Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

10 Salvajes

Una vez Kyisse a salvo entre nosotros, el capitán Calbaderca no parecía tener tantas prisas por moverse de Ató. Creo que le tenía respeto a la nieve y al frío que hacía. Y tenía razón: era una locura marcharse los dioses sabían adónde a buscar a los abuelos de Kyisse cuando el invierno se nos venía encima.

Spaw se había marchado en el único día azul de aquella semana. Me dolía imaginármelo avanzando entre una tormenta de nieve, aunque todo aquello tenía sus ventajas: sus perseguidores perderían su rastro totalmente.

Los días pasaron, fríos, turbulentos y nevados. Aryes y yo tardamos toda una semana en decidirnos a hablar con la maestra Kima para que nos aceptase en sus lecciones. Entretanto, pasamos mucho tiempo en la taberna del Ciervo alado y en casa de Dolgy Vranc, vagueando, hablando, contando historias de Ajensoldra a los dumbloranos y de los Subterráneos a los habitantes de Ató. Además, pude al fin hablar con todos y cada uno de los kals de mi año, incluida Marelta, aunque esta se contentó con saludarme con indiferencia y marcharse. Ávend parecía haberse recuperado de su mal humor. Y Yori estaba más arrogante que nunca. En cuanto vi a Salkysso, pensé en la rocaleón que había cogido expresamente para él en los Subterráneos… pero enseguida recordé que había perdido la piedra junto a mi mochila naranja. Bah, me dije. Otra vez sería. Total, con la suerte que tenía, a lo mejor acababa otra vez en los Subterráneos dentro de unos meses.

Wigy se había encariñado con Kyisse. Decía que era un bicho raro, con aquellos ojos dorados y ese vestido blanco que no se quería quitar, pero aseguraba que era muchísimo más formal y manejable que yo. Claro. Afuera hacía frío y nevaba. Yo también, durante los inviernos, solía ser bastante formal, pensé.

En cuanto a Taroshi, me rehuía a todas horas. Pasaba la mayor parte del tiempo en la Pagoda y con sus amigos y volvía a la taberna para la cena. No me reconfortaba saberlo debajo del mismo techo, pero aparte de marcharme del Ciervo alado yo no podía hacer nada.

Cuando dejó de nevar, un viento helador empezó a soplar. Era cansino oírlo golpear contra las ventanas e infiltrarse entre los resquicios de las puertas. Hasta Frundis, sin quererlo, comenzó a imitar el ruido y Syu y yo nos quejamos y esperamos silenciosamente que no se le ocurriese componer ninguna sinfonía con crujidos de madera y silbidos de viento.

El tercer Garra de Coralo, subí sola la cuesta hasta la Pagoda Azul para recibir mi primera lección con la maestra Kima. Por suerte, el capitán Calbaderca había entendido que, en Ató, eso de escoltar a unos simples kals de la Pagoda no se llevaba. Es más, era totalmente ridículo, ya que no corríamos ningún peligro. Libres de sus obligaciones, Kaota y Kitari habían decidido esa misma mañana recorrer los alrededores de Ató, ansiosos por ver más mundo.

Absorta en mis pensamientos, resbalé sobre el hielo y me caí de bruces. Hice una mueca que se transformó en una sonrisa tonta. Eso de que no corría ningún peligro era mucho decir.

Me despegué de la nieve y pasé una mano distraída por mi capa violeta antes de seguir subiendo por el Corredor. Era pronto y todavía no había mercado, pero ya se veían tenues luces tras las ventanas de las casas. Llegué a la plaza, con pasos prudentes. El viento azotaba toda la colina como si estuviese intentando aplanarla. Entonces vi a Aryes subir las escaleras de la Pagoda levitando, para evitar el hielo que se había formado. Reprimí una sonrisa y cuando llegué al pie, solté:

—Buenos días.

Aryes se giró, sorprendido y sonrió al verme posar un pie prudente sobre el primer peldaño helado.

—¿Quieres que te ayude?

—No —dije con decisión—. Allá voy.

Aryes enarcó una ceja, mirándome detenidamente mientras yo subía con cautela, sacando las garras de mis manos por si acaso.

—Veo que ya te has caído de camino —observó—. Tu capa está hundida. —Me dio la mano cuando había llegado casi arriba y añadió, burlón—: Te vas a congelar.

—Por si no lo recuerdas, tengo sangre de dragón —repliqué—. Los dragones nunca se congelan.

El kadaelfo puso los ojos en blanco.

—Por supuesto.

Entramos en la Pagoda. Íbamos con antelación, pero es que no queríamos llegar con retraso a nuestra primera lección con la maestra Kima. Ya habíamos defraudado bastante a la Pagoda.

Nos metimos en la sala destinada al har-kar y nos sentamos a esperar. El viento ululaba y la madera crujía. Una repentina racha hizo temblar las ventanas y agrandamos los ojos.

—Esta vez vamos a salir de Ató con Pagoda incluida —resopló Aryes.

De pronto una silueta familiar pasó silenciosamente por el pasillo. Al vernos, el maestro Áynorin soltó una exclamación. Ya nos había dado la bienvenida días antes, pero apenas habíamos podido hablar con él y me alegré de verlo.

—¡Buenos días! —exclamó, entrando en la sala—. ¿Qué tal han dormido los dos aventureros? ¿No habréis soñado con monstruos y esqueletos?

Su rostro de elfo oscuro se iluminaba con una sonrisa franca. Nos levantamos para saludarlo a la manera de Ató.

—Buenos días, maestro Áynorin —dijo Aryes.

—¿Qué tal estás? —pregunté.

Nuestro antiguo maestro se rascó la barbilla.

—Algo molesto, confieso. El nuevo Dáilerrin tiene demasiadas ideas.

Fruncí el ceño al verlo de pronto pensativo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

Áynorin hizo una mueca elocuente.

—Bueno. Entre otras cosas, mi querido hermano quiere mandarme a Yurdas a acompañar a una decena de pagodistas cekals y sustituirme con un nuevo maestro.

Resoplamos, sorprendidos.

—No puede obligarte —protesté.

—Lo sé —replicó—. Los demás maestros se han negado a que me vaya y ahora el Dáilerrin está que no sabe qué hacer.

Áynorin esbozó una sonrisa. El asunto parecía divertirlo más que fastidiarlo.

—Ya es hora de que Keil Zerfskit se acostumbre a Ató —declaró.

Charlamos durante unos minutos de temas diversos. Así, supe que a Sarpi la iban a nombrar vigilante de Ató. También nos habló de un snorí, alumno suyo, increíblemente bueno en sortilegios de transformación, y de otro, increíblemente malo en todo. Tenía ganas de hablar y parecía que se había olvidado completamente de que él también tenía clase.

—Buenos días, maestro Áynorin —dijo de pronto una voz detrás de él, interrumpiendo nuestra conversación.

Apareció la maestra Kima por la puerta y Áynorin puso los ojos en blanco.

—Hola, maestra Kima —dijo, saludándola.

Ella entró seguida por los kals har-karistas. Laya, Galgarrios, Revis y Kajert llegaban detrás, corriendo y resollando.

—¡Bueno! —dijo Áynorin con una gran sonrisa—. Tanto hablar y me olvido de mis propios alumnos. ¡Buen har-kar a todos! Zurraos bien —añadió, con una sonrisa burlona.

Lo saludamos reprimiendo sonrisas y él salió silbando tranquilamente sin darse prisa alguna. La maestra Kima cruzó entonces la sala para ir a apostarse delante de todos nosotros.

—Shaedra, Aryes —cuchicheó Laya—. Hay que ponerse en la fila.

Me fijé en que los har-karistas se habían ordenado en dos filas, como si fuesen a iniciar ya los combates. Normalmente el maestro Dinyú siempre empezaba contando alguna historia…

—Bien —dijo la maestra Kima, cuando sus alumnos estuvieron en su sitio—. Buenos días a todos. Hoy vamos a aprender dos tipos de ataques muy parecidos: el ataque Garra Negra y el ataque Estrella. Como habréis visto, tenéis a dos nuevos compañeros —prosiguió—. Quiero que les deis la bienvenida.

Los kals de primer año nos dieron la bienvenida con un saludo más respetuoso de lo que me esperaba. Más de uno nos miraba de reojo, con curiosidad.

—Aryes Dómerath, acércate —le pidió la maestra.

Aryes y yo intercambiamos una mirada aprensiva. El kadaelfo se avanzó.

—Ponte así. —Lo cogió por un hombro, colocándolo frente a ella—. Quiero que los demás miréis atentamente.

Entonces entendí que la maestra Kima quería enseñar a sus alumnos el ataque Garra Negra y las posibles defensas mediante una demostración. Durante cinco minutos estuvo mareando a Aryes como a un muñeco y se mostró bastante descontenta con la torpeza del kadaelfo. Hice unos tremendos esfuerzos por no reírme.

Cuando la maestra lo dejó en paz, Aryes se atrevió al fin a explicarle su problema.

—Er… maestra Kima —dijo, muy molesto, mientras los demás practicaban el ataque Garra Negra—. No sé si sabrá pero… —Vaciló—. Verá, no soy har-karista. Estudiaba bréjica con el maestro Dinyú, pero yo de ataques Garra Negra y tal… no sé nada.

Menos manejar una lanza, añadí para mis adentros, muy divertida. La elfa oscura tardó unos segundos en reaccionar.

—Oh —soltó—. No lo sabía. —Noté que se levantaban las comisuras de sus labios pero se controló y puso cara decidida—. Entonces, te enseñaré bréjica. Vuelve mañana, cuando haya preparado la lección.

Aryes esbozó una sonrisa y juntó las manos.

—Gracias, maestra Kima. Volveré mañana. —El kadaelfo me hizo un gesto de despedida y se marchó.

En los días siguientes, me di cuenta de que las clases de la maestra Kima eran radicalmente diferentes a las del maestro Dinyú, sencillamente porque la maestra Kima tenía más bien poca idea de har-kar e intentaba esconderlo con una cortina de solemnidad que no arreglaba nada. Y, por lo visto, toda la Pagoda lo sabía pero, como no había llegado todavía el maestro Ew, que era el que teóricamente debería estar dándonos clases, la maestra Kima se quedaba y hacía lo que podía.

Aryes, por su parte, aprendía bréjica solo. Cada vez que salía de la sala de har-kar, me lo encontraba sentado en alguna sala vacía de la Pagoda, o en la biblioteca, sumido en la lectura o practicando sortilegios. Cuando le pregunté si Kima lo guiaba en algo, contestó, riendo:

—A lo mejor me guía, pero yo no me entero.

* * *

Poco después de que volviese a recibir clases en la Pagoda, los Espadas Negras fueron convocados por el Mahir. El capitán Calbaderca trabó amistad con él y hasta les ordenó a Kaota, Kitari y Ashli que entrenasen con los guardias del cuartel para que no cayesen “en la molicie del ocio”. De modo que todos volvían tarde a la taberna, cansados pero alegres. Incluso Manchow parecía estar muy ocupado.

El primer día de Saniava, desperté sintiéndome ligeramente nostálgica: había soñado con que jugaba en Roca Grande con Aleria y Akín. Meneé la cabeza, intentando no pensar en ellos. Después de todo, yo no podía hacer milagros. Me estiré como un gawalt y agudicé el oído.

“¡Syu!”, exclamé, sonriente.

“¿Mm?”, dijo él, medio dormido en su jergón.

“El viento ya no sopla”, expliqué.

“Mmpf. Razón de más para seguir durmiendo”, replicó él, cerrando los ojos y tapándose otra vez con su manta.

Puse los ojos en blanco. El cielo empezaba a azularse y yo no podía holgazanear como Syu: tenía que ir a la Pagoda. Así que me levanté de un bote de la cama, me vestí y toqué a Frundis. Este estaba tan adormilado como Syu. Y decir que Syu, antaño, se reía de mí porque dormía mucho…

Kirlens ya estaba de pie y lo saludé animadamente. Desayuné, charlé un momento con él mientras amasaba el pan y me dirigí hacia la Pagoda como todos los días, a las ocho campanadas levantinas. Cuando llegué, vi al maestro Yinur hablando con una Laya asombrada y un Kajert pensativo. Laya, al verme, se precipitó hacia mí.

—¡Shaedra! ¡La maestra Kima está enferma!

Más que pena, su rostro denotaba emoción ante una noticia tan inesperada.

—Nada muy grave —aseguró el maestro Yinur—. No os preocupéis. Dentro de unos días vendrá el maestro Ew. Normalmente tendría que haber llegado ya hace cuatro meses —añadió con una mueca.

Poco después, salí de la Pagoda y levanté los ojos hacia el cielo. Era un día perfecto para echar carreras. Sonreí animada y volví dando brincos hasta la taberna. En el camino, Syu salió de un callejón sin salida y saltó sobre mi hombro con agilidad.

“¿Tú no ibas a dormir más?”, le pregunté, socarrona.

“Bah, no soy un oso lebrín”, replicó. “¿Qué ha pasado?”

“La maestra está enferma. ¿Qué me dices si vamos al bosque y echamos unas carreras?”, pregunté.

Syu meneó la cola, contento.

“¿Con Frundis?”

Resoplé.

“Por supuesto.”

Pasé por la puerta de la taberna silbando alegremente. Saludé otra vez a Kirlens y este, sentado con sus compañeros de cartas, enarcó una ceja.

—¿Enferma? —dijo, al oírme—. Bawkis, ¿no decías que tu nieta también está enferma?

—Sí —contestó su amigo, con una mueca, mientras jugaba una carta—. La pobre se ha pasado delirando toda la noche y hasta hemos tenido que despertar al maestro Yinur a las dos levantinas. Ese maestro sí que tendría mi apoyo para que fuera Dáilerrin.

Bawkis tuvo una tos ronca y uno de sus compañeros tomó la palabra.

—Maldito invierno. Fríos y fiebres juntos van siempre.

En ese momento, hubo un estornudo y Kirlens me miró con el ceño fruncido.

—¿No estarás enfermando tú también? —me preguntó.

Puse los ojos en blanco.

—Qué va. Ha estornudado Syu, no yo.

Noté las sonrisas de todos y me despedí de ellos para entrar en la cocina. Ahí vi a Wigy con Satme y otra de sus amigas. Les di los buenos días y, sin esperar más, corrí escaleras arriba, agarré a Frundis y salí por el patio de los soredrips. Los tres árboles, deshojados, ocupaban el patio vacío. Se me ocurrió ir a ver a Trikos en los establos. El candiano se alegró de verme y hasta relinchó, contento, cuando Syu saltó sobre su cabeza. Como las carreras podían esperar, me encargué de cepillar un poco el pelaje del caballo, antes de salir del establo. Pensé en ir a preguntarle a Deria, por si quería acompañarme, pero supuse que estaría muy atareada con los juguetes y las cuentas. De modo que, sin más dilaciones, me encaminé hacia el bosque al sur de Ató mientras Frundis cantaba una larga balada. Llevábamos mucho tiempo sin echar carreras y Syu y yo decidimos compensar. El mono ganó la primera carrera, pero yo le gané las dos siguientes, y seguimos así, divirtiéndonos como dos pequeños gawalts.

Entonces, de repente, Syu recibió una bola de nieve. Solté una enorme carcajada y el mono blanqueado me miró enfurruñado, pero enseguida se apuntó a la batalla. Frundis empezó a llenar mi campo de visión de bolas de nieve que llegaban de todas partes y gruñí cuando me llegó de pleno una de verdad. Oí la risita del mono y amenacé el bastón con dejarlo en la nieve si no dejaba de acribillarme con ilusiones.

El sol había ascendido bastante desde nuestra primera carrera y, hundidos como estábamos, empezábamos a pasar frío.

“¡Syu!”, lo llamé, al ver que este desaparecía entre los árboles, con otra pequeña bola de nieve en las manos. “Creo que ya nos hemos hundido bastante…”

Me paré en seco. Ante mí acababa de surgir una faingal encapuchada. Frundis soltó un sonido discordante de violines.

—Buenos días —me dijo la extraña.

Tenía los labios coloreados de un rosa fosforescente y sus ojos verdes me observaban como dos dagas penetrantes.

—Er… Buenos días —alcancé a decir.

Entonces la faingal me dedicó una sonrisa inquietante.

—Vas a venir conmigo. Askaldo quiere verte.

Mi corazón dejó de latir durante un segundo.

“¿Otra carrera?”, sugirió Syu, nervioso, en alguna rama.

Eché a correr, siguiendo el ejemplo del mono gawalt. Sin embargo, apenas me hube alejado unos metros, me detuve de golpe. Me cortaban el paso dos demonios transformados que me enseñaban salvajemente sus dientes afilados. Grité, pidiendo socorro.

“Syu, ¡corre!”, le dije con apremio. “¡Ve a avisar a Aryes!”

La faingal, a mis espaldas, soltó un suspiro.

—Cogedla y larguémonos.