Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

18 El Pueblo de las Aves

Pasado el cañaveral, desemboqué, como bien había explicado Askaldo, en un camino de arena rodeado de cañas. A mi derecha, la senda seguía hasta un manantial realmente precioso, bordeado de flores silvestres. Y a mi izquierda el camino arenoso desaparecía en una curva. Me dirigí hacia ahí con prudencia, esperándome ver surgir al viejo loco peludo de entre las cañas, tendiéndome alguna mágara estrafalaria. ¿Cómo podía Askaldo cerrar tratos con gente tan rara?, me pregunté, aprensiva, mientras avanzaba.

“Tú ya pactaste con una vampira”, me recordó Syu, cómodamente sentado sobre mi hombro.

“Cierto”, concedí. Tomé una inspiración y aceleré el paso.

Aun habiendo oído a Maoleth y a Chayl comentar el extraño hogar de Ahishu, no quedé menos asombrada cuando, al llegar a la curva, vi aparecer de pronto ante mí una especie de choza enorme hecha enteramente con pelo tiyano, decorada con guirnaldas de pelo coloreado y larguísimas trenzas por todos los lados.

—¡Diez mil brujas sagradas! —dejé escapar en un murmullo de estupefacción. Aquello era lo más extraño que había visto en mi vida.

“Cuántas trenzas”, murmuró el mono, tan maravillado como yo.

Avancé con cautela hasta percibir un movimiento entre una de las cortinas de pelo. Me detuve y ladeé la cabeza.

—Er… ¡buenos días! —solté en naidrasio, vacilante.

Persuadida de que Ahishu estaba detrás de esa cortina, me sorprendí al oír un ruido detrás de mí y me giré bruscamente. Un anciano vestido con una túnica amarilla aguardaba, sentado sobre la arena.

—Buenos días, amiga de Askaldo —me dijo Ahishu, haciéndome un gesto para que me acercase y tomase asiento ante él. Realizó un saludo de bienvenida típico en los Reinos de la Noche al que contesté con la misma elegancia, habiendo ensayado el saludo más de una vez en las clases del maestro Áynorin.

—Es… un hogar original —observé, mientras me sentaba—. Realmente impresionante.

Ahishu sonrió y asintió. Sus ojos rosáceos se habían fijado en el gawalt y lo observaban con vivo interés.

—Er… Se llama Syu —dije—. Es un gawalt. Y yo soy Shaedra. Y… soy una ternian, aunque no lo parezca —agregué, pensando que en aquel momento tenía que tener sin duda la piel color arena.

—Me llaman Ahishu —se presentó el tiyano—. Antaño me llamaban el Gran Ahishu —añadió, encogiéndose de hombros—. Pero ahora ya pocos se acuerdan de mí. Y es mejor así. Shaedra —dijo entonces, pronunciando mi nombre con tono solemne—, has venido a que te preste una de mis mágaras, que son muchas y muy difíciles de fabricar. Yo ya no vendo mágaras. Y no suelo prestarlas. Así que, me tendrás que prometer que no dirás a nadie de dónde has sacado la mágara que te voy a dar. Como contrapartida, yo te prometo que esa mágara te permitirá salvar a quien deseas salvar.

Lo miré detenidamente, preguntándome qué le habría contado Askaldo sobre el objetivo de nuestro viaje.

—Te prometo que no diré nada —le aseguré.

Ahishu asintió como para sí, y sin una palabra más se levantó.

—Espera aquí un momento —me pidió, antes de desaparecer con una sorprendente agilidad en su choza de pelo.

Suspiré.

“A saber lo que me saca ahora”, comenté.

Mientras esperaba, me sorprendí dibujando círculos en la arena con una garra y me detuve, impaciente. Empezaba a preguntarme si Ahishu no se había perdido en su laberinto de pelos cuando este apareció, llevando un cinturón entre las manos. Me sonrió, se sentó y posó el objeto entre los dos.

“Si el rescate de Seyrum dependiese de este loco, el alquimista ya podría esperar sentado”, resoplé, anonadada. Syu se rascó la cabeza y aprobó.

Entonces Ahishu me enseñó cuatro bolsitas que colgaban del cinturón y se me puso a explicar para qué servían.

—Esta bolsa contiene pólvora de sueño. Le tiras un puñado de esto a cualquier saijit y se duerme en un minuto como mucho. Esta otra tiene granos de humo. Lo malo es que los granos, hay que despellejarlos un poco para que funcionen y producen una pequeña detonación, aunque nada alarmante —me aseguró. Yo lo escuchaba, cada vez más asombrada—. La bolsita azul que ves aquí contiene sangre de hidra en polvo. La mezclas con un poco de agua y se convierte en ácido puro. Es muy práctico para abrir puertas y cosas del estilo —especificó con tono experto—. La última bolsa en cambio… —Frunció el ceño y la abrió con unos dedos prudentes. Me eché para atrás, aprensiva, pero Ahishu sonrió—. Eso me parecía. Son piñones.

Enarqué una ceja, perpleja.

—¿Piñones? —repetí.

—Sí, el otoño pasado estuve recolectando piñones y no sabía dónde meterlos —explicó Ahishu con sencillez—. Antaño esta bolsa contenía moigat rojo, pero desgraciadamente se me acabó. Cosas de la vida. Si no te molesta, me quedaré con ellos —agregó, vaciando la bolsita en la palma de su mano. Los guardó en el bolsillo de su túnica amarilla, recogió el cinturón con las bolsas y me lo tendió—. Dile a Askaldo que este objeto no hace falta que me lo devuelva. Es un simple cinturón y lo que contienen las bolsas, una vez usado, es irrecuperable. Buena suerte, joven aventurera —declaró el extraño anciano.

Recogí mi regalo prestamente, me levanté y me incliné, saludándolo.

—Por cierto —dije, antes de irme—. El humano que ha pasado antes que yo… esto… no hablaba naidrasio.

—¡Ah! Ya me he dado cuenta —sonrió el anciano.

Carraspeé antes de proseguir.

—Así que no ha entendido para qué sirve el sombrero verde que le has dado.

Ahishu hizo un ademán, riendo quedamente.

—Ya lo averiguará él solo —repuso.

Enarqué una ceja. ¿Acaso Ahishu realmente creía que Spaw iba a averiguar mágicamente las propiedades de su mágara?

—No quiero ser indiscreta —dije, indecisa—, pero ¿por qué razón nos ayudas?

—¿Por qué razón ayudo a unos demonios? —replicó. Sus ojos sonreían—. Porque sé que en realidad no sois demonios.

Su aseveración me dejó estupefacta un instante y entonces solté una carcajada incrédula.

—¿Cómo que no somos demonios?

El anciano sacudió la cabeza.

—A mí no me engañáis —afirmó. Viendo que Ahishu no parecía dispuesto a ser más explícito, me encogí de hombros, volví a saludarlo y me marché por el camino de arena con el cinturón en la mano y un extraño recuerdo de mi encuentro con ese magarista cuya cordura no había sobrevivido del todo, por lo visto, a la vida salvaje del Bosque de Hilos.

* * *

Una vez tuvimos cada uno nuestra dichosa mágara, Askaldo nos guió directamente hacia el sur. El elfocano se había aficionado a mirar su brújula busca-agua, y sospeché que los rodeos que dábamos a veces tan sólo los hacíamos para que él comprobase que efectivamente había algún arroyo o estanque cerca, como indicaba su mágara. Al de tres días, Maoleth le hizo saber que no estaba dispuesto a dar más rodeos y declaró:

—Es ridículo seguir tropezando por el bosque, avanzando como tortugas. La ruta hacia el sur no tiene que estar muy lejos —observó—. Propongo que hoy nos dirijamos hacia el sureste.

—Excelente idea —aprobó Spaw.

Askaldo, consciente de que todos estábamos hartos de la selva, no protestó, aunque volver al camino significaba que ambos íbamos a tener que cubrirnos otra vez la cara con nuestros velos.

Tras desayunar los restos de un roedor que había cazado Maoleth la víspera, recogimos nuestros sacos y tomamos rumbo hacia el sureste, deseando llegar ya a esa ruta. Caminábamos despacio, procurando evitar los numerosos barrancos y las zonas inextricables de maleza, sabiendo que estas últimas estarían llenas de peligros. Como todas las mañanas, mientras avanzaba, una parte de mi mente se concentraba en mi sryho, tratando de aplacar la energía que me rodeaba. Kwayat seguía empeñado en que consiguiese inhibir, aunque fuese por un momento, las energías generadas por mi mutación… Sin embargo, hasta entonces, cada vez que le preguntaba a Spaw si seguía coloreada, el demonio me echaba una rápida ojeada y asentía con la cabeza en silencio.

Concentrada en el sryho como estaba, caminaba con retraso, y cuando Maoleth soltó una exclamación de alivio, declarando que habíamos encontrado el Camino de Sarrath, yo estaba aún a una centena de metros, al pie de la pequeña loma, pero enseguida me desinteresé de mi sryho y me dirigí rápidamente hacia los demás para echar un vistazo hacia el camino.

La vía, empedrada, era ancha, y por ella podían pasar cómodamente dos carretas en sentido contrario. Desde la colina, podíamos divisarla, cortando todo el Bosque de Hilos en dos, hasta el reino de Kánderil, en Éshingra.

—En menos de media hora llegamos al camino —estimó Maoleth—. ¡Adelante! Ya hemos dado suficientes rodeos para todo el viaje. Ahora ojalá no tengamos más problemas antes de llegar a Ombay.

Askaldo se encogió de hombros y razonó:

—A pesar de lo que digas, nuestro rodeo ha sido del todo provechoso. Estas mágaras no las encuentras en Ombay. Y si las encontrases, te saldrían un ojo de la cara. Además, apuesto a que Ahishu es el mejor magarista de todos los Reinos de la Noche —aseguró, convencido—. Y, sobre todo, sabe elegir las mágaras.

Lo miré, divertida.

—Es decir que tú estás convencido de que vas a necesitar esa brújula busca-agua para salvar a Seyrum, ¿verdad? —solté, socarrona.

El elfocano volvió a encogerse de hombros al notar el aire burlón de todos.

—Pues sí, estoy convencido de que me servirá —contestó—. Cuando Ahishu te da un objeto, lo hace por una razón.

—Así que además de magarista, Ahishu es un adivino, ¿verdad? —completó Spaw—. Supongo que por eso lo llamaban el Gran Ahishu.

Él y yo resoplamos, riéndonos por lo bajo, y Askaldo nos fulminó con la mirada.

—Bah, reíros todo lo que queráis. Pero Ahishu tiene un don para saber elegir los objetos que le convienen a uno. Ve… más allá —explicó, indeciso, como si no encontrase la palabra—. No es que lea el futuro, pero yo creo que tiene conocimientos perceptistas.

Solté un resoplido, viendo perfectamente que Askaldo no tenía ni idea de perceptismo.

—Los sortilegios perceptistas no se usan para adivinar si un objeto va a serle útil a alguien en algún momento dado —comenté—. Para eso sólo disponemos de nuestra razón y de nuestra intuición.

“Bonita frase”, aprobó Frundis, a mi espalda, atenuando un poco su melodía de flautas.

—Eso mismo digo —replicaba Askaldo haciendo un gesto como para significar que seguía pensando que nuestras mágaras iban a salvarnos la vida—: Ahishu tiene intuición.

“Yo también tengo intuición”, intervino el mono, sonriente, recordando sin duda las veces en que le había preguntado yo burlonamente si era una especie de adivino.

Kwayat soltó un gruñido.

—Pues esperemos que esa intuición no sea tan buena como dices y que no tenga que utilizar el látigo que me ha dado —observó mi instructor, echando una mirada sombría al arma de Ahishu que ahora guardaba debajo de su larga capa negra.

Maoleth se giró hacia nosotros con una mueca cómica e impaciente.

—¿Nos movemos?

Asentimos y, media hora más tarde, como había previsto Maoleth, llegamos al Camino de Sarrath. Me cubrí prudentemente con el velo y esperé a que Syu se colocase sobre mi hombro para salir al descubierto, con los demás. Lieta, que había pasado los días anteriores la mayor parte del tiempo metida en el saco delantero de Maoleth por pura vagancia, saltó hasta el camino empedrado y soltó un maullido alegre.

—¿Cuántos días tardaremos en llegar a Éshingra? —inquirí, curiosa, mientras nos poníamos a andar hacia el sur. El sol estaba en su cénit y, después de lo poco que había desayunado, empezaba a tener realmente hambre.

Maoleth se encogió de hombros.

—Considerando que ya hemos hecho un buen trecho del camino por la selva… yo creo que para mañana a la tarde estaremos fuera. Si vamos a buen ritmo, claro —añadió.

Animados por la idea de salir al fin del bosque, aceleramos el paso. Aunque no podía evitar pensar con cierta aprensión que cada paso me acercaba a Ombay y al barco que nos llevaría a la Isla Coja…

Como nuestras provisiones empezaban a escasear seriamente, decidimos dejar nuestros restos de arroz para la cena, de modo que aquel mediodía nos contentamos con beber agua y comer unas bayas que tanto Askaldo como yo conocíamos, él por experiencia y yo por teoría. Cuando retomamos la marcha, aún estaba hambrienta y me pillé imaginándome sentada en la cocina del Ciervo alado comiendo una tarta de Wigy… Solté un suspiro.

“¡Ah!”, exclamó Frundis, con unas notas de piano. “Ser un bastón tiene sus inconvenientes, ¡pero también tiene muchas ventajas!”

Rió y, simpatizando con mi dolor, empezó una canción que aún no había oído nunca y que trataba de un hombre que, por haber querido llevar unos diamantes muy pesados en su saco de viaje, no había llevado suficientes víveres. Al de unas semanas de viaje empezó a pasar hambre pero cuando un campesino aprovechado le propuso venderle toda su carreta de comida a cambio de sus diamantes, se negó. Un buhonero, al verlo tan demacrado, le reiteró la propuesta pero él rehusó de nuevo su ayuda. Al final, el desdichado caía exhausto y muerto de hambre en el camino. Frundis puso punto final a su canción con cuatro versos:

Apareció un vagabundo
y viéndolo así inconsciente,
cogió todos los diamantes
y dejó un trozo de pan.

Sin dejarme tiempo para comentar la historia, encadenó con un canto coral y, entre canciones y observaciones burlonas, la tarde se me pasó volando. Nos cruzamos repetidas veces con viajeros; la mayoría eran comerciantes con carretas, pero también vimos a gente que viajaba a pie o con burros y hasta a un jinete mensajero que nos pasó al lado a toda velocidad, generando más de un comentario gruñón.

Empezaba el sol a desaparecer por la copa de los árboles cuando alcanzamos a una ternian que llevaba un gran saco pesado a la espalda y que cogía de la mano a una niña que parecía aún más pequeña que Kyisse. Mientras pasábamos, me percaté de que la ternian nos echaba una mirada desconfiada y tensa, seguramente alarmada al vernos armados, aunque tal vez también por nuestro aspecto: después de haber pasado una semana en pleno bosque luchando con las plantas, teníamos que estar bastante poco presentables, barrunté.

Para nuestra sorpresa, Askaldo se detuvo en seco y suspirando se giró hacia la ternian.

—Ese saco te pesa demasiado —declaró en naidrasio, dirigiéndose a la viajera con una voz suave y respetuosa—. Déjame ayudarte.

La ternian agrandó los ojos, escudriñando el elfocano y su velo. Percibiendo su miedo, la niña se aferró a su falda, aprensiva.

—No necesito ayuda, gracias —replicó la viajera.

Aun así, vi que efectivamente doblaba la espalda por el peso del saco.

—Joven, deja ya de molestar a la gente —gruñó Maoleth, soltándole a Askaldo una mirada de aviso.

—No ha sido ninguna molestia —replicó la ternian—. ¿Venís de Sarrath? —preguntó de pronto con los ojos entornados.

—Er… No, de hecho, hemos estado cortando por los bosques —contestó Askaldo—. Venimos de Ajensoldra.

La ternian esbozó una sonrisa.

—Se nota en el acento de tu compañero. Y también se nota que habéis estado cortando por los bosques —añadió, echándonos a todos una mirada menos hostil.

Intercambiamos miradas molestas, menos Spaw, que nos miraba con cara interrogante, tratando de adivinar de qué estaban hablando. Carraspeé.

—Nos dirigimos hacia el sur —dije—. Por curiosidad, ¿Éshingra está tan mal como la pintan en Ajensoldra? Porque al parecer hay una guerra.

La ternian soltó una breve carcajada irónica.

—Sí. No es sólo un parecer. El reino de Kaynba está muy revuelto. Tengo a una hermana que vive ahí y está atemorizada. Hasta me trajo a su pequeña para que cuidara de ella —añadió, acariciando el cabello de la niña ternian—. Afortunadamente, las guerras de los demás nunca llegan al Bosque de Hilos. Bueno, a veces llegan algunos desertores —insinuó.

Solté una risita.

—Nosotros no somos desertores —le aseguré, detrás de mi velo.

—No, supongo que no, si os dirigís hacia Éshingra —replicó la ternian con toda lógica.

Askaldo le reiteró su propuesta de cargar con el saco y la ternian esta vez accedió encantada, liberándose de su peso con evidente alivio. En cambio Askaldo soltó un resoplido que nos hizo reír a Spaw y a mí.

—Esto pesa como un tronco de paeldro —soltó Askaldo, mientras reanudábamos la marcha.

—No necesitarás andar mucho con eso —le aseguró la ternian—. Vivo no muy lejos de aquí. Cerca de Asethmil.

—¿Asethmil? —repitió Maoleth—. ¿Hay un pueblo cerca de aquí?

La ternian frunció el ceño.

—Sí. En la frontera con Kánderil, nos quedará poco más de media hora. ¿Realmente no conocéis Asethmil? —Negamos con la cabeza—. Pues es un pueblo muy conocido a pesar de tener pocos habitantes. Los de Éshingra lo llaman el Pueblo de las Aves.

Sonreí detrás de mi velo al recordar que Asethmil, en el antiguo dialecto de los Reinos de la Noche, significaba efectivamente «Pueblo de las Aves». A veces aprender los viejos dialectos no resultaba ser tan inútil como podía pensarse, medité.

—Curioso —dije, mientras seguíamos avanzando—. ¿Eso significa que venden aves?

—Los adiestramos —replicó la ternian—. En Asethmil está la escuela más conocida de adiestradores de aves. Los pájaros los utilizan exclusivamente como mensajeros de los Reinos de la Noche. Luego, algunos de los alumnos usan efectivamente lo que aprenden para atraer a las aves, capturarlas y venderlas en contrabando. Y eso es lo que mis compañeros y yo tratamos de evitar.

—¿Eres una adiestradora de aves? —se maravilló Chayl.

—Cuando era pequeña, aprendí los rudimentos —sonrió la ternian. Cogió a su sobrina en brazos al notar que estaba agotada y prosiguió—: Pero jamás acabé el aprendizaje. Yo investigo el contrabando de aves. Así que, ya sabéis, no os dediquéis a vender pájaros nunca o tendréis serios problemas —declaró, con una media sonrisa.

Siguió contándonos la vida en Asethmil y nos narró algunas anécdotas graciosas sobre los casos de contrabando que había destapado. Y, sin que nos hubiésemos dado cuenta casi, llegamos a Asethmil y a la frontera con Éshingra.

Justo antes de llegar al pueblo, la ternian soltó:

—Ya que parecéis buena gente a pesar de vuestro aspecto, os voy a acompañar hasta el albergue. Dibaez, el posadero, no deja entrar a cualquiera.

—Curioso, ¿no acepta a todos sus clientes? —se extrañó Maoleth.

La ternian hizo una mueca.

—Hace tiempo que Dibaez impide la entrada a guerreros desconocidos en su taberna. Cada vez que tiene a un extraño armado que aparece, lo echa, y si protesta, llama a sus hermanos. —Vaciló e iba a añadir algo pero al final pareció decidir no hacerlo.

Nos guió a través del pequeño pueblo de Asethmil, hasta el albergue, indicándonos, de paso, el camino sinuoso que se perdía entre el bosque.

—Por ahí está la escuela de los adiestradores de aves —nos dijo—. Y por ahí vivo yo. Y ese edificio es el albergue —prosiguió, enseñándonos una casa con dos tejados puntiagudos y ventanas redondas. El cielo se había oscurecido y apenas pude divisar la insigna del establecimiento: era una especie de ave colorida que alzaba orgullosamente la cabeza. En ese instante me fijé en los ruidos nocturnos: entre los árboles, los pájaros gorjeaban alegremente, como si estuviese amaneciendo. Les respondían como un eco la música y las risas en la taberna.

Una vez ante la puerta, la ternian se giró hacia nosotros.

—Esperad aquí un momento, voy a hablar con Dibaez.

Entró junto con su pequeña sobrina y Askaldo resopló, dejando el saco en el suelo.

—¿Pero qué demonios tendrá el saco de esa mujer? —masculló.

Volvió a soltar un resoplido y uno de los caballos de los establos soltó un relincho bajo, como solidarizándose. Sonreí y Spaw levantó los ojos al cielo.

—Desde luego, Askaldo, eres todo un caballero —le replicó el joven humano.

—Pues a lo mejor mi caballerosidad nos permite dormir bien esta noche, así que cuidado —replicó Askaldo. Sin verla, pude adivinar su sonrisa satisfecha.

—Es curiosa la energía que puebla este lugar —observó Kwayat, meditativo, al de un breve silencio.

Maoleth y Spaw asintieron y entonces señalé una gran roca junto a la taberna.

—Debe de ser el wékaro que hay ahí —supuse. Spaw se mordió el labio, con una mueca de incomprensión, y expliqué—: Los wékaros son una especie de rocas sagradas y la gente de aquí piensa que contienen la energía de los ancestros que vivían en los bosques, incluso antes del Desembarco. Al menos es lo que me han enseñado —agregué, al ver que todos me echaban miradas sorprendidas.

Maoleth sonrió e iba a decir algo cuando la puerta de la taberna se abrió de nuevo y la ternian reapareció, seguida de un caito enorme y calvo con barba negra, que llevaba un hacha de cocina en la mano derecha y un garfio en su mano izquierda amputada. Nos miró uno a uno mientras lo saludábamos amablemente.

—Buenas noches —contestó, tras un silencio—. Si queréis pasar, tendréis que deshaceros de vuestras armas. Aquí no se admiten ni espadas, ni arcos, ni mayales, ni nada, ¿entendido?

—Mientras nos las devuelva a la mañana siguiente, me parece perfecto —replicó Maoleth, con un naidrasio catastrófico.

El rostro del tabernero se relajó.

—Entonces perfecto —concluyó—. Mi nombre es Dibaez Strabakolden. Dejad las armas y entrad, la cena estará lista dentro de nada.

Unos minutos después el tabernero se alejaba, llevándose nuestras armas… en ningún momento comentó nada sobre Frundis y sonreí al oír al bastón refunfuñar, ofendido:

“¿Por qué siempre me tomarán por un simple bastón de viaje?”

La ternian volvió a cargar con su propio saco, ayudada por Askaldo.

—Gracias por haberme ayudado a transportar el pienso. Que os sonría la suerte en Éshingra, viajeros —dijo.

Nos despedimos y mientras entrábamos en la taberna Askaldo masculló, incrédulo:

—¿Pienso? Eso parecían más bien piedras de Léen…

Cenamos como emperadores, rodeados de risas y músicas, tomamos cada uno un baño y dormimos como el agua en un lago, metidos en unas camas cómodas y secas. ¡Casi me dio la impresión de haber vuelto al Ciervo alado! A la mañana siguiente, Askaldo nos hizo saber que un comerciante de tejidos le había propuesto llevarnos en su carreta hasta Ombay a cambio de nuestra protección, convencido al parecer de que éramos guerreros mercenarios. A Maoleth enseguida le pareció una buena idea y, tras desayunar generosamente, continuamos el viaje en la carreta de un elfo regordete y alegre llamado Tzifas que arreó sus caballos tras soltar con tono animado:

—¡Bilidán, Makidés, a casa otra vez!