Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
Todo mi cuerpo temblaba de frío, miedo y sufrimiento. Mientras caminaba a duras penas, delante del filo de una espada, me volvía la imagen de Frundis, abandonado en la nieve. Aún oía la voz siseante de uno de los demonios que me amenazaba con su daga para que no gritase.
Perdí mi capa en la pelea. Y mi cinta azul. Y recibí un corte en el brazo que se puso a sangrar, provocándome mareos de dolor. Por suerte, la faingal intervino para que sus dos compañeros se serenasen un poco. Al menos, Askaldo me quería viva. Eso era consolador.
¿Pero qué querría de mí?, me dije, atemorizada, mientras avanzaba, apretando mi hombro derecho herido con fuerza. Reprimí unas lágrimas e inspiré hondo, intentando que mi mente no zozobrase. A lo mejor Askaldo se contentaba con que me saliesen pinchos en la cara como a él, esperé. Quién sabe, tal vez se había resignado al no encontrar a Lu y había decidido atiborrarme a zumos de ortigas azules para satisfacer su consciencia.
Mi defensa había sido desastrosa. Lo único positivo era que Syu había conseguido salvarse, pensé, aliviada.
“En un combate real, cualquier pensamiento fuera de lugar puede provocar la derrota.”
Parpadeé. Esta vez, no había sabido seguir el consejo del maestro Dinyú. Me había dejado dominar por la desesperación. Se me habían paralizado las manos y…
Noté la punta de un arma sobre mi espalda.
—Acelera el paso —me dijo la voz hosca de uno de los demonios.
Aceleré el paso. La faingal abría la marcha, y sus dos acompañantes la cerraban, uno amenazándome y el otro borrando el rastro que dejábamos. Ninguno de los dos había vuelto a su forma de saijit y, poco a poco, una idea se infiltró en mi mente. Tal vez no pudiesen adoptar otro aspecto que el de los demonios. Tal vez fuesen táhmars, pensé, mientras avanzaba, titubeante, por el bosque nevado.
Anduvimos durante horas. Cualquier intento por dejar alguna huella fue inútil. Tan sólo cayeron unas gotas de mi sangre en la nieve antes de que me envolviesen precariamente el brazo con un vendaje chapucero. Cuando el sol llegó a su cénit, yo estaba tan débil y congelada que era un milagro que consiguiese avanzar.
No contestaron a ninguna de mis preguntas más que con amenazas para hacerme callar, menos una vez en que la faingal soltó:
—Y qué sé yo lo que querrá de ti Askaldo, querida.
Pronto, sin embargo, dejé de preocuparme: mi capacidad de reflexión se hacía añicos con cada paso que daba.
Estaba ensombreciéndose el cielo de nubes grises cargadas de nieve cuando me desplomé, cayéndome de rodillas. Mi cuerpo temblaba violentamente y la vista se me nublaba.
—¡Levántate! —ordenó una voz.
La rabia me invadió para esfumarse enseguida.
—No… puedo… más —jadeé.
La herida me hacía cada vez más daño, o eso me parecía. La nieve, fría al contacto, despertó ligeramente mi mente. Cuando el táhmar me cogió del brazo para levantarme a la fuerza, saqué mis garras y lo ataqué. Soltó un grito de dolor y furia y me dio un brusco empujón que me tiró al suelo. Entre mi ataque y la caída, el dolor de mi brazo se había hecho insoportable. En unos segundos, sentí, más que vi, al táhmar levantar su espada con un rugido de odio.
Entonces, la Sreda, que se agitaba desde hacía algún tiempo ya, se me desató caóticamente. Intenté incorporarme torpemente mientras el táhmar realizaba su estoque mortal…
—Garkorn —bramó entonces la voz de la faingal—. Contrólate, ¿quieres? Es una demonio, no un nadro rojo.
La punta de la espada rasgó mi túnica pero se detuvo.
—Esta es la última vez que trabajo con vosotros —añadió la demonio, irritada—. Showshen, átala. Garkorn la llevará a cuestas. Venga, daos prisa.
El otro táhmar se aproximó a mí con una cuerda y lo observé, tendida en la nieve. Seguía viva, me dije, algo sorprendida. Eso sí, mi Sreda estaba totalmente descontrolada y desgarraba mi jaipú con grandes zarpazos energéticos. A saber qué aspecto tenía en aquel momento, pensé.
Sentí unos finos copos de nieve caer sobre mi rostro. Pestañeé. La nieve daba vueltas como las hojas de los árboles en un vendaval.
Cuando Showshen pretendió enderezarme, sentí una explosión de dolor. Una vez maniatada, me dejé coger por el que apenas unos instantes antes había querido matarme. Y, poco a poco, huí del paisaje nevado y frío para refugiarme en un mundo de silencio y oscuridad.
* * *
Salí de mi inconsciencia muchas veces, pero nunca de mi aturdimiento. Garkorn me llevaba como un peso muerto, sin ningún miramiento. Era más bruto que Yeysa.
Los tres demonios, la mayor parte del tiempo, caminaban en silencio, avanzando rápidamente pese a la tormenta de nieve que azotó las colinas y bosques de Ató durante los tres días que duró el viaje. A la noche, cenaba un ridículo trozo de pan… aunque confieso que ellos tampoco comían mucho más. Las cortas conversaciones que tuvieron los raptores entre ellos me dieron la impresión de que la faingal consideraba a sus dos compañeros táhmars como dos completos inútiles.
En esos tres días, permanecí transformada en demonio todo el tiempo. Por dos simples razones: primero, mi piel de demonio me protegía mejor del frío; segundo, mi Sreda seguía desatada como un mar furioso y yo carecía de fuerzas o de voluntad suficientes para volverla a atar.
El tiempo pasaba sobre mí, más irregular que las músicas de Frundis. En un momento en que estaba sumida en un letargo incómodo, me di de pronto cuenta de que algo había cambiado. El viento frío ya no soplaba contra mi rostro helado. Muy despacio, entreabrí los ojos. Me encontraba en una especie de patio interior rodeado de muros ruinosos. Ante mí, había una puerta.
Garkorn hizo un movimiento brusco y el dolor de mi herida se despertó otra vez. Con los ojos desorbitados inspiré el aire helado del atardecer…
Volví a sumirme en la inconsciencia pero poco después un rumor de voces me sacó de mi aturdimiento. Abrí los ojos y vi una sala iluminada por lámparas. Había un par de demonios sentados a una mesa y yo… estaba en una esquina de la sala, tendida sobre la piedra fría. Volví a cerrar los ojos. Tenía hambre, me dolía todo el brazo derecho y tenía la cabeza a punto de explotar. A Shakel Borris no le pasaban esas miserias a pesar de todas sus aventuras, me quejé mentalmente.
La Sreda seguía atravesando, incontrolable, cada partícula de mi cuerpo. Jamás en la vida me había pasado algo así, pero conocía los síntomas por haberlos escuchado en boca de Kwayat. Tenía toda la pinta de que me estaba convirtiendo en un kandak. Mis dientes, más afilados que normalmente, apenas cabían en mi boca. Y sentía una energía salvaje propagarse lentamente, calentando mi cuerpo. Pero, ¿qué importaba si me transformaba en un kandak?, me pregunté. No era el mayor de mis problemas, o al menos no el único.
Sentí una presencia junto a mí y volví a abrir los ojos. Con la vista nublada, vi a un gran gato blanco y negro que me contemplaba con unos ojos muy verdes. Maulló, se puso sobre sus cuatro patas y se alejó. Entonces alguien se interpuso entre las luces de la sala y yo. Era un humano de cierta edad, de piel traslúcida y ojos oscuros. Se agachó junto a mí y sacó un puñal. Lo acercó a mi garganta y troceó mi túnica a la altura del hombro. Se quedó un momento contemplando la herida. Su expresión no se inmutó. ¿Había venido a curarme o a matarme?, me pregunté, ligeramente curiosa.
—Tiene fiebre y ha perdido mucha sangre —declaró—. Está muy débil.
Su voz sonaba como tambores contra mi oído.
—¿Pero sobrevivirá, no? —le preguntó una voz femenina.
—Sí.
Los ojos negros del humano se posaron sobre los míos, sin duda alguna rojos como la sangre. Imperturbable, el curandero añadió:
—Voy a por Maoleth. —Y entonces se levantó y se giró hacia una silueta difusa—. Llévala a un cuarto.
Minutos después, una enorme caita transformada me llevó por un oscuro pasillo hasta una habitación iluminada por una lámpara y me depositó con una extraña delicadeza sobre una cama con dosel. ¡Una cama! Reprimí una risita delirante. ¿Desde cuándo habían decidido tratarme con tanta amabilidad?
“Es otra cultura”, reflexioné por vía del kershí. Ante el silencio que me contestó, recordé que Syu no estaba conmigo. Claro. Definitivamente, mi mente estaba más desquiciada de lo que pensaba, suspiré.
La caita liberó mis manos, me quitó las botas y me cubrió con una cálida manta roja. Hasta empezaba a tener calor, me dije. Pensé en preguntarle algo a la caita. Tal vez no era una demonio tan mala. Tal vez… Pero mi mente funcionaba tan lentamente que, cuando empecé a abrir la boca, la caita ya se había marchado. Cuando volví a cerrarla, sentí que mis dientes afilados se clavaban en mis labios. Solté un gruñido y recoloqué mis dientes con cuidado para no hacerme más heridas. Poco después, tumbada en esa cama tan cómoda, me sumí en un sueño agitado.
Desperté cuando la puerta se reabrió. Entraron dos demonios en la habitación. Uno era el curandero y el otro, un elfo oscuro bastante bajito que se dirigió hacia mí directamente.
—Simplemente haría falta verificar —dijo la voz del humano de piel pálida, mientras posaba una caja sobre una mesa.
El elfo oscuro asintió con la cabeza, cogió una silla y se sentó junto a la cama. Se quitó los guantes con lentitud. Tendió una mano y posó dos dedos sobre una de las marcas negras de mi brazo. Una energía conocida se infiltró en mí superficialmente, como estudiándome desde lejos. Era sryho, entendí.
Al fin, auné la fuerza suficiente para preguntar:
—¿Qué hago aquí?
El elfo oscuro apartó su mano de mi brazo y se levantó sin mirarme un solo instante.
—Tenías razón. Tiene la Sreda bastante inestable —anunció.
Hubo un breve silencio y entonces el curandero suspiró.
—Lo que me temía. ¿Puedes hacer algo?
—Difícilmente. Lo que te recomiendo es que le des flor de sisria y que cures su herida. Es bastante profunda y tal vez sea eso lo que haya originado la alteración energética. Si no se recupera, entonces habría que darle una poción de estabilización… Quién sabe, tal vez ya esté en camino —añadió. Percibí una pizca de burla en su tono.
—Gracias, Maoleth —replicó el humano pálido.
Siguieron hablando, pero ya no me quedaban fuerzas para entender lo que decían. Sus voces se confundían en mi cabeza con un zumbido exasperante.
* * *
Todo estaba silencioso. Abrí los ojos. La habitación estaba completamente a oscuras. A menos que me hubiese quedado ciega. Mi Sreda seguía tan desatada como antes, pero ya no me impedía pensar. Y el dolor de mi herida había amainado considerablemente. Todo no estaba perdido, me dije, esforzándome por no enterrarme antes de tiempo.
Levanté mi mano izquierda y palpé mi herida. Estaba vendada. Ahora entendía por qué sentía todo mi pecho y mi cuello apretados e inmovilizados como si me estuviese aplastando una manaza de troll.
Bien, me dije. ¿Y ahora qué? Estaba herida, mi Sreda estaba como loca y me encontraba en un sitio desconocido junto a unos demonios que me habían curado y no parecían querer matarme. En un momento, mis pensamientos se giraron hacia Syu. Seguramente, el mono habría avisado a Aryes. Y tal vez este hubiese encontrado a Frundis… Se me humedecieron los ojos pero los mantuve abiertos en la oscuridad. De nada servía rabiar sin hacer nada. Tenía que tratar de atar esa Sreda.
Inspiré poco a poco y traté de recordar mecánicamente los pasos a seguir. Era casi como si Kwayat estuviese ahí, aconsejándome. Hasta notaba una pizca de reproche en su voz. Cerré los ojos. “Jamás te transformes por dolor o por furia: perderás el control sobre la Sreda y, si no la atas a tiempo, intentará dominarte a ti. Recuerda que la Sreda es la Vida y la Vida siempre busca libertad, no es amiga de nadie.” A Kwayat le encantaba la poesía y el tono dramático. Sin embargo, ya me había ocurrido una vez perder el dominio de la Sreda. Aquella noche, cuando la anrenina había estado a punto de matarme, se había desatado como una tempestad repentina, salvándome la vida. Y, más tarde, había podido atarla otra vez con toda tranquilidad.
Reconfortada con este pensamiento, miré mi Sreda… y quedé espantada. Aquello no era una tempestad repentina, me dije, sintiendo que la respiración se me precipitaba. Hacía días que estaba asentada e inestable y, a pesar de mis esfuerzos, no sabía por dónde cogerla. Todos mis intentos no sirvieron de nada y, al cabo de un largo rato, suspiré, algo asustada. ¿Y si realmente me convertía en una kandak?
Pasé una mano por la ancha cama, debajo de mi manta. Era agradablemente mullida. Tal vez me encontraba en el palacio de Askaldo, me dije, irónica. Y fruncí el ceño. Pero entonces, ¿a qué esperaba para vengarse de mí?
Agudicé el oído y no oí más que silencio. ¿Acaso era de noche y todos los demonios dormían? Débilmente, tratando de no mover el cuello y el brazo derecho, me levanté. Sentí el aire frío de la habitación contra mi piel y entendí que, para vendarme, habían tenido que quitarme la túnica. Tendí la mano y quise crear una esfera armónica… Pero fui incapaz de crearla. Un día, me había prometido que aprendería a utilizar las armonías estando transformada… pero jamás había tomado el tiempo de cumplir dicha promesa y en ese momento lo lamenté amargamente.
Así que, con pasitos muy prudentes, me dirigí a ciegas hacia donde creía que se situaba la puerta. Pero mi mano topó con una superficie ondulada. Le di un leve toque. Sonaba a madera. Era una especie de armario. Mis piernas se tambalearon y, sin más exploraciones, volví a la cama y me tapé otra vez con la manta. Era roja, recordé.
Estaba cansada, pero mi mente estaba lúcida y eso, creo, fue lo que más me alivió. Así que, a falta de energías para moverme e intentar huir de Askaldo, me puse a meditar.
La crisis que había sufrido Spaw, al beber el zumo de ortigas azules, había sido muy diferente, noté al de un rato. Yo no tenía espasmos súbitos y violentos como él. Simplemente sentía que mi cuerpo consumía energías más de lo necesario mientras la Sreda se arremolinaba al azar.
Entendía con total claridad el error que había cometido. Me había olvidado totalmente de controlar la Sreda. Era como si esta hubiese estirado demasiado la cuerda y yo la hubiese soltado por inadvertencia. Sentí ligera vergüenza al recordar todos los avisos de Kwayat… Había sido un despiste. Y un despiste comprensible. Pero que podía tener consecuencias catastróficas. Me extrañó casi no oír desde aquí las carcajadas de Askaldo. Si este se había enterado de que mi Sreda estaba inestable, tenía que estar eufórico.
Poco a poco, mientras mis pensamientos se dejaban arrastrar por la fatiga, cerré los ojos. Y me dio la sensación de oír, muy bajito, una canción de Frundis. A lo mejor mi mente no estaba tan lúcida como creía, rectifiqué. Tras otro intento fallido por atar la Sreda, la cabeza se me volvió más pesada y caí dormida, para despertarme horas después al oír voces en la habitación.
—Dan vergüenza ajena —decía la voz del curandero.
Parpadeé ante la luz vívida de las lámparas. Además del curandero humano, estaba Maoleth así como la caita que me había tratado con tanta amabilidad hacía… bueno… no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que me habían llevado a aquella habitación.
—Buenos días —solté, algo tensa. ¿Dónde demonios estaba Askaldo?, me pregunté.
—Pareces más despierta que otras veces —observó la caita, mientras posaba una bandeja llena de comida sobre la mesita de noche. Su rostro reflejaba dulzura y preocupación.
Hice una mueca indecisa y eché un vistazo hacia la comida, hambrienta. El curandero, con su rostro pálido, se acercó a mí y me sondeó con la mirada.
—Aún no has conseguido atar tu Sreda, ¿verdad? —preguntó.
—No —reconocí. Los detallé rápidamente—. Esto… ¿Puedo preguntaros algo? ¿Qué demonios hago aquí? —pregunté con sencillez—. ¿Y qué tenéis que ver vosotros con Askaldo y con los que me capturaron? ¿Sois amigos suyos…? Arrg —solté. Me había precipitado al hablar y acababa de rasparme la lengua con uno de mis caninos.
—Creo que efectivamente ya se está recuperando —comentó la caita.
El curandero se acercó a mi cama, se remangó y posó una mano sobre mi frente. Frunció el ceño, sentí una ligera vibración energética… Era energía esenciática, me percaté. El humano retiró la mano y asintió con la cabeza, como satisfecho.
—Esto… —Carraspeé, molesta—. Gracias por haberme curado la herida.
El curandero enarcó una ceja.
—Es natural —replicó. En su rostro imperturbable se había deslizado una tenue sonrisa. Pero enseguida se ensombreció al añadir—: Entiendo que quieras explicaciones sobre lo que está pasando. Aunque ignoro lo que sabes o lo que desconoces. En cualquier caso, quien te ha mandado capturar fue Askaldo, no nosotros. Mandó a tres mercenarios a Ató. Y, por lo visto, no a los más cuidadosos.
—Afortunadamente, ya se han marchado con su recompensa —suspiró la caita.
Reprimí una mueca sorprendida al ver que me contestaban con tanta sinceridad.
—Así que… ¿vosotros no trabajáis para Askaldo? —pregunté, aliviada.
Maoleth, el elfo oscuro, carraspeó.
—No. Bueno… sí y no —matizó—. Somos Demonios de la Mente y además tenemos razones para no querer enojar al hijo de Ashbinkhai…
—Maoleth —lo interrumpió la caita, algo nerviosa—. No sé si deberíamos explicarle todo esto ahora. Por su salud. ¿Verdad, Barsh?
El curandero se encogió de hombros mientras yo fruncía el ceño, pensativa.
—O se lo explicamos nosotros ahora o se lo explica Askaldo —contestó—. No creo que tarde mucho en llegar.
Palidecí y miré hacia la puerta, esperándome casi a que apareciese Askaldo.
—Tranquila, todavía ni ha llegado al Mausoleo —me aseguró Maoleth, burlón—. Lieta me avisará cuando llegue.
Parpadeé, sin entender.
—¿Qué Mausoleo?
—El Mausoleo de Akras —explicó sencillamente el elfo.
Lo miré de hito en hito, incrédula. El Mausoleo de Akras… Más de una vez había oído historias sobre él, y Frundis hasta me había cantado una larga balada de terror sobre ese tenebroso lugar…
—¿Estamos en el Mausoleo de Akras? —repetí con un hilo de voz. Aún me costaba creerlo. Pero, al mismo tiempo, era lógico. Aquel era un sitio ideal para que los saijits no se acercasen a curiosear.
Un destello de diversión brilló en los ojos del elfo oscuro.
—Las leyendas sobre este Mausoleo no son ciertas —me aseguró—. O al menos no todas —rectificó, sonriente. Cogió una silla y se sentó prestamente junto a la cama—. Bueno, ahora que ya sabes dónde estás, querrás saber por qué Askaldo se ha molestado en traerte hasta aquí. Tu nombre es Shaedra, ¿verdad? —Asentí. Con un acento que me recordó al falso tono amenazante de Kirlens, Maoleth añadió—: Te lo contaré todo, pero con una condición: que empieces a comer, pequeña demonio.
Lo miré y esbocé una sonrisa. Maoleth parecía ser un buen tipo, decidí.
—De acuerdo —contesté.
Me enderecé con cuidado y me colocaron la bandeja con un bol caliente de sopa y un gran trozo de pan. No pude evitar sonreír. No había nada mejor que los sencillos placeres de la vida, pensé, mientras untaba el pan en mi sopa. En mi imaginación, percibí a través del kershí el asentimiento de Syu. Estaba comiendo mi primer bocado cuando se me ocurrió una terrible idea y dejé de masticar.
—La comida… ¿no estará envenenada? —pregunté con la boca llena.
Maoleth puso los ojos en blanco.
—No lo creo. Es cierto que la sopa la ha preparado Barsh. —Burlón, señaló al curandero con la barbilla—. Quizá esté algo espesa, pero, tranquila, no acostumbramos ponerle veneno a los alimentos.
—Sólo he añadido flor de sisria para estabilizar tu Sreda —me aseguró el curandero, arrimándose a los baldaquines de la cama.
—Mm —contesté. Y seguí masticando el pan, más tranquila: fuese verdad o no lo que me decían, estaba demasiado hambrienta para ser exigente.
—Bien, voy a tratar de ser breve —prosiguió Maoleth—, y no me interrumpáis —nos avisó a todos—. Hace unas semanas, un demonio al que tal vez conoces se fugó de Aefna con una alquimista famosa llamada Lunawin —empezó a contar, mientras yo seguía comiendo—. Ese demonio se llama Spaw Tay-Shual y es un templario que trabajó para Ashbinkhai. ¿Lo conoces?
Puse los ojos en blanco.
—Lo conozco.
—¿Y a Lunawin?
—También —contesté.
—Perfecto, entonces vayamos al grano. Askaldo como sabrás está buscando una poción para recuperar su perdida belleza…
El demonio, al hablar, sonrió anchamente y el curandero gruñó:
—Maoleth, sé comprensivo. Si tuvieses la misma cara que Askaldo te aseguro que tú también intentarías remediarlo.
Maoleth hizo una mueca.
—Bah. De todos modos, yo nunca fui precisamente muy presentable —replicó—. Como decía, el templario huyó y escondió a Lunawin. Askaldo se marchó en busca de la alquimista y no encontró nada. Ni siquiera se ha atrevido a hablar del asunto a su padre —añadió, con una sonrisa irónica—. Resulta que poco después apareció Lunawin. Se presentó aquí, en el Mausoleo, diciendo que si Askaldo perdonaba a Spaw por haber herido a varios de sus amigos, ella le haría la poción que quería.
Agrandé los ojos. Por lo visto, en unas pocas semanas la historia había avanzado mucho. ¿Acaso estaría al corriente Spaw…?
—Nosotros le enviamos un mensaje a Askaldo y él acudió al Mausoleo y prometió a Lunawin que dejaría a Spaw tranquilo a cambio de la poción —continuó Maoleth con calma—. Ambos se fueron a Aefna, para disponer del mejor material de alquimia y Lunawin se puso manos a la obra. Y hace una semana, nos vinieron esos tres mercenarios diciéndonos que trabajaban para Askaldo y que nos iban a traer a una joven demonio. Y ahí… apareces tú.
Carraspeé y aparté lentamente mi bol vacío de sopa.
—Askaldo va a tener su poción milagrosa, ya no va a perseguir a Spaw, y Lunawin va a volver a su antigua vida de siempre. Todo esto es maravilloso —afirmé, burlona—. Pero, entonces, ¿para qué demonios quiere verme Askaldo?
Maoleth y el curandero intercambiaron una mirada rápida.
—Por alguna razón, Askaldo quiere que pruebes la poción antes que él —contestó al fin Barsh.
Sus palabras me dejaron boquiabierta. Mi Sreda se arremolinó, más agitada y traté de detenerla, en vano. Contemplé a los tres demonios con un súbito sentimiento de traición.
—¿Me vais a obligar a beber esa poción? —pregunté.
—Tampoco es razón para alarmarse —afirmó Maoleth, rascándose la barbilla, meditativo—. En el mejor de los casos, la poción te arreglará los desperfectos de tu Sreda.
—¿Y en el peor de los casos? —repliqué, con una mueca.
En ese momento se oyó un maullido lejano. Maoleth suspiró y se levantó.
—Ya viene.
* * *
Cuando Maoleth y el curandero volvieron a entrar en mi habitación, Nara, la caita, ya me había ayudado a levantarme para vestirme con una túnica azul antes de marcharse con la bandeja con algo de precipitación. Tras el elfo oscuro y el humano, entró una especie de elfocano rubio y deforme, elegantemente vestido, con el rostro totalmente cubierto por pinchos oscuros que parecían haber brotado de la nada. Sus ojos, de un color azul pálido y grisáceo, parecían casi esconderse detrás de esos aguijones y un escalofrío helado me recorrió cuando se posaron sobre mí. La frialdad de la mirada de Askaldo era para dejar aterrado a cualquiera. Sin una palabra, se acercó a mí y me tendió un pequeño frasco que contenía un líquido rosáceo.
—Si quieres seguir viviendo, bebe todo su contenido, hasta la última gota —me amenazó—. Si intentas engañarme, tengo todavía toda una botella llena de poción.
Se me ocurrió darle una patada y salir huyendo… Pero, a pesar de mi mente aún algo aturdida, sabía que mis intentos habrían sido frustrados. De modo que hice de tripas corazón y, con una dignidad que me impresionó a mí misma, tendí la mano hacia el pequeño frasco. Askaldo me lo destapó y me lo dio. En sus ojos brillaba una mezcla de desconfianza y excitación… pero también vi, como en un espejo, dos bolas de fuego fulgentes de rabia. ¿Qué efectos podía tener una poción tan potente como aquella sobre mí?, me pregunté. Sabiendo que era inútil postergar lo inevitable, llevé el frasco a mis labios y bebí su contenido. Sabía a las tartas de fresa que hacía Wigy en primavera.