Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre
—A esto se le llama esbinchar, en nuestra tierra —explicaba Yelin, llevándose la mano al pecho, dándole la vuelta y alejándola bruscamente.
—¿Es como desafiar a alguien? —preguntó Aryes.
—Más bien como decirle a alguien que lo desprecias —matizó el muchacho.
Andábamos junto a las mulas, bajando una ancha pendiente de piedra, que bordeaba una enorme caverna oscura.
—Y esto —Yelin se pasó la mano derecha delante de la cara, sin tocarla, de abajo a arriba— es para llamarle mentiroso a alguien. Puede ser en tono broma. En cambio, si lo haces con la mano izquierda, es que le estás reprochando seriamente que no diga la verdad.
—Por Ruyalé —resoplé—. ¿Y cómo hace un manco?
—Pues le da una patada al que le miente —replicó el muchacho, sonriente—. No, hombre, los gestos son un complemento que usa la gente de cuando en cuando. Aunque tengo entendido que en Dumblor son más importantes que en Meykadria. En fin. De ahí a que yo conozca todos esos gestos… Mirad, se me olvidaba. —Se cogió el brazo izquierdo con la mano derecha—. Esto es para que nadie te hable mientras estás ocupado. Y esto —cruzó los antebrazos delante de él con una sonrisilla— es para largar a la gente molesta.
Eché un vistazo a Spaw. Este seguía la conversación sin mucho interés y supuse que sabía más de lo que aparentaba sobre el tema. Nos había pedido que no dijéramos a nadie que se había criado en los Subterráneos. Alegaba que no quería que se interesaran demasiado por él. Podía entender sus reservas, sobre todo si había vivido en alguna comunidad de demonios. Era mejor no arriesgarse a abordar un tema relacionado con estos últimos.
Pero para los que no teníamos ni idea, o poca, de las sociedades subterráneas, Yelin tenía una conversación absolutamente fascinante. Nos contó anécdotas divertidas que había escuchado en la taberna, nos habló de los sucesos de Dumblor, repitiéndonos las palabras de su hermano Chamik el biólogo como si fueran suyas, y hasta nos enseñó varios trucos para reconocer el tipo de roca que íbamos pisando. Así, aprendí a reconocer la rocaleón, que era una de las rocas más típicas de los Subterráneos ya que se trataba de la roca que, según Yelin, creaba el aire para respirar y lo liberaba. Supuse que el proceso sería más complicado, pero en eso Salkysso hubiera podido darme lecciones: siempre le habían encantado los objetos con ciclos regenerativos, como el Nashtag. Fue con estos pensamientos que recogí un pequeño pedazo de rocaleón para, en un futuro quizá no tan lejano, regalárselo a mi compañero kal. En cualquier caso, me alegró saber que, de ahora en adelante, era capaz de identificar la rocaleón.
Llevábamos tres días viajando, y tan sólo nos habíamos cruzado con una pandilla de escama-nefandos que fue aniquilada por los guardias de la caravana. La única que estaba de mal humor era Drakvian. Apenas hablaba y cada vez que le preguntaba yo si se encontraba bien, resoplaba, se encogía de hombros y no solía contestarme. Entendía que estuviese nerviosa, pero mientras nadie le viese la cara y los colmillos, no tenía por qué guardar silencio. Su voz, aunque siempre me había sonado algo discordante, no tenía nada que pudiera llevar a la gente a sospechar algo. ¿Quién se hubiera imaginado que en una caravana llena de saijits y mulas se encontraría una vampira?
“Y dos demonios”, apuntó Syu.
“Cierto”, sonreí.
“Y un compositor de primera categoría”, agregó Frundis.
“Y un gawalt insuperable”, replicó Syu, entre dientes.
“¿Insuperable en qué?”, repuso Frundis con un tono mordaz. “Porque desde luego en canto no eres precisamente…” Carraspeó, dejando delicadamente que cada uno interpretase libremente cuál era su opinión sobre los dotes musicales de Syu.
El mono gawalt, que, a falta de árboles, había decidido pasearse de mula en mula, soltó un bufido y la mula sobre la que estaba lo imitó de manera más ruidosa.
“Ambos sonidos me han sonado muy parecidos”, observó Frundis con tono científico.
Syu volvió a bufar y uno de los conductores de la caravana echó una ojeada preocupada hacia el animal de carga, mientras el mono saltaba discretamente a mi hombro.
“Reconozco que los gawalts somos mejores corredores que cantantes. Y admito que prefiero viajar contigo que encima de una mula”, me dijo al fin, con tono zalamero. “¿Puedo?”
No pude evitar sonreír.
“Puedes.”
* * *
Nos detuvimos una vez que hubimos llegado abajo de la enorme pendiente. La roca se convirtió en una arena pálida y fina.
—Aquí, antes, había un lago —explicó Asten, al ver que la observábamos, sorprendidos—. Pero se abrió una grieta y el agua acabó filtrándose en el suelo. Ahora tan sólo queda un riachuelo.
De hecho, se oía el ruido cristalino de unas aguas contra la roca y no tardamos en encontrar el pequeño manantial. No había ni rastro de vegetación en esa explanada de arena. Y, junto a la fuente, tan sólo vimos una pequeña planta que causó sensación entre la gente.
—Es una shaldia —nos dijo Yelin, mientras los demás realizaban un gesto extraño, llevándose el puño a la frente—. Es la planta de Islimya.
—¿Islimya? —repetí, tratando de recordar. Me sonaba mucho el nombre pero…
—Es la diosa de la Muerte —me susurró Aryes.
Agrandé los ojos mientras Yelin meneaba la cabeza.
—Es reconfortante pensar que no todos conocen a Islimya —declaró, burlón.
—¿Y, para los etíseos, significa algo ver una shaldia? —inquirí, intrigada.
Yelin se encogió de hombros.
—La shaldia es lo que utilizan los sacerdotes para comunicar con los Grandes Espíritus y pedirles consejo —contestó—. Pero, para todo aquel que no es un sacerdote, ver una shaldia… no presagia nada bueno. Muchas leyendas lo prueban. Y por eso la gente hace este gesto —dijo, llevándose el puño a la frente—. Para resguardarse de las desgracias.
Por culpa de la shaldia, todos los caravaneros y los guardias se negaron a beber del manantial y siguieron utilizando las cantimploras. Ignoraba si tenía algún fundamento aquella creencia o no, y, por prudencia, seguí el ejemplo.
Lénisu se reunió con nosotros para comer, después de haber hablado con Asten. Parecía agitado cuando declaró:
—Dentro de un par de horas llegaremos a la caverna de Dumblor. Y dentro de cinco estaremos en la ciudad.
Vi un destello aventurero brillar en los ojos de Yelin. El viaje parecía haberle incentivado aún más las ganas de hablar y pasamos toda la comida escuchando una de las leyendas que había oído en boca de un anciano que, según él, había viajado por todo el mundo y conocía todas las civilizaciones. Luego, yo le conté la leyenda de la espada de Leshlel, que era una de las más conocidas en Ató ya que el héroe era un joven de Ató, valeroso y bueno, que, en su vejez, se había convertido en Mahir. Mientras la contaba, Frundis intervino en mi cabeza completando la historia con algunos detalles que tuve que añadir para que quedara satisfecho.
Dos horas después de haber retomado la marcha, desembocamos efectivamente en una inmensa caverna que me dejó anonadada. Había luz un poco por todas partes, en las innumerables columnas que partían desde el lejano techo hasta el suelo, en las rocas y las paredes… y volaban desordenadamente unas bandadas de kérejats que iluminaban de destellos amarillos el aire que cruzaban. Era un verdadero bosque de roca.
—Impresionante —resopló Yelin, maravillado—. No hay palabra que pueda describir esto.
Kyisse le cogió la mano a Aryes, aprensiva, y soltó:
—Tengo mieto.
Aún no había conseguido enseñarle a diferenciar la “d” de la “t”. En cambio, una de las cosas buenas era que Kyisse empezaba a esforzarse por hablar abrianés.
Ante la afirmación sincera de Kyisse, Aryes intentó infundirle valor y le prometió que no le pasaría nada malo. A veces, Aryes podía adoptar un tono realmente convincente, pensé, sonriente.
Las mulas seguían a un ritmo más lento. Estaban nerviosas. Al de un tiempo advertí que unas criaturas nos rondaban, sin atreverse a atacarnos. Intenté contarlas, sin éxito, ya que se movían velozmente. Una silueta de cuatro patas apareció por un segundo bajo la luz de las antorchas antes desaparecer a todo correr entre las rocas y las sombras.
—Son hawis —susurró Spaw, al ver mi expresión—. Son parecidos a los tigres de las nieves, pero son negros con rayas grises y son más pequeños. Y más rápidos.
—¿Podrían atacarnos? —pregunté.
—Lo dudo. Son demasiado prudentes para meterse con los saijits. Más peligrosas son las criaturas que viven junto a los portales funestos —me aseguró.
Asentí, pero no me sentí más tranquila.
—¿Has dicho tigre de las nieves? —dije entonces, extrañada—. ¿Pero tú ya has visto un tigre de las nieves?
Spaw hizo una mueca y asintió.
—Una vez. En las Tierras Altas. Mi antiguo maestro había domado uno.
Lo miré, alucinada.
—¿Lo había domado? —repetí—. Pero… Yo he visto dibujos de esos tigres. Son enormes. Con colmillos gigantescos…
—Ya. Pero aquel tigre era especial. Era como su hijo. Sé que es difícil de entender —prosiguió, poniendo los ojos en blanco—, pero a mi maestro le encantaban los animales peligrosos.
—¿De ahí sacaste ese espíritu de experimentar las cosas sin importarte el peligro? —pregunté inocentemente, aludiendo a la poción que había probado en Aefna por pura curiosidad.
—No exageres —replicó Spaw con ligereza—. Aún estoy vivo.
Se oyó un aullido semejante al del lobo que repercutió entre las columnas.
—Aún —apoyé.
El techo de la cueva era de lo más irregular, a veces tenía unos metros de altura, a veces no se veía por lo lejano que estaba, y en ocasiones unas estalactitas de formas curiosas y extravagantes decoraban el lugar. Había distintos colores de roca: blanco brillante, azul marino, verde esmeralda… Yelin confesó que nunca había visto tal variedad de rocas y, por una vez, Lénisu demostró que había vivido años enteros en los Subterráneos al nombrarnos los tipos de roca.
En un momento, tuvimos que dar un rodeo prudente al toparnos con el cadáver de un enorme oso que estaban devorando un ejército de arpietas. Sus gritos agudos me produjeron escalofríos hasta que dejamos de oírlos.
En esta caverna era imposible pararse a descansar vista la cantidad de criaturas peligrosas que transitaban. Así que continuamos sin pausas. Yo seguía la fila de mulas observando cómo los caravaneros nos hacían evitar las zonas donde proliferaban las estalactitas, los lugares sin salida, las madrigueras y todos los sitios de los cuales probablemente no habríamos logrado salir con vida. Entonces, me fijé en que la cabeza de la fila acababa de iluminarse extrañamente. Entendí por qué cuando, al llegar a la esquina de una roca, vi una inmensa pared únicamente hecha con piedra de luna que proyectaba una luz intensa. Y, a sus pies, se encontraba Dumblor.
Lo que pisábamos se había convertido en un ancho camino regular, bordeado de columnas esculpidas que mostraban bustos de personas y de animales.
—Son los semi-dioses y los dioses —dijo Yelin, entusiasmado por haberlos reconocido—. Este es Pel. —Señaló un hombre con cara de pez—. Y esta es Kalunzas —añadió—. La diosa del Conocimiento.
Fue enumerando los dioses a medida que avanzábamos y un caravanero, exasperado, le pidió que se callara.
—Deja ya de marear a la gente, Cazadragones. Si estos extranjeros quieren convertirse a la religión etísea, allá ellos, pero por todos los dioses hablas como si tuvieses fuego en la lengua.
Yelin se ruborizó, calló y pasó a observar en silencio las columnas y la ciudad.
Entre las columnas, vi que colgaban unas especies de hilos blancos que se enmarañaban como una telaraña. Palidecí. ¿No sería que efectivamente esos hilos fuesen de una araña gigante? Aunque, a juzgar por el estado, parecían abandonados desde hacía tiempo.
Syu se agitó sobre mi hombro. “Esas lianas no son como las de los árboles, pero podrían valer. ¿Hacemos una carrera?”
Me mordí el labio, pensativa. Era cierto que si esos hilos eran resistentes, podían dar lugar a carreras interesantes, pero…
“Otro día”, le dije. “Ahora, todos los caravaneros nos mirarían. Y no nos tomarían en serio.”
“No te tomarán en serio a ti, porque perderás la carrera”, apuntó Syu, con una risita sarcástica.
“Otro día”, repetí.
Syu soltó un suspiro y dejó mi hombro para explorar él solito aquel entramado de hilos. Me inquietó verlo alejarse tanto y me tentó decirle que volviese. Sin embargo, me contuve.
“Ten mucho cuidado”, le dije.
Pasamos junto a dos torres de guardia antes de entrar en Dumblor. Syu vino a reunirse conmigo en ese instante y advertí la mirada meditativa de Shelbooth al ver aparecer el mono.
El joven elfo se acercó a mí y me preguntó:
—¿Es verdad que conoces las artes celmistas?
—Er… sí. Un poco —dije, con modestia, aunque llevase toda la vida estudiándolas.
—A veces… —vaciló— parece que el mono y tú comunicáis de alguna forma.
—Así es. Por bréjica —mentí.
Los ojos de Shelbooth se iluminaron.
—¡Bréjica! Dicen que es una de las energías más difíciles de controlar.
—Es cierto —dije—. Aunque la energía órica tampoco es nada sencilla. Yo apenas controlo la bréjica. No sabría cómo soltar un sortilegio bréjico para comunicar mentalmente con otras personas.
—Bueno, ¿y entiendes los pensamientos del mono? —se maravilló él.
—Oh sí, y algunos me han abierto el espíritu —confesé con franqueza.
“Deja ya de hablar de mí”, se exasperó Syu, halagado sin embargo.
Entonces pasé a hacerle preguntas a Shelbooth sobre Dumblor y este se olvidó del mono. Al de un rato, Syu preguntó:
“¿De verdad te he abierto el espíritu?”
Se notaba que había estado dándole vueltas al tema. Una sonrisa se dibujó sobre mi rostro.
“Nadie, salvo tú, podría darme lecciones gawalts tan edificantes”, le aseguré.
“Oh”, dijo él, contento.
“Gawalts no sé, pero mis lecciones también son edificantes”, intervino Frundis, ligeramente celoso.
Y entonces entonó una fábula moral con piano y violín, mientras recorríamos una calle ancha e iluminada cubierta de puentes y poblada de gente.