Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

7 Cartas de desconfianza

—Vaya lío —suspiré, sentada en el borde de la ventana—. ¿Realmente miraste todos los resquicios de todos los pisos?

Nos habíamos refugiado en mi cuarto del Ciervo alado, pasando discretamente por el patio de soredrips. Lénisu estornudó ruidosamente antes de contestar.

—De todos —aseguró—, menos arriba del todo, ¿no vas a decirme ahora que subiste hasta la cima de la Pagoda para esconder la caja? —soltó Lénisu, incrédulo.

—No creo —admití.

—¿No estás segura?

Solté un gruñido.

—No. Cuando la escondí, la anrenina intentaba matarme y no estaba precisamente como para pensar con claridad. Pero creo que no me habría arriesgado a subir hasta arriba. No recuerdo bien lo que hice aquella noche —confesé, algo molesta—. Te lo juro. Estaba como en una nube.

—Si estabas tan mal, ¿por qué complicarte la vida escondiendo una caja que podías perfectamente haber dejado en tu terraza favorita? Qué ideas —refunfuñó mi tío.

—Lénisu, no es culpa suya —terció Aryes, sentado en la silla—. Otra cosa es que te moleste no encontrar la caja, pero echando la culpa a los demás no se avanza.

—Por no mencionar que precisamente cambié de lugar la caja porque sabía que iban a limpiar la terraza —me defendí, afilándome las garras mientras contemplaba de reojo la nieve que cubría lentamente los tejados. ¿Dónde demonios podía estar aquella caja?

—Perdón, Shaedra —suspiró Lénisu—. No es culpa tuya. Ahora me doy cuenta de mi tontería. Jamás debí haber movido esa caja de Dathrun.

Me dolió su desconfianza pero, en cierto modo, me lo tenía merecido. Además de utilizar aquella caja para un pacto con Drakvian, luego la escondía y la perdía… Hice una mueca. Menuda sobrina más eficaz tenía Lénisu.

—Perdóname a mí, tío Lénisu, a veces soy un desastre —dije, algo compungida—. Pero no te preocupes. Encontraremos la caja —le aseguré, intentando animarlo.

—Por curiosidad, ¿qué contiene exactamente esa caja? —preguntó Aryes, tratando de no parecer demasiado entrometido.

Lénisu estornudó tres veces seguidas sobre su pañuelo y me deslicé hasta el suelo con el ceño fruncido.

—No le contestes a Aryes todavía —dije, amenazante—. Voy a ponerte una infusión caliente.

—¿Así que tú tampoco sabes…? —se extrañó Aryes.

—No —confesé, con la mano en el pomo de la puerta—. Me esperáis, ¿eh?

Abrí la puerta y al ver que Lénisu estaba a punto de estornudar otra vez la volví a cerrar precipitadamente por miedo a que se lo oyese por toda la taberna.

Resultó que en la cocina no había nadie en aquel momento. Aún no era la hora de la comida, pero ya se estaba calentando la sopa. Wigy debía de estar con sus amigas y Kirlens jugaría sin duda su partida diaria. Procurando no hacer ruido, aparté la olla de la sopa y puse a calentar agua. Me metí luego en la despensa y me dirigí hacia las bolsitas de hierbas aromáticas. Entre ellas, encontré unos pequeños frascos con plantas medicinales. Escogí dos hojas de uno de los frascos, las olí y aprobé con la cabeza. De vuelta a la cocina eché las hojas en el agua que empezaba a hervir. Rellené un bol con la infusión, cogí una bandeja, la rellené de comida y volví a dejarlo todo como lo encontré, antes de subir de nuevo las escaleras hasta mi cuarto.

Llamé a la puerta con mi bota y Aryes me abrió. Al ver el manjar que le llevaba, el rostro de Lénisu se iluminó.

—¡Esto sí que es comida! —exclamó, mientras tendía las manos hacia la bandeja, hambriento.

Sonriendo de oreja a oreja, mi tío cogió el tenedor y empezó a comer.

—¿Dónde está Miyuki? —pregunté, volviendo a sentarme sobre el borde de la ventana. Los tejados estaban cada vez más blancos.

—Se fue a Kaendra.

De asombro, perdí el equilibrio pero me retuve hincando mis garras en el borde de la ventana.

—¿A Kaendra? —preguntó Aryes, sorprendido.

—Eso me dijo —asintió Lénisu, arrancando un buen trozo de pan con los dientes.

Fruncí el ceño.

—¿Miyuki ya estuvo en la Superficie, verdad?

—Hace muchos años —asintió él, lacónico. Una sombra pasó por sus ojos. La expresión de su rostro en aquel momento me recordó a Kwayat. Carraspeó—. Bueno, estábamos hablando de la caja.

—La caja —afirmé—. Sí, y luego te hablaré de Mártida.

Lénisu tuvo un leve sobresalto y luego hizo una mueca, molesto.

—¿Te ha contado lo del trato, verdad?

—Oh, sí, el trato —confirmé—. ¿Y tú ya le has explicado lo de Hilo?

Lénisu puso los ojos en blanco.

—Por supuesto —replicó—. Se lo dije en cuanto me lo preguntó.

—¿De qué habláis? —intervino Aryes, perdido.

Se lo explicamos brevemente y el kadaelfo se quedó reflexionando un buen rato mientras Lénisu y yo comentábamos algunos puntos sobre la vida de Jaixel y los Hullinrots.

—Si queréis saber mi opinión… —dijo entonces—, el trato no me convence para nada. ¿De veras no te importa que Mártida sondee tu mente, Shaedra?

Me encogí de hombros.

—No es mi mente. Es la filacteria de Jaixel.

—Está metida en tu mente —objetó.

Me removí, incómoda.

—Sí.

Intercambiamos una mirada. Estaba claro que la idea de que Mártida utilizase sortilegios bréjicos en mi mente no le agradaba. Y él conocía mucho mejor la bréjica que yo…

—¿De veras crees que puede haber un riesgo? —preguntó Lénisu, súbitamente preocupado. Había posado la bandeja sobre la mesa, después de haber tomado su infusión y parecía que su resfriado iba mejor.

—No lo sé —confesó Aryes—. Márevor Helith decía que los Hullinrots eran muy buenos brejistas. A lo mejor soy demasiado desconfiado.

—Mártida no quiere quitarle la filacteria —apuntó Lénisu—. Según dice, claro. Se supone que lo que quiere es simplemente examinar. ¿Crees que eso puede ser peligroso?

Aryes meneó la cabeza.

—No lo sé —reconoció—. La bréjica a veces es muy traicionera. Pero antes habría que cerciorarse de que Mártida sólo quiere examinarla.

Me estremecí. Era una mala idea dejar que te examinase alguien en cuyas intenciones no confiabas… ¿Acaso tenía yo una buena razón para confiar tan ciegamente en Mártida hasta el punto de dejarla meterse en mi mente?, me pregunté. Me había dejado convencer porque Lénisu él mismo parecía haber dado el visto bueno al asunto. Sin embargo… Lénisu también cometía errores. En fin, siempre estaba a tiempo de echarme para atrás, recordé.

—La verdad yo sólo pensaba en que una vez que Mártida hubiese examinado la filacteria nos dejarían por fin en paz esos malditos Hullinrots —admitió Lénisu, con aire sombrío—. Mártida parece una persona respetable, pero hace tiempo que no me fío de las apariencias, debería haber sido más precavido.

—Bueno, a lo mejor Mártida es realmente una persona sincera —intervine—. Pero, volvamos al tema de la caja, que por eso te has metido en Ató. Ahí sí que deberías haber sido más precavido —apunté.

Lénisu resopló, divertido.

—No vayas a darme lecciones de prudencia, querida sobrina.

—He tomado una decisión —dije—. Voy a ir a buscar la caja esta misma noche y tú te vas a quedar en mi cuarto. Afuera hace un frío de mil demonios.

Lénisu no parecía convencido.

—¿Y adónde vas a ir? Ya me conozco el tejado de la Pagoda como mi propia mano. No la vas a encontrar ahí.

—Voy a intentar recordar dónde la dejé —repliqué.

—Entonces, cuando lo recuerdes, ya iré yo a buscarla. Y si no la encuentro, te prometo que te dejaré registrar todos los tejados de toda Ató que hayan sobrevivido al terremoto.

Lo observé con detenimiento.

—¿Tan importante es la caja?

Lénisu hizo una mueca pero no contestó. Entonces Aryes intervino:

—Esperemos que una noche baste para encontrarla. El capitán Calbaderca quiere irse mañana.

—Pero Spaw está viniendo hacia aquí con Kyisse —añadí.

Lénisu me miró, atónito.

—¿Cómo lo sabes?

Me ruboricé pero antes de que yo contestase, recordó sin duda a aquel demonio que me había acogido en su comunidad.

—Ya… —Reflexionó durante unos segundos y entonces volvió a estornudar y soltó un gruñido—. Maldito resfriado.

Se me había ocurrido hablarle de lo de los Veneradores de Numren y de Murri y Laygra, sin embargo entendí que no era el mejor momento para preocuparlo todavía más. Así que me aparté de la ventana.

—Túmbate y descansa —le aconsejé—. No te preocupes, encontraré tu caja.

Lénisu me echó una mirada escéptica mientras me dirigía con Aryes hacia la puerta. Y curiosamente, cuando me giré, una sonrisa había empezado a flotar sobre sus labios.

—Hilo, la caja, la piedra azul… Últimamente lo pierdo todo.

Reprimí una mueca. A quién lo dices, pensé mentalmente.

—Mientras no te pierdas tú —dije, burlona—. ¿No necesitas que te traiga algo? ¿Más comida?

—No, he comido suficiente —me aseguró.

Tuve una idea y sonreí. Me acerqué y dejé a Frundis entre sus manos.

—Para que te haga compañía.

Su mueca sorprendida me hizo gracia.

—Gracias, sobrina.

Lénisu levantó una mano, saludándonos y Aryes y yo salimos del cuarto. Cuando volví, cinco horas más tarde, lo encontré, tendido en mi cama con muy mal aspecto. Puse una mano fría sobre su frente sudorosa. Su fiebre me dejó asustada. Murmuró algo pero sólo alcancé a entender dos palabras: «nuestra caja».

* * *

La espesa cortina de nieve me ocultaba totalmente. Nadie podía verme y… yo no podía ver a nadie.

Arrimada al muro de la Pagoda, pegué un salto y me agarré a las vigas de la primera planta. Trepé y eché un vistazo. Apenas se veían las ventanas y los balcones más cercanos. Me dejé caer sobre el tejado, reforzando otra vez el sortilegio de armonías, por si acaso.

Me pasé más de un cuarto de hora registrando el primer tejado y sus resquicios. Nada. Subí al segundo tejado, procurando no meter ruido. Mis manos estaban agarrotadas por el frío, me fijé. ¿Por qué nunca se me había ocurrido comprar unos guantes de invierno?

Syu había tenido razón en no acompañarme: mi expedición parecía totalmente inútil. Llegué a los últimos tejados de la Pagoda sin encontrar nada. Fui incluso hasta arriba del todo… Al final tuve que reconocerlo: ahí no estaba la caja de tránmur.

Fui a sentarme en uno de los balcones inferiores y me acurruqué para protegerme del viento. Hice un esfuerzo de memoria. Pero era como tratar de perseguir un sueño perdido. ¿Dónde la había metido?, me pregunté. ¿A quién se le ocurría esconder algo y luego no acordarse del escondite?, refunfuñé mentalmente.

A menos que alguien la hubiese cogido.

Ese pensamiento había ido insinuándose poco a poco en mi mente. Pero, ¿quién iba a pasearse por los tejados de la Pagoda y casualmente encontrar la caja? A menos que yo, aquella noche, hubiese decidido finalmente esconderla en otro sitio que la Pagoda…

Entonces, lentamente, fue surgiendo un recuerdo. Me aferré a él, tratando de reconstruirlo. Como en un sueño, vi dibujarse en mi mente una ventana. ¡Claro!, me dije, con la mirada fija en la barandilla del balcón. Por supuesto. Y me levanté de un bote. Había escondido la caja dentro de la Pagoda.

Volví a subir hasta la tercera planta, escondí mis garras y rocé una de las ventanas. La empujé. Estaba cerrada. Qué sorpresa, me dije, irónica. Empecé a tantear las otras ventanas. Todas eran pequeñas, aunque lo suficientemente anchas como para que pudiese deslizarme. Pero evidentemente todas estaban cerradas. Al fin, topé con lo que buscaba: un balcón con macetas llenas de karolas nevadas. Vacilé. Detrás de la puerta que daba al balcón se situaban las habitaciones del Dáilerrin. Iba a ser imposible abrir esa puerta sin que el Dáilerrin se despertase…

Tendí una mano hacia la puerta y traté de envolverla en armonías silenciosas. Mientras tanto, intentando no perder la concentración, giré la manilla para comprobar si la puerta estaba cerrada. Lo estaba. Saqué entonces un trocito de metal de mi bolsillo. Daelgar se habría reído de mí, pensé, mirando mi instrumento. No era lo óptimo, pero serviría.

Dos minutos más tarde estaba dentro de la Pagoda Azul en la oscuridad. El viento se infiltró, haciendo revolotear unas hojas en un escritorio… Volví a cerrar la puerta, me fundí entre las sombras y me escondí junto a un armario. Esperé. La habitación en la que estaba era una especie de despacho. No se oía más que los crujidos de la madera bajo las aburridas ráfagas de viento.

Había dejado la caja de tránmur encima de un gran armario, recordé. En una habitación llena de cajas y pergaminos. Debía de ser la sala de registros de la Pagoda, concluí. ¿Era acaso posible que hubiese tenido una idea tan loca? Me alucinaba a mí misma, pero ahora mis recuerdos eran demasiado realistas para poder convencerme de que me los había inventado.

Estuve a punto de cometer un gravísimo error. Estuve a punto de levantarme. Pero me paralicé al percibir un movimiento. Una sombra muy leve con camisón blanco se había detenido junto a la puerta del balcón. Era una semi-elfa. Se cercioró de que la puerta estaba cerrada y se alejó. Silenciosa como un fantasma, salió de la habitación. Supuse que no me había visto, pero aun así esperé un rato a que se hubiera alejado.

¿Y si me pillaban dentro de la Pagoda a estas horas indebidas, y en las habitaciones del Dáilerrin? Hice una mueca. Más me valía ser prudente. Me levanté y me dirigí hacia donde había desaparecido la semi-elfa para asegurarme de que no estaba tendiéndome una trampa. Entonces la vi, entre la penumbra, sentada en una cama. Aquella niña debía de ser la hija de Keil Zerfskit, elucubré. Paseé la mirada por la habitación donde estaba yo y me fijé en una puerta. Debía de conducir al pasillo del tercer piso. Tardé quizá diez minutos en llegar a ella, envolviéndome en armonías casi a cada paso. Tenía toda la noche para coger la caja, me dije, intentando tranquilizarme. Si me pillaban, en cambio, iba a tener graves problemas. Oí una inspiración que no era la mía. Me quedé paralizada. Lentamente, me giré hacia atrás.

La semi-elfa me contemplaba, medio escondida detrás de una planta. Temblaba de miedo.

—Válgame el cielo —susurré.