakrús, como si de pronto se hubiese quedado congelado. Los demás pusieron caras pensativas. Deduje con cierto alivio que estos últimos no conocían a Márevor Helith ni sabían que era un nakrús.

—¿Una mágara que permite saber dónde está una persona a gran distancia? —soltó Askaldo, escéptico—. Bueno —suspiró, dando a entender que no le apetecía conocer más detalles sobre el asunto—, si es cierto lo que dices, deberías tirarla.

—Imposible —repuse—. Es un regalo.

—Interesante —soltó Spaw, recobrando cierta compostura—. Por curiosidad, ¿qué hace esa mágara aparte de decirle al dueño dónde estás?

Le dediqué una ancha sonrisa.

—Buena pregunta. A lo mejor un día averiguo para qué sirve.

* * *

Maoleth, Askaldo y Kwayat trataron de convencer a mis hermanos de que la tarea de ir a salvar a alguien en la Isla Coja era una aventura peligrosa, ¡muy peligrosa!, aseguró Maoleth, insistente. Pero mis hermanos se mostraron más tercos todavía y cuando revelaron que habían seguido una educación intensiva en Dathrun para convertirse en celmistas, enseguida noté cierta curiosidad por parte de Maoleth. Percatándose de ello, Murri aprovechó el momento para demostrar que su diploma no era papel mojado e invocó una esfera de silencio que nos envolvió a todos. Se trataba de una invocación y no de una simple ilusión, entendí. Cualquier palabra que pronunciásemos era ahogada por una mezcla de energía aríkbeta y órica. Era asombroso saber que mi hermano era capaz de invocar esferas de silencio, y más sabiendo que hacía apenas cuatro años no sabía nada de artes celmistas.

—Demonios —solté, cuando Murri deshizo el sortilegio—. Es increíble.

—Yo soy más de energía esenciática —intervino Laygra—. Soy curandera. Aún no tengo muchísima práctica con los saijits, pero he salvado la vida de muchos animales en la academia. Y os aseguro que en toda expedición digna de ese nombre hay siempre una curandera. O un curandero —apuntó, sonriente.

Askaldo resopló.

—Está bien —dijo, como a regañadientes—. Ya veo que no vais a cambiar de opinión y, a menos que os atemos al mástil del Águila Blanca, no se me ocurre otra solución que la de dejaros hacer lo que queráis. Ahora, hablando de cosas más urgentes —agregó, cambiando de tono, mientras Murri y Laygra sonreían, encantados—, lo he pensado mejor y creo que es demasiado tarde ya para ir a ver Asbalroth. Podría estar durmiendo y no es plan de enfadarlo sacándolo de la cama —razonó.

—Oh, así que, finalmente, vamos a gastarnos esos veintidós kétalos —concluí, burlona.

—De ninguna manera. Ese albergue de ahí debería tener precios razonables —decidió el elfocano, señalando un edificio.

Estábamos en las afueras de la ciudad, y el albergue en cuestión se encontraba junto a un camino que serpenteaba y desaparecía en las sombras de un bosque. El albergue no parecía muy animado, y de hecho, cuando entramos, comprobamos que los clientes tampoco lo eran: vi a un viejo pescador sentado en una silla, solo, absorto en sus pensamientos. A unos metros, dos hombres cuchicheaban en voz baja con aire de conspiradores. Y el tabernero, sentado junto al mostrador, leía un libro. En ese instante se levantó, algo sobresaltado por nuestra llegada intempestiva. Pese a la poca luz que desprendían las velas, me bastó un vistazo para saber que se trataba de un nurón. Era la primera vez que veía a uno en la realidad y me quedé embelesada por su rostro negro cubierto de escamas azuladas. Era muy parecido al dibujo del libro Los saijits de Háreka. Tenía una cola como una enorme aleta plegada, dividida en tres puntas unidas con membranas finas. Su piel estaba algo arrugada, como a falta de agua. En cuanto a sus ojos, eran enormes, cubiertos por una fina piel protectora. Sin embargo, en ese momento se habían reducido a unas estrechas rendijas mientras el nurón nos detallaba con la mirada a su vez.

—Buenas noches —dijo—. ¿Qué desean?

El timbre de su voz me recordó un poco al arrullo de algunos pájaros de Ató. Le dimos todos las buenas noches y Maoleth se encargó de reservar las camas y comprar algo para la cena.

Pagamos tres kétalos por cabeza, una cantidad del todo aceptable si no fuera porque el posadero se contentó con abrirnos una especie de gran cuarto lleno de jergones y gente durmiendo. Olía a pescado, a barro y a sudor y Syu enseguida frunció la nariz y se la tapó en un gesto delicado.

“Huele demasiado a saijit”, refunfuñó.

—El gran ahorrador tal vez esté replanteándose lo de los veintidós kétalos —comentó Spaw, en un murmullo burlón.

Sonreímos y Askaldo nos fulminó con la mirada.

—Tres kétalos es poco, veintidós demasiado, no es mi culpa si no existen intermedios —replicó, antes de entrar en el cuarto con paso digno.

Respetando el sueño de nuestros compañeros de habitación, nos instalamos tan silenciosamente como pudimos en medio de la oscuridad. Syu se acurrucó junto a mí, tapándose debajo de la manta, aunque adiviné por sus movimientos nerviosos que no dormiría muy a gusto.

“Peores noches que esta hemos pasado”, lo consolé, optimista.

Aun así, el gawalt no se tranquilizó y siguió dando vueltas, agitado. Cerré los ojos pero los volví a abrir cuando una mano cogió dulcemente mi brazo. Divisé la sonrisa de Laygra y sonreí.

—Hay que ver en qué líos te metes, hermana —murmuró.

—Lénisu me ha estado enseñando —bromeé en voz baja—. Por cierto, ¿dónde están Rowsin y Azmeth?

—Los dejamos en Aefna, en casa de una parienta de Azmeth. Oh, Shaedra —musitó, apretando mi mano con fuerza—. ¡Hay tantas cosas que tengo que contarte y que me tienes que contar! Aunque supongo que tendremos tiempo para ponernos al día. Murri me habló de la conversación que tuviste con él, ayer. No sabes lo contenta que me puse cuando supe que tus compañeros eran amigos tuyos y no enemigos, como pensaba al principio —soltó una risita de autoburla—. Antes, estaba preocupadísima pensando que Márevor Helith había metido la pata y que Syu no era el verdadero Syu y…

“¿Queé?”, resopló Syu, dejando de dar vueltas.

Laygra soltó una risita al oírlo.

—Espero que no hayas comido demasiadas golosinas durante mi ausencia —dijo mi hermana, acariciando cariñosamente la cabeza del mono.

“Bah”, gruñó Syu. “Un gawalt nunca come demasiado, come lo justo.”

Sonreí y fruncí el ceño poco después.

—¿Laygra?

—¿Mm?

Mi hermana estaba ya casi durmiéndose. Entonces me dije que todas mis preguntas podían esperar perfectamente hasta el día siguiente.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches, Shaedra.

* * *

A la mañana, cuando el sol ya iluminaba toda la isla, salimos del albergue después de un copioso desayuno y partimos en busca de la casa de Asbalroth Srajel. Preguntando, la encontramos fácilmente, adosada a un gran peñón de piedra blanca, en las afueras de la villa.

—Aún es demasiado pronto para presentarnos —meditó Askaldo.

Chayl, Spaw y yo intercambiamos miradas burlonas.

—Ayer era demasiado tarde y hoy demasiado pronto —observó Chayl—, a lo mejor es que tampoco existe la justa medida para llegar a casa de Asbalroth, ¿eh, querido primo?

Su querido primo respondió dándole un leve coscorrón.

Finalmente, nos sentamos al pie del Peñón Blanco, como lo llamaban, y me puse a explicarles a Murri y a Laygra todo lo sucedido desde que habíamos salido de Ató. Sin hablarles de Sredas o de demonios, les revelé que Askaldo y yo habíamos bebido una poción de mutación y que ahora padecíamos de un equilibrio energético desastroso que podía ir derivando y tener efectos más peligrosos. Quedé bastante satisfecha con mi explicación y recuperé cierta confianza a los ojos de Kwayat cuando este comprobó que mis hermanos no tenían ni idea de demonios.

—¿Pero qué tipo de mutaciones son esas? —preguntó Murri.

Por toda respuesta, les enseñé claramente mi rostro, quitándome la ancha capucha. Mis hermanos se quedaron un momento sin aliento al verme tan blanca como el peñón. Murri se repuso el primero.

—Ya sabía yo que te pasaba algo raro en la piel —comentó—. Aunque estaba lejos de imaginarme que fuera tu propia piel la que… Bueno —carraspeó—. Es una pasada.

—Mm —reconocí, volviéndome a poner la capucha. El velo me lo había quitado, ya que habíamos retomado nuestros atuendos de siempre y con la capucha mi rostro quedaba lo suficientemente oculto—. Pero como digo, el equilibrio energético es tan desastroso que podría tener más consecuencias. Por eso vamos a buscar a Seyrum, el alquimista, que fue secuestrado por Driikasinwat.

—Ah, ahí quería ir a parar yo —soltó Murri—. ¿Así que ese Seyrum sería capaz de hacer una poción que equilibrase otra vez tus energías? Lo cierto es que he oído hablar de esas pociones. Tienen un efecto parecido al de los descargadores que había en la academia, ¿verdad? Lo que no entiendo es por qué vais a buscar precisamente a un alquimista secuestrado. ¿No sería más fácil encargarle eso a cualquier otro alquimista? ¿Tan raro es ese desequilibrio energético? —inquirió, mirándonos a todos.

—Los desequilibrios energéticos normalmente no afectan el cuerpo de esa manera —intervino Laygra—. La poción que bebieron Shaedra y Askaldo debe de ser particularmente poderosa.

—Lo era —aprobé.

—¿Y cómo así te la bebiste? —preguntó Murri, intrigado.

—¡Bah! —exclamó Maoleth—. Sois demasiado curiosos. Se la bebió, y punto. No vamos a entrar en los detalles. Askaldo, ¿crees que todavía es demasiado pronto?

—¿O demasiado tarde? —añadió Spaw con aire filosófico.

Esta vez, Askaldo resopló, divertido.

—Es exactamente el buen momento para ir a visitar al tal Asbalroth.

Antes de que este se levantase, ya estábamos todos de pie. El elfocano se incorporó con prestancia y nos siguió tranquilamente hasta el portal de la casa de Asbalroth. El edificio era bastante grande, rodeado de grandes setos podados de manera impecable. Pegué un pequeño salto para ver por encima del portal y asentí para mis adentros. La fortuna de Asbalroth debía de ser parecida a la de Zilacam Darys.

—¿Qué has visto? —me preguntó Laygra, intentando ver, extendiendo el cuello, sin atreverse a saltar.

—Un bonito jardín con una fuente —contesté—. Y también… —Se oyeron unos ladridos cuando Kwayat agitó la campanilla del portal—. Hay perros —terminé por decir.

Lieta bufó ruidosamente, con el pelo erizado. Syu sonrió, sobre mi hombro, y Laygra puso cara preocupada, preguntándose seguramente si los perros serían capaces de atacar a la indefensa gata…

Una mirilla se abrió en medio del portal y apareció el rostro prudente de una joven faingal… Fruncí el ceño. ¿Pero cómo podía llegar a la altura de mis ojos una faingal si se suponía que medían incluso menos que los hobbits?

—¿Quiénes sois? —preguntó con una voz aguda y recelosa.

—Buenos días, amable señora —contestó pausadamente Askaldo—. Somos amigos de Zilacam Darys, que es a su vez amigo de Asbalroth Srajel y nos ha prometido que en su casa recibiríamos ayuda. Yo soy Askaldo, hijo de Ashbinkhai.

La faingal agrandó levemente sus ojos rosáceos, escrutó la cara velada del elfocano pero, lejos de ensombrecerse, su expresión se relajó.

—Enseguida os abro —declaró.

Cerró la mirilla y se oyeron ruidos detrás del portal, como si se retirase una silla.

—¿“Amable señora”? —repitió Chayl en voz baja, con una risita incrédula.

Askaldo hizo un breve ademán.

—Los buenos modales son importantes —replicó—. Tal vez lo entiendas algún día, querido primo. Algún día —repitió, con el tono de quien no tiene muchas esperanzas.

El dedrin hizo una mueca, algo ofendido: cada vez que se echaban pullas entre ellos, se ofendían a la mínima.

El portal se abrió y apareció la faingal, mucho más bajita, como era de esperar, de pelo rubio casi blanco y vestida de una elegante túnica rosa que, extrañamente, me recordó a las túnicas de Tauruith-jur. Parecía tener una veintena de años, aunque, como solía decir Wigy, era muy difícil determinar la edad de un faingal.

Entramos todos y en cuanto hubo cerrado otra vez el portal un par de perros peludos vinieron a olfatearnos y Maoleth se apresuró a levantar a la drizsha, quien seguía emitiendo en continuo un sonido gutural del que bien se hubiera podido inspirar Frundis para alguna de sus obras más tétricas. La faingal, tras apartar suavemente a los perros, se inclinó profundamente, realizando un complicado gesto de manos.

—Sed bienvenidos a nuestra humilde morada —declaró, mientras yo me preguntaba si se trataba de algún saludo de los demonios que no conocía o de un saludo específico de Sladeyr. Nos sonrió, alegre—. Soy Asbi Srajel. ¡Encantada de conocer al mismísimo hijo de Ashbinkhai! —exclamó, muy entusiasmada.

—Y yo, de conocerte a ti, bellísima Asbi —contestó Askaldo con tono sincero.

Percibí la expresión de mofa que adoptó Chayl al oír hablar a su primo como un cortesano de cuento. Asbi dedicó una sonrisa radiante al elfocano velado.

—Voy a avisar a mi padre —dijo—. Aunque, visto cómo han ladrado los perros, seguramente ya nos estará espiando desde su despacho. Entrad, entrad. Hace unos días nos llegó una paloma de Zilacam Darys diciendo que vendríais. Padre me lo dijo. ¡Yo no quería creerlo! —Sin dejar de sonreír, nos guió hasta el vestíbulo y luego hasta el salón. La casa estaba iluminada por la luz blanca del alba y el aire mismo parecía feérico.

Antes de que Asbi se alejara, su padre apareció en las escaleras, vestido con una amplia túnica blanca. Apenas era más alto que su hija y su melena rubia era igual de abundante y vaporosa. Se avanzó y levantó una mano.

—Bienvenidos a Sladeyr —pronunció, dedicándonos una leve sonrisa—. Habéis hecho un largo viaje.

Tras las presentaciones y saludos, el sladeyreño nos invitó a sentarnos y conversamos sobre nuestro viaje, sobre la vida en Sladeyr y la vida en Ajensoldra. Asbalroth Srajel resultó ser un hombre apacible y simpático. Hablaba pausadamente, sin exaltarse nunca. En cambio, su hija era más movida y se levantaba cada dos minutos para traernos bandejas llenas de roscas, pasteles, infusiones, leche caliente… Parecía encantada de tener a tantos demonios en casa y echaba ojeadas curiosas hacia Askaldo, tratando seguramente de adivinar qué aspecto podía tener su rostro mutado.

Según nos contó el faingal, estos últimos años Sladeyr se había convertido en una isla muy insegura.

—La guardia que queda en la isla está al servicio de un gobernador corrupto que vive parapetado en su pequeño palacio —explicó tranquilamente—. Hace ya varios meses que la gente de la isla se queja de desapariciones. El gobernador no hace nada para impedirlas y parece querer mandar su isla a un pozo negro, o al menos a su población más humilde. Eso sí, sigue teniendo total control sobre las tierras cultivadas de la isla.

—Y ahora intenta quedarse con todos los barcos de pesca, incluidos los nuestros —intervino Asbi, con una mueca contrariada.

—Mm —asintió su padre, pensativo—. Y, para colmo, mantiene estrechas relaciones con el Demonio del Oráculo, lo cual me viene preocupando desde hace algún tiempo.

La tensión subió como una flecha al oírlo mencionar a Driikasinwat. Kwayat carraspeó, elocuente, para que nuestro anfitrión entendiese que era mejor evitar hablar de demonios. Vi pasar fugitivamente una expresión de sorpresa por el rostro del faingal. Algo alarmada, miré discretamente a Murri y a Laygra. Estos parecían escuchar con atención, pero en aquel instante mi hermana se inclinó hacia mí.

—¿Quién es el Demonio del Oráculo? —me preguntó, en voz baja para no interrumpir la conversación.

Al cruzar otra vez la mirada de mi hermana, me sentí palidecer.

—¿El Demonio del Oráculo? —solté, como recordando su pregunta—. Es un apodo que le dan a Driikasinwat —expliqué, con un tono que daba a entender que no había nada raro en apodarse Demonio de algo.

Laygra frunció el ceño pero, al menos por el momento, aceptó mi explicación sin más preguntas. Esperé que a partir de ahí Asbalroth intentaría tener más cuidado con sus palabras, aunque, de todas formas, parecía que a Askaldo le traía sin cuidado lo que pudiesen averiguar o dejar de averiguar mis hermanos. Pero, claro, no podía ser el caso de Kwayat, pensé, echando una ojeada rápida a mi instructor.

—¿De qué tipo de relaciones estás hablando? —preguntaba en aquel momento Maoleth, con el ceño fruncido.

—No conozco los detalles —confesó Asbalroth—. Pero todos los días salen barcos llenos de comida hacia el norte. Y a cambio, llegan sacos menos abultados pero no menos pesados.

Meditamos la información unos segundos. Entonces el faingal prosiguió:

—Ya le comuniqué a Lilirays mis sospechas, pero claro, mi sobrino tiene otros problemas y no quiero cargarlo con este asunto más de lo necesario. Sin embargo, temo que el Demonio del Oráculo esté rompiendo con las reglas. Por eso me alegré cuando supe que Ashbinkhai seguía de cerca sus actuaciones.

—Es natural —contestó Askaldo—. Al fin y al cabo, lo renegamos nosotros. Según los informadores de mi padre, Driikasinwat estaría sacando una especie de piedra preciosa muy valiosa de los fondos subterráneos de la isla. —Enarqué una ceja: era la primera vez que Askaldo hablaba de ello—. Si sólo fuera eso, no habría habido problema alguno —aseguró—. Lo peor es que, al parecer, los mineros que trabajan ahí conocen la naturaleza de Driikasinwat.

Agrandé los ojos, atónita al comprobar que Askaldo jamás había sido tan explícito al hablar de la Isla Coja. Aunque, a decir verdad, era consolador saber que no nos meteríamos a ciegas en aquella isla de locos. Aun así, empezaba a darme cuenta de que Askaldo no hacía muchos esfuerzos para que mis hermanos no me acribillasen a preguntas luego. Ya los veía venir…

Asbalroth Srajel suspiró mientras asentía con la cabeza.

—Es alarmante —admitió—. Creo haber entendido que os dirigís a la Isla Coja para salvar al alquimista Seyrum.

—Efectivamente. Ese es uno de nuestros objetivos —aprobó Askaldo—. Zilacam Darys nos dijo que nos proporcionarías ayuda para llegar a la isla.

Entorné los ojos. ¿Cómo que “uno de nuestros objetivos”? ¿No era el único objetivo? A parte de salvar a Aleria y a Akín, claro está, pero dudaba mucho que se refiriese a eso.

Asbalroth había recobrado su sonrisa.

—Os ayudaré. Conozco a una marinera, muy de confianza, que conoce el Archipiélago de las Anarfias como nadie. Ya le hablé de vuestra posible llegada. Aceptó llevaros hasta la isla. Se llama Skoyena. La avisaré de que habéis llegado. ¿Para cuándo queréis salir hacia la isla?

Maoleth y Kwayat se consultaron con la mirada pero fue Askaldo quien contestó:

—Hoy mismo. Si es posible —añadió—. Y quisiera que nuestra partida se realizara con total discreción. No quiero que Driikasinwat sepa nada sobre nuestras intenciones.

Asbalroth asintió, como aprobando su decisión. La noticia, sin embargo, había ensombrecido la expresión de Asbi. Percibí su mueca desilusionada mientras su padre se levantaba.

—Os invito a dar un paseo por mi jardín mientras voy a ocuparme de avisar a Skoyena. Mi hija os guiará.

Askaldo se levantó y lo imitamos prestamente.

—Será un placer ver el jardín. Y gracias por los pasteles —añadió, inclinándose levemente hacia Asbi. La faingal sonrió y todo su rostro volvió a parecerse al de un hada risueña.

—Seguidme, nobles amigos —nos invitó—. El jardín no es tan maravilloso como el que teníamos en Mirleria, pero una ventaja es que las liwíes de hielo crecen estupendamente.

La miré, muy sorprendida.

—¿Liwíes de hielo? —repetí—. Creía que aquellas flores tan sólo crecían en los montes.

Asbi pareció alegrarse al ver mi interés.

—Es una variante de las verdaderas liwíes de hielo —explicó—. Pero aun así, nadie en toda Sladeyr ha conseguido tener un jardín con tantas liwíes como yo. Las cuido con energía esenciática.

Esta vez fue Laygra quien se interesó vivamente por el tema y salimos de la casa conversando animadamente sobre las flores y las energías. Tan sólo media hora después, Murri y Laygra se las arreglaron para arrastrarme sola a algún banco del jardín. Aprovechando que nadie nos oía, me asediaron literalmente a preguntas y yo traté de responderles de la manera más prudente posible. ¿Quién era Askaldo? ¿Y Ashbinkhai? ¿Y qué era esa historia de poción de mutación? ¿Acaso sabía yo más cosas sobre Driikasinwat que no les había contado? ¿Era el Demonio del Oráculo el jefe de los Veneradores de Numren? ¿Y quiénes eran exactamente los que me acompañaban? ¿De dónde salían? Afirmaron que les daba la impresión de que todos eran extraños a pesar de parecer simpáticos por fuera. Meneé la cabeza y sonreí, tras contestarles a medias a todas sus preguntas.

—Todos son buena gente —les aseguré—. Lo que pasa es que… tienen otra cultura.

Mi hermano me miró con cara escéptica.

—¿Otra cultura, eh? Supongo que en esa cultura entra lo de beberse pociones desestabilizadoras de energías, ¿no? Bah —dijo, interrumpiéndome antes de que yo dijese nada—. Suponiendo que todo lo que dices es verdad, lo cual dudo, porque se te da tan mal como a mí lo de mentir, suponiendo que es verdad —prosiguió, mientras yo me ruborizaba—, lo que está claro es que Askaldo no tiene como único objetivo el de salvar a ese alquimista. Él mismo lo ha dado a entender. Debe de tener otra razón.

Me encogí de hombros.

—Tal vez. —Y resoplé, con una media sonrisa—: Pero os aseguro que su mutación es realmente horrible. Cualquiera haría todo lo posible para intentar curarla, te lo juro, hermano.

Mis hermanos pusieron cara pensativa pero no replicaron porque en aquel instante Asbalroth salía a la veranda diciendo que Skoyena estaba preparando el barco y que llegaría enseguida.