Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

8 Una noche eterna

—¿Qu… Quién eres? —preguntó la semi-elfa con una vocecita.

Levanté las manos para calmarla, mientras soltaba un sortilegio armónico para deformar mi imagen a sus ojos.

—Tranquila, simplemente vengo a recoger algo que me pertenece.

Soltó un pequeño grito de espanto.

—¿Eres una alma cambiante que viene a asesinar a mi padre?

En otras circunstancias, habría estallado de risa. Sin embargo, en ese momento, su pregunta me dejó pasmada.

—¿Qué? ¡No! No me has escuchado. Siento haberte molestado. No chilles. Sólo estoy buscando un objeto que dejé en la tercera planta y olvidé recoger.

Traté de infundir en mi tono serenidad y franqueza.

—¿Eres un duende? —preguntó entonces la elfa, con una credulidad que me dejó impresionada. Poco a poco, salió de su escondite—. Tienes un aura que te ilumina como a un duende.

¿Realmente tenía pinta de duende?, me pregunté, curiosa. En todo caso, mi sortilegio armónico había surtido efecto.

—Duerme en paz —le anuncié, intentando deformar mi voz—. No volverás a verme —le prometí.

—¡Espera! —me dijo, mientras retrocedía yo con cautela—. Conozco las historias. Todo aquel que ve a un duende en apuros y no lo ayuda, acaba teniendo una muerte atroz. Te ayudaré a recuperar tu objeto —declaró con una voz infantil.

Reprimí un inmenso suspiro de exasperación. Pero no era el momento de comenzar una discusión así que realicé un pequeño paso de baile y canturreé la famosa frase mágica:

—Sigue al hada, y tendrás suerte. Pero que nadie nos vea —añadí.

—Nadie nos verá —susurró la niña, mientras se acercaba—. Mi padre está en una cena con el Mahir. La última vez volvió casi a la mañana. ¿Dónde está tu objeto?

—En el registro.

Ella asintió enérgicamente, abrió la puerta y la seguí. Mi tallo energético iba consumiéndose muy poco a poco. En teoría, podía mantener la ilusión bastante tiempo, pero todo dependía de mi concentración… El pasillo estaba a oscuras. Varias puertas daban a salas y dormitorios. Y a la izquierda, estaba el registro.

La semi-elfa se paró y me sonrió.

—Espera aquí, duende —susurró—. Voy a coger la llave. Seguro que está en la habitación de mi padre.

Supuse que el nuevo Dáilerrin había preferido dejarle la habitación con el balcón a su hija. Cuando desapareció la muchacha, me quedé inmóvil durante unos segundos… ¿Y si la semi-elfa corría ahora a avisar a todo el mundo de que una ladrona se había metido en la Pagoda? No quise arriesgarme. Metí el trozo de hierro en la cerradura y empecé a girarlo como me había enseñado Daelgar… Me desesperé un poco, la ilusión armónica se deshizo… Entonces la puerta se abrió. Me deslicé por la abertura y miré hacia adentro. Sí, era la sala que andaba buscando. Estaba totalmente desordenada. Había varios armarios, rulos de pergaminos, cajas clasificadas… Subí a una mesa y, con un simple vistazo, la vi. Ahí estaba la maldita caja, sonreí.

Trepé por el armario, tratando de no dejar demasiadas marcas con mis garras, cogí la caja y me dirigí hacia la estrecha ventana. La abrí y me deslicé sobre el tejado. En ese mismo instante, la semi-elfa empujó la puerta. En su mano tenía una llave. Me aparté prestamente de la ventana e inspiré hondo, tumbada sobre el tejado nevado.

—¿Duende? —preguntó la voz de la niña en un murmullo decepcionado.

Me dolió un poco el corazón tener que abandonarla de manera tan poco elegante, y se me ocurrió una idea. Me puse a canturrear por lo bajo un pequeño estribillo:

Niña-duende, ven aquí,
di un deseo y vuelve a dormir.

—¿Duende? —Se había acercado a la ventana y pude percibir claramente la esperanza que brillaba en su voz—. ¿Puedo verte otra vez?

—¿Ese es tu deseo?

—No. —Hubo un silencio y entonces dijo, en una voz tan baja que apenas la oí—: Quiero que mi padre vuelva a ser feliz. Ya que los muertos no pueden volver a vivir.

Cerré los ojos. ¿Por qué demonios se me había ocurrido eso de los deseos?

—Ese es un deseo que va más allá de mis poderes —contesté—. En cambio, tú puedes hacerlo feliz.

—¿Yo? ¿Cómo?

Me puse a canturrear:

Haz como el duende,
ríe de día,
canta de noche,
y ama la vida.
Mas nunca digas
que has visto a un duende.
¡Adiós, amiga!

Mientras cantaba alegremente, me fui alejando de la ventana y me envolví otra vez entre armonías. Bajé por los tejados, cargada con la caja.

* * *

Cuando pasé por la ventana de mi cuarto, Lénisu seguía durmiendo. Syu, acurrucado en su jergón, se levantó al oírme llegar.

“¿Qué tal estaba la nieve?”, preguntó el mono, burlón, al verme totalmente hundida.

Hice una mueca. “Fría.”

Dejé la caja de tránmur sobre la silla, me quité la capa y me incliné hacia mi tío.

“Ha estado delirando durante horas”, me informó Syu, acercándose y sentándose al pie de la cama.

“Ya no tiene fiebre”, observé, pasando una mano helada sobre su frente.

En ese instante, Lénisu abrió los ojos.

—Shaedra —soltó, como sorprendido—. ¿Qué…? —Paseó la mirada por mi cuarto y frunció el ceño—. Vaya. Ya es de noche.

—Desde hace unas cuantas horas —contesté—. ¿Qué tal estás?

—Mejor —contestó, enderezándose—. Mucho mejor que antes.

Se sentó en la cama y entonces vio la caja.

—¡Shaedra! —exclamó, incrédulo—. No puedo creerlo.

Sonreí y le pasé la caja. Mi tío la cogió con cariño, la sopesó y dijo con un deje emocionado en la voz:

—¿Puedes encender la lámpara, por favor?

Corrí las cortinas e hice lo que me pedía. La luz iluminó el cuarto. Lénisu quitó la tapa y me senté junto a él, curiosa.

Debajo de la tapa, había un collar negro adornado con piedras azules y otra tapa con una cerradura. Lénisu cogió el collar y lo contempló unos instantes, como verificando que era el auténtico, antes de dejarlo sobre la cama. Entonces empezó a palpar todos los bolsillos. Supuse que estaría buscando la llave. De un bolsillo sacó la piedra de luna, de otro una cajita con aguja e hilo, y fue así sacando todas sus pertenencias, dejándome completamente anonadada. Había una pequeña barra de metal, dos cartas, seguramente las de Wanli y Keyshiem, una especie de pequeño catalejo, una lupa, dos pañuelos, unos dardos que vibraban de energía brúlica, una piedra de pólvora para hacer fuego…

—¿Pero cómo podías estar durmiendo cómodamente con tanta cosa? —pregunté, alucinada, mientras seguía Lénisu buscando su llave y mascullando entre dientes.

—¡Ahahá! —dijo entonces—. Aquí está la condenada.

Me enseñó una pequeña llave y la metió en la cerradura. Sentí una viva curiosidad por saber lo que había dentro. Lo cierto era que no se me ocurría qué podía guardar Lénisu ahí que fuera tan importante. Pero lo que vi me dejó algo sorprendida. La caja estaba medio vacía y, a primera vista, no entendí por qué pesaba tanto. Había un librito de tapa desgastada, un pergamino rojo meticulosamente enrollado, un sobre y una placa circular con brillos metálicos de unos diez centímetros de diámetro.

—Ya lo ves —declaró Lénisu—. Esto es todo lo que queda de mi pasado. —Echó otro vistazo a la caja y recapacitó—: No está nada mal.

Cogió la placa. Aquello era lo que pesaba, entendí. Sondeé el objeto, intrigada. Era una mágara. Pero de ahí a saber para qué servía… Lénisu cerró los ojos. Lo observé y carraspeé.

—Bonita placa —solté—. Pero ¿para qué sirve exactamente? ¿Y por qué guardas en una caja de tránmur un sobre, un pergamino rojo y un librito?

Lénisu abrió los ojos y sonrió.

—¿A que es bastante misterioso, eh? —Puse los ojos en blanco—. Te lo explicaré. El libro es un diario de viajes. El pergamino rojo es… —vaciló— una especie de estudio breve aunque muy interesante. Y el sobre tiene una carta destinada a la cofradía de los Sombríos.

Su explicación, más que aplacar mi curiosidad, la avivó.

—¿Y la placa? —pregunté.

Lénisu cogía ahora la pieza metálica con sus dos manos y la miró con suavidad.

—Esto, Shaedra, es el corazón de Álingar. Con él puedo saber dónde está Hilo. Más o menos.

Me atraganté con la saliva y tosí, alternando la mirada entre la pieza y Lénisu.

—El corazón de Álingar —repetí—. ¿Y eso también lo encontraste en la Mazmorra de la Sabiduría?

El rostro de Lénisu se ensombreció.

—No. El corazón de Álingar se lo robé a Derkot. El Nohistrá de Dumblor.

Suspiré. Lo suponía. La historia de Hilo venía de lejos.

—¿Por eso te desterró? —pregunté.

—No —dijo una vez más Lénisu—. Bueno. No fue la razón principal.

—Cuando hablé con el Nohistrá, me dijo que jamás te había desterrado —apunté, recordándolo de pronto.

Lénisu se encogió de hombros.

—Cada uno tiene su punto de vista. ¿Cuánto tiempo falta para que amanezca? Quisiera presentarte alguno de estos objetos.

Sonreí.

—Unas cinco horas. ¿Será suficiente?

Lénisu hizo una mueca.

—Creo que sí. Pero así y todo hay que activar el corazón para averiguar dónde está Hilo y tengo que salir dos horas antes del alba para un asunto.

Enarqué una ceja, sorprendida.

—¿Necesitas mucho tiempo para activar el corazón?

Lénisu soltó un gruñido.

—No es tan fácil manejar una reliquia —repuso—. Bueno. Ya que estamos con el corazón de Álingar… —Vaciló—. Quiero enseñarte algo. Cógelo —me dijo, tendiéndome la pieza metálica.

Agrandé los ojos y Syu hizo una mueca.

“Yo que tú no lo tocaría”, me dijo el mono. “Tiene mal aspecto.”

A pesar de su advertencia, cogí el corazón de Álingar. Su contacto era curiosamente cálido.

Sonreí y razoné: “Bueno, no parece tan dañino, Syu. A veces las apariencias engañan.”

—¿Lo notas? —preguntó Lénisu.

Lo miré sin entender.

—¿El qué?

Mi tío suspiró y tendió una mano sobre la pieza metálica. Sentí de pronto una oleada energética invadirme. Era un poco como si Jirio me hubiese soltado una descarga. Syu carraspeó con ironía.

—¿Qué es esto? —jadeé.

—Es la energía del corazón —dijo sencillamente Lénisu—. Lo que pasa es que a veces es un poco tímido.

—¿Tímido? Lénisu, estás hablando de una mágara —le recordé, escéptica.

—Er… sí. Quiero decir que el corazón a veces no funciona —explicó, más razonable—. La última vez que lo utilicé falló catorce veces antes de que se activase. Ahora parece estar más animado.

Puse los ojos en blanco. Lénisu hablaba del corazón de Álingar como si fuese un ser vivo. Me cogió la placa de las manos y la volvió a colocar en la caja de tránmur como un niño que colecciona piedras bonitas.

—Por el momento, ya te he hablado suficiente del corazón —decidió. Entonces sacó el sobre y el pergamino. Me miró de hito en hito y sonrió a medias—. Quiero que me prometas algo. Si muero, entrega este sobre a Néldaru Farbins.

Se me heló la sangre en las venas al oírlo hablar así.

—¿Cómo que si mueres? —repliqué, nerviosa—. No me engañes, Lénisu, después de haber salido tres veces de los Subterráneos, creo que estás totalmente inmunizado contra la muerte —añadí, tratando de distender el ambiente.

Lénisu, sin embargo, estaba totalmente relajado.

—Claro, no te azores, estoy hablando de una simple posibilidad —me aseguró—. Ya sabes que yo soy bastante prudente. O al menos no soy tan inconsciente como Dash —rectificó, al ver mi expresión poco convencida—. Simplemente te pido una promesa: entregarle esto a Néldaru Farbins. Supongo que te acordarás de él, es aquel esnamro bastante feo que os secuestró en las Hordas.

—Sí, lo recuerdo. También lo vi en Aefna —le dije. Se quedó mirándome, expectante, y suspiré resignada—. Está bien. Lo prometo. Pero deja ya de ser tan dramático, Lénisu. La vida es demasiado corta para pensar en la muerte —declaré con tono sabio.

Lénisu enarcó una ceja, burlón.

—¿Eso te lo ha dicho Syu?

Sonreí, contenta.

—No, me lo acabo de inventar.

“¿Qué tal te parece mi nuevo proverbio, Syu?”, le pregunté al mono. Este asomaba la cabeza sobre los bordes de la caja, curioseando.

“Mm. No está mal”, confesó.

Lénisu apartó a Syu con la mano y volvió a meter el sobre en la caja.

—Bien —acabó por decir—. Simplemente añadiré que preferiría que no leyeras la carta. Es un asunto aburrido entre Sombríos. Pasemos al pergamino.

Contempló durante un momento el pergamino rojo y alzó sus ojos violetas hacia mí.

—Este, en cambio, recomiendo que te lo leas. Habla de nigromancia. Y fue escrito por tu madre.

* * *

Cuando Lénisu se marchó, noté que a su andar le faltaba energía, pero sabía que era inútil intentar convencerlo de que se quedara. En cuanto estuve sola, me precipité hacia la caja y deslicé la primera tapa. Lénisu se había llevado el collar negro, contentándose con decirme que este pertenecía a un Sombrío; no había querido ser más explícito. Cogí la llave y la metí en la cerradura. De la caja, Lénisu también se había llevado el misterioso diario de viajes. A saber lo que contenía. Con el dedo índice, toqué prudentemente el corazón de Álingar. Tan sólo noté su contacto cálido.

Cogí el pergamino rojo. Aparté la caja y desenrollé la hoja con cuidado. Fruncí el ceño al ver la escritura poco legible. Empecé a leer con avidez. Más que un estudio, se trataba de un informe en el que se describía la vida de los nigromantes en Neermat. Subyacía en las frases una condena clara de las prácticas nigrománticas. Al llegar al final, sonreí, divertida. Me pareció del todo irónico que el pergamino estuviese dirigido al Nohistrá de Dumblor. Al fin y al cabo, era nada menos que un nakrús. Novato, pero nakrús.

Cuando lo hube releído, volví a colocar el pergamino en la caja y la cerré, pensativa. Así que la historia de la que había hablado Mártida tenía una parte de verdad: Ayerel Háreldin había estado en Neermat, y durante bastantes meses, a juzgar por el estudio exhaustivo. Pero aparte de eso, no había aprendido gran cosa. Me encogí de hombros y bostecé.

“Menudo desastre”, suspiré, tumbándome en la cama. “El sol va a salir y yo no habré dormido nada.”

Frundis, en mi mano, hacía resonar un coro con varias voces infantiles.

“Eso te pasa por salir cuando ningún gawalt sensato saldría”, replicó Syu sabiamente.

“Lo sé. Pero no ha sido en vano”, relativicé, animada. “He cantado como un duende, casi me mato por los tejados y he encontrado una caja con papeles y un trozo de metal.”

Syu me dedicó una sonrisa de mono.

“Una noche épica, como diría Frundis.”