Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
Estuvimos caminando durante toda la noche y todo el día siguiente, haciendo breves pausas y procurando mantenernos lejos del camino que llevaba al paso de Marp. A Askaldo le preocupaba dejar un rastro tan claro en la nieve, y Maoleth estaba de mal humor porque Lieta se había hecho una pequeña herida en la pata al precipitarse contra un puercoespín. Al ver la gata cojear, Syu no pudo contener un comentario burlón.
“No es bueno alegrarse del mal ajeno”, lo recriminé sabiamente. Y apunté con una sonrisilla irónica: “Además, te recuerdo que a ti te pasó algo muy parecido con un cactus.”
Mis palabras dejaron al gawalt sin réplica y noté cómo miraba a la gata con más compasión.
Aún era de día cuando llegamos a un claro con una pequeña hondonada. En el hueco, había tres tiendas color arena que se confundían casi con la nieve. Me detuve en seco al verlas. Mil demonios y cuatro gatos, pensé.
—Media vuelta —declaró Maoleth, tenso.
Seguimos su consejo pero enseguida me paré otra vez al percibir un movimiento entre los árboles.
—Esto me da muy mala espina —opiné, recolocando mejor mi capucha.
—Y a mí —apoyó Spaw.
—Estamos rodeados, fijo —dijo Chayl. Su voz temblaba ligeramente.
No vi en ningún momento que lo que afirmaba fuera cierto, pero cuando Maoleth se puso a correr con Lieta en brazos, lo seguimos todos precipitadamente. Habíamos recorrido unos veinte metros cuando me fijé en la dirección que estábamos tomando.
—Er… ¿Maoleth? —solté, con aprensión—. Nos estamos dirigiendo hacia el Trueno.
Al oír eso, Maoleth frenó. Lieta soltó un maullido interrogante y su amo resopló.
—Cierto —admitió.
Spaw soltó una carcajada.
—¡Perfecto! —declaró—. ¿Volvemos a cruzar con la cuerda de Shaedra? Aunque a lo mejor llega algún ejército de levitadores para ayudarnos a cruzar. O bien unas hadas negras, dicen algunos que son tan raras que les salen alas de cuando en cuando…
—Spaw Tay-Shual —tronó Kwayat, mirándolo con severidad.
No añadió nada más, pero su tono acalló el discurso burlón del joven templario. Aunque, de todas formas, este no habría podido seguir porque tan sólo unos segundos después resonó en todo el bosque un grito desgarrador. Nos giramos bruscamente hacia el este.
—Habíamos tomado la dirección correcta —concluyó Maoleth. Y retomó la carrera hacia el oeste, tras agregar—: ¡Luego giraremos hacia el sur!
¿Quién había podido gritar de esa forma?, me pregunté, estremeciéndome. El alarido me había recordado la batalla contra las mílfidas…
—¿Shaedra? —me dijo Kwayat, al ver que no los seguía.
—¿Y si son nadros rojos? ¿Y si los habitantes de esas tiendas necesitan ayuda? —pregunté, mordiéndome el labio, nerviosa.
Se oyó entonces un choque de acero. Y lo siguió otro… Mi instructor meneó la cabeza.
—No son nadros rojos. Tiene toda la pinta de ser una batalla entre bandidos saijits o algo por el estilo. Nada que nos incumba.
Asentí. Kwayat tenía razón. Sin pensarlo más, eché a correr y alcanzamos a los demás rápidamente.
Aun cuando el crepúsculo dio paso a la noche seguimos avanzando. Caminábamos ahora en una pradera que por algún misterio energético tenía una capa de nieve menor. El cielo estaba totalmente despejado y aquella noche al menos la Vela y la Luna alumbraban nuestro camino.
—Estáis locos —soltó de pronto Chayl, rompiendo un largo silencio—. ¿Vamos a continuar… andando hasta Ombay… sin dormir ni una sola vez?
El dedrin avanzaba detrás, arrastrando los pies. Nos detuvimos todos para esperarlo.
—Por una vez, tienes razón —admitió Askaldo detrás de su velo negro—. Yo estoy agotado.
—Y yo —apoyé.
Maoleth asintió con la cabeza.
—Está bien. Lieta también está cansada —añadió con una sonrisa, mientras la gata sacaba una cabeza adormilada del saco que llevaba el elfo sobre su pecho.
Nos instalamos cerca de una colina de rocas, encendimos un pequeño fuego y comimos pan con arroz. Estábamos todos exhaustos y apenas hablamos antes de envolvernos en nuestras mantas y caer profundamente dormidos. Kwayat fue quien montó la guardia el primero. Tal vez él nunca se cansaba, pensé, mecida por la lenta música de Frundis.
Poco antes de despertar, soñé con un pájaro negro que caía en picado e iba creciendo y creciendo hasta transformarse en un dragón negro. Soltaba relámpagos fulminantes a diestro y siniestro y entonces se fijaba en mí. Sus ojos eran negros como el carbón.
Abrí los ojos, sobresaltada, y me di cuenta de que apenas empezaba a clarear. Fruncí el ceño. No me habían despertado para el turno de guardia. Sentado en una roca, vi a Maoleth molestando a Lieta para que le enseñase la pata herida. Sonreí, me levanté y fui a sentarme junto a él.
—Buenos días —murmuré, para no despertar a los demás—. ¿Qué tal anda Lieta?
El elfo oscuro miró su felino y puso los ojos en blanco.
—Bien —contestó—. Lieta no es un gato cualquiera y sabe cuidarse. Es tozuda, eso sí.
Observé la gata bostezar perezosamente y alejarse en la nieve de la pradera.
—Es grande para ser un gato —noté.
Maoleth dejó escapar una leve carcajada.
—Sí. En realidad es una drizsha. Es una especie mitad gato, mitad catraínde.
Agrandé mucho los ojos, sobresaltada. ¡Un catraínde! Los gatos bersérkers…
“Ya sabía yo que no era un gato normal”, masculló Syu, trepando sobre mi hombro. Todo sueño lo había abandonado al oír hablar de gatos.
Aun así, Lieta no parecía un felino tan peligroso como los catraíndes, pensé. A saber lo que era un drizsha realmente.
—Vaya —resoplé, sorprendida—. Nunca había oído hablar de los drizshas. En cualquier caso, pareces comunicar bien con ella —observé inocentemente.
Maoleth esbozó una sonrisa, adivinando mi pregunta implícita.
—Sí. Los drizshas tienen una real facultad para comunicar. Que si tienen frío, que si pasan hambre… Mandan ondas sensitivas para hacerse entender. Y, por lo que he oído, los catraíndes poseen una facultad parecida, pero no la usan para comunicar: en vez de mandar las ondas al exterior, las guardan en su interior. Por eso se los llama los gatos bersérkers…
Escuché con cierta fascinación las explicaciones del demonio elfo oscuro, cada vez más convencida de que no utilizaba ni kershí ni bréjica para comunicar con su gata, o más bien con su drizsha.
Cuando los demás despertaron, desayunamos y conversamos alegremente antes de retomar la marcha. Nuestro viaje hacia Ombay siguió tranquilamente su curso. Chayl se aficionó a escuchar las historias de los saijits, pidiéndome todos los días que yo le contase alguna. Askaldo me enseñó varias leyendas y canciones de los demonios. Kwayat siguió dándome lecciones sobre el sryho y cada noche, junto a Maoleth, se aseguraba de que las inestabilidades de mi Sreda y la de Askaldo no iban a peor.
Curiosamente, en aquellos días, me sentí por primera vez plenamente una demonio, y me reí de mí misma por aquel pensamiento: casi habían pasado tres años desde que había bebido la poción de Seyrum. ¡Ya era hora de que me aceptase como demonio!
Y lo cierto era que los demonios no tenían costumbres muy diferentes de las de los saijits. Spaw, Chayl y yo echábamos siempre una partida de cartas después de la cena. Askaldo solía cantar largas baladas junto a nosotros y me maravillaba su don para contar e improvisar historias. Los más silenciosos eran Maoleth y Kwayat. El primero desaparecía casi todas las noches, acompañado por su drizsha, y daban largos paseos por los alrededores, entre las sombras, como dos cazadores solitarios. Y Kwayat se sentaba a menudo un poco aparte y contemplaba en silencio las estrellas como buscando alguna respuesta en ellas. Un demonio trágico y distante, como había dicho un día Spaw. En aquellos momentos, no podía evitar preguntarme en qué estaría pensando mi instructor.
Avanzábamos cada día más hacia el sur, sosteniendo un ritmo rápido. Siempre eran Kwayat y Maoleth los que decidían cuándo nos parábamos, y hacíamos pausas regularmente. Según explicaron, temían que Askaldo y yo nos cansáramos demasiado y que el estado de nuestra Sreda empeorase con la fatiga. El elfocano afirmó un día, divertido, que jamás unos demonios inestables habían estado tan bien cuidados.
Acabamos cruzando el camino principal con mucha prudencia y nos metimos en las primeras montañas de las Hordas para luego volver a bajar hacia el paso de Marp. Estábamos en pleno invierno y ni un gran especialista de las Hordas habría preferido evitar los montes y pasar por el desfiladero. Aun así, para Askaldo y para mí el riesgo no dejaba de ser bastante elevado dado que la entrada al paso estaba guardada por un portal.
De pie, en la colina que llevaba al paso de Marp, observé con admiración los enormes acantilados a ambas partes del desfiladero. Al pie de esas murallas naturales, estaba la puerta, con su torre de guardia, y un poco más allá, junto a un afluente, se encontraba el pueblo de Harstok. Era una simple aldea en la que destacaba un gran edificio de color azul.
—¿Qué opináis? ¿Pasamos las puertas hoy? —preguntó Spaw, echando una ojeada al cielo de la tarde.
—No —decidió Maoleth—. Apenas nos quedan dos horas de sol. No me apetece dormir en el desfiladero. Pasaremos la noche en el Plebento, nos vendrá bien después de tanto viaje.
Enarqué una ceja, interrogante, pero fue Chayl quien preguntó:
—¿El plebento?
—Es el nombre del albergue de este pueblo —explicó Maoleth—. No creáis que soy un gran viajero —añadió—, pero ya he pasado varias veces por este paso. ¿Vamos?
Reprimí una mueca y asentí, preguntándome si realmente era prudente meterse en un pueblo de saijits a la luz del día. Pero Maoleth, al parecer, lo tenía todo previsto y confiaba en su plan. Además de nuestros velos, nos había pedido a Askaldo y a mí que nos embadurnásemos con unos ungüentos preparados por Naé Ril-de-Ya. El producto, de un color rojizo, daba la impresión de que ambos estábamos cubiertos de placas rojas e inflamaciones. Sobre nuestra ropa habitual, habíamos vestido todos menos Maoleth unas anchas y largas togas negras. Las mismas que llevaban los monjes de la Orden de Vaersin, el Dios del Dolor.
Así disfrazados, tomamos el camino principal y entramos en la aldea de Harstok, en fila y con paso lento y mesurado, como los buenos monjes de Vaersin que éramos. Maoleth caminaba a nuestro lado, haciendo de guerrero mercenario. Pasamos las primeras casas sin ver a nadie y llegamos al edificio azul, donde colgaba un cartel que rezaba «el Plebento de los viajeros». Venía acompañado de un dibujo con un tenedor dentro de una bota.
“Curiosa insigna”, le comenté a Syu. El mono, metido debajo de mi túnica, estuvo a punto de sacar la cabeza para echar un vistazo pero le recordé que nadie debía verlo. Habría sido una pista demasiado evidente para el capitán Calbaderca. Ya era bastante que Maoleth llevaba un bastón en la espalda.
Cuando Kwayat se avanzaba para abrir la puerta de la taberna, vi la silueta de un humano detrás de una de las ventanas. Al entrar, me fijé en que no solamente la taberna era mucho más grande que la del Ciervo alado, sino que además tenía bonitas columnas esculpidas en gruesos troncos de madera que me recordaron a las de Dumblor. La sala en sí estaba vacía, con la excepción de tres hombres que hablaban en tono quedo y perezoso.
—Buenos días, venerables monjes —dijo una voz a mi derecha.
Junto a la ventana, el humano nos hizo un saludo respetuoso y nosotros contestamos con breves gestos de cabeza. Resultaba que Maoleth conocía un poco las manías de los monjes de Vaersin y había intentado explicárnoslas con detalle. Yo ya conocía algunas, gracias a Wigy y mis visitas al Templo en Ató, pero eso no me impedía estar segura de que en cualquier momento podíamos cometer un error más que comprometedor.
—Buenos días, buen hombre —soltó Maoleth, adelantándose con desenfado—. Te aviso, los monjes han hecho voto de silencio. Si he entendido bien, creen que así podrán evitar que llegue un Ciclo del Hielo.
Su tono de voz revelaba una mezcla de burla y respeto muy bien conseguida.
—Ojalá lo consigan —replicó el tabernero—. ¿Venís del este, verdad?
—No, del oeste —contestó Maoleth—. Y yo personalmente me dirijo hacia Tenap. Supongo que seguiré viajando con mis nuevos compañeros durante unos días, aunque lo que me pagan no sea ninguna maravilla. ¡Los protejo mientras rezan! —bromeó.
El tabernero nos condujo a una mesa y nos sentamos todos menos Maoleth y Kwayat, que se encargaron de pagar un cuarto para una noche. Mientras nosotros guardábamos un silencio total, el elfo oscuro estuvo hablando largo rato con el tabernero, sobre los problemas de Éshingra y sobre los precios de la comida. Incluso se inventó varias historias con una facilidad asombrosa, contando que de joven ayudaba a su padre como ropavejero pero que prefería mil veces la vida de mercenario que llevaba ahora.
—¿Lo que te depara la vida, eh? —soltó con una sonrisilla—. Es curioso, la última vez que pasé por aquí había más actividad —añadió, cambiando de tono.
—Normal —contestó el humano con aire sombrío, mientras limpiaba su mostrador—. En invierno no hay ni un ratón. Y este año hay todavía menos tránsito. Los comerciantes ajensoldrenses no se fían de los caminos de Éshingra, y con razón. Ojalá esa guerra acabe rápido.
—En cuanto haya ganado algunos kétalos en uno de los dos bandos —apuntó Maoleth, con una sonrisa torva.
—Oh, hay más de dos bandos, tranquilo —intervino uno de los tres hombres sentados, con tono algo sarcástico—. Tendrás donde elegir. Aunque por el momento no se sabe ni si realmente están en guerra los reinos de las Comunidades o si se trata de una guerra entre cofradías o gremios. Pero lo que está claro es que más allá del paso de Marp hay mal ambiente.
Maoleth enarcó una ceja.
—¿Venís de Éshingra?
El hombre se carcajeó.
—No, somos campesinos de Harstok. Ni se me ocurriría viajar hasta ahí —afirmó.
Cuanto más los oía hablar de Éshingra, más me preguntaba si era juicioso meterse en una zona tan peligrosa. ¿No hubiera sido más prudente pasar por el oeste y embarcar en Mirleria, rumbo a la Isla Coja? Reprimí un suspiro y eché un vistazo hacia mis compañeros. Con la cara velada, mi visión no era tan buena pero pude adivinar la expresión fascinada de Chayl, quien detrás de su capucha negra observaba a los saijits como si nunca hubiese visto uno.
Estuvimos esperando pacientemente a que llegase la hora de cenar. Varias veces alcancé a oír el suspiro exasperado de Askaldo antes de que el tabernero nos llevase al fin unos platos de sopa caliente. Empecé a comer, hambrienta, pasando incómodamente cada cucharada por debajo de mi velo. Maoleth, dejándonos a nuestras plegarias, fue a sentarse con los campesinos y los cuatro se pusieron a hablar por los codos de cosas sin importancia durante al menos una hora hasta que los tres lugareños decidiesen volver a sus casas.
—¡Bueno! —dijo Maoleth, cuando en la taberna ya no quedábamos más que nosotros—. No sé vosotros si seguiréis rezando o qué, pero yo estoy agotado de tanta caminata y voy a subir al cuarto. Venerables monjes —añadió con ironía.
Se levantó Askaldo. Lo imitamos y seguimos al tabernero y a Maoleth hacia los pisos de arriba. El humano nos dejó entrar en el cuarto, diciendo con tono solícito:
—Si necesitáis algo, podéis hacer sonar la campana, en cualquier momento del día o de la noche. Espero que el Plebento sea de vuestro agrado y que el entorno sea adecuado para vuestras plegarias. Buenas noches —añadió, inclinándose respetuosamente.
Estuve a punto de contestarle pero ahogué mi respuesta en un sonido de asentimiento. El tabernero volvió a su taberna, Askaldo cerró la puerta y él y yo nos quitamos el velo con alivio. Intercambiamos miradas elocuentes, sin atrevernos a hablar.
—A dormir —soltó Maoleth burlonamente, antes de que nadie rompa su voto de silencio—. ¡Que Vaersin os acompañe en vuestros sueños!
Spaw y yo sonreímos, divertidos, mientras Askaldo fulminaba al elfo oscuro con la mirada. Absteniéndonos de todo comentario, nos tendimos en nuestras camas y tuve que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada al ver que Askaldo y Kwayat no cabían en las suyas. Sus pies rebasaban varios centímetros, y Askaldo parecía algo contrariado.
“A los gawalts eso no les pasa”, comenté, sonriente.
Syu saltó hasta la cama de Kwayat y observó con interés el fenómeno. Y luego frunció el ceño.
“A los gawalts tampoco les huelen los pies”, replicó, volviendo a mi cama. Y entonces se detuvo, husmeó su propio pie y movió la cola, satisfecho.
Mientras tanto, yo había tendido mi manta para no embadurnar la cama con mi ungüento y me tumbé, exhausta de tanto viaje. Acogí al mono acariciándole maquinalmente la cabeza y permanecí así un rato, meditativa.
“Estás pensando”, me avisó el gawalt, burlón.
“Lo sé”, admití, y esbocé una sonrisa. “Menos mal que estás aquí para avisarme” Y entonces bostecé y dejé de pensar. “Buenas noches, Syu.”
Por toda respuesta, Syu dio varias vueltas sobre la manta antes de instalarse y reprimí una risita.
“Te pareces cada vez más a Lieta”, comenté.
El mono gruñó y se acurrucó junto a mí.
“Es ella la que me imita”, replicó.
Por supuesto, pensé, divertida, antes de cerrar los ojos. Enseguida caí en un profundo sueño del que desperté bruscamente, horas más tarde, al oír un ruido extraño contra la ventana. Al abrir los ojos, vi que Lieta había trepado hasta el bordecillo y contemplaba la noche por los cristales. Sus ojos verdes se clavaron en los míos un instante antes de volver a su muda contemplación. Tuve la impresión de que había querido decirme algo, pero no la entendí.
* * *
A la mañana siguiente, después de desayunar, nos dirigimos directamente hacia la puerta del Paso de Marp y dejamos a Maoleth encargarse de presentarnos y explicar el motivo de nuestro viaje.
—Soy un guerrero —decía el elfo oscuro con soltura—. Y ellos son monjes de Vaersin…
Añadió algo en tono más bajo, para que no lo oyéramos, y el guardia que nos atendía puso cara molesta.
—Usted no es eriónico, ¿verdad? —replicó con una mueca.
—Sólo lo soy cuando me conviene —sonrió Maoleth, burlón.
El guardia meneó la cabeza pero se echó a un lado.
—Adelante, pasad. Os deseo buena suerte, venerables monjes —añadió con sinceridad—. Los caminos tienen muchos peligros. Sed prudentes.
En aquel momento casi sentí vergüenza por nuestros disfraces. Pasamos las puertas abiertas y nos metimos en el desfiladero con una facilidad asombrosa. Reprimí una risita aliviada. ¡Por Nagray! Sólo entonces me di cuenta de toda la tensión que había ido almacenando al imaginarme que el guardia nos pediría a todos que enseñásemos nuestros rostros. Tuve ganas de pegar unos saltitos de alegría pero me contuve: los vigías de la torre aún podían vernos y tal vez se hubieran preguntado qué hacía un monje de Vaersin brincando en un desfiladero.
—¡Un problema menos! —soltó Maoleth, cuando nos hubimos alejado lo suficiente.
—¡Por la Mente, Maoleth! —resopló Askaldo, mientras avanzábamos a buen ritmo—, ¿qué ha sido todo ese teatro? ¡Te has burlado a ultranza de los eriónicos! Es una suerte que no hayas caído con uno de esos saijits fanáticos…
La carcajada del elfo oscuro lo interrumpió.
—¿A ultranza, eh? Bah, no exageres, sólo he cumplido mi papel de mercenario: esos siempre se ríen de las religiones, de los bandos y de cualquier otro grupo, mientras no los estén pagando. —Realizó un gesto vago, como para descartar el tema—. Sigamos. Quiero salir de este desfiladero lo antes posible. Sólo nos pararemos cuando alcancemos el valle de Marp.
Retomé a Frundis y Syu salió a descubierto, harto de permanecer debajo de mi capucha. Lieta y Maoleth abrieron la marcha y los seguimos con rapidez. El cañón tenía de cuando en cuando agujeros en la roca y pequeños callejones, pero era imposible equivocarse de camino: sólo había uno lo bastante ancho como para permitir pasar a una carreta. Además, se veía que había pasado ahí recientemente una tropa de obreros para apartar la nieve.
Al de unas seis horas de andar, empezamos ya a cansarnos seriamente. Estábamos todos sudando debajo de tanta capa a pesar del frío.
—Ánimo —nos dijo Maoleth—. Ya queda poco.
—Siempre queda poco —mascullé por lo bajo.
—Yo creo que para cuando salgan las flores en primavera habremos llegado —comentó Spaw.
—¡Estupendo! —exclamé, imitando el optimismo de Manchow a la perfección—. Así iré cambiando de color según pasemos por un campo de violetas o un campo de margaritas.
Esta vez, sin embargo, el elfo oscuro tenía razón. Apenas un cuarto de hora después, el desfiladero empezó a ensancharse y sus profundas murallas se fueron convirtiendo en cuestas empinadas pobladas de hierba rala, nieve y arbustos.
—Vaya —dije, algo sorprendida—. Al final sí que vas a tener razón, Spaw. Aquí parece que hay menos nieve que del otro lado.
Aun sabiendo que los flujos energéticos en Éshingra eran muy distintos a los de Ató, la diferencia era asombrosamente notable. Pronto decidimos quitarnos las togas porque empezábamos a sofocar. Cuando llegamos al valle propiamente dicho, me detuve, embelesada por la vista. La Ruta de Marp, como la llamaban, seguía un curso sinuoso en el flanco izquierdo del valle, mientras que en el otro, exento también de árboles, pastaban tranquilamente unas manadas de animales salvajes.
—Jamás había pasado por aquí —confesó Spaw, mirando el paisaje con sumo interés—. Vamos a tener problemas para escondernos si llegan saijits, ¿no creéis?
—Bah, la gente de Éshingra es poco curiosa —replicó Maoleth y sonrió al ver que su argumento de poco peso no nos convencía. Se había agachado para rehacer uno de los cordones de sus botas y aprovechaba ahora para rascarle las orejas a Lieta. Ladeé la cabeza, divertida. La gata ronroneaba casi como Syu cuando estaba contento o como Frundis cuando le frotaba el pétalo azul.
—Bueno, una de las ventajas es que si nos atacan bandidos los veremos de lejos —intervino Chayl, pensativo.
Aprobé con la cabeza y resoplé, sentándome en una piedra. Kwayat esbozó una sonrisa.
—Creo que una pausa será bienvenida —observó.
La «pausa» se alargó hasta la mañana siguiente, ya que cuando nos dimos cuenta de que atardecía nos quedamos muy rápidamente a oscuras. Tan sólo nos movimos para encontrar un cobijo protegido del viento antes de envolvernos en nuestras gruesas mantas. Yo dormí tan profundamente que Frundis tuvo que despertarme con un trompetazo.
“¡Eh!”, protesté, sobresaltada.
Frundis soltó una risotada acompañada de una rápida melodía de violines y de trinos de pájaros.
—¡Ya se despierta nuestro Atrapa-colores! —anunció la voz burlona de Spaw.
Vi al demonio sentado en una roca, engullendo una de las últimas galletas preparadas por Naé. Frundis no había llegado a mis manos por casualidad, entendí.
Me enderecé y observé que los demás ya estaban levantados y desayunando. Me pasé la manga por la cara para acabar de despertarme y una capa de mi máscara roja cayó sobre la hierba. Me encogí de hombros: total, ya había ido cayéndose a pedazos durante la noche. Me froté la piel para tratar de quitar todo el ungüento y al final se me quedó toda la cara como si me hubiese rociado de miel pegajosa. Apliqué un puñado de nieve contra la cara y solté un gruñido.
—¡Está helada! —mascullé.
Spaw, que había observado con cierta burla mis abluciones matutinas, soltó una carcajada.
—¿Esperabas que estuviese templada?
—Mmpf —repliqué. Me froté un poco más con la nieve, me estiré y declaré animadamente—: ¡Buenos días!
Maoleth y Askaldo estaban en plena conversación sobre la ruta que teníamos que tomar pasado el valle. Mientras compartía mis ocho galletas de la mañana con Syu, me fijé en que Kwayat parecía sumido en sus pensamientos. Chayl, en cambio, seguía la discusión con sumo interés, como solía.
Rápidamente entendí el problema: Maoleth pretendía pasar por la parte sur del Bosque de Hilos, siguiendo la ruta principal, mientras que Askaldo deseaba pasar más al norte, evitando la ruta.
—No te das cuenta, Maoleth —decía Askaldo, meneando la cabeza—. Si cualquiera me ve, con mi aspecto, la habremos liado. Éshingra está en estado de guerra. Los guardias de cada reino estarán patrullando sus rutas. Pasar en pleno camino es estúpido.
Maoleth enarcó una ceja.
—Más estúpido es hacer un rodeo inútil —repuso diplomáticamente—. La ruta pasa entre árboles. Podremos salir del camino en cualquier momento e iremos mucho más deprisa. Seamos sinceros, ¿no querrás pasar tan al norte por alguna escondida razón, verdad?
—Al fin y al cabo, antaño vivías en Mythrindash —dejó escapar Spaw con tono inocente—. En la hermosa calle de las Estrellas Rojas —añadió, con una media sonrisa.
Askaldo le soltó una mirada de pocos amigos.
—Me pregunto desde cuándo mi padre te paga para espiarme —gruñó—. Pareces saber todo sobre mí.
—Tranquilo, nunca he estado en Mythrindash —confesó Spaw—. De hecho, jamás había viajado más allá de las Hordas hasta ahora. Siempre he sido muy casero y muy ajensoldrense —declaró, sonriente.
Y dumblorano, añadí mentalmente, sabiendo que Spaw siempre tenía cuidado en no mencionar demasiadas veces a Zaix y su infancia en los Subterráneos.
—¿Y bien, Askaldo? —inquirió Maoleth—. ¿Cuál es tu plan?
—Bueno… Os seré franco: pienso seguir hasta las Cataratas Eternas, pasar por la Ruta del Tisombra y dar tres vueltas a Islamontaña antes de llegar a Ombay —replicó Askaldo con falsa gravedad. Me miró, y agregó, muy serio—: Y pasaremos por el lago Makata, por supuesto.
Su tono era tan burlonamente solemne que Spaw, Chayl y yo soltamos una carcajada. Askaldo enarcó una ceja, como preguntándose qué mosca nos había picado.
—Askaldo —intervino Maoleth con paciencia—. Dame una sola razón válida por la cual hacerte caso y salirnos de la Ruta de Marp.
El elfocano se encogió de hombros.
—Tenía pensado ir a visitar a una persona en particular que podría ayudarnos —explicó.
—¿Vamos a ir hasta Mythrindash? —exclamó Chayl, incrédulo y entusiasta a la vez.
—Chayl, deja ya de inventarte cosas que no he dicho —replicó su primo mayor—. La persona de la que hablo no está en Mythrindash.
Enarqué una ceja, intrigada ante su tono súbitamente vacilante. Todos lo miramos, interesados, menos Kwayat, quien seguía absorto en la contemplación del valle, sumido en sus pensamientos, o eso parecía.
—¿Crees que esa persona puede ayudarnos a rescatar a Seyrum? —preguntó Maoleth, levemente incrédulo. Askaldo asintió con la cabeza y el elfo oscuro frunció el ceño—. Esto es una idea de Ashbinkhai, ¿verdad?
Askaldo puso los ojos en blanco.
—¿Desde cuándo escucho las ideas de mi padre? —espetó, divertido.
Spaw resopló.
—Y luego se extraña de que Ashbinkhai contrate a un templario para cuidar de él —masculló, levantando los ojos al cielo.
—No necesito que un templario cuide de mí —gruñó Askaldo, soltándole una mirada furibunda—. Confiad en mí. Esa persona nos ayudará. Pensad un poco: Ashbinkhai nos pagará el barco en Ombay y unos marineros nos llevarán hasta la Isla Coja. Estupendo, ¿y después qué?
Maoleth puso cara pensativa.
—¿Pretendes llevar refuerzos? ¿Algunos de tus amigos?
Askaldo hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Coincido con la opinión de mi padre en que cuantos menos seamos, más discretos seremos. Disponemos ya de una buena ventaja: Shaedra y yo ya conocemos a Seyrum. Lo hemos visto en persona.
Me removí, incómoda, aunque no denoté ninguna ironía en su tono. Al parecer, las paces sagradas de los demonios habían hecho olvidar a Askaldo sus resquemores.
—Entonces, si esa misteriosa persona de la que hablas no nos va a acompañar —intervino Chayl—, ¿cómo nos va a ayudar?
Askaldo suspiró y se levantó.
—Ya lo veréis en su momento —contestó simplemente—. Pero si no nos movemos nos caerá la noche sin que hayamos hecho diez pasos así que… en marcha —declaró.
Recogimos rápidamente nuestros sacos y, mientras nos poníamos en marcha, me pregunté qué demonios nos estaría escondiendo Askaldo. Anduvimos durante dos horas antes de divisar a lo lejos el Bosque de Hilos. Como el camino había ido bajando poco a poco, tan sólo se alcanzaba a ver una colina repleta de árboles con hojas. Con hojas, me repetí, recordando las historias que se contaban en Ató sobre el Bosque de Hilos. El maestro Áynorin nos había hablado más de una vez de su estancia en Mythrindash. Según él, en ese enorme bosque había tal variedad de árboles que ni un botánico de los Reinos de la Noche era capaz de reconocerlos todos. También había contado que una vez se había perdido a tan sólo unos kilómetros de Mythrindash y que lo habían rescatado unos cazadores… Claro que Áynorin también había tenido la ocasión de perderse en las afueras de Ató, pensé, divertida, recordando mis años de snorí.
Sumida en mis pensamientos, no me había fijado en que ya estábamos saliendo del valle y caminábamos hacia una larga colina poblada de… Entorné los ojos y luego los agrandé.
—¡Hojas-espuma! —exclamé, aterrada, parándome en seco.
Los demás se sobresaltaron bruscamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kwayat, sorprendido.
—Er… —Vacilé, frunciendo la nariz al ver una planta hoja-espuma a mi derecha. Abrí la boca para continuar y entonces solté un violento estornudo, seguido por otro no menos brutal.
“¡Por Nagray!”, protesté mentalmente, mientras un Syu prudente saltaba hasta el suelo.
Saqué mi pañuelo, sintiendo que el viento acababa de cambiar de dirección: ahora el perfume de las plantas me llegaba de pleno. Entonces me fijé en que los demás me observaban, desconcertados, y traté de explicar rápidamente mi problema antes de que me diese otro ataque de estornudos:
—Soy alérgica a las hojas-espuma.
—Oh —soltó Spaw, frunciendo el ceño—. Eso sí que es molesto.
—¡Se está poniendo roja! —observó Chayl, extrañado, mirándome con detenimiento.
—Curioso —aprobó Askaldo, riendo por lo bajo—. Bueno, ya que estamos con los rodeos, empecemos ya a dirigirnos hacia el norte y salgamos del camino —propuso—. Así evitaremos la colina con las plantas —argumentó, dirigiendo una ancha sonrisa a Maoleth. El elfo oscuro gruñó pero no protestó y, entre estornudo y estornudo, los seguí fuera del camino.
Seguimos a buen ritmo por las praderas verdes, pero sólo cuando nos hubimos alejado lo suficiente dejé de estornudar por completo y Syu, mientras tanto, se subió al hombro de Spaw, evitando cuidadosamente a Lieta.
Recuperé mi color de piel «normal» rápidamente, aunque el cambio provocado por la alergia no nos dejó menos extrañados. Tras comentar el fenómeno un rato, Maoleth y Kwayat llegaron a la conclusión de que aquella repentina coloración no había tenido nada que ver con mi mutación, sino con mi alergia. Aun así, yo sabía que las hojas-espuma jamás me habían provocado más reacciones que unos estornudos tremendos… Claro que jamás había estado expuesta a una colina completamente cubierta de esas malditas plantas, añadí para mis adentros.
—¿Por qué razón no quieres decirnos quién es esa persona, Askaldo? —preguntó Chayl, cuando llevábamos ya un buen rato en silencio, avanzando bajo un sol agradablemente cálido para ser invierno—. ¿Es peligrosa? ¿Es un saijit o un demonio?
Askaldo dejó escapar un suspiro exasperado y su primo se interrumpió.
—Ya te he dicho que lo sabrás en su momento. ¿No te ha enseñado mi padre que la paciencia es una virtud?
Chayl se ruborizó y calló.
—Tengo curiosidad —intervino Spaw con tono ligero—. ¿Desde cuándo Ashbinkhai ha decidido ser instructor además de Demonio Mayor?
Askaldo resopló.
—Fue instructor antes de heredar el título de mi abuelo —contestó, con un ademán para significar que aquello remontaba a muchos años—. Desde entonces no había vuelto a enseñar a nadie.
—Yo soy el primer verdadero alumno de Ashbinkhai —soltó Chayl.
Sonreí al verlo tan contento con su instructor. Entonces, Maoleth, que nos llevaba varios metros de ventaja, soltó un gruñido.
—¡Por las barbas de Trah!
Nos apresuramos a alcanzarlo, alarmados. Lo primero que pensé, al verlo jurar, fue que acababa de constatar que estábamos rodeados de colinas llenas de hojas-espuma, pero no, Maoleth miraba más allá, hacia la vertiente de una gran colina sin árboles. Sólo entonces me fijé en un trueno lejano pero persistente. Eché un vistazo hacia el cielo azul, frunciendo el ceño.
—¿Qué es? —preguntó al fin Askaldo con aprensión.
—Una manada de algo —contestó Maoleth, colocándose mejor el saco, como para salir corriendo.
—Una manada gorda —agregó Spaw. Detrás de la colina, empezaba a elevarse una nube de polvo y tierra.
Y entonces oímos unos gritos saijits y vimos aparecer a tres siluetas encima de la colina por donde se acercaba el trueno. Dos de ellas corrían a toda prisa, dirigiéndose hacia el este, mientras que la otra avanzaba más torpemente, sosteniendo su sombrero con una mano.
—Beksiá —soltó Chayl en tajal, impresionado—. ¿Y esos de dónde salen?
Una oleada de sensaciones me invadió y titubeé. Entonces, mientras los demás huían de la manada de antílopes que acababan de aparecer, solté en un murmullo estupefacto:
—Son mis hermanos…
Pero los demás ya habían echado a correr y tan sólo me oyeron Frundis y Syu.
“Pues yo que tú imitaría a nuestros hermanos y echaría a correr”, me aconsejó el gawalt, rebulléndose sobre mi hombro.
Seguí su sabio consejo con una terrible sospecha: mis hermanos habían salido de Ató para buscarme, me dije, recordando las palabras de Dol. Pero no se habían precipitado a la Isla Coja. No: habían ido a buscar a Márevor Helith para que les dijese exactamente dónde me encontraba gracias a las Trillizas. Y estaba casi segura de que aquella silueta con sombrero, de movimientos torpes, no era otro que el maestro Helith… Reprimí las ganas de frenar mi carrera para ir a ver cómo se las arreglaba el nakrús y desaté mi jaipú, modulándolo eficazmente para acelerar mis movimientos. El trueno lejano de la manada se había convertido en un redoblar de tambores.