Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

19 Los Darys

Cuatro días más tarde, llegamos a Ombay sin más percances que el asalto de siete bandidos inexperimentados que huyeron despavoridos en cuanto les enseñamos nuestras armas. El reino de Kánderil no parecía muy afectado por la guerra, exceptuando los desórdenes provocados por el bandidaje, pero cuando entramos en el territorio de Kaynba, enseguida nos dimos cuenta de que efectivamente el ambiente estaba bastante viciado: la última taberna en la que pasamos la noche estaba llena de mercenarios que sacaban sus espadas a la mínima, amenazando a los parroquianos y hasta al tabernero para que les sirviera la comida gratis. Mi primer impulso había sido el de acudir en ayuda del tabernero, pero mi prudencia gawalt y una mirada de aviso de Maoleth me habían devuelto a la realidad: lo más probable era que aquellos malditos mercenarios nos hubieran metido una paliza si hubiésemos intervenido y, al fin y al cabo, al tabernero sólo le hicieron perder unos cuantos kétalos. Aun así, el episodio me dejó un amargo sabor en la boca.

Tzifas, que había pasado los cuatro días contándonos historias rocambolescas y cantándonos con una voz que maravilló a Frundis, se ensombreció notablemente al observar los efectos de la guerra en los alrededores de su ciudad. Mientras esperábamos en una larga cola para entrar en la gran Ombay, se nos puso a hablar de los problemas de Éshingra.

—Es una serie de insensateces lo que provoca esto —dijo, con un notable acento nailtés—. Todo empezó con lo de los yedrays. Mataron a gente de arriba. Empezaron por el capitán de la Guardia y luego envenenaron al rey de Kaynba el año pasado. O eso quieren que creamos —rectificó en voz baja—. El caso es que como la gente estaba harta de los impuestos que no paraban de subir, se rebeló. Seguro que habéis oído hablar de las revueltas del año pasado. Fueron tremendas. Y no sólo hubo en Ombay. Unos locos hasta intentaron quemarme la tienda. —Soltó un suspiro fatigado—. En la guerra, se le pierde respeto a todo, eso es lo más terrible. Y ahora, hace un mes, salió una muchacha diciendo que era la heredera legítima de Éshingra y que era descendiente directa de los viejos Neyg. Hay tres reinos que la apoyan y dos que han sacado a otro príncipe, un tal Wali, diciendo que la muchacha sería incapaz de reinar pero que el tal Wali nos salvaría a todos de la miseria. ¡Pues vaya! Antes de que inventasen todas esas historias no había miseria. Ahora incluso salen diciendo que poseen no sé qué gema todopoderosa que perteneció a los Antiguos Reyes.

Yo lo escuchaba, cada vez más alarmada. ¿Acaso estaba hablando de Wali Neyg, heredero de los Reyes Locos, y de la Gema de Loorden…?

—El único reino sensato es el de Eiloís, que no se mete en esos desatinos —prosiguió el elfo, encogiéndose de hombros—. Ya estoy pensando en mudarme ahí con mi familia, fijaos, y eso que llevo toda la vida metido en la capital. ¡Bueno! —soltó, sonriéndonos—. Espero que no os haya molestado demasiado con mis canciones y mis desvaríos. Esta cola va a durar horas, se habrá volcado alguna carreta y el tiempo que la retiren esto se va a transformar en la guerra particular de los comerciantes, si yo fuera vosotros iría andando a partir de aquí. Llegaréis antes.

Seguimos su consejo y nos apeamos de la carreta, deseándole buena suerte. Tzifas tocó el ala de su sombrero a modo de saludo y me alejé preguntándome a cuánta gente simpática como Tzifas estaría molestando aquella guerra insensata. ¿Podía acaso ser Amrit Mauhilver el que hubiese ocasionado la guerra, sacando de pronto a relucir a su niño protegido con sangre real? ¿Acaso era cierto que había encontrado la Gema de Loorden? Si lo era, eso significaba que los Sombríos se la habían vendido a él… ¿Pero quién era en realidad Amrit Daverg Mauhilver?, me pregunté con el ceño fruncido, mientras seguía a los demás entre las carretas y los viandantes.

Como la mayor parte de Ombay no tenía murallas, nos fue relativamente fácil rodear la guardia y entrar sin que nadie nos interpelase. Aún eran las tres de la tarde y las calles hervían de actividad. En un momento, cuando cruzábamos un mercado, me empujó un humano grandote al pasar y, desorientada, perdí de vista a los demás. Afortunadamente, Spaw se dio cuenta de que me había quedado atrás y tan sólo un minuto después apareció junto a mí con una sonrisa burlona.

—En vez de una brújula busca-agua lo que le deberían haber regalado a Askaldo debería haber sido una brújula busca-Shaedras —comentó, mofándose. Hice una mueca, levemente herida en mi orgullo, e iba a protestar cuando él añadió, pensativo—: Para las lenguas, seré un inútil, pero en cambio el trabajo de protector lo hago bastante bien.

Resoplé divertida ante su tono teatral y nos apresuramos a reunirnos con los demás, quienes nos esperaban al final de la calle. Maoleth, con las manos en la cintura, miraba la avenida transversal con el ceño fruncido.

—No recuerdo —decía—. ¿Has dicho el Espejo-Lirio? Sí, me suena —prosiguió, pensativo, mientras Askaldo asentía—. Es una cristalería, ¿verdad?

El elfocano se encogió de hombros.

—Ni idea. Mi padre me mencionó simplemente que estaba al lado de ese local. Calle Madimiel.

—Sigamos avanzando —propuso Kwayat—. Ya acabaremos encontrando la casa. Al fin y al cabo tenemos toda la tarde.

Según el plan de Ashbinkhai, teníamos que ir a casa de unos Demonios de la Mente, bien posicionados en la sociedad saijit, amigos suyos desde hacía tiempo. Estos nos hospedarían y nos adelantarían los gastos del barco. Y luego, a apañárnoslas solos en la isla rodeados de todo un clan de demonios, pensé suspirando, mientras avanzaba con los demás por la avenida, menos abarrotada que la anterior.

Rodeamos una de las tres enormes torres de Ombay a las que, como nos informó Maoleth, llamaban las Trillizas. Finalmente, Márevor Helith no se había excedido en originalidad para elegir el nombre de su mágara, noté.

Al pensar en Márevor Helith, inevitablemente me vino en mente otra vez la incógnita de Laygra y Murri. Durante los primeros días de viaje hacia el sur, me había imaginado encontrándomelos súbitamente por el camino. Y luego me los imaginé perdidos en el Bosque de Hilos, acompañados de un nakrús escacharrado por los antílopes. Pero ahora no sabía qué pensar. ¿Y si me había equivocado, en aquella colina? A lo mejor me estaba ocurriendo aquello mismo contra lo que Daelgar me había prevenido: al utilizar las armonías, uno podía llegar a crear ilusiones sin saberlo y engañarse a sí mismo. ¿Acaso podía haberme pasado eso?, me pregunté, mordiéndome el labio pensativa.

“Siento que algo te preocupa”, observó Frundis, a mi espalda, dejando su trabajo de compositor por un momento.

“Bah”, contesté. “Me interrogaba sobre las ilusiones y la realidad.”

Sobre mi hombro, Syu resopló.

“Ya sabía yo que te habías puesto a pensar como un saijit”, comentó.

Se oyeron unas notas de guitarra y Frundis intervino.

“No siempre es malo pensar como un saijit”, me aseguró el bastón, complaciéndose de llevar la contraria al mono. Su melodía de guitarra se hizo más nostálgica al proseguir. “Aún recuerdo mis conversaciones, antaño, con un portador mío que era celmista, aunque era más filósofo que otra cosa: se suponía que era un órico, pero no sabía ni levitar, ni crear brisas ni monolitos. En fin, qué más da, lo importante era que tenía unas ideas realmente originales. Manteníamos unas conversaciones del todo interesantes sobre el comportamiento de los seres vivos, en particular de los saijits, claro, los conocemos más de cerca.”

Enarqué una ceja, divertida.

“¿Y no decíais nada sobre los gawalts?”, solté, fingiendo sorpresa.

Syu ladeó la cabeza, atento.

“Lo cierto es que no”, contestó Frundis con sinceridad, decepcionando al gawalt. “En aquella época todavía nunca había conversado con uno.”

“Mmpf”, dijo Syu, teatralmente altivo. “Eso es porque los gawalts no acostumbran vivir con saijits. Menos mal que estoy yo aquí para educar a los demás seres vivos del mundo.”

Solté una risita silenciosa mientras llegábamos a una gran plaza.

“Así que no eres un adivino, sino un misionero que viene a gawaltear Háreka entera. ¿No te parece una tarea un poco ardua?”

El gawalt meneó la cola y se corrigió:

“Tal vez exagere. Me contentaré con una tarea más razonable”, reflexionó.

“Y más gawalt”, le repliqué, divertida.

Habíamos empezado a cruzar la plaza cuando Askaldo, que abría la marcha con Maoleth, se giró hacia nosotros.

—Vamos a probar cerca del puerto —nos informó—. Lo más probable es que…

No escuché lo que dijo a continuación porque en aquel instante mis ojos se habían posado en un humano manco de pelo castaño oscuro que pasaba como con prisas a unos escasos metros de nosotros. Iba vestido mucho más elegantemente que normalmente, pero lo reconocí de inmediato a pesar de los casi tres años que habían transcurrido desde la última vez que lo había visto. Era Daelgar. Recordando que hacía tan sólo unos minutos había pensado en él y sus lecciones armónicas, la coincidencia me dejó aún más pasmada y, olvidando toda prudencia, giré la cabeza, para cerciorarme de que efectivamente era él… Pero Daelgar ya había desaparecido entre la muchedumbre de estudiantes que empezaban a salir de la cercana Universidad de Ombay.

—Mil lagartos incendiados —resopló una voz ahogada junto a mí.

Sentí mi corazón dar un vuelco y me giré con un movimiento brusco, pensando tontamente que Daelgar me había reconocido, a pesar de mi velo, pero no, era Spaw, quien acababa de arrebujarse con su capucha pese al día radiante y la brisa casi cálida del mar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Chayl, alertado, mientras yo fruncía inmediatamente el ceño, sospechando que algo grave acababa de ocurrir.

El joven templario meneó la cabeza y me soltó una mirada extraña.

—Acabo de ver pasar a Shelbooth.

Agrandé los ojos y entonces solté una risita.

—Y yo acabo de ver pasar a mi antiguo maestro de armonías —repliqué con tono alegre.

Spaw enarcó una ceja y dejó caer el cuello de su capa, enseñando una sonrisa burlona.

—Curiosas coincidencias —comentó.

Aun así, que Daelgar estuviese en Ombay no era nada de extrañar: Amrit Mauhilver tenía vastas propiedades al norte de la capital. Pero… ¿Shelbooth? Meneé la cabeza incrédula. Me había sorprendido cuando Dol me había revelado que él y Manchow habían desaparecido, sin embargo había supuesto que habían ido en busca de Lénisu, o a Aefna, o qué sé yo… Pero ¿qué hacía el joven subterraniense en Éshingra?

* * *

Estábamos abandonando la plaza cuando de pronto sonaron unas trompetas a lo lejos. Acostumbrada como estaba a escuchar música, fui la última en percatarme de ello. En un solo movimiento, la gente de la plaza se apartó, pegándose a los muros de las casas y, sorprendida, los imité al igual que mis compañeros, preguntándome qué pasaba.

Lo entendí rápidamente, sin embargo, al oír el ruido veloz de unos cascos contra los adoquines. Con pompa y orgullo, pasó una fila de jinetes de la Guardia de Ombay, con sus cotas de armas, sus cascos y sus espadas bien a la vista. Todos los caballos eran blancos como la nieve y recordé que una vez en el Ciervo alado un viajero había comentado algo sobre el alto precio de los caballos blancos de la caballería de Ombay. Delante, iba el heraldo, alzando el complicado blasón de la ciudad que representaba rombos azules y osos negros.

—¡Por Ombay! —gritó el jinete.

El grito resonó, claro y atronador. Algunos viandantes hicieron eco al grito, fervorosos, como si ellos mismos fuesen a luchar contra unos enemigos. Los guerreros se alejaron hacia la calle de donde veníamos y todo el mundo retornó a sus preocupaciones.

—Demonios —resopló Spaw—. Cuanto antes zarpemos mejor será —comentó.

—Sigamos —declaró Askaldo, echándonos una ojeada inquieta.

Atravesamos varias calles más y varios parques antes de llegar hasta la Torre Vieja. A partir de ahí, bajamos inútilmente hasta Puerto-Lince para volver a subir por la Calle del Puerto: ahí estaba la cristalería. Era fácil de reconocer, su fachada transparente dejaba ver pilas de vasos, copas de vidrio, esculturas, espejos… Recordaba un poco a la Calle de los Cristales en Aefna.

—El Espejo-Lirio —declaró Maoleth—. Debe de ser aquella casa —vaticinó entonces, girándose hacia un edificio contiguo de tres pisos, bastante elegante, al principio de una calle menos transitada.

En aquel instante, un hombre, un transportista a todas luces, pasaba la cancela de la casa, hacia el patio interior, guiando un burro cargado de sacos. Un sirviente, vestido con una librea roja, estaba ya cerrando la puerta de hierro.

Maoleth y Askaldo intercambiaron una mirada…

—De nada sirve esperar —dijo este último.

Así que nos dirigimos hacia la casa, evitando una carreta de bueyes, y Maoleth interpeló al sirviente que se alejaba.

—Buenos días, buen hombre —soltó en abrianés.

Y se giró hacia Askaldo con las cejas enarcadas.

—La familia Darys nos espera —continuó el elfocano detrás de su velo negro, mientras el sirviente regresaba—. O eso espero —añadió.

Sin una palabra, el hombre volvió a abrir la cancela y mientras pasábamos, dijo:

—De hecho, mis amos me avisaron de que vendríais. Pero no se esperaban a que llegaseis tan tarde —agregó, cerrando el portal y guardando su llavero.

No comentamos nada, pero todos pensamos en el ligero rodeo de Askaldo por el Bosque de Hilos. El sirviente nos observó un breve momento, acariciando su barba negra, y entonces hizo un ademán.

—Seguidme, por favor.

Nos guió en el interior de la casa, cruzamos una gran sala de entrada y acabamos en un espacioso salón del todo aburguesado.

—Si me permitís, esperad aquí un momento —nos pidió el sirviente, con una reverencia.

En cuanto se hubo alejado por el pasillo, resoplé.

—Vaya casa.

Spaw soltó una mirada burlona hacia Askaldo y apuntó:

—La del padre de Askaldo es todavía más impresionante, te lo aseguro.

Enarqué una ceja, sorprendida. Tanto decir que los demonios no teníamos que tener demasiadas relaciones con los saijits, y luego se enriquecían como saijits y compraban sus artículos y empleaban a… Fruncí el ceño. A menos que el sirviente que nos había acogido fuese también un demonio…

“Los demonios saijits son tan saijits como los saijits”, concluyó Syu solemnemente. Sin alejarse de mi hombro, miraba su alrededor con curiosidad.

Reprimí una sonrisa.

“Eso parece”, coincidí.

El sirviente barbudo volvió al de poco, dedicándonos otra reverencia. Sabiendo que en Éshingra las reverencias eran más bien cosa de las altas esferas, supuse que nos había tomado por burgueses aventureros o algo por el estilo.

—Siento informarles de que el señor Zilacam Darys y la señora Dilia Darys no están en casa y que volverán tarde. Entretanto, la señora Ademantina Darys os recibirá… pese a su dolor de espalda —añadió, con un leve tono de aviso, como para prevenirnos de que no la molestásemos demasiado.

Askaldo, detrás de su velo, inclinó brevemente la cabeza, asintiendo, y el sirviente volvió a realizar una reverencia, declarando:

—Si sois tan amables de seguirme hasta su aposento.

Subimos hasta el primer piso y cruzamos una sala llena de plantas con flores antes de llegar ante una puerta abierta de par en par por la cual vi, sentada en una butaca, a una belarca muy anciana, cuya piel estaba llena de arrugas. Sus ojos castaños y vívidos nos observaron detenidamente mientras entrábamos todos en el cuarto.

—Gracias, Leimon —masculló—. Puedes retirarte. Y ve a encender el fuego del salón. Esta noche cenaré abajo con mis invitados.

El sirviente agrandó los ojos.

—Pero, su espalda…

—¿Mi espalda? —repitió la anciana con más viveza de la que hubiera sospechado—. Mi espalda está mejor que la tuya, Leimon. Tú sí que acabarás tocando el suelo con la nariz como sigas inclinándote tanto. Reverencias y más reverencias, ¡ni que fuera la reina de Ombay! Venga, Leimon —añadió, haciendo un gesto de la mano para despedirlo.

El sirviente barbudo frunció el ceño pero se marchó, inclinándose de nuevo y caminando luego con toda la dignidad del mundo. Desde luego, Ademantina Darys no era una persona muy agradable con su servidumbre, pensé, aprensiva. Secretamente esperé que no tardásemos en embarcar porque quedarse mucho tiempo junto a una anciana avinagrada era una idea más bien poco acertada.

—Así que venís a estorbar a mi hijo, ¿eh? —soltó la vieja belarca, una vez que Leimon se hubo alejado.

Noté cómo Maoleth retrocedía ligeramente, dejándole a Askaldo contestar.

—La molestia es justificada —respondió firmemente el joven elfocano—. Es todo un honor ser recibido en su casa, señora Darys —añadió. Y en un súbito movimiento, se quitó el velo. En medio de su rostro cubierto de furúnculos, brillaban dos ojos rojos que se inclinaron mientras Askaldo saludaba a Ademantina Darys, realizando un gesto con la mano que reconocí de milagro: según me había enseñado Kwayat, supe que Askaldo acababa de presentarse como el hijo de Ashbinkhai, Demonio Mayor de la Mente.

Percibí un brillo de diversión en los ojos de la belarca, mezclado con una leve mueca de… repulsión, entendí, enarcando una ceja.

—Lo cierto es que después de tanto tiempo sin verte, veo que no has cambiado nada —soltó al fin la vieja, con el claro propósito de insultarlo.

Askaldo, sin parecer ofendido, puso cara sorprendida.

—¿Nos hemos visto ya alguna vez?

—Oh, tú no te acordarás. Tenías apenas tres años. En aquella época, tu padre era menos casero que ahora. Antaño lo veía a menudo. Hay que ver lo que la edad nos cambia a todos. —Nos echó entonces un vistazo a los demás—. Cinco compañeros —contó—. Son pocos compañeros para tu épica misión, jovencito.

Askaldo había perdido un poco su aire formal y parecía ahora algo molesto.

—Son suficientes —afirmó—. Si quiere, se los presento.

La vieja puso cara aburrida y agitó un pañuelo con gesto impaciente.

—Adelante. De todas formas, no tengo nada mejor que hacer por el momento. Las plantas son más aburridas que esta ciudad, que ya es decir.

Al oírla, Askaldo hizo una mueca y la cara de Maoleth se ensombreció. Percibí la mirada elocuente que Chayl le echó a su primo.

—Este es Maoleth Hyizrik, ex-instructor y bibliotecario del Mausoleo de Akras —soltó Askaldo, presentando al elfo oscuro—. Este es Kwayat, instructor independiente…

—Oh, me suena —lo interrumpió la anciana, levantando la cabeza con una mueca inquisitiva—. Creo que ya he oído hablar de ti por un asunto relacionado con los Comunitarios.

Mi instructor, inmutable, con los brazos cruzados, hizo un breve gesto con la cabeza.

—Yo también creo haber oído hablar de los Darys en algún momento —replicó.

Enarqué otra vez las cejas, intrigada. Esas palabras parecían encubrir más de una verdad. ¿Acaso Kwayat y Ademantina Darys se conocían de antes?, me pregunté, ladeando la cabeza. Askaldo carraspeó, interrumpiendo mis pensamientos.

—Bien… Este es mi primo Chayl, él es Spaw Tay-Shual y ella es Shaedra —acabó por decir.

La vieja Darys pasó sus ojos por el dedrin, se detuvo unos instantes en el humano de pelo violeta y me observó al fin con una mueca contrariada.

—¿Aún sigues con ese velo? ¿Y qué es ese mono que lleva al hombro? —añadió, dirigiéndose a Askaldo.

Reprimiendo un suspiro, levanté mi velo y me lo quité. Sonreí a medias al ver el leve respingo que dio Ademantina Darys en su butaca al encontrarse con una demonio del mismo color que el tapiz dorado colocado justo detrás de mí.

—Es un gawalt —contesté con tranquilidad—. Y se llama Syu.

La anciana entornó los ojos, sin entender.

—¿Qué?

—El mono —expliqué.

—Mmpf —resopló ella, poniendo cara hastiada—. Ya me hablaron de ti. Está claro que Ashbinkhai debería haberte recogido a tiempo —comentó—. Ahora pareces un saïnal.

Le devolví una mirada más divertida que ofendida y decidí que era mejor no mencionar el hecho de que si el hijo de Ashbinkhai no me hubiese forzado a beber la poción de Lunawin no estaría en ese estado.

—Mmgr —siguió gruñendo Ademantina, pasándose el pañuelo blanco por la frente con gesto fatigado—. Dolan siempre sobrecarga la chimenea, ¡hace un calor espantoso! ¡Oh, siento que me da vueltas la cabeza! —se lamentó, cerrando los ojos.

Los demás intercambiamos miradas desconcertadas. Spaw puso los ojos en blanco y la anciana nos miró a ambos con mala cara.

—¿A qué vienen esas sonrisas? —sermoneó—. ¿Acaso os reís de los pesares de una anciana? ¡Jóvenes! —exclamó con rencor—. Ya veréis dentro de unos años lo que vais a sufrir. ¡Si acaso llegáis a ser viejos! —agregó, con una sonrisa que enseñaba su dentadura postiza—. ¡Pero qué diablos! —prosiguió—. ¿Así que andáis buscando al pequeño Seyrum, eh? Ojalá lo encontréis. Mira que siempre se ha metido en líos, mi sobrino. Tan imprudente como su padre. ¿Dónde se ha metido ahora? —preguntó.

No pude reprimir una expresión de sorpresa al entender sus palabras. ¡Seyrum, sobrino de Ademantina Darys! Y lo más curioso: la anciana ignoraba todo sobre Driikasinwat.

Askaldo, por lo visto, se había quedado algo pasmado al darse cuenta de que nadie le había informado del paradero de Seyrum.

—Esto… Seyrum… Está… ¿Realmente no sabe dónde está? —replicó el elfocano, algo perplejo, preguntándose sin duda si Zilacam había querido ocultárselo a su madre por alguna razón.

La expresión de la belarca se ensombreció.

—Pones cara de mal agüero —observó—. Eso no me gusta. ¿Qué le ha pasado exactamente a mi sobrino? ¿No se trata de otra aventura de las suyas, eh? Es algo más grave, por lo que veo.

Vi claramente la indecisión reflejada en el rostro de Askaldo y Kwayat intervino con tono pausado:

—Tal vez sería mejor esperar a su hijo para hablar de este asunto, respetable anciana. Pero no se preocupe, Seyrum tiene problemas pero nosotros vamos a salvarlo.

Ademantina Darys lo miró de hito en hito y entonces soltó una breve carcajada.

—¡Ja! Respetable anciana —repitió con sarcasmo—. Hacía tiempo que no me llamaban así. Ni Leimon es tan educado.

Mientras hablaba, se habían empezado a oír ruidos de pasos en la escalera y por si acaso volví a ponerme el velo. Askaldo me imitó un segundo después por precaución, mientras la vieja belarca mascullaba por lo bajo y extendía el cuello para ver quién aparecía por la sala de las plantas.

—¡Leimon! —gruñó la vieja, mientras el sirviente se acercaba. Ahora que me fijaba mejor en él, me di cuenta de que tenía rasgos de kampraw: mitad humanos y mitad caitos. Sus ojos color zafiro se posaron sobre mí un instante, como si lograse ver a través del velo… Entonces dio otro paso hacia delante y realizó una profunda reverencia que acabó de exasperar a la vieja Ademantina.

—Su hijo Zilacam ya ha vuelto —declaró el kampraw.

Ademantina soltó un resoplido.

—Pues bien. Dile que pase en cuanto pueda y venga a recoger a sus invitados. Mi hijo, siempre incordiando a su pobre y moribunda madre. ¡Lleva practicando desde que berreaba en la cuna! Dioses, odio estos días —declaró, sin pausa alguna—. Dile a Dolan que pase también cuando haya acabado de calcinar la comida. ¡Esto es un horno, Leimon! Cualquiera diría que queréis que me trague el infierno antes de tiempo —apuntó con tono acusador.

A un metro escaso como estaba del kampraw, percibí su suspiro casi inaudible.

—¿Quiere que abra la ventana, señora Darys? —sugirió, con tono neutro.

La vieja soltó una exclamación.

—¿La ventana, Leimon? ¡Imposible! ¿No conoces el dicho? Quien junta fuego con hielo, se quema dos veces. ¡Por las Almas Sacrificadas, hijo mío! —soltó, cambiando de tono. Y me giré para ver aparecer por la sala de las plantas la silueta elegante de un belarco de larga melena negra—. ¿Puedes explicarme por qué has tardado tanto en llegar?

Zilacam Darys se pasó una mano poblada de anillos por su impresionante cabello color de azabache.

—Buenos días, madre —soltó con una vocecita aguda y tranquila que contrastaba notablemente con la ruda voz de la anciana—. Muy buenos días, queridos amigos —prosiguió, dirigiéndose a nosotros—. Disculpa las molestias, madre, enseguida estamos todos fuera. Mis invitados no pretendían molestar a nadie. Si me hacéis el favor de seguirme —añadió, invitándonos a salir del cuarto de la anciana.

Aprovechamos la ocasión y nos despedimos rápidamente de Ademantina Darys.

—Ha sido un placer —dijo Chayl con aire formal.

—Y para mí un disgusto —replicó ella—. Aunque ya sé que no tenéis nada que ver. Es ese Dolan que me asfixia con sus chimeneas. ¡Leimon! —soltó entonces, mientras salíamos precipitadamente de la sala. Noté cómo Zilacam aceleraba el paso, huyendo del lamento acusador de su madre. Cruzamos la sala de las plantas, dejando atrás al kampraw de barba negra al cuidado de la anciana.

—Venid, os conduciré a mi despacho —declaró el elegante belarco, mientras nos hacía subir hasta la segunda planta—. La verdad, no esperaba ya que vinierais. Hasta había mandado a un mercenario en vuestra busca. Quién sabe, con esta guerra, suceden muertes imprevistas. Desgraciadamente —suspiró con su vocecita aguda. Abrió su despacho con una llave—. Entrad —nos dijo, mientras penetraba en la habitación—. Es una agradable sorpresa saber que estáis sanos y salvos —prosiguió, mientras nos invitaba a sentarnos. Dejé a Frundis junto a la puerta y, con Spaw y Chayl, fui a sentarme en el sofá mientras Askaldo realizaba de nuevo el saludo apropiado en esas circunstancias.

—Gracias por tu acogida, Zilacam hijo de Tirkom —pronunció.

Zilacam tuvo una sonrisa algo tímida.

—Oh, no es nada —aseguró—. Hacía tiempo que no hospedaba a ningún miembro de la familia de Ashbinkhai. Es un honor —dijo, inclinándose con respeto.

—El honor es mío —replicó el elfocano con otro saludo.

—Espero que tu familia se encuentra bien —añadió Zilacam.

—De maravilla. Espero que la tuya también.

—De hecho, todos gozamos de excelente salud. Ojalá nunca el dolor y la miseria ataquen nuestras familias —sentenció el belarco.

—Ojalá —aprobó Askaldo, enderezándose y poniendo fin a las formalidades.

Sonreí al ver que, a mi lado, Spaw acababa de soltar un suspiro aburrido. Mientras los demás se sentaban en unas cómodas butacas, presentándose debidamente, volví a quitarme el velo, harta ya de verlo todo más oscuro de lo normal. Zilacam cruzó piernas y manos, mirándonos alternadamente. Sus ojos de belarco reflejaban curiosidad.

—Esto… Antes de nada, debo avisaros de que esta noche, al no saber que vendríais, invité a un amigo a cenar —nos informó, encogiéndose de hombros—. Me encantaría que os unierais a nosotros. Habéis realizado un largo viaje, y entiendo vuestras reticencias —añadió, adivinando nuestra respuesta—. Pero el caso es que ese amigo es precisamente el que mantiene relaciones con los registradores y capitanes del Puerto de Salias, donde están anclados todos los grandes barcos. Y precisamente esta tarde le he dicho que aún no sabía cuándo ibais a llegar…

—Espera un momento —lo interrumpió Maoleth, alarmado—. Ese amigo ¿es un saijit?

Zilacam asintió.

—Claro. No hay mucho demonio por Ombay. —Se encogió de hombros ante el ceño fruncido de Maoleth—. Ya sé lo que pensáis muchos por Ajensoldra: que los Darys llevamos una vida excéntrica de saijits acomodados. No todos vivimos en las cavernas.

Askaldo se quitó el velo con un movimiento impaciente.

—Jamás he oído una sola crítica contra los Darys, Zilacam —le aseguró, mientras este se le quedaba mirando la cara, algo pasmado—. Mi padre hablaba de vosotros con mucho respeto. Así que… ¿vamos a viajar en un barco de saijits?

Zilacam meneó tristemente la cabeza.

—Vendí el último barco grande que tenía el año pasado. Los demás que tengo son sólo barcos pesqueros. Pero no os preocupéis, he pensado en… vuestros disfraces —tosió ligeramente, con aire incómodo—. Os haréis pasar por unos viajeros de Mirleria. Pero cuando hagáis escala en Sladeyr, os escabullís e iréis a ver a un amigo mío que tengo ahí. Os daré una carta para él. Y él os proporcionará discretamente un barco hasta la Isla Coja. Es mejor que nadie sepa vuestro destino, los habitantes de la Isla Coja tienen muy mala reputación. —Y tanto, pensé con una sonrisa irónica—. Espero que mi plan os agrade —concluyó, interrogante.

Maoleth y Askaldo se encogieron de hombros.

—Parece un plan razonable —aprobó Maoleth.

—Sí —se animó Zilacam—. Sobre todo que, si os disfrazáis de mirlerianos, podréis poneros un velo sin llamar la atención. Con esos velos negros parecéis dos Esbirros de Zemaï… Sin ánimo de ofenderos.

Negué con la cabeza, recordando los mirlerianos que había visto en Aefna durante el Torneo.

—Esos velos blancos no ocultan bien la cara —intervine—. Son muy finos y sólo están hechos para impedir que pase la arena a los ojos.

Zilacam tuvo una sonrisa, pero observé que evitaba mirarme.

—Ya pensé en eso. Y encargué unos velos más espesos, pero fabricados de manera que no se note tanto que son diferentes. Confiad en mí. Creo que mi plan os permitirá llegar a la Isla Coja sin problemas. Una vez ahí… bueno, eso ya lo habréis pensado vosotros mejor que yo. ¿Sabéis algo de mi primo?

Hizo la pregunta con un deje de inquietud en la voz. En ese momento, oímos un restallido metálico y un gemido quejumbroso, seguido de un maullido. Sobresaltados por el súbito escándalo, nos giramos todos hacia…

“No es culpa mía”, se defendió Syu; estaba encaramado en la cima de una especie de aparador, tenso como la cuerda de un arco.

Sobre la parte inferior del mueble, Lieta miraba al gawalt con cara burlona. Estaba ronroneando. Contuve difícilmente una carcajada.

“Creo que se está riendo de ti”, comenté, mientras Maoleth llamaba a la drizsha.

“Pues vaya humor”, refunfuñó el mono, paseándose por arriba del mueble. “Me alejo un poco para curiosear, y enseguida viene a vigilarme esa gata. Felino peludo y maullante”, insultó, nervioso.

“A lo mejor acabáis siendo buenos amigos”, sugerí, divertida, mientras Maoleth volvía a llamar a la gata y Zilacam aseguraba que lo que se había caído era simplemente un platillo de metal.

“No toques nada”, le avisé a Syu.

El mono se contentó con soltar un gruñido mental.

—Bueno, preguntabas… por tu primo —retomó Askaldo—. La verdad, las últimas noticias son más bien pocas. Seyrum sigue en manos de Driikasinwat.

El rostro del belarco se ensombreció.

—¿Pero qué es lo que anda buscando ese loco? —preguntó con tristeza.

Askaldo puso cara pensativa.

—Los agentes que vigilan al renegado lo tienen difícil para informarnos de lo que ha sucedido sin revelar su identidad. Aun así, sospechamos que Driikasinwat quiere utilizar los dotes alquimistas de tu primo. De todas formas, no te preocupes, ayúdanos a llegar a la Isla Coja y nosotros lo liberaremos.

Zilacam, con la cara apesadumbrada, asintió.

—Sí. Veo que el hijo de Ashbinkhai es tan valiente como el padre —lo cumplimentó—. Después de salvarlo, estoy seguro de que Seyrum te hará todas las pociones que quieras hasta el fin de sus días. No conozco muy bien a mi primo, siempre ha sido muy solitario, pero sé que no te defraudará.

Estaba claro como el agua que evitaba hablar de la mutación de Askaldo explícitamente. El elfocano sonrió.

—Eso espero. Entonces, ¿cuándo partirá ese barco?

El humor de Zilacam pareció más ligero cuando contestó:

—Bueno, aún no está decidido, ya que no sabía cuándo ibais a venir. Pero dado que hoy estará Amrit, podréis conversar con él y decidirlo vosotros mismos.

Me atraganté con mi propia saliva y traté de sobreponerme mientras ellos seguían hablando, diciendo que lo ideal sería zarpar de aquí dentro de un par de días.

“Es improbable”, solté, incrédula. Daelgar… y ahora Amrit… Por lo visto, este último no solamente era un gran propietario de tierras, sino que además acaparaba barcos… e iba a cenar a casa de un demonio. Pues vaya.

“Lo que es improbable es que siga vivo después de haber viajado durante tantos días con una drizsha asesina”, masculló Syu. Todavía seguía encaramado arriba del mueble, jugueteando con su cola, malhumorado.

“Bah, Syu, no exageres, Lieta aún no te ha hecho nada”, lo tranquilicé.

El gawalt resopló mentalmente.

“¿Acaso tengo que esperar a que me dé un zarpazo para poder decir que esa gata es peligrosa?”

No supe qué contestarle. En el fondo, compartía su inquietud racional, pero también tenía el presentimiento de que Lieta no hacía más que estorbar al mono para divertirse. Claro que yo ya había visto gatos de Ató divirtiéndose con sus presas antes de comérselas… Mientras procuraba no comunicar dichos pensamientos por vías del kershí, me fijé en que los demás se levantaban y los imité.

—Entonces, está decidido, venís todos a cenar —declaró Zilacam con tono alegre.

Suspiré. Me hubiera gustado volver a ver a Amrit Daverg Mauhilver: sentía curiosidad por saber si realmente había encontrado la Gema de Loorden. Sin embargo, había demasiados inconvenientes.

—Er… Lo siento, Zilacam —dije—, pero no puedo. Estoy… er… demasiado cansada —argumenté torpemente—. Por el viaje y tal. Será mejor que vaya a dormir.

—¡Por supuesto! —respondió Zilacam—. Y os invito a todos a hacer lo mismo. Aún quedan varias horas para la cena. Si estás menos cansada cuando despiertes, no dudes en unirte a nosotros… —ladeó la cabeza y pareció acordarse de algo— ¿Shaedra, verdad?

Asentí, sintiéndome aliviada al no verlo insistir demasiado. Era mejor así, me dije. Quién sabe si, a pesar del velo, Amrit no me habría reconocido. Y entonces con toda seguridad habría mandado una carta a Lénisu preguntándole qué hacía su querida sobrina zarpando desde Ombay, disfrazada de mirleriana. Definitivamente, habría sido una mala idea ir a la cena, decidí.

Consciente de las miradas inquisitivas que me echaron Kwayat y Spaw, fue para mí casi un alivio volver a ponerme el velo cuando salimos de la habitación.