Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

12 Contemplaciones

Un sendero descendía, entre los árboles tupidos. Hacía calor y la frescura del bosque era agradable. Se oía, de cuando en cuando, la brisa arremolinarse entre los recovecos de la colina. Una ardilla negra surgió de un arbusto y trepó ágilmente por uno de los troncos…

Leeresia —murmuraba una voz muy cercana.

Escuché la voz, joven pero profunda, y me giré. Pero no, no podía girarme hacia nada: yo no estaba ahí, jamás había estado ahí, me di cuenta. ¿Qué era ese delirio? ¿Estaba soñando o bien la poción de Askaldo había acabado por quitarme la razón, después de tantos días de sobresaltos?

De pronto, en medio de la calma del bosque, se oyó un grito, seguido de otros muchos. A pesar de sentirme distanciada por todo lo que podía ocurrirme en un lugar tan extraño, un terror indecible me invadió. Inspiré hondo y eché a correr. El pueblo que apareció ante mi vista no debía de tener más de cien habitantes, de los cuales muchos corrían, soltando alaridos de terror, mientras los atacaba una manada de nadros rojos. Todo aquello me era demasiado familiar…

Los nadros, de pronto, alzaron su cabeza escamosa, alertados. Y comenzaron a huir, renunciando a su festín y dejando tras ellos casas en llamas. Mis ojos se movían con la rapidez del rayo. Todo en mí era indecisión, impotencia y miedo. Tras una colina, empezaron a vislumbrarse unas formas parecidas a los saijits. Pero ya no eran saijits, sino esqueletos blancos armados.

Fue entonces cuando lo entendí. No estaba soñando o delirando. Simplemente mi mente había abierto otra vez una puerta que creía haber cerrado hacía tiempo. Mientras la ira y la locura invadían al ser de mi recuerdo, intenté despegarme de él. Aquella ira no era mía, sino de Jaixel, me repetí.

Con el corazón latiéndome a toda prisa, luché por sepultar de nuevo esos recuerdos en lo más profundo de mi mente. Ya tenía bastantes problemas como para que empezasen los recuerdos de Jaixel a molestarme, me sermoneé. Me percaté de que estaba despierta y de que mi Sreda estaba más estable que en los días anteriores. Eso sí que era una buena noticia. Percibí un leve perfume a rosas. Abrí los ojos y parpadeé. Una pequeña vela iluminaba tenuemente el cuarto y un bulto arrebujado en una manta estaba sentado junto a mi cama. Al reconocerlo, me enderecé bruscamente, atónita.

—¿Kwayat? —articulé. Me di cuenta, en ese instante, de que mis dientes habían vuelto a un tamaño más normal.

Mi antiguo instructor asintió serenamente con la cabeza.

—Buenos días —me contestó—. Se te ve mejor.

—Desde luego —intervino otra voz.

Resoplé.

—¿Spaw? —solté, aturdida.

El joven humano apareció, saliendo de las sombras del cuarto. Un brillo de diversión bailaba en sus ojos.

—Acabamos de llegar —explicó con sencillez—. Zaix me avisó. ¿Qué tal te encuentras?

—¿Dónde está Askaldo? —pregunté, sin contestar.

—En su propia cama —respondió Kwayat, destapándose de su manta y levantándose—. Se tomó la poción en cuanto vio que empezabas a mejorar.

—Se precipitó un poco… —Spaw carraspeó ante la mirada asesina que le echó Kwayat.

—¿Creéis que todavía puedo recaer? —inquirí. Al mismo tiempo, me di cuenta de que ya no tenía ningún vendaje sobre mi herida y que ésta se había curado completamente o casi. Extendí mi brazo derecho, lo plegué y aprobé. Ya no sentía más que un picor molesto de la piel. Si algún día me volvía a cruzar con ese Garkorn… Traté de calmar mi rencor y levanté otra vez los ojos hacia Kwayat y Spaw, sorprendida al ver que tardaban en contestarme—. Er… ¿Ocurre algo? —insistí—. ¿Creéis que mi Sreda está aún inestable?

—Es difícil estabilizar una Sreda que lleva más de dos semanas inestable —me explicó Kwayat.

Palidecí. Entonces Spaw se acercó ágilmente y se sentó en la cama con las piernas cruzadas.

—El que dijo que no había que asustarla —se rió, soltando una mirada burlona a Kwayat. Hizo caso omiso de la expresión de éste—. No te preocupes, Shaedra, todo se arreglará. Las cosas no han salido tan mal. La última vez que Lunawin hizo una poción de esas, el que se la bebió se convirtió en un kandak. —Agrandé los ojos—. Lo que oyes. De modo que puedes considerarte afortunada. Tu Sreda va mejor. Aunque… —Toda diversión desertó sus ojos—. Siento lo ocurrido —confesó.

Inspiré hondo y meneé la cabeza, alucinada.

—No es culpa tuya —repliqué—. Sino de Askaldo.

—No —repuso Kwayat con firmeza—. Tampoco es culpa de Askaldo. Es culpa mía.

Sorprendida por su tono lo miré unos instantes y entonces solté una risita.

—Pues claro —repliqué, con una ancha sonrisa burlona—. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?

Spaw sonrió pero Kwayat conservó su gravedad.

—No lo entiendes, Shaedra —me dijo—. Jamás debería haberte abandonado. Al fin y al cabo, soy tu instructor.

Spaw resopló.

—Vaya, vaya. ¿Así que ahora aceptas el trabajo que te encomendó Zaix? —soltó, con una ceja enarcada.

Kwayat lo fulminó con la mirada.

—Jamás dije que renunciaba a ser instructor de Shaedra.

—Por algo Zaix me nombró su instructor provisional —observó Spaw, con tono inocente.

Kwayat suspiró.

—A partir de ahora, me ocuparé de la instrucción de Shaedra —afirmó.

Spaw hizo una mueca y asintió, con las comisuras de los labios levantadas.

—Confieso que la tarea de instructor no me atraía mucho.

Intercambié una mirada con él, divertida. Spaw tenía más alma de templario que de instructor. En ese momento, Kwayat posó una mano sobre mi brazo y me sobresalté. Su mirada azul reflejaba una determinación férrea que me impresionó.

—Tu instructor no te volverá a fallar —me prometió. Aunque parecía que se hacía la promesa más a él mismo que a mí.

¿Cómo podía sentirse culpable Kwayat de lo que me había ocurrido?, me pregunté, sin entender. Que se culpase de mis desventuras era totalmente absurdo, aunque bien sabía yo que el honor de Kwayat no siempre era muy lógico. Apartando esos pensamientos, me fijé en mis manos y entorné los ojos, alzándolas a la altura de mi rostro. La vela emitía una luz muy tenue pero así y todo conseguí verlas, rojas, sobre la manta roja. Sentí un enorme vacío en mi interior. ¡Mi piel era roja! Solté un resoplido que se asemejaba a una exclamación de sorpresa.

—Tranquila —me dijo Spaw, al advertir mi expresión—. Son efectos de la poción. Dentro de unos días, seguramente, tu Sreda se estabilizará y todo volverá a la normalidad… —Vaciló y añadió—: O no.

Su sinceridad me dejó pensativa. Ahora entendía por qué Spaw había dicho que Askaldo se había precipitado en tomar la poción de Lunawin.

—Si mi piel se ha vuelto roja —empecé a decir, y carraspeé. ¡Aquella idea era tan absurda! Suspiré—. ¿Creéis que Askaldo…?

—No lo sabemos —replicó Kwayat—. Nuestros anfitriones no quieren dejarnos entrar en el cuarto de Askaldo. Por precaución. Saben que yo soy tu instructor. Y no me conocen lo suficiente como para confiar en mí.

—¿Creen que podrías vengarte de Askaldo? —pregunté. La simple idea me divertía.

—Ya te expliqué, en alguna de mis lecciones, lo vengativos que pueden llegar a ser algunos demonios —me recordó Kwayat.

—Oh —asentí, y me mordí el labio—. Por supuesto que lo recuerdo. Así que nuestros anfitriones no nos dejan ver a Askaldo, pero a Askaldo lo dejaron entrar aquí para transformarme en demonio rojo —apunté con una mueca—. Eso es favoritismo.

—Son Demonios de la Mente —dijo simplemente Kwayat.

—Todo esto es sumamente interesante —intervino Spaw, meditativo—. Pero ahora pensemos, Kwayat. ¿Qué vamos a hacer? ¿Huimos antes de que Askaldo se despierte con sus pinchos de siempre y decida cumplir su terrible venganza? ¿O bien aguardamos con esperanza a que la poción lo convierta en un kandak? —Su sonrisa se había ido ensanchando a medida que hablaba—. ¿Qué opináis?

A pesar de su tono ligero, me estremecí. En el fondo, deseé que Askaldo recuperase su rostro normal. Al menos así se olvidaría de mí…

—Jamás hables a la ligera de temas tan graves —siseó Kwayat, observando con desaprobación al joven demonio.

—Yo nunca hablo a la ligera —replicó Spaw, teatral.

Kwayat y él se evaluaron con la mirada y puse los ojos en blanco.

—Reflexionemos con calma —tercié. Y ladeé la cabeza—. ¿Qué opina Zaix del asunto?

Spaw esbozó una sonrisa.

—Zaix prefiere no opinar. Ya es bastante que me avisó de que estabas en apuros.

Advertí la expresión meditativa de Kwayat. Pero éste no dijo nada. Tomé entonces una decisión y me levanté de un bote, sorprendiéndolos a ambos.

—Tengo hambre —expliqué con sencillez.

Spaw sonrió y se levantó a su vez.

—Nunca hay que viajar con hambre —dijo—. Lénisu suele decirlo.

A pesar de mi túnica de lana, tenía frío, y cogí la manta antes de seguir a Spaw. Una vez en el pasillo, Kwayat salió de su mutismo, soltando:

—No va a haber ningún viaje. —Se giró hacia mí y declaró—: No estás aún recuperada y necesitas descansar…

Calló bruscamente y me examinó con detalle. Entonces advertí que Spaw también me observaba con curiosidad y fruncí el ceño, molesta.

—¿Qué pasa?

El rápido intercambio de miradas me puso aún más nerviosa.

—Tu Sreda está aún muy extraña —carraspeó Spaw. Curiosamente, su expresión parecía más divertida que preocupada.

Recordando de pronto un detalle, miré mis manos. Esta vez no estaban rojas, sino grises y oscuras como la piedra.

—¿Qué…? —jadeé.

—Estás rodeada de sryho —explicó científicamente Kwayat—. De un sryho que no controlas. Es… bastante increíble.

Lo miré con los ojos agrandados.

—Esto empieza a preocuparme seriamente —confesé, tratando de mantener la calma.

Spaw me dio unas palmaditas sobre el hombro.

—Tranquila —me dijo con tono sereno—. Voy a prepararte un buen plato. Y luego vas a ver cómo todo no es tan terrible.

Noté en su tono algo que me heló la sangre en las venas. Estaba claro que Spaw no pensaba que mi piel iba a recuperar su tono normal. Bueno, me dije, tratando de ser optimista. Al menos no me habían salido pinchos, como a Askaldo… invadida por una súbita duda, me llevé la mano a la cara y comprobé que, efectivamente, era tan lisa como antes.

Spaw se alejó por el pasillo para ir a preparar el plato prometido y, antes de seguirlo, crucé la mirada de Kwayat, en cuyos ojos azules brillaba una fría determinación.

—Te enseñaré a controlar el sryho —me dijo entonces—. Ve a comer. Y luego vuelve al cuarto. Empezaremos la lección.

Meneé la cabeza y reprimí una sonrisa.

—¿Por qué nunca quisiste enseñarme antes a controlar el sryho? —pregunté, intrigada.

Una sombra del pasado veló los ojos de Kwayat.

—Porque aún no sabía si merecía la pena enseñártelo.

Su respuesta me desconcertó.

—¿Quieres decir que creías que no iba a ser capaz de aprender? —pregunté.

Éste meneó la cabeza y, sin contestar, me hizo un gesto para que siguiera a Spaw. Contuve un suspiro. Quién sabía lo que Kwayat podía creer o dejar de creer.

* * *

En los días siguientes, no percibí ningún cambio en mi Sreda. Según Maoleth, no estaba del todo estable pero, dado su anterior estado, era una buena noticia. El elfo oscuro del Mausoleo de Akras me confesó con desenfado que había creído, en un momento, que acabaría convirtiéndome en una kandak. Hice una mueca al recordarlo y también al pensar en lo que me había dicho Kwayat al final de una de sus lecciones sobre el sryho: “No te irás de este Mausoleo sin haber controlado tu sryho”. Mi instructor ponía mucho empeño en que aprendiese cuanto antes a controlar la energía de los demonios. Y, cuanto más me enseñaba, más me daba cuenta de que el sryho era una energía tan compleja como las energías asdrónicas. Era imposible entenderla del todo, pero a lo mejor podía conocerla como conocía mi propio jaipú…

Las lecciones de Kwayat eran interminables. Hasta le pidió a Spaw que subiese nuestra comida al cuarto para que no perdiéramos tiempo y, pese a mis protestas, así se hizo. Tanta dedicación por la parte de Kwayat, después de meses de ausencia, me parecía ridícula. Pero Kwayat era tan testarudo como Wigy o más, suspiré.

Animada por su fervor, hice todo lo posible por intentar controlar el sryho que me rodeaba. Al principio, había pensado que mis esfuerzos daban su fruto. Sentía exactamente lo mismo que lo que me describía Kwayat. Pero cada vez que este me examinaba, su expresión se enfurruñaba, dándome a entender que mi aspecto no había cambiado.

En los pocos momentos en que gozaba de libertad, estaba tan harta del sryho que trataba de olvidarme de él.

Con la mirada perdida en el fuego de la chimenea del salón, observaba pasar el tiempo mientras dejaba mis pensamientos vagar libremente. De cuando en cuando, me preguntaba cómo estarían Syu y Frundis. Y esperé que el capitán Calbaderca no estuviese buscándome. Aunque, de todas formas, era remoto que apareciese en el Mausoleo de Akras. Reprimí una mueca. Los demonios guardaban celosamente su anonimato y, aunque me repugnase admitirlo, sabía que cualquier demonio en su sano juicio no dejaría vivir a un saijit que hubiese descubierto su refugio. De la misma manera que ningún saijit armado dejaría con vida a un demonio. Y menos el capitán Calbaderca.

La puerta del salón se abrió y levanté los ojos. Spaw entró con un gran saco y una larga caja de madera y posó todo sobre la mesa.

—¡Puf! —soltó—. Aquí estoy de vuelta.

Le dediqué una mirada sorprendida y me reuní con él, curiosa.

—¿Qué hay dentro de ese saco? —pregunté.

—Ropa —contestó él, mientras lo abría—. Un regalo de Nara. Esa caita no habla mucho pero tiene el corazón de Aelrïen.

Enarqué una ceja.

—¿Aelrïen?

—Es una demonio legendaria —explicó Spaw con un gesto vago de la mano, y entonces fue sacando toda la ropa sobre la mesa, mientras canturreaba—:

¡Aelrïen! La estrella más bella del mar.
¡Aelrïen! La más grande de todas las almas.
¡Corazón de ámbar, corazón de estrella,
generosa, clemente y hermosa!

Me soltó una mirada burlona.

—Si quieres, puedo contarte su historia —me dijo el demonio, al advertir mi interés—. Pero antes, escoge la capa que quieras y abrígate. Vamos a salir.

Me sobresalté.

—¿A salir? ¿Adónde?

Spaw me dedicó una sonrisa traviesa.

—A ver la nieve y el sol del atardecer. Hace un día precioso, lo cual después de tanta tormenta de nieve se agradece. Kwayat aún sigue durmiendo la siesta —añadió, guiñándome un ojo—. ¿Qué te parece?

Sonreí anchamente.

—Una idea maravillosa.

Como no había ninguna capa violeta como la que había perdido, me cubrí con una cálida capa gris, me puse unos guantes que me encajaban perfectamente y entonces Spaw me tendió unas botas.

—Estas botas son mejores que las que tienes —me explicó, al ver mi expresión extrañada—. Son twyms. Botas sigilosas. Por lo que me ha explicado Nara, deben de tener las mismas propiedades que las mías.

Me sobresalté y eché un vistazo a las botas de Spaw. Ligeras y negras, las llevaba desde que lo había conocido. Intrigada, cogí las que me tendía. Las examiné con las energías, tratando de averiguar el trazado energético.

—¿Hay que activarlas? —pregunté, sentándome en una silla y quitándome las botas, algo usadas, que llevaba desde que había salido de Dumblor.

—Oh, no —me aseguró, mientras yo me las ponía—. No llevan más energías asdrónicas que la aríkbeta, pero están hechas con twym, es un material muy resistente y flexible, y amortigua el ruido.

Enarqué una ceja.

—¿Ese material tiene algo que ver con esa enorme criatura de dos cabezas de la que hablan en los libros? —inquirí, curiosa.

Spaw carraspeó.

—Sí. De hecho… para las botas twyms se usa el hueso en polvo de los twyms.

Silbé entre dientes pero Spaw no me dejó tiempo para hacerme a la idea de que llevaba en mis pies los huesos de una criatura legendaria y terrible.

—Venga, démonos prisa o Kwayat se despertará y querrá empezar su lección ahora mismo —me avisó, y sonrió divertido ante mi cara sombría.

Me levanté de un bote y, al salir del salón, nos cruzamos con Barsh. El curandero llevaba bajo el brazo varios troncos de madera. Lo saludamos alegremente y él cambió su rostro imperturbable con una leve sonrisa. Spaw me condujo hasta la salida del Mausoleo de Akras en silencio. Los pasillos del edificio no tenían decoración alguna y eran fríos y siniestros. Subimos las escaleras hasta el exterior y a la vista del cielo rojizo del atardecer y de la nieve blanca, me sonreí, feliz. Admiré las columnas de piedra y las ruinas, sin importarme el frío.

—Las leyendas dicen que Akras fue maldecido por los dioses —murmuré, contemplando, fascinada, el paisaje desolado del Mausoleo—. Una vez Frundis me cantó una balada sobre su fantasma que renacía de noche para aniquilar a todos los seres vivos que osaban entrar en su territorio.

—Escalofriante —confesó Spaw.

—Sí. Aunque, la verdad, este lugar no parece tan terrorífico como lo cuentan —añadí.

—No parece —subrayó Spaw, con una risita misteriosa y teatral—. ¿Quién te dice que ese Akras no existe?

Puse los ojos en blanco.

—Si existiese, hace tiempo que los demonios habrían dejado de vivir aquí.

Spaw se encogió de hombros.

—Algunos prefieren soportar un fantasma que a todo un pueblo saijit —observó.

Caminamos en silencio un breve rato hasta que le pidiese a Spaw que me contase la historia, más amena, de Aelrïen, la demonio de corazón de estrella. Spaw estaba en plena narración cuando, de pronto, se detuvo en seco. Por un momento, creí que se trataba de algún truco de narrador, pero entonces Spaw resopló, observándome detenidamente.

Mawer —soltó.

La palabra tajal manifestaba incredulidad. Entendiendo que algo en mí lo había alertado, bajé mi mirada y me remangué la túnica. Observé cómo mis brazos se habían quedado blancos. Blancos como la nieve. Al igual que antes habían sido rojos como la manta y grises como la piedra y…

—Demonios. Cambio de color según el entorno —concluí, en voz alta. Y al cabo, agregué con tono objetivo—: Es absurdo.

—No. Es impresionante —susurró Spaw. Tendió una mano hacia mí sin tocarme—. Déjame adivinarlo: mezclas el sryho con las armonías. —Al ver mi expresión de incomprensión, enarcó una ceja—. ¿De veras no tienes ni idea de lo que haces?

—Ni la más remota idea —aprobé. Y suspiré ruidosamente—. ¿No crees que voy a curarme, verdad?

Sorprendentemente, Spaw soltó una carcajada.

—No se trata de una enfermedad —replicó—, sino de una sencilla mutación, o eso creo.

—Una sencilla mutación —repetí, meneando la cabeza—. A lo mejor dentro de unos días me salen pinchos como a Askaldo.

—Sería una pena —admitió Spaw, sin dejar de sonreír—, pero dudo de que ocurra eso. Kwayat y Maoleth dicen que tu Sreda no está lo suficientemente inestable para empeorar tu estado.

Su ligereza al hablar me pareció en aquel momento algo insultante y lo fulminé con la mirada, ofuscada.

—¿Alguna vez has sufrido tú una mutación? —inquirí.

A Spaw pareció hacerle gracia mi pregunta.

—Más de una vez he estado a punto —contestó—. Y una vez me salió una escama en el hombro. Pero claro, como los humanos no tenemos escamas normalmente, le pedí a Lunawin algún remedio para que desapareciese y surtió efecto. Cosas de la vida de los demonios, ya te acostumbrarás —acabó por decir con tranquilidad. Yo lo contemplaba, incrédula.

—Askaldo no se ha acostumbrado —repuse.

—Er… Cierto —admitió Spaw—. No todos los demonios se acostumbran. Pero también es cierto que tener pinchos en la cara es condenadamente molesto, mientras que estar rodeada de un sortilegio de mimetismo puede ser hasta útil.

Puse cara pensativa.

—Claro, visto así…

En ese momento, oímos el ruido lejano de unos cascos contra la nieve y nos tensamos.

—Caballos —murmuré.

El rostro de Spaw se había ensombrecido.

—Se acercan al Mausoleo. No nos quedemos aquí —me dijo.

Con aprensión, nos metimos entre las ruinas y nos agazapamos contra uno de los muros del edificio. Los caballos estaban más cerca de lo que pensábamos y los vimos aparecer por la colina, dirigiéndose directamente al Mausoleo.

—Deben de ser demonios —vaticinó Spaw.

—O no —repuse.

—Tal vez sea Akras —bromeó Spaw, aunque en su tono había un deje de nerviosismo poco habitual en él—. Espérame aquí —dijo de pronto.

Se alejó entre las ruinas y me escondí mejor detrás del muro, indecisa. Desde mi posición no podía ver nada pero tampoco me podían ver a mí. ¿Y si se trataba del capitán Calbaderca?, me pregunté, algo angustiada. Aún no había recuperado totalmente mi aspecto normal. No estaba preparada, me dije. “Todo depende de ti”. Las palabras de Kwayat me volvieron en mente. Sí, todo dependía de mí y de mi capacidad para controlar mi sryho. Entorné los ojos y me concentré. La energía de los demonios, que siempre había yacido olvidada en algún rincón de mi ser, fluía continuamente sobre la Sreda. Pero, como tantas veces en los últimos días, me fue imposible controlar nada. Si había necesitado la poción de Askaldo para recuperar un relativo control sobre mi Sreda, ¿cómo iba a dominar una energía de la que Kwayat apenas empezaba a enseñarme los rudimentos? Ladeé la cabeza y sonreí. Era irónico pensarlo, pero resultaba que Askaldo me había hecho un enorme favor con aquella poción.

El ruido de unos pasos me arrancó a mis pensamientos. Poco después, Spaw surgió de entre las ruinas caminando con discreción. Más de una vez me había preguntado por qué Spaw deseaba tanto que su capa fuese de un verde tan llamativo. Entre la nieve y la piedra oscura, destacaba como una flor liwí en medio de un campo de hielo.

En los ojos de Spaw brillaba un destello de excitación. Lo miré, interrogante.

—Askaldo va a tener problemas —me informó.

—¿Askaldo? —repetí, sorprendida. Así que no era el capitán Calbaderca…

—Es inusual que Ashbinkhai se mueva de su guarida —añadió Spaw, elocuente. Había bajado la voz.

Agrandé los ojos.

—¿Ashbinkhai? —murmuré.

—Ajá —aprobó Spaw, y entonces se colocó mejor la capa y pasó una mano sobre su pelo—. Voy a darle los buenos días. Er… —Me miró y vaciló antes de tomar una decisión—. Yo que tú no me movería de aquí por el momento. Ashbinkhai muestra siempre mucho interés por los demonios con mutaciones curiosas. No te conviene que se fije mucho en ti, te lo aseguro.

Reprimí una mueca.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Crees que es prudente que después de lo que ha pasado en Aefna…?

Pero Spaw resopló, divertido.

—Si Ashbinkhai sabe lo que ha pasado, también sabrá que la culpa ahí es de su hijo y no mía. Yo sólo defendía a Lunawin.

Sonrió ante mi inquietud y levantó una mano a modo de saludo.

—Enseguida vuelvo.