Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre
El barullo de las conversaciones y las carcajadas se mezclaba con una música de cadencia alegre y con el tintineo de los cubiertos. Me levanté y me estiré discretamente, sintiendo que llevaba demasiado tiempo sentada. El Salón de la Perla estaba lleno de comensales que festejaban la boda de uno de los treinta y dos consejeros de Dumblor. Ya había terminado la cena propiamente dicha y mientras unos se paseaban entre los salones, saludando a conocidos, otros participaban en los bailes o cotilleaban, sentados a las mesas.
Aryes y yo, como invitados de honor, habíamos comido en las mesas altas, junto a unos cuantos consejeros con sus parejas. Y, probablemente por iniciativa de Fladia Leymush, nos habían colocado en mesas distintas. Así que llevaba dos horas enteras aburrida, escuchando una conversación sobre el maquillaje y la belleza y sobre cuánto costaba importar no sé qué producto y si era eficaz o dañino… Raramente había presenciado una conversación que me interesara tan poco y, cuando vi que unos comensales se levantaban, entendí que al fin podía huir sin ser insultante y me escabullí con rapidez, excusándome con parcas palabras.
No podía salir del Salón de la Perla hasta que la Fogatina me lo permitiese, como bien me había avisado ella. Así que empecé a caminar entre la gente, procurando no pisar los largos vestidos de las damas y tratando de salvaguardar el mío. En un momento, me crucé con la mirada de Kaota. Apostada junto a otros Espadas Negras y guardias, parecía estar mortalmente aburrida. Le eché una mirada solidaria y seguí avanzando, evitando las parejas que bailaban. Cuando llegué al fondo de la sala, me quedé contemplando un rato a los músicos. Había algún instrumento que jamás había visto y lamenté la ausencia de Frundis. Así habría encontrado otra fuente de inspiración, pensé, escuchando la rápida melodía.
Ignoraba aún que Frundis estaba tan cerca de ahí que bien hubiera podido oír esa misma música en ese mismo instante.
Alcé los ojos al oír un carraspeo. Observé que el protector de la Fogatina se había detenido junto a mí. Se llamaba Temess Gow. Tenía reputación de ser un hombre bastante tranquilo pero, como se había convertido en la sombra de Fladia Leymush, algunos lo criticaban igualmente de manera poco halagüeña tratándolo de cobarde servil.
Me giré hacia él, intrigada, preguntándome si la Fogatina había decidido al fin darnos permiso para volver a nuestro cuarto. Ya era tarde y, con el día completo que había tenido, mis párpados empezaban a caerse del sueño.
El humano llevaba su habitual traje negro. Sus ojos claros y azules se fijaron en los míos. Inclinó brevemente la cabeza y dijo:
—Salvadora, tenemos un regalo para ti. Si eres tan amable, te conduciré hasta ahí.
—¿Un regalo? —pregunté, frunciendo el ceño.
—De Fladia Leymush —asintió.
Como era consciente de que otras personas podían estar oyendo nuestra conversación, no insistí y seguí a Temess hasta una de las entradas. Por los pasillos, unos niños de la edad de Kyisse jugaban, dibujando el suelo con unas tizas de colores y pensé con cierto respeto en las personas que al día siguiente de las fiestas lo limpiaban todo tan eficazmente.
Temess me invitó a entrar en un pequeño despacho donde, a falta de ventanas, brillaba una lámpara mágara que emitía una luz entre blanca y verdosa.
Solté un resoplido ahogado. Sobre el escritorio, en toda su longitud, se encontraba Frundis. Y delante, recién levantado de una butaca, me miraba de hito en hito un Jirio estupefacto.
—Creo que este es el bastón que andabas buscando —dijo Temess, al ver que no reaccionaba.
Con sumo esfuerzo, aparté los ojos de Jirio para posarlos en el humano… y luego en Frundis. Asentí.
—Tiene toda la pinta —murmuré. E inspiré hondo. Aryes me había avisado de que Jirio vivía en Dumblor, entonces, ¿por qué me causaba tanta sensación volver a encontrarme con el joven ternian? Su aspecto había cambiado mucho. Había crecido bastante y parecía haber pasado mucha necesidad. Tímidamente di un paso hacia delante y solté—: ¿Jirio?
Temess nos miró alternadamente, sorprendido. Jirio meneó la cabeza, aturdido.
—¿Qué es esto? —dijo, con una voz mucho más grave que la que conocía—. Shaedra… ¿Eres tú? Pero ¿y la Salvadora…?
Hice una mueca inocente.
—Soy yo —afirmé—. Aryes me dijo que estabas en la ciudad. Pero desgraciadamente no pude ir a verte al Labora… —De pronto, callé y palidecí—. ¿Frundis estaba en el Laboratorio?
Jirio agrandó los ojos.
—¿De qué estás hablando?
—Quiero decir, el bastón, ¿lo habéis encontrado en un laboratorio celmista? —pregunté, dirigiéndome también a Temess.
El humano asintió.
—Lo único que sé es que el inspector mandó el bastón a un laboratorio para que lo examinasen porque pensaba que podía tener sortilegios.
—Y efectivamente, los tiene —completó Jirio. Resopló—. Aún no acabo de creerme que estés aquí. Hace tanto tiempo…
Nos estudiamos con la mirada y al cabo sonreí anchamente.
—Me alegro de volver a verte.
—Y yo —aseguró él con calma. Me hizo un gesto hacia el bastón—. ¿Estás segura de que ese bastón es tuyo? Yo que tú no lo tocaría. ¿De dónde lo has sacado?
—El bastón no es mío, es amigo mío —lo corregí. Me avancé y cogí a Frundis. Un trueno horrísono y chirriante invadió mi mente y lo solté inmediatamente, siseando.
—Te dije que no lo tocaras —carraspeó Jirio—. Llevamos días intentando entender cómo está compuesta la mágara. Incluso he tenido que intervenir en una ocasión porque uno de los profesores casi se queda tieso del susto. Era un poco viejo y tuve que ayudar su corazón a seguir latiendo con relámpagos de electricidad. Me temo que este bastón no puede ser tuyo.
—¿Qué quieres decir? —me alarmé, preguntándome si pretendía robármelo para sus experimentos.
—Que no puedes siquiera tocarlo así que no puedes haber viajado con él. Debes de estar confundida.
Me encogí de hombros y volví a coger el bastón. De nuevo, un sonido inaguantable invadió mi mente y tuve la sensación de que me cruzaban cien lanzas vibrantes cada segundo.
“¡Frundis!”, exclamé. Cogí el bastón entre mis dos manos y me puse a chillar su nombre con toda la fuerza de mi mente. “Maldita sea, ¡Frundis! Soy Shaedra. Ya estás en casa, así que cálmate. Cántame Giriara la cabezona o cualquier otra cosa, pero deja ya de atormentarte.”
La música se desvaneció poco a poco, indecisa.
“¿Shaedra?”, preguntó Frundis. Parecía algo aturdido. “Shaedra, ¿estoy soñando? ¿Eres tú? Creo que he tenido una pesadilla. Hacía muchos años que no tenía una pesadilla tan larga. No he podido ni componer música. ¿Has dicho Giriara la cabezona? Pues claro que voy a cantártela. A menos que no seas Shaedra.”
“Soy Shaedra”, le aseguré con dulzura, acariciándole el pétalo azul y el rojo. “Syu no está aquí, porque no le gustan las fiestas y como es más listo que yo se ha marchado a explorar. Tranquilo, supongo que estar rodeado de investigadores celmistas no debe de haber sido fácil así que no pienses más y concéntrate en la buena música.”
Había empezado a oír una melodía de laúd más alegre. Pronto una voz cristalina y burlona empezó a cantar:
Érase una vez, la planta
de un zapato, de un zapato,
que era la nariz de un pato.
Bajo una frente titánica,
unos ojos de llorona:
los del pueblo la llamaban
Giriara la cabezona.
Solté un suspiro aliviado y dejé de apretar el bastón con tanta fuerza. Frundis estaba en plena catarsis y era mejor dejarlo cantar todo lo necesario antes de hacerle cualquier pregunta seria.
Cuando alcé los ojos, vi a Jirio que me contemplaba atónito. Temess, por su parte, parecía aliviado al ver que no me había ocurrido nada malo.
—Ya está todo controlado —sonreí—. Muchísimas gracias por haberme traído a Frundis.
—¿Cómo lo has hecho? —interrogó Jirio—. Para traerlo aquí, he tenido que envolver la mágara de energía para adormecerla.
Sentí indignación al imaginarme a Jirio aturdiendo inconscientemente a Frundis. ¿Cómo había podido actuar así? No me extrañaba que Frundis estuviese todavía un poco nervioso. Claro que Jirio no podía saber que había estado friendo a electricidad a un músico compositor…
—Como he dicho, el bastón y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —expliqué, evasiva—. Pero la situación está controlada. Ahora me está cantando una canción popular. Todo va bien —repetí al ver que Jirio seguía mirándome, incrédulo.
—Gracias, muchacho —dijo de pronto Temess—. Has cumplido con tu trabajo. Puedes volver a tu laboratorio. Aquí tienes la recompensa.
Le tendió al ternian una pequeña bolsa llena de kétalos. Fruncí el ceño.
—¿Cuánto es eso? —pregunté.
Jirio, con un gesto incómodo, cogió el dinero.
—Doscientos kétalos —contestó.
—¿Doscientos? ¿Por un bastón como Frundis? Es un insulto —afirmé.
—Verás, Shaedra… —Jirio carraspeó, echó una ojeada hacia Temess y preguntó—: ¿Puedo hablar un momento con la Salvadora? Nos conocimos en la Superficie. Somos amigos.
Temess negó con la cabeza y suspiré.
—Temess, por favor —dije con una cara implorante—. Me encantaría hablar con él en privado.
El humano nos obervó un momento en silencio.
—Sólo unos minutos —decidió.
Le sonreí.
—Gracias.
Salió de la habitación. Durante unos segundos, reinó un silencio total. Luego, Jirio se acercó a mí lentamente, como con timidez, y me cogió de los hombros.
—Todavía no salgo de mi asombro —admitió—. ¿Qué haces tú en los Subterráneos?
—Podría hacerte la misma pregunta —repliqué—. ¿Por qué no estás con tu hermano Warith?
Su rostro se ensombreció y dejó caer sus manos, apartando los ojos de mi mirada inquisitiva.
—Soy un fracasado —declaró, con un enorme suspiro—. Pero tengo mis principios. No pude soportar a Warith. Me fue totalmente imposible.
—¿Por qué? —pregunté, aun intuyendo las razones.
—Cuando me despedí de ti y volví a casa, Warith estaba luchando contra sus administradores porque decía que le estaban robando su dinero. Quiso que yo me ocupara de denunciarlos y de sanear sus cuentas. Estuve seis meses enteros intentando ayudarlo. Luego uno de los consejeros le convenció a Warith de que yo estaba falsificando las cuentas y mi hermano me encerró en su calabozo.
Palidecí, aterrada.
—¿Tu hermano te encerró en un calabozo?
—Como lo oyes —asintió—. Al de un mes vino a liberarme y se disculpó. Otro de los consejeros le había dicho que el primero le había mentido y Warith ahorcó a este en la plaza, delante de todos, sin juicio ni nada, ¿te das cuenta? Pero como tiene tanto dinero, todos los consejeros se las apañaron para que no se difundiese la noticia. Luego… hubo más historias y… finalmente huí del castillo y, por una serie de casualidades, acabé en un laboratorio celmista de Dumblor.
Agité la cabeza, pasmada.
—Vaya —dije—. Esto es… terrible.
Jirio sonrió.
—No tanto. Pero la vida en Dumblor tampoco es ideal. Y reconozco que empiezo a hartarme de tantos experimentos. Me he dado cuenta de que con todo lo que sé, podría ganarme la vida fácilmente. —Le devolví la sonrisa, aprobadora—. Tan sólo necesito un poco de dinero para empezar. Por eso he estado ahorrando durante estos últimos meses y… estos doscientos kétalos los voy a utilizar para salir de Dumblor, volver a la Superficie y emprender un negocio de lámparas mágaras de calidad.
—Es una buena iniciativa —reconocí—. Pero yo habría pensado que esos doscientos kétalos irían al laboratorio.
Jirio se sonrojó.
—Los laboratorios tan sólo venden los objetos fabricados por sus trabajadores. No venden mágaras encontradas. En realidad… me contactó una persona y me dijo que alguien estaba interesado por recuperar el bastón.
Resoplé.
—¿Así que robaste el bastón del laboratorio? ¿No es algo arriesgado?
—Lo es —confesó—. Pero todos confían en mí. Y todos piensan que soy un iluminado que en su vida tendría iniciativa como para robarles algo. Aún siento cierta vergüenza por lo que he hecho, pero necesitaba este dinero para marcharme. Shaedra, realmente, no solamente soy un ladrón, soy un maleducado: si es que no te dejo hablar. ¿Cómo es que de repente te has convertido en la Salvadora de la última Klanez? Todo el mundo en Dumblor habla del asunto. Y yo que creía que estarías estudiando en Ató.
Miré hacia la puerta. No tenía mucho tiempo para hablar con Jirio, lamenté.
—En realidad, llegamos a Dumblor un poco por accidente —admití—. Acabamos en la cárcel tontamente y cuando los guardias se dieron cuenta de que Kyisse tenía algo que ver con el castillo de Klanez, se inventaron todo este cuento de los Salvadores. Mira, si quieres, yo puedo darte parte del sueldo que nos da el Consejo. Por el momento no necesito nada, nos dan comida y vivimos como dioses —le aseguré, poniendo los ojos en blanco.
—Imposible —se negó él—. Antes le pediría dinero a Warith que a un amigo. Ya he visto con demasiada claridad los daños que puede causar el dinero en una persona.
Jirio, a pesar del tiempo transcurrido, no había cambiado, pensé. Seguía siendo una persona indecisa, pero de buen corazón. Me encogí de hombros.
—Creo que tienes una opinión equivocada. Te propongo un trato. Yo te doy cien kétalos más, que es lo único que tengo por el momento, y cuando lo necesite, tú me harás otro favor. Las cosas funcionan mucho mejor así —le expliqué, sincera.
Jirio me miró con cara sorprendida, reflexionó y luego asintió.
—Necesitaré más dinero si quiero comprar material de calidad para mis lámparas.
—Entonces trato hecho —concluí—. ¿Y cuándo piensas irte?
—Todavía tengo unas cuantas cosas que hacer pero… —Vaciló—. Quizá en un mes acabe.
—¿Acabar el qué?
—El proyecto que estoy llevando a cabo con otros especialistas. Verás, se trata de modular la materia para que ésta alcance un equilibrio energético resistente y durable. Un poco como lo que les sucede a las reliquias —explicó, entusiasmado—. Hemos hecho los cálculos y la teoría la tenemos más o menos clara. El problema es que por el momento no conseguimos aplicarla bien en los materiales que hemos elegido. —De pronto, se golpeó la frente con una mano—. ¿Ves? Este último año me he pasado tanto tiempo con estos temas que cuando empiezo a hablar, siempre tengo que sacarlos.
—Al menos parece gustarte lo que haces —comenté.
—Sí, y mucho. Pero no me acaba de convencer el funcionamiento del laboratorio.
—Lo sé. Aryes estuvo trabajando como voluntario durante unos días y me dijo que, aunque algunos investigadores parecían simpáticos, a los voluntarios los trataban como a simples cobayas.
—Aryes —repitió Jirio, frunciendo el ceño. Su cara se iluminó—. ¡Por supuesto! Ese joven kadaelfo de pelo blanco. ¿Es amigo tuyo?
—Sí. Y… él también es un Salvador ahora —lo informé con desenfado.
Jirio soltó un resoplido.
—¿Aryes, un Salvador?
Enarqué una ceja.
—¿Te parece más normal que yo sea una Salvadora?
En ese momento la puerta se abrió y apareció Temess con Kaota detrás. Por la expresión de esta última, parecía que ambos habían estado discutiendo.
—Ya está bien —declaró Temess. Estaba algo nervioso. Kaota a veces podía impacientar a cualquiera con tal de cumplir su trabajo.
—Temess —dije—. He decidido que el bastón valía más de doscientos kétalos. Quien lo ha traído debería cobrar más.
Temess me soltó una mirada agria.
—De ninguna manera —dictaminó.
—Estoy dispuesta a pagar de mi propio bolsillo, aunque el bastón sea un regalo de Fladia Leymush —repliqué, con tono enfático—. Si no te importa esperar, Jirio, voy a por el dinero.
Temess siguió mi movimiento hacia la puerta con una mirada exasperada.
—Está bien. Voy a hablar con Fladia a ver qué se puede hacer.
Me detuve y le eché a Jirio una mirada elocuente mientras Temess salía otra vez.
—Espero que no te estés atrayendo problemas —suspiró Jirio.
—Tengo ya demasiados como para que uno más me preocupe —repliqué.
Kaota, de pie junto a la puerta abierta, rezumaba un aura de reproche que no me pasaba desapercibida. Jirio sopesó la bolsa de doscientos kétalos y ladeó la cabeza.
—¿No decías que en este palacio vivías como una reina? —inquirió.
Aparté los ojos de los de Kaota y acaricié un pétalo de Frundis para calmarlo: acababa de oír una nota discordante y me preocupaba su estado de ánimo.
—Lo he dicho —concedí—. Pero las reinas también tienen problemas. Sobre todo si no quieren serlo —añadí, por lo bajo.
Jirio agrandó los ojos. Empezaba a entender que no estaba en el palacio por voluntad propia. Lo vi mirar de reojo a Kaota, receloso. Hubo un silencio.
—¿Así que no volviste a Dathrun? —preguntó.
—No. Volví a Ató. Y seguí estudiando. Hasta que…
Me mordí el labio pensativa y Jirio acabó por mí:
—Hasta que hubo problemas. Mm. Es difícil imaginar que alguien que estudia tranquilamente en una pequeña ciudad como Ató se encuentre de pronto en Dumblor encarnando una leyenda tan conocida en los Subterráneos.
—Es difícil —aprobé—. Pero no imposible si se conocen los detalles.
—Desgraciadamente, no tenemos tiempo —replicó Jirio, con una mueca apenada—. Tengo que volver rápidamente, o pensarán que de pronto me he vuelto un vago. El proyecto no espera. —Sonrió levemente pero luego frunció el ceño y añadió—: Será mejor que no comentes nada sobre lo del bastón, ¿eh?
—Yo acabo de recuperar a un amigo y tú al fin puedes tener tu propio futuro: todos ganamos —concluí, divertida.
—Qué irónico. Hace menos de una semana pensé en que algún día iría a Ató a visitar a una ternian con un mono gawalt. Por cierto, ¿dónde está Syu?
—Explorando la zona —contesté, contenta de que se acordara de él.
El silencio cayó sobre nosotros. Teníamos tanta cosa que decir y disponíamos de tan poco tiempo… Sentía como si ambos estuviésemos otra vez en Dathrun, repasando un pasado lejano. La imagen de Jirio andando por el Puente Frío, bajo un cielo azul e iluminado despertó en mí la nostalgia de la Superficie.
—¿Por qué elegiste los Subterráneos? —pregunté, rompiendo el silencio.
Ya se oían unos ruidos de botas por el pasillo. Jirio se encogió de hombros y sonrió.
—Si te lo contase, no me creerías.
En ese instante, Temess entró otra vez en el despacho, con otra bolsa de dinero.
—Aquí tienes, doscientos kétalos más —declaró. Lo noté impaciente de que se fuera ya el ternian y no me sorprendí de que Jirio cogiese rápidamente la bolsa y se acercase a la puerta con presteza. Pasó el umbral y la luz de fuego del pasillo iluminó sus ojos verdes cuando los giró hacia mí.
—Gracias, Shaedra. Te devolveré el favor.
Con el bastón en una mano, no podía hacerle el típico saludo de Ató, de modo que realicé el despido gestual de Dumblor: me toqué el corazón con el puño e incliné la cabeza brevemente.
Con un brillo de sorpresa en los ojos, Jirio me devolvió el saludo y, después de vacilar un segundo, se marchó.
“Pareces triste”, observó Frundis, atenuando su música. “Me suena haber conocido a ese ternian. Pero no recuerdo dónde.”
Por una vez, no contesté, omitiéndole la verdad. Frundis no habría entendido que yo lamentara ver partir a quien le había estado martirizando con sortilegios.