Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

14 Susurros en la oscuridad

Apenas una hora después de que un Ashbinkhai satisfecho partiese de nuevo hacia su hogar seguido por su escolta, salimos del Mausoleo de Akras bajo un sol invernal. Después de haberse despedido de Barsh y Nara, Maoleth se reunió con nosotros en el límite del lúgubre lugar. Junto a él, avanzaba sigilosamente su gata de ojos verdes.

—¡Adelante, compañía! —nos dijo alegremente el elfo oscuro.

Nos pusimos en marcha, dirigiéndonos directamente hacia el este, según las indicaciones de Maoleth. Cuando le había preguntado Spaw, curioso, cómo pensaba cruzar el Trueno, él se había echado a reír y con aire misterioso había contestado: “Confía en mí, soy aún más astuto que Lieta, ¡que ya es decir!” Nadie emitió la más mínima objeción: después de todo, él era el experto de la región.

No podía evitar preguntarme por qué Maoleth había accedido a acompañarnos. Estaba claro que Ashbinkhai había logrado convencerlo, de una manera o de otra. Pero Maoleth, a pesar de tener aires de viejo zorro, no era del tipo de gente aventurera y me pregunté qué demonios podía haberle prometido Ashbinkhai a cambio. Tenía que ser algo importante. En cuanto a la presencia de Chayl, era todavía más sorprendente. Según el dedrin entusiasmado, Ashbinkhai lo había nombrado mensajero, lo que significaba, si había entendido bien, que se encargaría de avisar a Ashbinkhai de nuestros épicos avances.

Tardamos un día y medio en llegar hasta el Trueno. Mientras andábamos, evitando cualquier tipo de granja o presencia saijit, Kwayat siguió con empeño dándome lecciones sobre el sryho, aunque de cuando en cuando mis pensamientos derivaban hacia asuntos más preocupantes. No podía dejar de pensar en Syu y en Frundis. Tenía que recuperarlos, y tenía que avisar a Aryes de todo lo que me había ocurrido y decirle que aún seguía viva… Sin embargo, dudaba de que mis demás compañeros de viaje entendiesen mis argumentos para permitirme volver a Ató. Con excepción de Spaw, tal vez.

En cuanto divisamos el río que bajaba, frío y atronador entre la nieve, Maoleth y Lieta se detuvieron y el elfo oscuro tomó rumbo hacia el sur. Rápidamente nos encontramos andando de bosquecillo en bosquecillo. Al principio, la prudencia que todos demostraban me pareció un tanto exagerada, pero pronto entendí que, efectivamente, aquella zona que cruzábamos no era segura para unos demonios, y menos para un grupo con un elfocano cubierto de furúnculos y una ternian de piel cambiante.

—Empiezo a entender tu táctica para cruzar el Trueno —masculló Spaw, mientras andábamos—. ¿Vamos a pasar por el puente de Ató, verdad? Como buenos saijits que somos.

Alcé los ojos, esperanzada, y Maoleth resopló, divertido.

—No es muy original —confesó—. Pero tranquilo, muchacho, conozco a alguien que nos facilitará la travesía para asegurarnos de que no ocurra nada malo.

Kwayat entornó los ojos.

—¿A qué comunidad pertenece ese alguien? —inquirió.

Maoleth ladeó la cabeza e intercambió una mirada socarrona con Lieta.

—A la de la Tierra.

—Mmpf —se contentó con replicar Kwayat.

Entendí que hablaban de comunidades de demonios. Según me había dicho Kwayat, el Demonio de la Tierra, Kuasuat, de una familia menos prestigiosa, no era considerado un Demonio Mayor, pero inspiraba respeto. Poco a poco, mientras seguíamos avanzando en silencio, me volvieron las historias, algo olvidadas, sobre los demonios que fundaban sus propias comunidades. Sumida en mis pensamientos, tropecé con una raíz enterrada en la nieve y retomé el equilibrio, resoplando. Nos aproximábamos a la salida del bosque, me fijé. Y el cielo empezaba a oscurecerse.

—Debemos de estar a una hora o menos de Ató —dijo Maoleth. De pronto oí un ruido de pasos sobre la nieve y me pegué a un tronco, alerta. Los demás también lo habían oído, pero no reaccionaron tan dramáticamente como yo. Askaldo se contentó con recolocar mejor su velo y estirar su capucha para tapar mejor sus rasgos. Tras un segundo de vacilación, lo imité, ignorando totalmente qué aspecto tenía y si estaba presentable o no.

Tras un leve silencio, Maoleth avanzó unos pasos y soltó una risita.

—Era una liebre —dijo simplemente.

Cuando nos reunimos con él, entendí por qué había hablado en pasado: un lobo solitario, con la liebre entre los dientes, desaparecía en aquel mismo instante entre los árboles a una velocidad espeluznante.

—Vamos a esperar a que caiga del todo la noche —declaró Maoleth, girándose hacia nosotros—. Y luego os conduciré a casa de Naé Ril-de-Ya.

Naé Ril-de-Ya, me repetí. Su nombre no me sonaba para nada. En todo caso no era ni una habitual del Ciervo alado ni una persona conocida en Ató. Pero claro, ¿acaso existía algún demonio conocido en la sociedad saijit?

—¿Y el lobo? —preguntó Chayl, algo aprensivo—. A lo mejor hay más.

Askaldo, totalmente ocultado bajo su capucha y su velo, soltó un ruido que se parecía a una risa.

—Querido primo, si te asustan los lobos, no merece la pena que continúes este viaje. Anda, ¡ve a avisar a tu instructor de que has visto un lobo!

Todo atisbo de miedo desapareció de la expresión de Chayl Calyhéi Ashbinkhai, remplazado por la cólera al verse tratado como un miedoso.

—Querido primo —gruñó, sarcástico—. No me asustan los lobos.

—¿Ah, no? —replicó el elfocano, con un deje de diversión en la voz.

—Nunca me han asustado —afirmó Chayl, con orgullo—. Y tampoco me han asustado nunca los renegados como Driikasinwat.

Spaw carraspeó junto a mí.

—Estos queridos primos prometen —me susurró, no tan bajo, para que todos lo pudiesen oír.

—Nos van a dar el viaje —completé con tranquilidad—. Además, cualquier mono gawalt sabe que el miedo es el primer aliado del guerrero y que el valiente no llega a viejo. Mi maestro de har-kar me lo decía siempre —suspiré, teatral.

—No todo el mundo tiene la suerte de tener monos gawalts como maestros —se burló Spaw.

Chayl nos fulminó con la mirada, como preguntándose si nos estábamos mofando de él. Antes de que él o Askaldo soltasen una réplica, Maoleth intervino:

—Los primos van a calmarse. Y la atrapa-colores también. Y tú, Spaw Tay-Shual, no metas cizaña.

—¿Has dicho atrapa-colores? —exclamé, incrédula.

—Sí, estaba hablando de ti —afirmó Maoleth, poniendo los ojos en blanco—. Como decía…

—Por curiosidad, ¿de dónde sacas esa palabra? —lo interrumpí, intrigada. No me sentía insultada ni lo más mínimo; es más, la palabra me venía de perlas, pero había despertado en mí agradables recuerdos y quería cerciorarme de algo.

Maoleth enarcó una ceja, sorprendido por la pregunta.

—Bueno… precisamente me la enseñó Naé Ril-de-Ya. Se trata de un juguete para pintar colores armónicos.

Tuve una ancha sonrisa, divertida al pensar que hasta los demonios habían oído hablar de los inventos del famoso Dolgy Vranc.

* * *

Me disimulé detrás de un árbol y eché un vistazo a mi alrededor. Ató estaba hundida en la niebla y apenas se divisaban sus luces. Nos encontrábamos en la parte boscosa del norte de la ciudad, junto al río, ya que, según Maoleth, Naé Ril-de-Ya vivía justo al norte del puente de piedra.

—Por aquí —dijo la voz de Maoleth. Su silueta se difuminaba entre las sombras y la bruma—. Rápido —murmuró.

Lo seguimos todos y salimos del bosque, recorriendo la orilla nevada del río. Todo parecía estar paralizado y congelado, menos el Trueno, que bajaba incansable y constante hasta el océano Dólico.

Maoleth nos guió entre arbustos que se asemejaban a grandes monstruos entre la niebla. Estábamos rodeando unos pequeños huertos cuando Maoleth nos hizo un gesto repentino para que nos detuviésemos y nos agachásemos. Alarmada, obedecí y miré mi entorno con aprensión. Se oían ruidos de pasos en la nieve. Arrebujados en sus mantos rojos, dos guardias de Ató pasaron a unos metros de distancia. Reprimí un suspiro de alivio cuando se alejaron sin echar la más mínima ojeada hacia nosotros. Unos minutos más tarde, entrábamos en una sala oscura que olía a leña.

—Esperad aquí —nos dijo Maoleth, antes de desaparecer por una pequeña puerta.

En la oscuridad, vi a Spaw caminar entre los leños que se almacenaban en la sala. Mientras esperábamos pacientemente, Askaldo se quitó el velo para aplicarse un ungüento blanco sobre el rostro, como si pudiera embellecerlo. Kwayat permanecía quieto como una estatua y Chayl, sentado sobre un tronco de madera, tarareaba una canción por lo bajo.

—¿Qué cantas? —pregunté, intrigada.

Chayl levantó bruscamente la cabeza e interrumpió su melodía.

—Oh. Cantaba Tierra Maldita —contestó.

—Es una canción muy conocida de un erudito llamado Sherathul —me explicó Kwayat, rompiendo su silencio—. Trata de la guerra entre los demonios y los saijits.

Entonces, con una voz profunda, Askaldo entonó la canción en tajal:

¡Sreda amada!
por tantos vicios quemada,
odios de tiempo ancestral,
si acaso tú oyes mi historia,
¡haz que nuestros descendientes
ya no la olviden jamás!

Escuché la canción, fascinada y convencida de que jamás se me olvidaría el tono melódico y dramático de Askaldo. Sherathul consideraba a los saijits como hermanos traidores y desalmados, castigados por la Sreda para siempre por sus fechorías. Aunque también condenaba la actuación de los demonios que habían participado en la guerra. ¿Cuántos milenios de antigüedad tendría aquella triste historia?, me pregunté, mientras Askaldo ponía fin a una estrofa con una nota interrogativa muy bien conseguida.

En ese instante, la puerta por donde había desaparecido Maoleth se abrió y apareció una pequeña silueta con una linterna en la mano. Pestañeé y me fijé en que su rostro amarillento y algo arrugado estaba surcado por una larga cicatriz que parecía causada por algún producto ácido. Desde luego, a los demonios nos solía pasar cada miseria…

—Buenos días —dijo pausadamente, mientras avanzaba.

Nos examinó con unos ojos penetrantes y rojizos mientras le contestábamos educadamente. Maoleth, detrás de ella, tenía aire sombrío, al igual que Lieta, y me pregunté si Naé Ril-de-Ya se había negado a ayudarnos a cruzar el puente. Entrecerré los ojos, pensativa. ¿Y si Naé resultaba ser una servidora de Driikasinwat y se había enterado de nuestras intenciones? Reprimí una sonrisa: eso sí que sería mala suerte.

—Seguidme, hijos míos —dijo al fin la mediana, cuando nos hubo detallado con la mirada a todos—. Hoy no cruzaréis el puente. Todo está lleno de patrullas.

Al oír sus palabras fui agrandando cada vez más los ojos.

—¿Lleno de patrullas? —dejé escapar, extrañada—. Estamos en invierno. No suele haber demasiados ataques.

La mediana se encogió de hombros y se tapó mejor con su mantón negro… Entonces me acordé de ella. Solía estar en el mercado, vendiendo velas de litzen y ungüentos. Aunque no fuese herborista, la gente compraba sus artículos porque eran mucho más baratos que los de Tyemina la Herborista.

La seguimos hasta el segundo piso de la vivienda. Cuando estuvimos en su salón, Naé Ril-de-Ya tiró otro leño en el fuego de la chimenea y se giró inesperadamente hacia mí.

—Lleno de patrullas —asintió, retomando mi pregunta—. Hace dos semanas, los cuerpos de dos cazadores saijits fueron encontrados a tan sólo un día de Ató. Creyeron que habían muerto de frío, pero luego las cosas cambiaron. Empezó a desaparecer ganado de las granjas vecinas, y hasta joyas y objetos de valor. Luego llegó a Ató la noticia de que un grupo de hadas negras había huido de Éshingra para dirigirse hacia Ató y el Mahir ha empezado a llenar las granjas con guardias.

Su explicación me dejó anonadada. Inspiré hondo y traté de calmarme. Hadas negras, pensé. Según el doctor Bazundir, las hadas negras eran una comunidad de yedrays, famosa por sus fechorías. Desgraciadamente la gente asimilaba a todos los yedrays con aquellas hadas. Y resultaba que los yedrays utilizaban el kershí, una energía paria que, por alguna razón desconocida, yo había utilizado desde el principio para comunicar con Syu.

—No os recomiendo dirigiros a Éshingra —añadió al fin la mediana, observando nuestras reacciones con unos pequeños ojos vivaces—. Ayer mismo me llegó una carta de un amigo mío que vive en Ombay. Dice que las Comunidades están en pie de guerra. Por no hablar de las hadas negras y de los bandidos que atacan por los caminos.

Enarqué una ceja. Así que a los demonios tampoco les gustaban las hadas negras… Reprimí un suspiro y decidí que no valía la pena preocuparse por el asunto. ¿Quién, aparte de Syu, de Bazundir y de mí, sabía que utilizaba kershí? Y, por otro lado, ¿quién demonios era capaz de reconocer a un hada negra? Seguramente gente tan preparada como el doctor Bazundir, es decir, muy poca.

Tras descartar mis preocupaciones personales, me percaté del problema real que nos cernía: unas hadas negras que no parecían muy simpáticas rondaban por el este del Trueno y Naé Ril-de-Ya deseaba que no nos precipitásemos hacia unas Comunidades en guerra.

Tras escuchar durante unos instantes la conversación sobre las noticias de Éshingra, volví a centrarme en pensamientos que requerían mi atención de manera más inmediata: tenía que encontrar a Frundis y a Syu. Me removí inquieta, oyendo sin escuchar las palabras de los demás.

—Er… —murmuré, nerviosa.

Hice una mueca, sonrojándome levemente… aunque, ¿acaso era capaz de sonrojarme siquiera?, me pregunté de pronto. Me percaté entonces de que Spaw me observaba con una ceja enarcada y carraspeé.

—Esto… —dije, vacilante, y me acerqué a Spaw para decirle en voz baja—: Tengo que recuperar a Frundis y a Syu.

Spaw me echó una mirada burlona.

—Me parece estupendo —replicó—. Aunque tal vez los demás no opinen lo mismo —añadió—. Yo que tú esperaría —me dijo, bajando aún más la voz—. No vamos a cruzar el puente hoy y todos estamos cansados de tanto andar en el frío.

Entendí lo que pretendía y asentí, relajándome. Poco después, Naé Ril-de-Ya nos colocó a todos para dormir: metió a Chayl, a Askaldo y a Spaw en un cuarto diminuto, a Kwayat y a Maoleth en una especie de trastero y a mí me señaló un cuarto junto al suyo, de aspecto bastante acomodado.

—Tienes mantas en el armario —me dijo, mientras yo entraba en el cuarto, dándome cuenta de que aquella habitación era más grande que las demás reunidas. ¿A qué se debía tanta distinción?, me pregunté, mientras juntaba las manos en un gesto de saludo hacia mi anfitriona.

—Gracias por su acogida, Naé Ril-de-Ya —pronuncié.

Una sonrisa iluminó el rostro de la mediana.

—Debe de ser extraño para ti estar en Ató y dormir en otro lugar que en el Ciervo alado —comentó.

Abrí la boca pero la volví a cerrar y me contenté con asentir. Se me había formado un nudo en la garganta al pensar en Kirlens y Wigy. ¿Acaso algún día podría volver a verlos sin que me mirasen como a un extraño ser color-mutante? Claro que Kirlens y Wigy a lo mejor se acostumbraban: ambos eran bastante abiertos, a pesar de sus manías. Pero si mi mutación empeoraba, como le había ocurrido a Askaldo con los pinchos, a lo mejor no se acostumbraban tan bien, me dije para mis adentros.

Naé Ril-de-Ya tenía ganas de charlar y, mientras hacíamos la cama, me contó su vida y sus quehaceres con una volubilidad que me dejó atónita. En ningún momento me preguntó por qué mi piel cambiaba de color y tampoco intentó sonsacarme la razón por la cual viajábamos hacia Éshingra… Como tampoco dijo nada cuando me vio, media hora después, bajar por el tejado del almacén de madera. Antes de saltar a la calle, advertí que su rostro iluminado por una vela sonreía detrás de su ventana, como si mi comportamiento no la sorprendiese.

Me envolví con una bruma de armonías y empecé a recorrer las calles con precaución. La niebla no era tan densa como antes, pero lo suficiente como para que nadie pudiera verme desde las torres de vigía. Llegué al pie de la Neria y subí las escaleras hasta los jardines. Cuando llegué a la Pagoda, me escondí de una patrulla que se había parado a hablar con un orilh. Me deslicé sigilosamente hacia la calle del Sueño y me metí entre las callejuelas de la ciudad, dirigiéndome directamente hacia la casa de Aryes.

La carpintería estaba cerrada con un gran candado. Todo mi entorno estaba sumido en el silencio. Di un bote, me agarré a un saliente y subí hasta la ventana de Aryes. La cortina estaba corrida y no veía nada. Tras una leve vacilación, levanté una mano y di un toque. No quería meter a Aryes en más líos, pero tenía que recuperar a Frundis y a Syu, me dije, decidida.

Esperé, di otro toque, y otro más, hasta que por fin oí un crujido adentro. Pero no provenía de aquel cuarto, sino del contiguo. Una cabeza de pelo azulado apareció por la ventana vecina y me inmovilicé bruscamente, soltando una maldición por lo bajo.

—¿Aryes? —preguntó la vocecita de Zéladyn, la hermana del kadaelfo.

Reprimí un suspiro y entonces me di cuenta de lo absurdo de la situación: ¿por qué Zéladyn le estaba llamando a Aryes desde la ventana? Obviamente, porque Aryes no estaba en su cuarto, colegí con pesadumbre. ¿Acaso seguía buscándome con el capitán Calbaderca? Era una posibilidad.

A pesar del frío, Zéladyn tardó cinco minutos en cerrar su ventana. Rodeé la casa y una vez en la calle me detuve detrás de una escalera de piedra, pensativa. Si Aryes no estaba en su casa, ¿se habría llevado a Frundis y a Syu? Era muy probable, me dije.

Estaba en plena reflexión cuando vi una silueta acercarse a la carpintería. Pasó a unos metros de mí y, de pronto, empezó a levitar. No lo pude evitar: solté una risa leve, aliviada al verlo de nuevo. Al oírme, Aryes se giró bruscamente en plena levitación, perdió el equilibrio, aunque consiguió recuperarse a tiempo y posarse de manera más o menos ligera sobre la nieve.

Quise levantarme; sin embargo, me detuve en pleno movimiento. Mil dudas se me arremolinaron en mente pero, finalmente, avancé sobre la nieve.

—Esto… —dije, carraspeando, mientras Aryes paseaba su mirada a su alrededor. El ruido lo alarmó y al fin sus ojos azules me vieron—. Hola, Aryes. Ejem. Soy yo, Shaedra.

Aryes se precipitó hacia mí y me miró. Silbó entre dientes.

—¿Qué…? ¿Qué te ha pasado? —preguntó, con la voz temblorosa.

Hice una mueca, entendiendo que mi aspecto le había causado bastante sensación.

—Esto es menos sublime que lo de las marcas negras, ¿verdad? —repliqué, intentando tomar un tono ligero.

—Así que fueron los demonios, ¿verdad? —preguntó.

—Er… —Eché ojeadas nerviosas a mi alrededor—. Será mejor no hablar de eso ahora. ¿Dónde están Syu y Frundis?

—Oh… En casa de Dol —contestó Aryes.

Lo miré de hito en hito.

—¿Les has contado lo de…?

—¡No! —me tranquilizó Aryes enseguida—. Aunque… —Entorné los ojos, suspicaz—. Aunque creo que Dol sospecha que le escondo algo. En fin —resopló, meneando la cabeza y sonriendo anchamente—. Esto sí que no me lo esperaba. Y decir que el capitán Calbaderca sigue buscándote. Bueno… ¿qué te ha ocurrido exactamente, Shaedra? —preguntó, mirándome con aire molesto—. Lo del color de tu piel… ¿es por las armonías?

Me quité el guante y observé que mi mano había adquirido un color negro levemente rojizo. Eché un vistazo hacia el cielo y sin la menor sorpresa comprobé que la Vela brillaba tenuemente detrás de las nubes nocturnas, enrojeciendo la noche. Puse cara sufrida y volví a ponerme el guante.

—No siempre estoy de ese color. Verás, fue por una poción —expliqué. Al verlo enarcar una ceja sorprendida, carraspeé—. Vayamos a buscar a Syu y a Frundis, y luego te explico todo. No nos quedemos aquí —insistí, sabiendo que, si en Dumblor se decía que los muros tenían cuatro orejas, los de Ató no tenían menos.

El kadaelfo agitó la cabeza, como tratando de imaginarse qué demonios podía haberme pasado para que mi piel pálida de ternian hubiese cambiado tanto.

—Vamos —declaró sin embargo.

Nos dirigimos en silencio hacia la casa del semi-orco, evitando dos patrullas. La niebla se había levantado del todo, lo cual no facilitaba las cosas. Apenas llegamos a la calle de Dol, oímos unos ladridos detrás de nosotros e intercambiamos unas miradas aterradas.

—Perros de la Guardia de Ató —suspiró Aryes—. Debí imaginarme que los sacarían esta noche…

—Por aquí —dije con vivacidad. Subí por encima de una cancela y aterricé en el jardín de una de las casas. Aryes levitó hasta mí y corrimos por el jardín hasta el muro de la casa contigua. Pero los ladridos, en vez de calmarse, recrudecieron.

—Hay hadas negras por la zona —me dijo Aryes en un susurro—. Y la noche anterior, un hada negra robó una gallina. A lo mejor ha vuelto y la están persiguiendo.

—Sí, pues se han equivocado de rastro —gruñí, al ver que uno de los perros husmeaba junto a la cancela.

—Tengo una idea —declaró Aryes.

Me expuso su plan en voz baja y subimos por el muro. Aryes me cogió por la cintura y levitamos hasta el muro siguiente sin dejar más huellas que una leve perturbación energética. Eso bastaría para despistar a los perros.

Tres casas más lejos, llegamos a un jardín lleno de trastos: había trozos de metal, grandes ruedas y estacas de madera, cajas que contenían todo tipo de materiales bajo un precario cobertizo…

—Ahora sabemos dónde va almacenando el material para sus juguetes —resoplé, impresionada. Dolgy Vranc nunca nos había invitado a ver su jardín y en ese momento entendí claramente por qué: aquel lugar era un verdadero peligro.

—Ya sabía yo que Dol no sólo hacía juguetes —comentó Aryes, mientras levitaba prudentemente esquivando unos objetos que, de hecho, no eran precisamente muy recomendables para los niños.

Agudicé el oído. Los perros se habían calmado, pero eso, en vez de tranquilizarme, me preocupó. ¿Acaso habían acabado por encontrar a ese hada negra de la que había hablado Aryes? Con sumo cuidado, avancé por el jardín y llegamos sanos y salvos a la puerta trasera de la casa de Dol. Sin más dilaciones, saqué un trozo de metal de mi pantalón y lo metí en la cerradura sin prestar atención a la expresión asombrada de Aryes.

—¿Vas a entrar con eso? —preguntó, vacilante.

—Si me ve Dol y si ve que mi piel cambia de color cada dos por tres… Tendré que explicarle todo —dije, con un tono razonable.

—No veo dónde está el problema en explicarle todo —replicó Aryes con paciencia—. Dol no te traicionaría.

Me encogí de hombros.

—Tal vez. Aunque tal vez se piense que no soy Shaedra sino algún monstruo mutante. Además desgraciadamente no tengo tiempo para largas conversaciones —añadí, mientras la puerta cedía.

El interior estaba completamente a oscuras. Imaginándome, de pronto, que había objetos peligrosos ahí también, solté un sortilegio de luz armónica y eché un vistazo a mi alrededor. Aryes cerró la puerta, meneando la cabeza. Sin duda, desaprobaba mi conducta. De acuerdo: no era correcto entrar de esa manera en casa de los amigos, ¿pero era acaso mejor decirles sin más explicaciones a Dol y a Deria que me llevaba a Frundis y a Syu y que no volvería hasta pasado un buen rato? Claro, también podía decirles que era una demonio y que me iba a la Isla Coja, a intentar salvar a Akín y Aleria y a un alquimista demonio. Y para tranquilizarlos todavía más, podía decirles que no se preocupasen ya que iría acompañada por otros cinco demonios muy simpáticos, entre los cuales se encontraba un tal Askaldo Ashbinkhai, hijo único del Demonio Mayor de la Mente. Tal vez hasta fuesen comprensivos y entendiesen que mi mutación no era tan terrible… Reprimí un suspiro. Definitivamente, era una mala idea, me dije.

—Por curiosidad, ¿vamos a quedarnos aquí mucho tiempo? —preguntó Aryes con un deje burlón. Se había recostado contra la puerta y me observaba, realmente divertido por mis vacilaciones.

Me pasé la mano por la cabeza, molesta, y entonces Aryes dio un respingo.

—¡Tu piel se ha vuelto verde! —jadeó.

Puse los ojos en blanco y confirmé con la cabeza al ver la tela verde que colgaba del muro detrás de mí.

—Ya te he dicho que no siempre es del mismo color. Se trata de una mutación de la Sreda.

—Causada por una poción —terminó por decir Aryes con una mueca pensativa. Y esbozó una sonrisa socarrona—. ¿No te la beberías creyendo que era zumo míldico, verdad?

Solté un gruñido.

—Qué va. Esta vez, sabía lo que era.

“Los gawalts no volvemos a caer dos veces en la misma trampa”, observó entonces una voz en mi cabeza.

Me costó reprimir una exclamación de alegría al ver aparecer a Syu junto a mí.

“En teoría”, añadió este, mientras trepaba hasta mi hombro y me enseñaba una gran sonrisa de mono.

“¡Syu! Por Nagray, ¡no sabes cuánto te he echado de menos!”, le dije con toda sinceridad.

Syu agitó la cola y apuntó:

“Dado tu aspecto, adivino que has hecho una tontería mientras yo no estaba…”

Puse cara inocente.

“Puede”, concedí.

Pero no me dio tiempo a añadir nada más porque en aquel momento una luz cegadora iluminó el cuarto y retrocedí rápidamente hasta la puerta.

—Mil brujas sagradas… —murmuré.

Una manaza verdosa apartó la tela verde y apareció la enorme cara de Dolgy Vranc iluminada por una linterna. Todas mis esperanzas por no despertarlo se fueron directamente al traste.

—Shaedra. —El resoplido del semi-orco sonó grave y profundo y me dio la impresión de que me había soltado un rugido amenazante. Se llevó las manos a las caderas y su ceño poblado se frunció, examinándome—. ¿Eres tú?

Le devolví la mirada, enmudecida por la sorpresa. Aquella habitación… ¡era el cuarto de Dol!, entendí, espantada, al darme cuenta de que el identificador tal vez había estado escuchando la conversación desde el principio.

—Soy… —pronuncié aturdida con la mirada fija en los rasgos fruncidos de Dolgy Vranc.

—Es ella —afirmó Aryes, acercándose—. Vaya, Dol. No sabía que este era tu cuarto.

—Y yo no sabía que Shaedra fuese tan verde como yo —repuso el semi-orco, aún receloso.

—Oh, dioses —murmuré, sintiéndome avergonzada. Me pellizqué nerviosamente las mejillas y dejé escapar, confusa—: Dol, esto… perdóname por haber entrado en tu casa sin avisar. Soy peor que un Sombrío…

Mis palabras iluminaron el rostro del semi-orco, quien soltó una carcajada y abrió sus manazas ante mí para darme un abrazo.

—¡Por el amor de Ruyalé, estás viva! Por un momento, cuando te oí abrir la puerta, pensé que serías el hada negra ésa que andan buscando —rió—. Hasta había preparado mi ballesta, por si acaso.

¿Su ballesta?, me repetí, palideciendo. Dol se apartó de mí, mirándome a los ojos, como para cerciorarse de que, efectivamente, no era ningún hada negra.

—Creo que he adivinado tus intenciones —prosiguió—. Querías entrar en mi casa sin molestarme, coger a Frundis y a Syu y marcharte tan tranquila, ¿eh?

—Básicamente —asentí, molesta.

—Sí, técnicamente ése era su plan —afirmó Aryes.

Le solté una mirada fulminante y él me respondió con una sonrisa inocente. Parecía alegrarse de que hubiésemos despertado a Dol.

—Jem —carraspeó el semi-orco—. Y para llevar a cabo tu plan, ¿pasas por mi jardín y entras en mi habitación forzando la cerradura, pequeña ladrona? —Meneó la cabeza, burlón, mientras yo hacía un mueca de disculpa—. En realidad, no andabas mal encaminada —añadió. Posó la linterna en una mesilla y se inclinó detrás de su tela verde. Reapareció con Frundis entre las manos.

Cogí el bastón, algo temblorosa al recordar cómo lo había dejado tirado en la nieve después de que Garkorn me hiriese con su espada… Una lenta melodía de flauta alcanzó entonces mi mente. Frundis estaba durmiendo.

“¿Quién decías que se parecía a un oso lebrín?”, bromeó Syu, esperando sin duda que Frundis despertara y refunfuñase algo. Pero la tranquila melodía tan sólo fue atravesada por una breve nota de violín discordante antes de retomar su pausada cadencia.

—Gracias, Dol —dije, más que agradecida—. Gracias por haber cuidado de Frundis y Syu.

“¡Ja!”, protestó el gawalt, agitándose sobre mi hombro. “Yo no necesito que nadie me cuide. Aunque confieso que Dol hace unas galletas estupendas”, añadió, con un aire medio goloso medio culpable.

Entorné los ojos, echando al mono una mirada suspicaz mientras Dol sacudía la cabeza y me decía que no había sido ninguna molestia.

“¿No te habrás estado empachando de galletas durante todo este tiempo, verdad?”, le solté al mono.

“Bueno, también he estado viajando en tu busca, con el capitán y Aryes, en la nieve y el frío”, se defendió Syu. “Me merecía al menos una caja como la del tío Lénisu entera de plátanos.”

“O de galletas”, repuse, socarrona, dándole palmaditas sobre el vientre.

Dolgy Vranc carraspeó. Acababa de sentarse en una especie de butaca de forma extraña y me examinaba con los ojos entornados.

—La verdad es que no me imaginaba que volverías —me confesó—. Todo parecía indicar que… —tosió bruscamente—. Bueno. ¿Ya sabes quiénes te atacaron?

Desvié la mirada de sus ojos inquisitivos. No había previsto ninguna historia creíble, ni tampoco me apetecía mentir a nadie. Pero no podía hablarle de demonios a Dol. No cuando apenas tenía tiempo para explicarle que los demonios, en general, no eran tan malos. Me di cuenta de que mi mano, en el bolsillo, jugueteaba nerviosamente con las Trillizas y traté de serenarme.

—A lo mejor no es el mejor momento para hablar de esto —intervino Aryes—. Tendremos más tiempo mañana…

—No —suspiré—. Mañana me voy de Ató.

Dolgy Vranc resopló.

—¿Mañana? ¡si acabas de llegar! En fin… te pareces cada vez más a Lénisu, joven kal. Supongo que tampoco querrás decirme adónde vas. No te preocupes —añadió, sin dejarme contestar—, no me digas nada. Ya tengo demasiados secretos en mi vieja cabeza y hace tiempo que he entendido que a veces es más sencillo mantener a raya la curiosidad. —Ladeó la cabeza y agregó—: Aun así, reconozco que estoy intrigado. Te atacan, te capturan, desapareces y llegas a Ató semanas más tarde como si de nada.

Esbocé una sonrisa.

—Dicho así, parece algo misterioso —concedí.

El semi-orco sonrió. Mi silencio parecía divertirlo más que contrariarlo.

—Algo —asintió—. Sobre todo que, el mismo día en que desapareciste, también desaparecieron dos de los que te acompañaron para salir de los Subterráneos. Shelbooth y Manchow.

Enarqué una ceja, extrañada.

—¿Shelbooth y Manchow?

—Supuse que sería una simple coincidencia —razonó Dolgy Vranc. Denoté sin embargo cierta sorpresa en su voz—. Los Espadas Negras estuvieron buscándoos a los tres por todas partes. No encontraron nada, por supuesto. Las tormentas de nieve borraron cualquier rastro.

—La verdad, creo que los Espadas Negras están empezando a hartarse del invierno de la Superficie —apuntó Aryes.

En ese momento, me acordé de Kaota. La belarca tenía que estar todavía más harta de mí que del invierno, suspiré. En cuanto a Shelbooth y Manchow… ¿adónde habían podido ir? Pero entonces otra pregunta me vino, más preocupante: ¿cuánto tiempo llevaba fuera de casa de Naé Ril-de-Ya?

—Tengo que marcharme —declaré, de pronto, sin aparente lógica.

No se me pasó por alto la mirada preocupada que intercambiaron Dol y Aryes.

—Entonces salgamos —determinó Aryes, volviendo a ponerse la capucha.

Dol suspiró pero asintió con la cabeza.

—Sea cual sea tu problema, parece grave. Espero que no sea Lénisu quien te haya metido en líos, porque generalmente los problemas que tiene son de los que te persiguen hasta la tumba. Aguardad un momento —dijo de pronto, levantándose—. Tengo algo que tal vez te será útil.

Desapareció detrás de la tela verde y oí un sonido metálico de llave, seguido de un chirrido. Solté una mirada interrogante hacia Aryes pero este parecía tan intrigado como yo. Entonces Dol reapareció con un objeto entre las manos y me eché a reír.

—Nunca viajes sin tu propia cuerda —recité teatralmente.

—No es cualquier tipo de cuerda —replicó Dolgy Vranc—. Así, parece fina, pero no te fíes. Es cuerda de ithil. Cuerda élfica. Podría soportar un dragón rojo —me aseguró, tendiéndomela.

Me estremecí al oírlo hablar de dragones rojos. Al fin y al cabo, se decía que el Archipiélago de las Anarfias estaba poblado de dragones. Y ahí me dirigía yo.

—Dudo mucho de que necesite atar a un dragón —bromeé. Sin embargo, cogí la cuerda y le di un abrazo al semi-orco para darle las gracias y despedirme de él.

—¿Seguro que no puedo ayudarte en nada más? —preguntó entonces Dol, con toda la suavidad de la que era capaz un semi-orco.

Negué con la cabeza y tragué saliva.

—Entonces, ve allá donde tengas que ir —concluyó—. Y deshazte de ese maleficio que cambia el color de tu piel.

Sonreí y, mientras Dolgy Vranc se despedía de Aryes, salí al jardín. Ya no había niebla y el cielo se había despejado. Alrededor de la Vela, mil estrellas centelleaban, frías y distantes.