Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
—¡Sladeyr a la vista! —gritó el marinero situado en el puesto de vigía.
Meneé la cabeza, incrédula. ¿Cómo podía estar viendo la isla si todo estaba cubierto de bruma? Sin embargo, empecé a oír enseguida los chillidos de las gaviotas y poco después columbré la luz de un faro. Enseguida me removí impaciente, ansiosa de llegar a tierra y salir de ese barco que no paraba de moverse. Ninguno de nosotros había sufrido graves mareos, pero ninguno tampoco parecía con ganas de seguir viajando en barco. Mi impresión se confirmó cuando vi los rostros de Chayl, Spaw y Maoleth relajarse. Kwayat en cambio seguía tan imperturbable como siempre: su rostro a veces era aún menos expresivo que el de Dol.
No muy lejos, estaban los tres “mirlerianos de verdad”, observando el lento avance del barco entre el banco de bruma. Vi que el de la túnica azul, Murri, tamborileaba con su mano, inquieto. Pese a su cara tapada tuve la impresión de que me observaba de soslayo y desvié la mirada, diciéndome que, finalmente, el velo también iba a servirme para que mis compañeros demonios no viesen mi nerviosismo evidente.
El cielo estaba ya casi totalmente oscuro cuando el Águila Blanca entró en el puerto. Askaldo volvió a avisar al capitán Rafish que dormiríamos en la isla y este nos repitió que saldríamos a las ocho de la mañana para Mirleria. Mientras recorríamos el muelle, me pregunté qué haría el capitán cuando, a la mañana siguiente, constataría que sus pasajeros no aparecían por ningún lado. Pero, habiendo observado un poco su carácter, supuse que no esperaría más de cinco minutos antes de soltar amarras y continuar la ruta. Casi lo oí mascullar claramente: “Estos perros viejos de Mirleria…”
—¡Bueno! —soltó Spaw, mientras salíamos de los muelles—. ¿A que no sabéis quién nos anda siguiendo otra vez?
Maoleth gruñó, acariciando la cabeza de su drizsha, cómodamente colocada en su saco delantero.
—No hace falta que lo digas tan alto —susurró—. Esos mirlerianos me dan mala espina. Ahora nos siguen de manera extraña, como espiándonos. A lo mejor creen que tenemos algo valioso y quieren despojarnos. Tal vez piensen que nuestras armas son tan sólo objetos de decoración y que no sabemos manejarlas —añadió, con un rictus.
Sintiéndome palidecer, eché un vistazo discreto hacia atrás. Murri, Laygra y Shelbooth nos seguían de manera extraña, olvidándose al parecer de comportarse como comerciantes mirlerianos. ¿Qué demonios tendrían pensado hacer?, me pregunté, aprensiva. Ya le había dicho a Murri que mis compañeros eran amigos míos, pero que eran muy huraños y no admitirían a nuevos aventureros. Y claro, mi hermano no había querido escucharme y se había metido en la cabeza que era un gran celmista aventurero. Quién sabe, tal vez realmente pensaba que iba a poder sacar a Aleria del refugio de los Veneradores de Numren mediante algún sortilegio maravilloso, añadí para mis adentros, mordiéndome el labio.
“¡Ah!”, soltó de pronto Frundis. Me sobresalté, al igual que Syu, sorprendida por su súbito despertar. “Creo que esta vez voy a poder componer un himno, una sinfonía, ¡una obra maestra! en honor de la Música, del Mar y del Agua Encantada de Teruemen'deyán. En ese orden”, apuntó, con una risa de flautas.
Resoplé mentalmente divertida y pregunté:
“¿Teruemen qué?”
“Teruemen'deyán… La ciudad perdida”, explicó Frundis, soñador. “La ciudad de las Almas Inocentes. Ahí vivía, según cuenta la leyenda, el Hada Huérfana del Mar…”
Empecé a oír un susurro dulce y misterioso que provenía de la voz de una mujer. Entonces Frundis entonó, con la presunta voz del Hada Huérfana del Mar, una canción tristísima que me dejó algo melancólica mientras recorría con los demás las calles estrechas de la ciudad de Sladeyr.
Era ya de noche, y soplaba una brisa fría, pero eso al parecer no molestaba a los habitantes, quienes seguían caminando por las calles, unos riendo, otros bebiendo, otros cantando…
—Aún nos siguen —masculló Maoleth.
—Que nos sigan —replicó Askaldo, con un deje de exasperación al ver que les dábamos importancia a los mirlerianos—. Entremos en esa taberna —propuso—. Será mejor que esperemos a mañana para salir en busca del amigo de Zilacam. Mejor que antes se aleje el capitán Rafish de esta isla.
—Saijits —suspiró Chayl, con aire preocupado, echando otro vistazo hacia atrás, mientras nos dirigíamos hacia el establecimiento algo ruidoso señalado por Askaldo.
Sonreí al oír al dedrin, recordando que a Syu también le gustaba soltar ese tipo de comentarios. Mi sonrisa se transformó en una mueca al cruzarnos, en aquel instante, con un hombre de aspecto terrorífico, con cicatrices por todas partes y un cuchillo afilado en mano. Llevaba sangre en el filo, me fijé, horrorizada. El hombre nos soltó una mirada indiferente y envainó su puñal con un gesto desenfadado.
—Buenas noches —nos soltó con un acento isleño. Nos dedicó una sonrisa distante que desapareció enseguida, nos dio la espalda y se metió por un callejón oscuro. Pronto su silueta fue engullida por la bruma nocturna… Carraspeé.
—Saijits —solté, meneando la cabeza.
Y reiteramos sin duda todos mentalmente el pensamiento al entrar en la taberna la Trucha Ciega, de la que salimos casi inmediatamente al darnos cuenta de que sus ocupantes estaban metidos en una batalla generalizada, tirando sillas, gritando, riendo y cantando como energúmenos.
—Será mejor encontrar otra taberna —comentó Kwayat.
Asentimos todos y seguimos por la calle principal, hasta el Templo, que no era ni eriónico, ni húwalo, ni sharbí ni nada: en realidad se había transformado en una especie de Cámara de Comercio, alrededor de la cual se habían instalado tabernas y albergues de más categoría, visiblemente, que la Trucha Ciega. Pero no eran menos ruidosas, como comprobamos. Y de todas formas, en cuanto supimos el precio que había que pagar para una noche, volvimos a salir, indignados.
—¿Veintidós kétalos cada uno por una noche? —exclamó Askaldo, malhumorado—. ¡Aprovechados! Son unos ladrones sin vergüenza.
—Deduzco de eso que vamos a dormir debajo de algún árbol de los alrededores —comentó Spaw.
—Pues se lo merecerían —resopló Chayl, tan indignado como su primo—. Veintidós kétalos —repitió—. Eso es casi el triple que en Éshingra. Y pensar que creía que los de las Comunidades eran unos ladrones…
—Sigamos buscando —intervino Maoleth—. Tiene que ser posible encontrar algún albergue razonable.
—De hecho, si me permitís… —soltó de pronto una voz de entre las sombras que nos sobresaltó a todos. Nos giramos para hacer frente a un elfo de ojos brillantes y sonrisa pícara—. Yo puedo ayudaros a encontrar un lugar donde dormir, nobles viajeros —prosiguió, con una obsequiosa reverencia.
Oí claramente los suspiros de mis compañeros. Empezábamos a entender que Sladeyr no solamente era la isla que más sufría teóricamente de ataques piratas, sino que irónicamente estaba llena de esos piratas y demás pícaros y ladrones. Aquel elfo no parecía ser una excepción.
—Un lugar donde dormir —repitió Spaw—. ¿El cementerio, quizá?
La sonrisa del elfo desapareció un segundo para volver a aparecer.
—Confiad en mí, soy un agente de la guardia. Me pagan para defender a los ciudadanos, no para engañarlos. Seguidme. Os guiaré hasta el Camaleón de Acero. Son cinco kétalos la noche y dormiréis como lebrines. Estaréis del todo repuestos para volver a tomar el barco.
—¿Cómo sabe que retomamos el barco mañana? —inquirió Maoleth en un gruñido, sin moverse de un ápice.
La sonrisa del elfo se ensanchó, pero leí en sus ojos un brillo de exasperación: lamentaba que sus presas no fuesen tan fáciles de convencer, adiviné.
—Todo se sabe en Sladeyr —dijo—. Pero yo sé aún más. Me llaman Yin Tres Ojos. Y sé que, aunque digáis que vais a retomar el barco para Mirleria, no lo vais a tomar. Y sé aún más —añadió, con un movimiento de cejas y una sonrisa no muy afable—. Y creedme, sin mi ayuda, no vais a conseguir llegar a la Isla de los Droskyns.
Repentinamente y sin que nadie se lo esperase, Spaw tomó impulso y un instante después le cogía bruscamente del cuello al elfo con una mueca de desdén.
—No vuelvas a pronunciar esa palabra —rugió—. Nunca. —La sorpresa del elfo se convirtió rápidamente en terror y negó frenéticamente con la cabeza.
—Nunca —repitió—. Aunque, así es como la llaman todos aquí pero… ¡Ay! No, ¡nunca! —prometió, con aire casi suplicante. Atónita, me fijé en que Spaw lo estaba amenazando con su daga roja.
—¡Spaw! —gruñó Kwayat, reaccionando. El joven demonio enarcó una ceja y mi instructor suspiró—. Estamos en plena calle. No es plan de llamar la atención.
Spaw Tay-Shual suspiró y soltó al elfo. Este salió corriendo despavorido.
—Miserable —escupió el demonio.
Lo miré, totalmente pasmada ante su comportamiento.
—No sé si ha sido una buena idea dejarlo marchar —suspiró Maoleth—, parecía conocer demasiadas cosas sobre nosotros. Y tú le has dado más respuestas que dudas actuando así —carraspeó.
—Es muy curioso —añadió Kwayat, sin perder la calma—. No sé por qué, tengo la impresión de que este asunto es mucho más grave de lo que parece. Vuestro renegado de la Mente está hablando demasiado. Si no, no se explica que un simple saijit hable de los Dros…
La mirada fulminante que le echó Spaw lo hizo callar. Yo, al fin, solté un resoplido.
—¿Qué diablos ha pasado? —pregunté, algo perdida—. ¿Por qué de pronto le has atacado a ese farsante, Spaw? Lo pregunto por curiosidad —añadí, carraspeando—. Debo decir que ahí me has pillado por sorpresa —confesé.
Chayl hizo un movimiento de cabeza.
—Yo tampoco entiendo nada. ¿Qué pasa con los Droskyns? —preguntó, encogiéndose de hombros—. Que yo sepa, tan sólo es una apelación antigua de los demonios…
Spaw hinchó las mejillas y espiró lentamente, como intentando calmarse. Me fijé en que Frundis prestaba atención, como interesado.
—Alejémonos de aquí —soltó Askaldo, sin permitirle a Spaw contestar. De todas formas, mi intuición me decía que el templario no pensaba contestar…—. Rápido —insistió el elfocano—. No vaya ser que el tal Yin Tres Ojos vuelva con alguna banda y decida “ayudarnos” —comentó con tono elocuente—. A saber lo que sabe realmente ese granuja.
Con el ceño fruncido, lo seguí y nos alejamos de la Cámara de Comercio. Kwayat jamás me había hablado de los Droskyns. Pero al parecer tenía que ser algo importante porque a Spaw le había dado la neura cuando el elfo había pronunciado esa palabra, reflexioné. Si los demonios antiguamente se llamaban Droskyns y si era cierto que en Sladeyr todos hablaban de la Isla Coja denominándola la Isla de los Droskyns… ¿acaso eso significaba que los habitantes de Sladeyr sabían que ahí había verdaderos demonios? Claro que también cabía la posibilidad de que la palabra «Droskyn» hubiese derivado totalmente en su significado con el tiempo, razoné, recordando las lecciones de lingüística con el maestro Yinur. Pero eso no era lo que pensaba mi instructor al parecer.
—Ojalá hubiésemos pagado esos veintidós kétalos cada uno y no nos hubiésemos topado con ese tipo —gruñó Askaldo, mientras caminábamos por una calle totalmente desierta—. Este asunto no me gusta. ¿Sabéis qué? —preguntó, deteniéndose y bajando la voz—. Vamos a ir directos a casa de Asbalroth. Cuanto antes nos marchemos de este lugar, menos problemas tendremos.
—¿Quién será ese Asbalroth? —preguntó Spaw, como para sus adentros. Después de su ataque bersérker, parecía haber recuperado su serenidad, me fijé, entre burlona y aprensiva.
—Bueno… —contestó Askaldo—. Es un amigo de Zilacam… y un familiar de Lilirays, si no me equivoco. Creo que es su tío o su tío abuelo o algo así.
Agrandé los ojos mientras Askaldo reanudaba la marcha. Lilirays, el Demonio Mayor del Agua… Según me había explicado Kwayat, vivía cerca de Mirleria y era el Demonio Mayor más joven de todos, con apenas treinta años de edad.
Resonó de repente un grito a nuestras espaldas y di un bote, asustada, girándome bruscamente. Primero, lo único que vi fueron unas sombras gruñendo por lo bajo. Una de ellas era enorme y maciza. A sus pies, divisé a otra silueta que reptaba, retrocediendo torpemente sobre la calle de barro. En ese instante, la Luna surgió en todo su esplendor en el cielo e iluminó el rostro aterrorizado de Laygra.
—¡POR MI VIDA!
El alarido de mi hermana me dejó durante un segundo petrificada de horror mientras veía que su gigante adversario se le acercaba y la empuñaba por los pelos como un salvaje. Un sentimiento de ira me invadió entonces como una ola repentina y eché a correr.
Las trompetas de Frundis empezaron a resonar como golpes de martillo de guerra en mi mente.