Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

13 La paz de los demonios

Cuando Spaw desapareció entre las ruinas, me incorporé. No había recobrado del todo mi forma saijit, pero tampoco estaba del todo convertida en demonio y no me costó utilizar las energías. Me envolví en una esfera de niebla y seguí sigilosamente las huellas de Spaw hasta la entrada del Mausoleo.

Las botas twyms eran sumamente útiles, me percaté. Apenas me oía andar a mí misma. Atenué mis armonías para fundirme todo lo posible con el entorno y pensé que, de todas formas, mi piel mimética me ayudaría también a esconderme. Agazapada entre una columna caída y un muro destrozado, eché un vistazo hacia el patio del Mausoleo.

Eran cinco. Ashbinkhai, sin duda, tenía que ser aquel elfocano alto arrebujado en una capa negra y montado sobre un gran caballo de pelaje bayo. Había tres elfos oscuros que lo rodeaban sobre sus caballos, y un joven elfo de la tierra que miraba a su alrededor con una curiosidad que enseguida me puso nerviosa. Me escondí prudentemente detrás de la columna.

—¡Un placer volver a verlo, gran Ashbinkhai! —soltó la voz respetuosa de Spaw. Oí sus pasos más firmes sobre la nieve y los bufidos molestos de los caballos.

—Spaw Tay-Shual —contestó la voz del elfocano—. Me sorprende que estés tan cerca de mi hijo después de haber rechazado mi oferta de protegerlo. Aunque ciertamente no me sorprende tanto —rectificó. Su voz, aunque suave, estaba cargada de ironía.

—¿A qué se debe su visita? —preguntó el joven humano, sin abandonar su tono respetuoso.

—Me han informado de unos hechos inquietantes —respondió Ashbinkhai. El ruido de sus botas sobre la nieve me indicó que acababa de apearse.

—Espero que no lo sean tanto —replicó Spaw. Su voz ya parecía más lejana.

Oí la puerta de entrada abrirse y luego cerrarse. Solté un suspiro y eché un vistazo cauteloso hacia el patio. Estaban los cinco caballos atados a unas columnas. Se rebullían, nerviosos, como si percibiesen algo anormal en el ambiente. Tal vez sentían las energías extrañas que flotaban en el aire del Mausoleo. O tal vez notaban mi presencia, añadí para mis adentros.

Iba a moverme para alejarme cuando, de pronto, oí un leve crujido. El elfo de la tierra caminaba alegremente entre las columnas, admirando las viejas figuras grabadas en la piedra. Esbocé una sonrisa y me senté tranquilamente sobre una roca para observarlo, deshaciendo mi sortilegio armónico. El elfo no debía de tener muchos más años que yo. ¿Por qué razón el «gran Ashbinkhai» lo había elegido para su viaje?, me pregunté, intrigada.

Llevaba un buen rato sentada ahí, maravillándome de que el elfo no me viese, cuando de pronto este se giró y se sobresaltó al verme tan sólo a unos metros de distancia. Una expresión de terror pasó sobre su rostro. Me examinó, circunspecto.

—Bonito lugar —observé.

—Er… Sí —asintió el elfo, molesto—. Eres… ¿eres un demonio? —preguntó.

Enarqué una ceja y asentí. No pude evitar sonreír al ver el alivio reflejado en su rostro, aunque enseguida volvió a retomar un aire desconfiado.

—¿Vives aquí?

—Por ahora —asentí—. Me llamo Shaedra. ¿Y tú? ¿Cuál es tu nombre?

—Chayl Calyhéi Ashbinkhai —contestó y añadió, con aire suficiente—: Soy el sobrino del Demonio Mayor de la Mente y, además, soy su discípulo.

Estaba claro que se sentía orgulloso de su posición.

—Oh —solté. Y lo examiné más atentamente. Ahora que lo decía, bajo sus rasgos de elfo de la tierra, subyacían algunos rasgos de elfocano. Era un dedrin, entendí. Sus ojos pálidos, casi como ciegos, me detallaban con curiosidad.

—Shaedra… Oh, sí. Ahora lo recuerdo —musitó—. Eres la que le robó la poción a mi primo, ¿verdad?

Ya estábamos con la misma historia de siempre, suspiré. Disimulé mi exasperación y carraspeé.

—Yo no he robado nada. Simplemente, cometí un error. Bueno —dije, levantándome, antes de que el elfo pudiese preguntarme nada más—, ha sido un placer conocerte, Chayl Calyhéi Ashbinkhai.

Acababa de oír la puerta del patio abrirse y me giré hacia Spaw, quien se acercaba, sumido en sus pensamientos.

—El placer ha sido mío —replicó el dedrin—. Hasta la vista.

Antes de que Spaw nos alcanzase, el dedrin ya se alejaba, huyendo sin duda de un templario al que no tenía mucha estima.

—He entrado en el cuarto de Askaldo —me informó Spaw, siguiendo con una mirada indiferente la silueta del dedrin entre las ruinas.

Me mordí el labio, esperanzada.

—¿Se le han ido sus pinchos? —pregunté.

—Más o menos. —Suspiré, aliviada, pero Spaw precisó—: Los pinchos se le han aplastado y se han transformado en unos forúnculos bastante espantosos. He dejado a padre e hijo charlar tranquilamente, pero será mejor que vengas. Creo que Askaldo tiene otro plan.

Aunque mi piel ya debía de estar tan blanca como la nieve por el sryho, me sentí palidecer.

—¿Otro plan? —repetí débilmente—. Esto no me gusta. ¿No crees que es hora ya de huir de ese demonio desquiciado? —sugerí.

Spaw puso los ojos en blanco.

—Askaldo no está loco. Simplemente tiene una fijación. Siempre le ha gustado vivir en las ciudades saijits, es un progresista y no quiere renunciar a su vida de antes. Ven —me dijo, retomando el camino hacia la lúgubre entrada del Mausoleo.

—El problema es que para no renunciar a esa vida de antes es capaz de hacer locuras —mascullé por lo bajo, mientras seguía a Spaw.

* * *

Cuando entramos en el salón, ya estaban reunidos Maoleth, Barsh, Nara y Kwayat, sentados a la gran mesa.

—¡Perfecto! —exclamó Maoleth, al vernos entrar—. Sólo faltan Ashbinkhai y su hijo y podremos saber la razón por la cual Askaldo quiere hacer una reunión con todos nosotros.

Enarqué una ceja. De hecho, aquella súbita reunión me intrigaba. Me senté a la mesa con Spaw y crucé la mirada aprobadora de Nara. Le sonreí a la gran caita.

—Muchas gracias por la ropa —dije.

—Oh, no tienes por qué darme las gracias —contestó ella con sinceridad—. Esa ropa no se usaba desde hacía años. Mejor que sirva para algo.

En aquel momento, el enorme gato de Maoleth subió sobre mis rodillas y me sobresalté. El felino clavó su mirada verde sobre mi rostro y alzó contra mi pecho una pata con las garras metidas, como inspeccionando un juguete interesante.

—Lieta —lo llamó Maoleth—. Un poco de respeto.

Enseguida la gata se giró hacia su amo. Saltó sobre la mesa y maulló por lo bajo. Tras dedicarme una ojeada recelosa, se puso a limpiar una de sus patas delanteras con su lengua rasposa.

—Tiene mal genio —me explicó Maoleth, con una sonrisa burlona. La gata lo fulminó con la mirada, como si lo hubiese entendido—. Pero es una buena compañera —añadió, dando una pequeña palmadita al felino.

Empezaba a preguntarme si Maoleth y Lieta comunicaban por vía mental, como Syu y yo, o simplemente adivinaban los pensamientos del otro. Quién sabe, ¡a lo mejor hasta utilizaba kershí! Llevaba dándole vueltas al tema desde hacía unos días, pero lo cierto era que no me había atrevido a preguntárselo a Maoleth.

—De tanto hacernos esperar, le van a salir cuernos al hijo de Ashbinkhai —soltó Spaw.

Solté una risita pero los demás nos miraron con expresión severa y recompusimos nuestra expresión.

Apenas pasaron unos minutos antes de que Askaldo entrase, seguido de su padre y de los tres elfos oscuros que habían llegado con este, así como Chayl, el dedrin. Nos levantamos todos e imité a Spaw y al resto cuando estos se inclinaron respetuosamente ante los recién llegados a la manera de los demonios. No todos los días se encontraba uno ante el Demonio Mayor de la Mente, pensé, divertida.

—Tomemos asiento —ordenó Ashbinkhai.

El elfocano se había quitado la capucha y su largo cabello dorado y liso caía a su alrededor. Cruzó el salón con un andar presto y se sentó en cabeza de mesa, invitando bruscamente a su hijo a sentarse a su derecha. Askaldo, tenía la misma prestancia que su padre, pero no la misma hermosura de rasgos, desde luego. Su rostro verdoso y oscuro se parecía al de un personaje de pesadillas. Suspiré. ¡Lo que podía causar una Sreda inestable!

Ashbinkhai nos observó alternadamente con sus ojos pálidos. Me pareció que su mirada se detenía más tiempo sobre mí y sentí un escalofrío.

—Quisiera antes de todo agradeceros la cálida acogida en vuestra morada —declaró, dirigiéndose hacia Barsh, Maoleth y Nara.

Los interesados inclinaron la cabeza, aceptando los agradecimientos. Todos estábamos expectantes.

—Os he reunido aquí por una razón muy sencilla. Mi hijo, a pesar de la poción de Lunawin, no se ha curado —anunció inútilmente Ashbinkhai.

—Lunawin no tiene la culpa —intervino Spaw. Su voz acabó en un murmullo ahogado, bajo la mirada imperante de Ashbinkhai.

—Un Demonio Mayor no culpará jamás a un alquimista por un solo error de alquimia —replicó Ashbinkhai—. Ahora sé con total certeza que era una mala idea pedir una poción tan complicada a una anciana. Y era un terrible error intentar forzarla a fabricar esa poción —añadió, dirigiendo una mirada reprobadora a su hijo. Askaldo, sin embargo, ya parecía bastante escarmentado y guardaba la mirada fija en la mesa.

—No hay un alquimista mejor que Lunawin en toda la Tierra Baya —comentó Barsh, con un rostro imperturbable.

Ashbinkhai frunció el ceño.

—Tal vez. Pero hay otro gran alquimista que podría curar a mi hijo: Seyrum.

Agrandé ligeramente los ojos y me sorprendieron las reacciones de los habitantes del Mausoleo de Akras. Maoleth puso cara pensativa, Nara frunció el ceño y Barsh meneó la cabeza. Lieta, sobre las rodillas de su amo, bostezó exageradamente.

—Lo siento, Ashbinkhai, pero no le sigo —replicó el curandero.

—Entiendo vuestra sorpresa —dijo Ashbinkhai—. Para los que no lo saben, hace meses que Seyrum ha sido capturado por Driikasinwat para sus oscuras maquinaciones. Yo, Ashbinkhai, y mi hijo Askaldo, hemos decidido acabar con la ambición de ese renegado y salvar a Seyrum —declaró con solemnidad.

Un murmullo recorrió la mesa y me giré hacia Spaw.

—¿Driikasinwat? —pregunté. El nombre me sonaba y estaba segura de que Kwayat ya me había hablado de él.

—Lo llaman el Demonio del Oráculo —me explicó en un murmullo.

Entonces recordé. Según me había contado Kwayat, Driikasinwat había sido un Demonio de la Mente como Zaix antes de cometer un error imperdonable. Había metido en el Pozo de los kandaks a un enemigo suyo y luego había desaparecido. En ningún momento Kwayat comentó que Driikasinwat siguiese vivo. Y resultaba que ahora el demonio había capturado nada menos que al alquimista de Dathrun. Traté de reconstruir la imagen de Seyrum que guardaba en mi memoria. Tan sólo me acordaba de su cabello plateado y de sus ojos azules chispeantes de furor al ver que tres niñas acababan de beberse la botella destinada al hijo de Ashbinkhai…

—Es una acción peligrosa —comentó Maoleth, acariciando la cabeza de Lieta—. Aunque también es cierto que Driikasinwat ha sido demasiado atrevido capturando a un alquimista tan prestigioso.

—Ha ido demasiado lejos —aprobó uno de los elfos oscuros que acompañaban a Ashbinkhai.

El Demonio Mayor de la Mente se levantó, como para dar más importancia a las palabras que iba a pronunciar.

—El Demonio del Oráculo, como se llama a él mismo, ha vivido mucho tiempo en la sombra y hasta ahora sus acciones no me habían alarmado demasiado. —Meneó la cabeza con tristeza—. Pero que nos robe a nuestro mejor alquimista es un acto infame —afirmó—. Driik es hábil y astuto. Vive en una isla de las Anarfias, rodeado de otros demonios renegados. Aunque, de hecho, no todos son demonios. —Nara soltó una exclamación ahogada y los ojos del elfocano se fijaron en ella un instante—. Hace tiempo ya que sigo las locas acciones de Driikasinwat —prosiguió con calma—. Seyrum no ha sido el primer alquimista al que ha capturado. También secuestró a un anciano que vivía en un pueblo cerca de Mirleria hace dos años.

—Driikasinwat está tramando algo —entendió Barsh.

—Sus intenciones me son demasiado familiares —asintió Ashbinkhai con aire sombrío—. Me recuerdan a Yhelgui Deormath.

Un escalofrío recorrió la pequeña asamblea y reprimí un suspiro. Spaw, adivinando mi pregunta silenciosa, hizo una mueca divertida antes de explicarme en un murmullo:

—Yhelgui Deormath fue una demonio de la Luz que intentó avasallar a un pueblo saijit hace una treintena de años. Una auténtica descerebrada. Afortunadamente, Ashbinkhai y Puir acabaron por desenmascararla y condenarla. Si no hubiese sido por ellos…

El joven humano se interrumpió en medio de su explicación al ver que Ashbinkhai contestaba a una pregunta de Barsh. Entorné los ojos, pensativa, pero presté atención.

—Ignoro lo que pretende hacer exactamente con Seyrum —decía el Demonio Mayor—. Pero si este sigue vivo, significa que Driikasinwat desea utilizar sus dotes de alquimia. Seyrum, como antiguo Demonio de la Mente, merece mi protección. Askaldo irá a la Isla Coja y lo liberará. Olvidad a partir de ahora todos las acciones de mi hijo en lo relativo a Lunawin. Es historia pasada. La venganza no honra a nadie.

Ashbinkhai clavó sus ojos en los de su hijo y luego los giró hacia mí. Le devolví una mirada estupefacta. ¿La Isla Coja? Me había quedado con esas palabras en mente y tardé unos segundos en entender la mirada de aviso de Ashbinkhai. Sin duda me quería hacer entender que la pequeña querella entre Askaldo y yo había terminado.

—Ha sido un placer hablar con todos vosotros. Ahora, si es posible, quisiera conversar con mis anfitriones en privado —declaró entonces Ashbinkhai.

Advertí la rápida ojeada que intercambiaron Barsh, Nara y Maoleth antes de que se levantaran y saliesen de la habitación, seguidos por Ashbinkhai y su escolta. En cuanto se cerró la puerta, Askaldo levantó sus ojos rojizos. Sin embargo, las palabras de Ashbinkhai me habían dejado demasiado meditativa para prestarle atención…

¡La Isla Coja!, me repetí, incrédula. Por lo que sabía, aquella isla no tenía mucho más de quince kilómetros de largo. Era más que improbable que pudiesen subsistir dos comunidades en tan poco espacio… La conclusión inmediata me ponía los pelos de punta. Si los Veneradores de Numren vivían en la Isla Coja y tenían secuestrada a Aleria ahí, eso significaba que los Veneradores de Numren o bien eran aliados de los demonios renegados de Driikasinwat… o bien eran todos los mismos. Y, si eran los mismos, entonces los Veneradores de Numren eran demonios. Y si realmente eran ellos los que habían secuestrado a Daian, su propósito no podía tener nada que ver con la Sreda. A menos que Daian también fuese una alquimista demonio, pensé, con ironía.

Meneé la cabeza y pensé en Aleria. Me estremecí al imaginármela prisionera en alguna celda oscura mientras el Demonio del Oráculo se aventuraba lejos de su isla para raptar a nuevos alquimistas. A lo mejor Driikasinwat los coleccionaba… Reprimí una risita ante la idea disparatada. El carraspeo de Spaw me sacó de mis pensamientos y me di cuenta de pronto de que Askaldo había hablado. Y, por cómo me observaba, parecía haberse dirigido a mí directamente.

—Er… Perdón, ¿has dicho algo? —pregunté, tratando de no expresar mi aprensión al posar mis ojos sobre su rostro deforme.

El hijo de Ashbinkhai, lejos de mostrar exasperación, esbozó una sonrisa.

—Decía que me alegro de que no nos hayamos convertido en kandaks ninguno de los dos.

—Oh —murmuré, sorprendida por su tono bastante cordial—. Sí, er… yo también me alegro.

Askaldo se levantó con agilidad. Su alta estatura y su delgadez, junto a su rostro monstruoso, le daban un aire de criatura realmente extraña. Mientras se acercaba a mí, retomó la palabra.

—Ashbinkhai… —marcó una leve pausa antes de añadir—: mi padre, quiere que olvidemos nuestro pequeño malentendido. Y ahora que estás casi en las mismas que yo —carraspeó, como divertido—, estoy dispuesto a hacer las paces.

Su tono burlón me dejó más sorprendida que la propuesta en sí. Enarqué una ceja y confesé con sinceridad:

—Yo jamás quise robar la poción de Seyrum, te lo aseguro. Siento haberte causado tantas desgracias.

Askaldo descubrió sus dientes puntiagudos.

—Te creo. No sé por qué, pero te creo —contestó con sencillez—. Y ya que te perdono por tu acto, perdóname tú por haberte causado… algunos problemas.

Algunos problemas, me repetí, irónica. Primero había querido desestabilizar mi Sreda con un zumo de ortigas azules, y luego me había hecho probar una poción muy potente que ni siquiera estaba preparada para mí. Aun así, no pude más que alegrarme al verlo dispuesto a olvidar el pasado.

—Ya nos hemos perdonado —afirmé.

—Hagamos pues las paces debidamente —dijo.

Y, retomando su seriedad, tendió sus dos manos hacia delante. Agrandé los ojos, desconcertada, pero entonces, al intercambiar una mirada con Kwayat, lo entendí. Me levanté y le cogí las manos al hijo de Ashbinkhai. Su piel era rugosa y bulbosa, oscurecida por las hinchazones, y tuve que hacer un esfuerzo para no dar un bote hacia atrás.

Kwayat me había hablado algunas veces de cómo los demonios se perdonaban mutuamente. Se cogían las manos y pronunciaban unas palabras en tajal. Tomé una inspiración y, después de soltar unas palabras introductorias, tal como me había enseñado Kwayat, declamé:

Hashral, mihuswib.

Me sentí pasablemente orgullosa de haberme acordado tan bien de todo, aunque cuando advertí la sorpresa reflejada en los ojos de Askaldo creí por un momento que me había equivocado de fórmula. Sin embargo, él contestó, con tono pausado:

Hashral, mihuswib.

Nos soltamos las manos, poniendo fin a ese curioso ritual ceremonioso. Enseguida eché un vistazo hacia Kwayat, esperando que mostrase algún gesto de satisfacción al ver el buen comportamiento de su alumna, pero resultó que este estaba sumido en sus pensamientos, con la mirada clavada sobre sus manos juntas.

—Tu instructor te ha enseñado tajal, ¿verdad? —me preguntó Askaldo.

Asentí con la cabeza y advertí un destello aprobador en sus ojos rojos. Askaldo iba a añadir algo cuando Spaw intervino.

—Emocionante —soltó—. Con ese tipo de paz, supongo que ya no nos encontraremos con zumos de ortigas azules por el camino. Bien, ahora que todos somos amigos, ¿puedo hacerte una pregunta, Askaldo?

El hijo de Ashbinkhai no pareció apreciar el desenfado del joven templario. Al fin y al cabo, este había estado espiándolo a petición de su propio padre y luego se había interpuesto entre él y Lunawin…

—¿De qué se trata, templario? —preguntó con el ceño fruncido.

Spaw hizo caso omiso del tono despectivo de Askaldo y prosiguió:

—El malvado Driik ha capturado a Seyrum y tú vas a ir a liberarlo. Es un objetivo encomiable y yo te deseo toda la suerte del mundo. Ahora bien, está claro que Ashbinkhai no nos ha reunido a todos aquí para informarnos sin más de toda esta historia.

Askaldo se encogió de hombros y repuso, burlón:

—¿Y dónde está la pregunta?

Kwayat salió entonces de su larga meditación, levantándose de la mesa. Parecía haber llegado a una conclusión.

—Shaedra no podrá recuperar su aspecto normal y volver junto a los saijits sin la ayuda de un buen alquimista —declaró—. La propuesta de Ashbinkhai es clara.

Parpadeé, viendo de pronto la realidad bajo una perspectiva mucho más terrorífica. Levanté una mano y le quité el guante. Estaba grisácea, como la piedra del salón que me rodeaba. Me mordí el labio.

—¿De veras no puedo volver a Ató? —pregunté.

Spaw resopló.

—¿Ya has visto a un saijit cambiar de color de piel según el entorno? —inquirió. Hice una mueca y negué con la cabeza—. Por no decir que a veces tus ojos se vuelven rojizos sin que te des cuenta tú misma. Lógicamente, no puedes volver a Ató en ese estado.

—Es imposible —asintió Askaldo. En su tono noté una pizca de diversión y sospeché que mi estado no le inspiraba el más mínimo remordimiento.

—Imposible totalmente —reforzó Kwayat, matando mis esperanzas—. Antes que nada tienes que aprender a controlar el sryho. Y aun así, ignoro la naturaleza de tu mutación. Tal vez sólo puedas curarte con una ayuda exterior.

Por ejemplo, con una poción de Seyrum, completé para mis adentros. Dejé escapar un suspiro y posé mi mano sobre la mesa. Poco a poco, fue fundiéndose con la madera. Oí el resoplido de Chayl Calyhéi Ashbinkhai al entender por primera vez lo que me ocurría. En un instante, se me impuso en la mente la clara imagen de mis amigos, de Galgarrios, de Kirlens y Wigy, soltando exclamaciones de sorpresa al verme cambiar de color. Traté de tragarme el rencor que me invadía al mirar hacia el rostro deforme del demonio con el que acababa de hacer las paces. Al fin y al cabo, entre su rostro y mi piel de color mutante no me cabía duda de cuál era mi preferencia. Con este pensamiento, sonreí para mis adentros y tomé una decisión.

—Está bien —dije—, vayamos a la Isla Coja y salvemos a cuantos demonios alquimistas tengamos que salvar. Al fin y al cabo —solté una risita—, Shakel Borris hacía lo mismo, aunque en su caso salvaba princesas.

En aquel momento, sin embargo, no pensaba yo tanto en liberar a Seyrum como en rescatar a Aleria. Si ella se encontraba realmente ahí, como afirmaba Daian en su carta, yo no podía abandonarla, y menos teniendo una oportunidad como aquella. Sentí cierta excitación y entusiasmo al imaginarme salvando a Aleria y a Akín del Demonio del Oráculo. ¡Me hubiera gustado tanto que ambos estuvieran de vuelta en Ató y que pudiéramos otra vez volver a una vida normal! Claro que, además de salvarlos, tenía que salvar a Seyrum para que recolocase mi Sreda correctamente… ¿Acaso algún día dejaría de meterme en líos? Suspiré interiormente: lo dudaba mucho.