Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

20 Tierras hundidas

Los dos días de espera se convirtieron finalmente en cinco días, porque resultó que alguien había saboteado el barco que teníamos que tomar: “cosas de la guerra”, había explicado el señor Mauhilver, al parecer. En esos cinco días, no solamente pude ver lo agitada que estaba Ombay por el asunto de los Antiguos Reyes, sino que también pude hacerme una idea general de la extraña vida de los Darys: según el testimonio de Dilia Darys, la esposa de Zilacam, no paraban de ir de comidas en meriendas, de meriendas en cenas y de bailes en reuniones de negocios. Zilacam era una persona bastante discreta y de buen corazón, aficionada a las tertulias que se daban en una platiquería cerca de la Universidad. Sin ser un erudito, le gustaba la lectura y según Dilia gran parte de los libros de su biblioteca personal habían sido donados a la Biblioteca Pública para “fomentar la cultura”. En definitiva, como decía burlonamente Ademantina, Zilacam Darys era un gran demonio benefactor.

Zilacam se empeñó, en esos cinco días, en hacer que sus seis invitados no se aburrieran ni un segundo, de modo que nos hizo visitar todos los lugares interesantes de Ombay: entramos en la Universidad, subimos a la Torre Maestra, dimos unos paseos por el Puerto-Lince y por el Puerto de Salias, y hasta entramos en el Palacio de Memilith. Allá donde íbamos, el elegante belarco nos presentaba a sus conocidos como viejos amigos de Mirleria, y para no levantar sospechas nos contentábamos con saludar a la gente en silencio.

Zilacam nos había proporcionado a todos unas amplias túnicas coloridas, típicas, según dijo, de los habitantes de Mirleria. Anudamos en nuestras cabezas unos grandes pañuelos mediante lazos y Askaldo y yo añadimos a nuestra vestimenta un velo blanco que tapaba enteramente nuestro rostro, dejándonos así y todo ver con bastante claridad nuestro entorno. Ademantina nos aseguró que, más que habitantes de Mirleria, parecíamos pacientes de un loquero. Pensando en ella, la víspera de nuestra partida, llegué a la conclusión de que, pese a su carácter poco agradable, aquella anciana belarca tenía siempre unos comentarios muy buenos. Su labia hasta impresionó a Syu, y eso que a él siempre le había parecido que los saijits hablaban demasiado para decir muy poco.

La última noche, apenas dormí, imaginándome ya surcando las aguas del Mar de Ardel y del Mar de las Agujas, en medio de una infinita extensión de agua. Según el plan, desembarcaríamos en Sladeyr, iríamos a ver a un tal Asbalroth, amigo de Zilacam, y luego… luego, una vez llegados a la Isla Coja, tendríamos que encontrar el refugio de Driikasinwat y liberar a Seyrum, los dioses sabían cómo. ¿Y si el demonio renegado nos pillaba? ¿Y si, al intentar salvar a Aleria también, metía la pata y mandaba al traste el plan, fuese cual fuese? Me repetía aquellas preguntas una y otra vez, removiéndome en la cama de invitados. Cuando amaneció, me vestí, teniendo mucho cuidado en tapar completamente mi rostro y cogí a Frundis. El bastón aquella mañana estaba inspirado.

“Estoy componiendo una canción épica que va a sorprenderos tanto a ti como a Syu, ¡ya lo veréis!”, me aseguró, muy animado. Pero no quiso ser más explícito.

Salí de mi cuarto y vi a Spaw en el pasillo, recolocándose su pañuelo azul oscuro sobre la cabeza.

—Mmpf —soltó, al verme—. Si algún saijit me ve poniéndome este pañuelo de manera tan experta como hoy, va a sospechar fijo —comentó con el ceño fruncido.

Me reí.

—Nos bastará con decir que tenemos a un mirleriano torpe en el grupo —lo tranquilicé—. De todas maneras, no creo que salgamos mucho a la cubierta. Por cierto, Dol dijo una vez que se mareaba en barco… ¿Tú crees que nosotros también nos marearemos? —pregunté, preocupada.

—Dol… ¿El semi-orco de Ató? —inquirió Spaw. Asentí y él sonrió—. Bah, ya sabes, los más grandotes son los que se marean más.

Enarqué una ceja, burlona.

—Oh. Deberías avisarles a Kwayat y a Askaldo entonces —observé, mientras bajábamos las escaleras.

Desayunamos todos con Zilacam y Dilia y conversamos tranquilamente sobre temas varios que nada tenían que ver con nuestra próxima partida. Al fin y al cabo, los sirvientes de la casa Darys eran todos saijits y, antes de meter la pata, era preferible no abordar el tema. Cuando estuvimos todos listos para marcharnos, pasamos por el cuarto de Ademantina Darys para despedirnos y ella, con los ojos sonrientes y con una mueca aburrida, respondió con un leve gruñido y añadió:

—Venga, que la suerte os acompañe, hijos, pero más vale que encontréis a mi sobrino, ¿eh? Zilacam me lo ha contado todo. Dadles un buen castigo a esos malnacidos y que no se les ocurra volver a tocar un pelo de mi sobrino, que aunque nunca viene a visitarme porque la cabeza la tiene llena de pociones y reacciones, es mi sobrino —decretó.

—Se lo devolveremos sano y salvo —prometió Askaldo con solemnidad.

Nos inclinamos todos como demonios educados y salimos de la casa de los Darys, acompañados por Zilacam. Anduvimos hasta el Puerto de Salias, cargando cada uno con nuestro saco, y de camino nos cruzamos con varios guardias que llevaban a dos hombres maniatados.

—Espías —barruntó Maoleth en voz baja.

Enarqué una ceja, siguiéndolos con la mirada. Entonces empecé a oír la arenga de un pregonero que clamaba noticias sobre la guerra. Wali Neyg, según creí entender, sería proclamado rey en breve y los separatistas serían considerados traidores. Nos apresuramos a salir de la plaza, donde empezaba a agolparse una verdadera muchedumbre curiosa.

—Deberíamos haber ido en carroza —se lamentó Zilacam, escoltado por uno de sus empleados—. No me gusta esta historia de guerra en Éshingra.

Puse los ojos en blanco.

—Es curioso, ¿no es Amrit Daverg Mauhilver, tu leal amigo, un instigador de la guerra? —solté sin pensarlo.

La expresión de Zilacam reflejó pura sorpresa.

—¿Amrit? ¿Instigador de la guerra? —repitió—. ¿Acaso hablamos del mismo Amrit Mauhilver? El que conozco yo es un hombre de negocios. Y un gran amante de la poesía. No se interesa por las cuestiones políticas.

Me encogí de hombros, maldiciéndome por hablar demasiado. Mi pregunta imprudente había dejado claro que conocía ya a un Amrit Mauhilver.

—Entonces tu amigo actúa sabiamente —me contenté con replicar.

Cuando llegamos al Puerto de Salias, vi que el barco que nos esperaba, el Águila Blanca, ya rebosaba de actividad: se estaban transportando grandes cajas de madera hasta la bodega, los grumetes ayudaban, los marineros recorrían la cubierta, soltándose comentarios entre ellos. Por lo que me habían contado, íbamos a viajar en una nave con destino a Mirleria que transportaba principalmente tejidos, aceite de naldren y frutas secas. Paseé la mirada por el puerto, sintiendo cada vez más aprensión. ¿Realmente podía flotar durante tanto tiempo ese gran cuenco de madera?, me pregunté, recordando la opinión poco positiva que tenía Dolgy Vranc sobre los barcos.

Entonces, entre los que observaban cómo se cargaba el barco, divisé a Amrit Daverg Mauhilver. Tuve la sensación de volver años atrás.

El humano rubio seguía tan elegante y extraño como siempre, con su bastón negro, su lujosa vestimenta y su pose mesurada. Su expresión se iluminó con una sonrisa al ver a Zilacam.

—¡Buenos días, amigo mío! —le dijo, mientras nos acercábamos—. He venido a comprobar que todo se hacía correctamente. Ya ves, cuando el cargamento del barco es importante me lo tomo muy en serio —apuntó, ensanchando su sonrisa.

Los dos amigos se pusieron a charlar animadamente mientras nosotros, los mirlerianos, permanecíamos prudentemente en silencio, hasta que el capitán, impaciente, saliese de su cabina, soltando a los portadores:

—Venga, ¡acelerad un poco el ritmo! Y los pasajeros, no esperéis el último momento a embarcar u os quedaréis en tierra.

Amrit rió entre dientes, haciendo bailar su bastón.

—Capitán Rafish —nos lo presentó, mientras el aludido se dirigía hacia la proa, verificando el trabajo de sus marineros—. Entre todos los capitanes de los mares, este es uno de mis favoritos —le reveló a Zilacam, con una media sonrisa—. Tiene sangre pirata en las venas, y es un comerciante de los mejores que hay. Pero, tranquilízate, nunca ha sido pirata —añadió, al ver que su amigo fruncía el ceño. Y volvió a sonreír—. Aunque ya me ha dicho alguna vez que si yo continuaba estafándolo como lo hacía, empezaría a imitar a sus antepasados. Un curioso personaje. ¡Bueno! Creo que si no queréis recibir las furias del capitán, tendréis que ir embarcando, amigos mirlerianos —agregó, saludándonos con un gesto de la mano, medio respetuoso medio burlón.

Askaldo respondió a su saludo, posando la mano sobre el pecho y soltando:

—Gracias te sean dadas por permitirnos viajar en tu barco. Y gracias, amigo Zilacam, por tu generosa acogida. Los dioses os mantengan en vida muchos años a ti y a tu familia.

Tuve que reconocer que el acento mirleriano estaba bastante conseguido. Yo había intentado enseñarles a los demás todas las manías mirlerianas que había aprendido con el maestro Áynorin, incluidos los saludos y las fórmulas de cortesía. Askaldo era el único en haber estado ya en Mirleria y mientras yo les explicaba la teoría él me corrigió en varios detalles: al parecer, los libros de Ató sobre las Repúblicas del Fuego estaban totalmente desfasados en ciertos aspectos.

Cuando subimos al barco, enseguida tuve una extraña sensación al pensar que, debajo de esas tablas, tan sólo había agua.

“Esto no me gusta nada”, confesó Syu, mirando a su alrededor.

“Confieso que a mí tampoco”, intervino Frundis, rebajando un poco su música. Parecía pensativo.

Oí que retiraban la pasarela y me giré, nerviosa. El capitán Rafish gritaba órdenes, de vuelta en la popa.

—¡Buen viaje! —nos soltó Zilacam, desde la orilla.

Desamarraron el bajel y nos alejamos poco a poco del puerto, rodeándonos totalmente de agua… Los marineros habían izado las velas y, llevado por el viento, el Águila Blanca se deslizó más rápido y la gran Ombay fue haciéndose cada vez más pequeña.

—Curioso, ¿verdad? —soltó Spaw en voz baja, junto a mí—. Y pensar que los nurones viven debajo de estas aguas…

Esbocé una sonrisa, adivinando sus pensamientos. Nidako, el único miembro de la comunidad de Zaix al que yo no conocía todavía, vivía, según me había dicho, en el Mar de las Agujas, cerca del archipiélago de las Anarfias. Quién sabe, a lo mejor nos lo encontrábamos por el camino y nos echaba una mano, pensé, deseando conocer a ese nurón.

—Vosotros, disculpad —nos dijo de pronto una voz hosca detrás de nosotros. Nos giramos y nos encontramos frente a un humano achaparrado de barba gris que llevaba una bufanda naranja muy llamativa. Frunció la nariz—. Mmpf. Podéis entrar en la cabina de pasajeros para dejar vuestros sacos.

Mientras hablaba, señaló una puerta abierta en la popa, por donde acababa de desaparecer Chayl. Asentimos en silencio y seguimos al dedrin adentro. Comprobé entonces que no éramos los únicos pasajeros: en aquel mismo instante Askaldo conversaba, algo nervioso, con tres mirlerianos velados que se habían instalado en las hamacas junto a la puerta. Apenas se les veían los rostros, oscuros detrás de sus velos blancos.

—Es una alegría para mí viajar con compatriotas —soltó el más bajito de ellos, con voz profunda y tranquila—. Mi nombre es Charath. Charath Sulkshen.

El tal Charath llevaba una túnica de un verde vistoso con ribetes dorados y una bolsa bastante repleta al costado. Tenía aspecto de hombre de negocios.

—Un placer —replicó Askaldo, con acento mirleriano—. Mi nombre es Drusnit. Y estos son mis empleados —añadió, señalándonos con un vago gesto de la mano.

Dejamos nuestros sacos cada uno en una hamaca. Sin duda, todos estábamos lamentando la presencia de esos tres extraños que no solamente iban a impedirnos quitarnos el velo durante todo el viaje, sino que además no nos iban a dejar hablar tranquilamente. Sin embargo, al ver que Charath Sulkshen no parecía muy hablador, me tranquilicé un poco: Askaldo se las había arreglado bien hasta ahora, pero no era plan de tentar la suerte hablando más de la cuenta.

Salí otra vez a la cubierta con Chayl, Kwayat y Spaw, y nos acercamos a la baranda. Todo, a nuestro alrededor, era una extensión monótona de agua más o menos tersa, iluminada por un sol tímido de invierno. Al menos no me mareaba, me dije, optimista. Entonces me fijé en un silencio poco habitual. Fruncí el ceño al entender de dónde venía.

“¿Frundis?”, solté, extrañada. “¿Te ocurre algo?”

Percibí el leve suspiro del bastón.

“No”, contestó Frundis, como medio adormilado. “Es que jamás había navegado en un bajel tan grande.” Oí de pronto el bostezo del bastón, mezclado con un chapoteo. “La música de este barco es ideal para dormir.”

Enarqué una ceja, algo alarmada, e intercambié una mirada con Syu.

“Creo que se ha olvidado de la canción épica de esta mañana”, comentó el gawalt, sobre mi hombro.

Sonreí.

“A veces hay que dejar reposar la inspiración”, reflexioné. “Que duermas bien, Frundis.”

Tan sólo me respondió un leve gruñido amodorrado… El viaje prometía ser silencioso.

* * *

Tardamos cuatro días en llegar a Sladeyr. Dormíamos como diez horas al día y durante el resto del tiempo jugábamos a cartas en nuestro camarote o me sentaba cerca de la proa para contemplar el mar. Syu se había aficionado a subir por los mástiles y las jarcias y se lo pasaba en grande, saltando de cuerda en cuerda. Frundis no salía de su modorra más que para comentar de cuando en cuando alguna novedad sobre la “música del mar”. Al de dos días, hicimos escala en un pueblo llamado Ruteb, poblada de gente de Acaraus y el capitán Rafish desembarcó con toda su tripulación para dirigirse hacia una taberna del puerto, dejando a un par de vigilantes y al hombre de la bufanda naranja a bordo. Askaldo, o más bien Drusnit, le había declarado al capitán que dormiríamos en un albergue y que volveríamos a la mañana siguiente, antes del amanecer. El capitán Rafish se había encogido de hombros.

—Zarparé a las ocho en punto, que sepáis que yo nunca espero a nadie… salvo a mi mujer.

Su comentario generó varias carcajadas entre sus marineros. Los vimos alejarse hacia la taberna entre risas y parloteos antes de encaminarnos hacia un albergue que se situaba casi enfrente de donde estaba amarrado el Águila Blanca. Nos seguían, no muy lejos, los tres mirlerianos, hablando por lo bajo entre sí, en cuchicheos.

El albergue estaba bastante lleno y acabamos pagando los seis por un cuarto para cuatro, instalándonos como pudimos: de todas formas, siempre estaríamos más cómodos que durmiendo en un barco. Y además, así podríamos hablar más libremente. Charath Sulkshen le había invitado a Askaldo a cenar en una taberna cercana y, mientras nos instalábamos en el cuarto, Maoleth se rió de la cara desanimada del elfocano.

—Procura que no te engañen en nada —le dijo con una gran sonrisa—. Los mirlerianos tienen reputación de estafadores. Buena cena y… confiamos en ti para no meter la pata —añadió, antes de que el hijo de Ashbinkhai, con un suspiro, saliese de la habitación.

En cuanto Chayl corrió el cerrojo, me deshice de mi velo, aliviada, y posé contra el muro a un Frundis que empezaba a despertarse con ruidos de tambores.

—Hace dos días que no analizamos tu Sreda, Shaedra —notificó entonces Kwayat—. Espero que hayas seguido con tus prácticas sobre el sryho durante este tiempo.

Hice una mueca: aquellos últimos días había notado que la Sreda se removía un poco más de lo habitual pero todos mis intentos por apaciguarla habían fracasado estrepitosamente. Lo cierto era que, interiormente, empezaba a preocuparme seriamente: ¿y si la Sreda volvía a desestabilizarse? Ni Kwayat ni Maoleth serían capaces de detenerla.

Los dos instructores me cogieron ambos de un brazo y se sumieron en un profundo silencio durante unos minutos. La gravedad de sus expresiones cuando analizaban mi Sreda me llenaba siempre de aprensión.

El primero en soltarme fue Maoleth. Pero, pese a mi mirada interrogante, el elfo oscuro calló, esperando a que Kwayat hubiese acabado su análisis. Al fin, mi instructor inspiró y suspiró. Maoleth hizo una mueca poco esperanzadora.

“Me miran como si me fuese a transformar en un monstruo de tres cabezas”, me lamenté, dirigiéndome a Syu.

“No seas exagerada”, me consoló el mono, sentado en el borde de la ventana. “Además, mientras sigas siendo gawalt, da igual cuántas cabezas tengas”, me aseguró, con tono tranquilizador.

Kwayat carraspeó.

—Se está desequilibrando ligeramente —me informó—. Nada alarmante, pero tienes que hacer más esfuerzos para calmar tu Sreda. Tu mutación no curará sola, de eso ya estoy prácticamente seguro, pero puedes detener otros efectos.

Mientras hablaba, observé por un segundo la expresión escéptica que se dibujó en el rostro de Maoleth. Sin embargo, el elfo oscuro se apresuró en sustituirla por una media sonrisa.

—Basta de preocupaciones —declaró—. La Sreda siempre se desestabiliza menos con el estómago lleno. Bajemos a cenar.

No pude evitar sonreír al oírlo: tenía un hambre de dragón.

* * *

Aquella noche, concilié rápidamente el sueño y soñé con que me transformaba en un nurón y cruzaba las profundidades de los mares. Desperté en plena noche, y me di cuenta, asustada, que me había transformado en demonio sin querer. Eso sí que era una mala señal, pensé, tratando de atar otra vez la Sreda como podía. Ésta se resistió tal vez una hora entera antes de que consiguiese retomar una forma más “saijit”. Me costó conciliar el sueño y me dio la sensación de que acababa de volver a dormirme cuando oí un maullido sonoro. Percibí al mismo tiempo los gritos de las gaviotas y los silbidos de viento entre los mástiles, en el muelle cercano.

—¡Venga, todos arriba! —exclamó una voz demasiado fuerte para mi oído semidormido.

Oí el gruñido de Syu y me enderecé, estirándome al mismo tiempo que el gawalt.

—¿Qué ocurre? —pregunté con una voz pastosa.

—El barco —explicó Maoleth con suma paciencia—. Si no nos damos prisa, se largará sin nosotros.

—¡Pero si aún es de noche! —se quejó Chayl, sentado en la cama con los ojos cerrados.

Maoleth sonrió y Lieta maulló, divertida.

—Antes del barco, está el desayuno. Y ese también se largará sin nosotros si no nos damos prisa —apuntó.

—Buaj —masculló Askaldo, tapándose con la almohada—. Bajad vosotros. Yo cené ayer como Panthirkis.

Enarqué una ceja.

—¿Como Panthirkis?

Askaldo, sin quitarse la almohada de encima, gruñó:

—¿No sabes quién es Panthirkis? —Entonces carraspeó y sin esperar mi respuesta entonó—:

«—Panthirkis, oh Panthirkis,
¿qué hiciste con el pan?
—¡Ah! Yo no lo sé, padre,
a lo mejor no hay.
—Panthirkis, oh Panthirkis,
Hambre nos matará.
Pues, hijo, ¡que en la olla
el arroz ya no está!
—La causa, creo, es obvia:
la Máscara será.
—Oh, hijo, ¿por qué tienes
tanta vitalidad?»

Solté una carcajada, divertida, y el rostro sonriente de Askaldo apareció detrás de su almohada.

—¡Mal te pese, traidor: devuélvenos el pan! —dijo teatralmente con voz de justiciero.

Maoleth se golpeó la frente con la mano, suspirando.

—¡Barbas y relámpagos! —masculló, medio riendo.

—Sólo te ha faltado el acento mirleriano —observó Spaw, mientras se abrochaba su querida capa verde.

Chayl soltó una risita burlona y Askaldo resopló, enderezándose.

—¡Bah! Creo que finalmente voy a desayunar con vosotros, no vaya a ser que os encontréis con los mirlerianos de verdad y les habléis en naidrasio —argumentó, levantándose ágilmente.

Desayunamos solos en el albergue: tan sólo el posadero y su hijo estaban ya despiertos, amasando el pan. Ni Kirlens se despertaba tan pronto, pensé. Salimos poco más tarde del albergue, cuando el cielo empezaba a azularse, y embarcamos en el Águila Blanca.

Saludamos silenciosamente a un marinero que montaba la guardia y volvimos a meter todos nuestros sacos en nuestra cabina. Tras unos minutos, volvimos a salir a la cubierta y Frundis suspiró.

“¿Otra vez en el barco?”

Reprimí una sonrisa.

“Es lo que tienen las islas”, contesté. “Aún no hemos llegado a la Isla Coja.”

Frundis pareció aceptar mi argumento.

“Por cierto, no me tires al agua, ¿eh? Quién sabe cuánto tiempo podría estar a la deriva con estos mares tan grandes”, razonó, mientras su música se iba convirtiendo en una canción de cuna con ruidos de oleaje.

“Descuida”, le dije con tranquilidad. “Te agarraré fuerte. Aunque, si prefieres tener a un portador nurón, esta sería una oportunidad de oro”, añadí, burlona.

“Música en el agua”, observó Syu, desde un mástil. “Apuesto que eso dará lugar a un concierto tipo el de rocarreina.”

Percibí unas notas de violines pensativas.

“Tal vez”, asintió Frundis, apacible, mecido por el monótono chapoteo del puerto.

Ya estaba el capitán Rafish en la cubierta soltando órdenes a sus marineros. Nos dio los buenos días al pasar junto a nosotros y se detuvo un poco más lejos a hablar con el hombre de la bufanda naranja, que parecía algo así como el segundo de a bordo.

—¿Creéis que nuestros compañeros de viaje se han quedado dormidos? —preguntó Chayl en voz baja, apoyado en la baranda. El dedrin vigilaba la puerta cerrada del albergue con el ceño fruncido. Antes de que nadie pudiese contestar, la puerta se abrió y salieron los tres mirlerianos precipitadamente, cargando con sus sacos.

Askaldo rió.

—Casi nos quedamos sin compañía —soltó, con acento mirleriano.

El capitán Rafish, en ese momento, vio a sus tres pasajeros rezagados y gruñó.

—¡Apresuraos! —gritó—. Maldita sea. Estos mirlerianos son peores que los perros viejos.

Sin sentirnos realmente insultados, nos giramos aun así todos de un bloque hacia el capitán y éste carraspeó e hizo una mueca.

—Era… por hablar —se disculpó, sin parecer realmente sentirlo.

El capitán Rafish siguió metiendo prisas a los tres mirlerianos hasta que llegasen a bordo y enseguida ordenó que retirasen la pasarela y desamarrasen la nave.

—¡Rumbo a Sladeyr! —vociferó el capitán mientras subía las escaleras hacia la rueda de timón.

—Por los pelos —le soltó burlonamente Askaldo a Charath Sulkshen, el cual respiraba entrecortadamente.

El comerciante se contentó con asentir con la cabeza y mascullar algo ininteligible antes de meterse dentro de la cabina con sus dos compañeros.

Seguimos navegando hacia el poniente. A media mañana se puso a llover y nos metimos todos otra vez dentro de la cabina, incluido Syu. La lluvia persistió durante toda la tarde. En el crepúsculo, Askaldo, que había salido un rato a la cubierta, volvió hundido anunciándonos que se avecinaba una tormenta.

—El capitán Rafish dice que en esta época del año las tormentas son frecuentes pero de poca intensidad —explicó, mientras trataba de escurrir su ropa como podía.

Media hora más tarde, di gracias a los dioses por mandarnos tan sólo una tormenta “de poca intensidad” porque de veras creí que iban a acabar en el agua no solamente Frundis, sino toda la tripulación, su capitán incluido. La nave daba bandazos y zozobraba peligrosamente. Syu se me agarraba al cuello, aterrado, Lieta bufaba, con el pelo erizado, Frundis había trocado su música adormilada por una composición atravesada de truenos y ruidos escalofriantes, y yo, con los ojos agrandados, me imaginaba que en cualquier momento entraría el capitán Rafish, declarándonos, rendido, que nuestro final estaba cerca.

La tormenta se me hizo eterna, pero al fin notamos que el viento se calmaba, el barco no se balanceaba tanto y el capitán Rafish ya no gritaba para hacerse oír. Charath Sulkshen se precipitó afuera para ir a informarse y volvió, haciendo un gesto tranquilizador.

—Lo peor ya ha pasado —anunció.

Exhaustos por tanta emoción, nos tumbamos todos en nuestras hamacas y concilié el sueño casi enseguida. Esta vez, en vez de soñar con nurones, soñé con los Subterráneos. El sueño me pareció casi tan real como el que había tenido junto a la morada de Ahishu. Yo estaba en el castillo de Klanez y acababa de perder de vista a Kyisse y gritaba su nombre. Corría, saltaba entre objetos desparramados por el suelo, y todo se tambaleaba ante mi vista…

—Shaedra…

La voz venía de muy lejos, como de otro mundo. En un momento, me giré en un pasillo iluminado por una antorcha de luz blanca.

—Aryes —solté, perpleja, viendo la silueta que se aproximaba—. ¿Qué haces aquí?

—Más bien debería preguntártelo yo a ti —me replicó la voz—. Shaedra, ¿estás despierta? ¡Shaedra!

Parpadeé en sueños. Abrí los ojos. Fruncí el ceño. Abrí los ojos de verdad. Y quedé espantada.

Estaba de pie, sobre la cubierta del barco, no muy lejos de la proa. Maldito sonambulismo, pensé de inmediato, demasiado aliviada al saber que no me había caído al agua mientras perseguía a Kyisse en sueños. La noche, iluminada tenuemente por la Luna, estaba silenciosa y negra como la tinta de Inán.

—Shaedra, eres… tú, ¿verdad? —preguntó una voz familiar.

Me giré hacia la silueta oscura disfrazada de mirleriano y me quedé un buen rato contemplando su rostro en silencio, asombrada. Primero, creí que la Sreda o mi sueño me habían trastornado los sentidos, pero las palabras que pronunció a continuación me paralizaron de estupor:

—Soy Murri, Shaedra, tu hermano. Hemos venido a ayudarte.

Sólo entonces me di cuenta de que mi velo se había deslizado y pude ver claramente la expresión atónita de Murri.

—Válgame el cielo —solté, quitándome el velo del todo. La historia de Driik ya era lo bastante complicada para que se metieran encima mis hermanos, me dije, quejumbrosa—. Oh, no… ¿Realmente estás aquí, Murri, o estoy soñando? —Fruncí el ceño y entonces gruñí, entendiendo de pronto lo evidente—. ¿Fue una idea de Amrit Mauhilver, verdad?

Murri enarcó una ceja en la oscuridad de la noche.

—Más precisamente de Márevor Helith —me corrigió, sonriente—. Amrit nos ayudó a meternos en el barco disfrazados. Ahora, tienes que explicarme qué es lo que te ha pasado. ¿Quiénes son esos que te acompañan? Hemos estado observándolos. No parecen raptores. Y eso que al principio pensamos… como os dirigíais a la Isla Coja…

Retrocedí unos pasos, como golpeada por el impacto de sus palabras.

—¿Cómo sabes eso? —lo interrumpí, apoyándome contra la baranda—. Quiero decir, lo de la Isla Coja, ¿cómo…?

—Lo supuse desde que Dolgy Vranc nos contó lo de Daian y Aleria —contestó simplemente Murri, acercándose—. Márevor Helith nos ayudó a buscarte. Al principio, nos equivocamos de ruta, pero luego volvimos a encontrar tu pista de camino hacia Ombay. En fin, aquí estamos ahora —suspiró—. Pero lo cierto es que no sabíamos cómo abordarte. Esos desconocidos… ¿quiénes son? ¿Y por qué te disfrazas y te cubres de polvo negro?

Si hubiese podido sonrojarme, creo que en ese momento mi rostro habría estado lo más cercano posible a un pimiento rojo. ¡Mis hermanos habían estado buscándome con tanto ahínco! Y se habían preocupado por mí. Sentía una tremenda vergüenza al saber que iba a tener que mentirles… Bien sabía yo que la paciencia de los demonios tenía un límite y no podía permitirme revelarles a mis hermanos la verdad. No en un momento tan poco propicio como aquel.

—Murri —dije entonces, tras un silencio algo molesto—. Por un lado me alegro de verte pero por otro… diablos, es que no te das cuenta del lío en que te has metido —solté, agitada—. No puedo explicarte todo ahora —añadí, pese a saber que mi frase iba a sentarle fatal—. Ha sido una locura meterte en este barco. Por Nagray —resoplé—. ¿Laygra también te acompaña, verdad?

Murri asintió y pareció poco afectado por mis palabras amenazantes.

—Laygra es Charath. —Se rió por lo bajo al oírme soltar una exclamación de sorpresa—. Ya sabes que tiene un don para cambiar de voces.

Atónita aún por la revelación, pregunté:

—¿Y el tercer mirleriano? No puede ser el maestro Helith…

—¡No! —replicó mi hermano, divertido—. Es un tal Shelbooth, un subterraniense. Nos lo presentó Amrit. Según dijo, te conoce. Y también conoce a otro compañero tuyo, el del pelo violeta. Por lo que he entendido, antes de encontrarse con nosotros, iba a coger este mismo barco, para Mirleria, con un cofre lleno de joyas. Apuesto a que es algún amigo de Lénisu —comentó.

—Es el hijo de un amigo de Lénisu —lo corregí, reponiéndome de la sorpresa. Si Shelbooth estaba también en el barco, era más que probable que les hubiese contado a mis hermanos lo ocurrido en los Subterráneos. Resoplé—. Desde luego, Amrit es terrible.

—No más que tú —replicó él, apoyándose junto a mí, en la baranda—. Por una vez que puedo hablar contigo a solas, desde hace varios años, vas y me dices más o menos que no debería haber intentado ayudarte. Algo gordo está pasando aquí. ¿Qué lógica tiene que seis personas embarquen en Ombay disfrazados de mirlerianos cuando lo único que quieren es dirigirse a la Isla Coja a salvar a una muchacha?

—Te recuerdo que la Isla Coja tiene realmente mala reputación —apunté.

—Sí, pero ¿por qué razón te acompañan? ¿Para rescatar a tus amigos, Aleria y Akín? —inquirió Murri—. ¿Son mercenarios? ¿O bien son Veneradores de Numren?

Solté una carcajada por lo bajo y meneé la cabeza, evitando su mirada: no quería que viese mis ojos negros como la noche.

—No son veneradores de nada —le aseguré, los ojos fijos en las tinieblas del mar—. Y si no soy más explícita, Murri, no me lo tengas en cuenta: no desvelo secretos si estos pueden perjudicar a mis amigos.

Sentí, más que vi, la mirada pensativa de Murri. Tras un largo silencio, volví a ponerme el velo en la cara y solté, frotando mis manos enguantadas con vivacidad:

—¿Sabes de dónde ha sacado Shelbooth esa caja llena de joyas?

Murri sacudió la cabeza, con una media sonrisa.

—Yo tampoco quiero perjudicar a nadie —replicó—. Así que dejaré que te lo diga él mismo si quiere.

Sentí un pinchazo en mi corazón al oírlo, pero comprendí que me lo tenía merecido. Entonces mi hermano soltó una carcajada silenciosa y me cogió por los hombros.

—En cualquier caso, yo me alegro de verte a ti, hermanita.

Su sonrisa sincera y su muestra de afecto me llegaron al corazón y, aunque no me veía, sonreí con los ojos húmedos.

—Y yo a ti, Murri. —Y suspiré—. Pero eso no quita el hecho de que Laygra y tú no vais a poder seguirme a la Isla Coja.

Murri puso los ojos en blanco. Por lo visto se esperaba a que le dijese algo del estilo.

—Laygra y yo ahora somos celmistas. Algo novatos, es cierto, pero hemos trabajado muy duro para obtener el diploma de la academia de Dathrun. Estoy seguro de que no vamos a ser ningún estorbo para el plan que tengáis pensado. Y te juro que no saldré de la Isla Coja sin haber salvado a Aleria y a Akín —declaró con un tremendo tono de héroe aventurero que me puso los pelos de punta.

Mil brujas sagradas, me dije, mentalmente, aterrada. ¿A quién podía convencer? ¿A los demonios, de que dejasen unos saijits ayudarnos, o a mis hermanos, de que no les convenía ayudarme? Cuanto más pensaba en aquella pregunta, menos veía una posible respuesta a mi dilema.