Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre
Sentada en el borde de la ventana del pasillo, contemplaba la ciudad con fascinación. Había subido al piso más alto del albergue el Mago azul, donde nos hospedábamos, y desde ahí alcanzaba a ver el complejo entramado de puentes de piedra blanca y de calles y callejuelas empedradas y superpuestas. Las casas eran todas muy diferentes, tanto en el color como en la estructura. Algunas tenían incluso los muros curvilíneos y otras parecían torres. No había ni una casa de madera. En cambio sí que había árboles y parques, y una hierba azulada, más pálida que la que habíamos pisado en la caverna debajo del Laberinto.
Oí una exclamación de enojo y me giré, con el ceño fruncido. Una puerta se abrió en volandas y salió echando humos un joven enano muy elegante que se dirigió hacia las escaleras a grandes zancadas. Unos segundos después, salió un humano vestido todo de negro. Observó al enano alejarse por el corredor con una sonrisilla maligna. De pronto, se giró hacia mí y sus ojos de cuervo me examinaron de pies a cabeza.
—¿Has estado espiando nuestra conversación? —inquirió, escudriñándome. Al oír su voz ronca me entraron ganas de carraspear.
—No —contesté, totalmente anonadada.
El humano enarcó las cejas y, sin una palabra más, dio media vuelta y se metió en su cuarto. Supuse que aquel humano no hacía cosas muy legales y, antes de que se le ocurriera volver a salir, me di prisa en bajar al cuarto que alquilábamos desde hacía unos días. Pero sólo encontré a Kyisse, sumida profundamente en un sueño. Fruncí el ceño. Tan sólo había estado ausente una media hora y ya se habían ido todos, dejando a Kyisse sola… Entonces se abrió la puerta y Aryes resopló, aliviado, al verme.
—Te he buscado por todo el edificio —se quejó, jadeante—. ¿Dónde estabas?
“Eso, ¿dónde estabas?”, preguntó Syu, haciendo eco a la pregunta y pasando a toda prisa por la puerta para detenerse delante de mí y mirarme con los brazos cruzados.
Puse cara culpable.
—En la última planta. Mirando por la ventana. ¿Se ha caído el mundo sin que yo me enterara?
—El mundo no lo sé, pero Lénisu nos ha pedido que le echemos una mano.
—Admito que eso no suele ocurrir —confesé, rascándome el cuello—. ¿Qué problemas tiene ahora?
—No lo sé. Nos ha pedido que vayamos todos a un local llamado el Zraybo.
Eché una ojeada hacia Kyisse y levanté la mirada al techo. Cogí a Frundis, comuniqué con él unos segundos y lo coloqué entre las manos de la niña. Poco a poco, ella abrió los ojos.
—Buenos días, dormilona —le dije—. ¿Vienes con Shaeta y Aryes? —añadí, tendiéndole una mano.
Kyisse asintió enérgicamente y me cogió la mano. Su corazón brillaba de inocencia y confianza y a veces me preguntaba si no nos estaría hechizando de algún modo.
* * *
—¿Limpiar esto? —se escandalizó Spaw, incrédulo.
Estábamos en un patio desierto y ante nosotros se alzaba un edificio de tres plantas que, por lo visto, estaba abandonado desde hacía años y presentaba un aspecto lamentable.
—Se trata de hacer un favor a alguien que nos lo va a devolver —explicó Lénisu, aunque vista su expresión no parecía que la idea le agradase mucho tampoco.
—¿Y ese alguien es ese comerciante gordinflón e idiota con el que estabas hablando hace un instante, verdad? —inquirió Drakvian, detrás de su embozo. Su carácter avinagrado no había mejorado desde nuestra llegada a Dumblor.
—Exacto. Todo el mundo lo llama el Buscanombres. Si buscas a una persona, este tipo te la encuentra en unos días como mucho.
—Y tenemos que arreglar esta casa ¿antes de que empiece esa búsqueda, o durante? —inquirí.
—Me temo que sólo empezará a buscarlo cuando hayamos acabado —suspiró Lénisu—. Pero no tengo dinero suficiente para pagar sus servicios de otra manera. Nos ganaremos su servicio con el sudor de nuestra frente —declaró con dignidad.
Puse los ojos en blanco.
—¿Y por qué estás tan seguro de que ese amigo que andas buscando está en la ciudad?
Lénisu carraspeó, como si mi pregunta lo molestara particularmente.
—Me extrañaría que se haya ido —contestó simplemente—. A juzgar por lo que veo, el Buscanombres nos ha puesto todo el material necesario para que convirtamos su nueva adquisición en una casa habitable. Manos a la obra, amigos.
Solté un gruñido.
—¿Nueva adquisición? —repetí—. Pero ¿cuánto dinero tiene ese hombre?
Lénisu puso cara resignada.
—Créeme, no le habría dirigido la palabra si no pensase que es el único capaz de encontrar al amigo del que hablo.
Lo miré con escepticismo pero no repliqué. Nos pusimos manos a la obra. Sacamos montañas de polvo, trozos rotos de todo tipo de material, limpiamos armarios muy viejos y bufetes, apilamos tres sacos enormes de lencería mohosa y usada y, cuando el campanario dio las ocho, que era la hora típica de la cena para los habitantes de Dumblor, ya habíamos hecho al menos la mitad del trabajo, aunque, eso sí, estábamos agotados. Yo apenas me tenía en pie. Aryes había utilizado sortilegios óricos para limpiar la fachada de líquenes y musgo. A Spaw le dolía la espalda y Drakvian había hecho prometer a Lénisu que le cazaría algún bicho “con sangre de calidad” como recompensa por su buena labor. Lénisu, por su parte, se había sentado en el banco del patio, delante del montículo de basura, con un largo y profundo suspiro.
—Al menos hoy me he ahorrado una conversación improductiva con Asten —masculló, más para sus adentros que para nosotros.
Asten y su hijo, Shelbooth, venían al Mago azul todas las tardes a hablar con Lénisu. Operaban como un continuo martilleo para sonsacarle información. Esos dos elfos me estaban cayendo cada vez peor. Para huir de esas conversaciones aburridas, los demás habíamos tomado la costumbre de ir a casa de Chamik a visitar a Yelin. El muchacho estaba encantado y repetía todo lo que le había dicho su hermano, de modo que parecía él mismo un experto en biología. Más de una vez habíamos tenido una interesante conversación con Chamik acerca del estudio del morjás. Desgraciadamente, aquel día lo habíamos pasado limpiando una casa de un hombre desconocido que, a juzgar por lo que nos había ido contando Lénisu durante las últimas horas, parecía enriquecerse de las desgracias de los demás.
—Volvamos al albergue —declaró de pronto Lénisu, despertándonos de nuestro sopor—. Recogeremos todo eso mañana.
Nos levantamos con fatiga y salimos del patio. Las calles de Dumblor eran, en su mayoría, bastante estrechas. Estaban cubiertas de puentes y más puentes y en algunos casos las recubría un techo de roca sobre el que, sin duda, se situaba otra calle y otros pisos. Aquella ciudad, en Ajensoldra, hubiera sido impensable. Además, con tantas escaleras angostas y puentes por todos los lados, daba una impresión muy laberíntica.
Como bien me había dicho Steyra, en la academia de Dathrun, las ciudades subterráneas estaban pobladas de saijits: no había ni esqueletos, ni nigromantes, ni monstruos como yo siempre había creído de pequeña. Eso sí, era una cultura totalmente diferente a la de Ajensoldra. La gente era menos abierta y más reservada, aunque luego podías cruzarte con personas que te miraban fijamente hasta incomodarte. Había mucho elfo oscuro y drow, pero también numerosos enanos de las cavernas, humanos, elfocanos, faingals y ternians. Jamás en la vida había visto a tanto ternian.
Para volver al Mago azul tuvimos que cruzar varias calles y bajar muchas rampas y escaleras. Pasamos no muy lejos de la Cámara de Laboratorios y de la casa de Chamik. Cruzamos mercadillos, un parque de robles blancos e incluso un río desde el cual se podía ver la Cascada de Dumblor.
—No sé cómo pueden decir que las ciudades subterráneas andan atrasadas —comentó Aryes—. Según Chamik, aquí hay laboratorios de investigación para todo. Cualquiera diría que los dumblorianos son unos fanáticos de la ciencia.
—Lo único que les falta es un sol de verdad —aprobé, extrañando el astro en el que no paraba de pensar desde que ya no iluminaba mis días.
“Y bosques”, completó Syu. “Aunque admito que las columnas también son divertidas.”
“Me lo vas a decir a mí”, repliqué, recordando aún nuestra última carrera por los tejados y azoteas de Dumblor.
—Es cierto que en algunas ramas tienen una tecnología muy avanzada —intervino Spaw—. Son unos maestros en arquitectura. Y en regadío. Pero en Dumblor especialmente no me parece que la sociedad sea muy sana. Las pocas veces que he tenido que tratar con gente de esta ciudad me han dado la impresión de ser muy desconfiados y poco acogedores.
—A lo mejor tenían razones para desconfiar —terció inocentemente Lénisu.
Spaw puso los ojos en blanco.
—¿Desconfiar de mí? Imposible.
Era curioso ver cómo Spaw y Lénisu tenían más de un punto en común. Uno de ellos era la teatralidad. Y le comuniqué a Syu mi pensamiento.
“Deduzco de eso que tú no eres teatral”, observó el gawalt, con un tono burlón.
—Todos están atrasados —gruñó Drakvian, malhumorada, antes de que le pudiera contestar al mono—. Y unos intolerantes. Que se vayan a freír lechuzas al río, todos con sus sopas incomibles.
Los demás intercambiamos miradas elocuentes y solté una risita.
—Se dice «freír sapos», no lechuzas, Drakvian —la corregí.
—Bah, qué importa. Ahora para mí una lechuza sería como una bendi…
—Ya, ya, ya sabemos —la cortó Lénisu—. Mira, estamos todos cansados y vamos a dormir, pero luego te prometo que voy a llevarte el mayor manjar de tu vida.
Los ojos azules de Drakvian se posaron sobre él, escépticos.
—Deberías dejar de prometer insensateces —replicó—. Vale que estoy acostumbrada con el maestro Helith pero…
—Yo que tú no iría hablando de él en esta ciudad —la interrumpió otra vez mi tío con paciencia—. Dumblor tiene cuatro orejas en cada muro.
—¿Eso es una expresión? —inquirí, interesada.
—Pues… no lo sé. Pero no la he inventado yo.
Poco después, llegamos al albergue. Aunque otros lo llamarían pensión. El Mago azul era uno de esos establecimientos que alojaban a muchísimas personas: estudiantes, comerciantes y viajeros, jóvenes elegantes acompañados de bellas mozas, o gente sospechosa, como aquel hombre vestido de negro al que había visto aquella mañana. Era como un pueblo con cuartos y corredores sencillos iluminados por lámparas de naldren. Pasamos por una de las entradas y llegamos delante de nuestro cuarto. Número ochenta y siete.
Lénisu se giró hacia mí.
—¿Tienes la llave, no?
Agrandé los ojos y luego me giré hacia Aryes. El kadaelfo abrió la boca, la cerró y buscó en sus bolsillos.
—Er… —dijo.
—Aryes, ¿no me digas que la has perdido? —se impacientó Lénisu.
—Si la has perdido, ya sé por qué hablabas de ese mayor manjar de mi vida, Lénisu —apuntó Drakvian—. A lo mejor no estabas tan lejos de la verdad…
Aryes soltó una carcajada.
—Era broma —carraspeó, sacando la llave—. Lo siento, sé que no tiene gracia. Pero mi hermana me lo hacía siempre.
Puse los ojos en blanco, divertida, mientras los demás mascullaban por lo bajo. Una vez entrados en el cuarto, sentimos otra vez el agotamiento pesar sobre nosotros y nos contentamos con comer algunas galletas que había comprado Lénisu y pan con queso antes de caer dormidos en nuestras camas como rocas.
* * *
Desperté. Abrí los ojos. El cuarto era pequeño, pero así y todo había seis camas algo mohosas donde dormían aún todos… Lénisu se agarraba a su almohada, Spaw parecía no haberse movido un centímetro en toda la noche, Drakvian dormía con las manos sobre el vientre, muy formal, Aryes parecía estar a punto de caer de la cama y… Me enderecé bruscamente. ¿Dónde estaba Kyisse? La cama estaba vacía.
Paseé otra vez la mirada por el cuarto y resoplé discretamente. Syu tampoco estaba. Cogí a Frundis.
“¡Frundis!”, dije, preocupada.
El bastón apagó su dulce música adormecida.
“¿Qué ocurre? Ya no se puede dormir tranquilo”, bostezó.
“Syu y Kyisse han desaparecido”, declaré.
“Se habrán ido a dar una vuelta, qué quieres que te diga”, masculló el bastón. “Es una cosa buena que tiene un bastón: no suele abandonar a su portador, en cambio un mono gawalt…”
“Frundis”, dije pacientemente. “Que Syu esté con Kyisse es un punto bueno.”
“Mmpf. Si lo dices.”
Abrí la puerta y eché un vistazo. No vi a nadie por el corredor.
—¿Shaedra? —dijo la voz de Lénisu detrás de mí.
—Kyisse se ha ido sola con Syu —expliqué. Dumblor era una ciudad peligrosa. No podía una niña de menos de diez años dar vueltas por ahí solita acompañada por un mono gawalt.
—Maldita sea, ¡cierra esa puerta! —exclamó la vampira, tapándose con las mantas.
—Voy a buscarla —declaré, y cerré la puerta detrás de mí.
Estaba ya llegando al final del corredor cuando Lénisu y Aryes salieron precipitadamente del cuarto y me dijeron que los esperara.
—No debe de estar muy lejos —afirmó Lénisu, cuando me hubieron alcanzado.
Bajamos las escaleras hasta una de las entradas y, al no verla por ningún sitio, decidimos separarnos para recorrer todo el edificio y los alrededores. Aryes siguió bajando, Lénisu salió del albergue y yo subí hacia las plantas superiores. Llegué a la última planta… Y nada. Con un suspiro preocupado, volví a bajar y me topé con Drakvian. Desde que estábamos en Dumblor había perfeccionado su atuendo para ocultar su rostro y ahora un velo negro ocultaba todo su rostro, salvo sus ojos azules. Me recordaba a esos peregrinos provinientes de las Llanuras de Fuego que había visto subir hasta el Santuario de Aefna.
—¿Nada por ese lado? —preguntó.
Negué con la cabeza. En ese momento apareció Syu, subiendo a toda prisa las escaleras por la barandilla.
“¡Shaedra! Lénisu dice que vengas.”
Lo miré, asustada.
“¿Ha pasado algo?”
Syu me dedicó una amplia sonrisa.
“Kyisse y yo hemos ido a un parque con árboles. Echaba de menos los árboles tanto como yo”, me reveló. “Y nos hemos encontrado con una cabra”, añadió, con una mueca de mono. “Y parece que Kyisse le ha cogido cariño.”
—¿Kyisse se ha encariñado con una cabra? —resoplé, atónita.
Los ojos de la vampira se iluminaron y le solté una mirada de aviso.
—¿Qué? —replicó ella—. No he dicho nada.
Sin embargo, me imaginé cómo se relamía detrás de su velo, sedienta.
Fuimos en busca de Aryes y Spaw, y Syu nos guió hasta donde estaban Kyisse y Lénisu con la cabra. Sin embargo resultó que la cabra ya no estaba ahí y Kyisse parecía decepcionada tanto como Drakvian.
—Se la ha llevado el dueño —explicó Lénisu—, y créeme, seguro que está muy feliz —añadió, dándole palmaditas reconfortantes a Kyisse sobre la cabeza.
De vuelta a nuestro cuarto, intentamos explicarle a Kyisse que tenía que tener más cuidado y que en Dumblor había personas tan malas como los hobbits aquellos que vivían cerca de su torre. Pareció haber entendido la lección porque asintió varias veces y dijo que quería salir de Dumblor e ir al castillo de Klanez.
No habíamos acabado de desayunar cuando llamaron a la puerta.
—Oh, no —gruñó Lénisu, al abrir la puerta.
—Me insultas, amigo mío —replicó Asten—. Hoy no he venido a hablarte de lo que tú ya sabes.
El rostro de Lénisu se distendió de inmediato.
—Entonces pasa y desayuna con nosotros, amigo.
En cuanto vio nuestras escasas reservas de comida, Asten se contentó con picotear una galleta.
—No voy a volver a Meykadria —declaró, en un momento—. Me voy a quedar aquí, en Dumblor. He encontrado un trabajo como guardaespaldas, como me venían prometiendo los Monjes de la Luz desde hacía tiempo.
—Vaya —dijo Lénisu, sin mostrar mucha sorpresa sin embargo—. ¿Y guardaespaldas de quién?
Asten sonrió, satisfecho.
—De la mujer de un miembro del Consejo. Tiene dieciocho años y es delicada como una flor. Me da a mí que el consejero me contrata para que vigile a su esposa. No es el mejor trabajo que podía encontrar, aunque me pagan más de ciento veinte kétalos a la semana. —Agrandé los ojos. Ciento veinte kétalos era un buen sueldo—. Pero luego están los gastos. En realidad, en la práctica, le tengo que pagar a la esposa todos sus pequeños gastos. Aunque se supone que me los reembolsan —carraspeó, escéptico—. Bueno, ¿y vosotros? ¿Habéis encontrado algún trabajo?
Le miramos todos a Lénisu y este hizo una mueca, molesto.
—Estamos en ello —contestó vagamente.
Asten entornó los ojos, suspicaz.
—Eso me da mala espina. ¿No estarás haciendo algo ilegal?
—¡Mira quién habló! —exclamó riendo mi tío.
Asten se ruborizó y se encogió de hombros, levantándose.
—En cualquier caso, que sepas, Lénisu, que me ha alegrado mucho volver a verte. Y si piensas quedarte más tiempo en Dumblor, no dudes en acudir a mí si precisas algo. Ya sabes dónde está el Palacio del Consejo.
Lénisu enarcó una ceja.
—¿Duermes ahí?
—Ajá. Desde ayer. A Shelbooth, como no lo han contratado, está intentando encontrar trabajo en algún comercio.
—Lo cierto es que no le veo a tu hijo vendiendo zapatos —se burló Lénisu—. Me alegro de que al fin los Monjes de la Luz se hayan dignado a darte un trabajo.
Asten lo miró con paciencia.
—En Dumblor, si no formas parte de una de sus cofradías, no encuentras trabajo nunca —le aseguró.
Entonces nos despedimos de él y se marchó.
—Guardaespaldas. Qué ideas —dijo Lénisu. Una leve sonrisa flotaba en sus labios. Entonces se apercibió que todos estábamos como esperando algo y se levantó de un bote—. Venga, moveos. Nos queda trabajo para arreglar la querida casa del Buscanombres.
Terminamos de limpiar la casa y de recoger todos los escombros. Al día siguiente, el Buscanombres comenzó a indigar el paradero del amigo de Lénisu y, entretanto, nos dedicamos a buscar trabajo para sustentarnos: se nos habían acabado las reservas de comida y teníamos que pagar cuarenta kétalos a la semana para el cuarto. No era excesivo, era más bien increíblemente barato, pero para nosotros aquello era impagable. Teníamos que encontrar a alguien que quisiera contratarnos, fuese cual fuese la tarea. Lénisu se había negado a vender su espada y le había hecho prometer a Aryes que no se desharía de su cimitarra. Por lo demás, yo había regalado a Yelin el libro de Wigy, para que descubriese un poco la cultura de la Superficie, ya que parecía estar realmente interesado. Estaba segura de que difícilmente iba a poder vender mi cancionero y el poemario de Limisur. Y, a menos que empeñase las Trillizas, cosa que me parecía del todo indigno, no tenía nada más con lo que podía sacar dinero. Finalmente, todos habíamos llegado a una conclusión: alguien tenía que trabajar.