Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre
Resultó que Asten formaba parte de la guardia del pueblo minero de Meykadria, además de ser un viejo amigo de Lénisu. Aunque, como él decía, llevaba ahí más de un año y estaba más que harto de aquel lugar tedioso.
Meykadria era un pueblo extraño. El suelo de la caverna estaba poblado de setas multicolores y de trozos de roca dentro de los cuales estaban incrustadas unas piedras de luna que iluminaban tenuemente la caverna. Alrededor, las casas se amontonaban contra las paredes, como pequeños nidos. Muchas ni siquiera tenían puertas.
—Casi todos los mineros vienen de Dumblor —nos explicó Asten, después de habernos invitado a una comida en una taberna llamada el Calavareta —. Desde que estoy aquí, lo que he hecho es básicamente mantener el orden entre los habitantes. Aunque se supone que formo parte de las patrullas, pero aquí no vienen ni los lobos, ni las arpías, ni nada. En fin, basta de historias. Por Goyfras, dime cómo demonios has acabado aquí, Lénisu. ¿Qué es eso del Laberinto?
Sentados a una mesa de la taberna, comíamos mientras Lénisu y Asten hablaban animadamente, poniéndose al día. Drakvian, el rostro embozado casi completamente, estaba sentada, sin comer bocado, fingiendo estar ligeramente enferma. Me maravillaba el coraje de la vampira ya que cualquier desliz podía costarle la vida.
Kyisse, por su parte, bebía su sopa ruidosamente y tuve la sensación de volver atrás en el tiempo cuando le enseñé a utilizar una cuchara correctamente: Wigy había hecho lo mismo conmigo, antaño. Kyisse nunca había probado la carne y, cuando encontró trozos en su sopa, los fue repartiendo entre mi plato y el de Aryes hasta que le dijimos que probase al menos, para ver cómo sabía. Cuando vi su mueca, temí que lo escupiese todo en la mesa, pero afortunadamente se contuvo. Tragó y declaró en tisekwa que nunca más comería carne. No pude reprimir una sonrisa divertida ante su expresión decidida.
La taberna rebosaba de actividad. Los clientes, casi todos mineros, hablaban con vozarrones alegres que llenaban todo el establecimiento. Sentado junto a nosotros, un joven guardia escuchaba con atención respetuosa las palabras que intercambiaban Lénisu y Asten. No me costó mucho entender que se trataba del hijo de este último ya que tenía la misma cara y el mismo cabello gris y ondulado.
En un momento, advertí el movimiento nervioso de la vampira y decidí interrumpir la conversación.
—Si nos quedamos aquí a dormir, podríamos pedir un cuarto —propuse—. Estamos todos muy cansados después de tanto túnel.
Lénisu asintió y, sin saber yo exactamente de dónde las había sacado, me tendió unas monedas.
—Que durmáis bien.
Nos levantamos y saludé a los dos guardias a la manera de Ató.
—Gracias por la comida y la acogida —dije con sinceridad.
Asten me miró, asombrado.
—De nada —contestó, esbozando una sonrisa—. Que Amzis os acompañe en vuestro sueño.
Mientras nos dirigíamos todos, menos Lénisu, hacia el mostrador, me pregunté si Goyfras y Amzis eran dioses de la religión káubara o etísea. Repasando de memoria los libros de religiones que había leído, al estudiar la temática con el maestro Yinur, me di cuenta de que había logrado mezclar en mi cabeza los dioses de ambas creencias de los Subterráneos. Ya me imaginaba Marelta diciendo que, de todas formas, todos eran unos herejes nigrománticos.
El tabernero, un caito de cara arrugada y jovial, nos atendió enseguida y llamó a su hijo, un niño de ojos astutos y de andar seguro que nos acompañó hasta dos cuartos de tres camas. Spaw y Aryes se metieron en una y Drakvian, Kyisse y yo en la otra. No me esperaba encontrar un cuarto muy limpio y por eso me sorprendí al ver el interior.
—Vaya, parece que ha pasado Wigy por aquí —comenté.
—¿Quién es Wigy? —preguntó el hijo del tabernero, mientras nos tendía la llave del cuarto.
—Mi hermana —expliqué—. Allá por donde pasa, lo deja todo limpio.
El niño sonrió y hundió las manos en los bolsillos.
—Pues entonces mi hermana se parece a la tuya —concluyó—. ¿No venís a trabajar en las minas, verdad?
—No. Estamos de paso.
El niño echó un vistazo hacia el pasillo y adiviné sus pensamientos: quería saber más de nosotros, pero no quería que su padre lo culpase de molestar a los clientes.
—¿Es verdad que venís de la Superficie? —preguntó al cabo. Sus ojos brillaban de curiosidad.
—Sí, er… en realidad, hemos acabado aquí por una serie de accidentes —dije, sin adentrarme en los detalles.
—Ya —contestó él. Su mirada se detuvo un instante en Kyisse y luego en la vampira encapuchada y embozada. Advertí sin dificultad su aire intrigado—. No os molestaré más —declaró, sin embargo—. Que descanséis bien en el Calavareta. ¿A menos que queráis antes un baño? —dijo de pronto.
Agrandé los ojos, miré mi ropa sucia y asentí con una sonrisa humilde.
—Sería una buena idea, gracias.
—Enseguida mando a Kabe, os llevará los cubos de agua caliente.
Salió, cerrando la puerta. Oímos sus pasos alejarse. Se paró para proponerles también un baño a Spaw y a Aryes y se marchó. Al fin Drakvian soltó un suspiro y se despejó la cara.
—¿Qué les han hecho los vampiros a los saijits para no poder ni enseñarles la cara? —gruñó.
—¿Vampiro? —dijo Kyisse, señalándola con el dedo.
Drakvian la miró, pestañeando, y al cabo dijo:
—Sí. Vampira. —Me miró de reojo—. Por cierto, ¿no crees que habría que enseñarle a Kyisse a no hablar demasiado?
Eso no lo había pensado, me di cuenta, mirando a la niña de ojos dorados sentarse en una de las camas.
—Se lo comentaré —le aseguré.
Con los cubos de agua caliente llegó un hombre macizo que parecía tener sangre de sajigante en las venas. A pesar de eso Kabe tuvo que hacer tres viajes para llenar la bañera que había en una esquina del cuarto, no muy lejos de la ventana. Mientras duraron sus trayectos, Drakvian tamborileaba con sus manos, encapuchada. Kyisse se caía de sueño y yo había empezado a leer otra vez el cancionero que Laya, Ozwil y yo habíamos escrito.
—¿Pero cuántos libros llevas en tu mochila? —preguntó Drakvian, sorprendida.
—Pues… Tres —contesté—. El de Wigy, el de la Niña-Dios y este cancionero.
—¿Para cuándo montas una biblioteca ambulante? —inquirió ella.
Levanté los ojos hacia el techo.
—Voy a bañarme —declaré.
Una vez que estuvimos las tres limpias, les leí poesías de Ató hasta que ambas se durmieran. Entonces dejé a Frundis junto a la cama y, metida entre las mantas, concilié rápidamente el sueño. Syu, bostezando, no tardó en seguir mi ejemplo.
Y afortunadamente, no soñé con túneles, sino con Ató. Estaba de vuelta, como si nunca hubiese cambiado nada desde mis años de nerú. Suminaria nos daba una lección sobre las energías. Aleria me recomendaba un libro con aire persuasivo. Y, cuando todo iba bien, de pronto Kwayat aparecía y me pedía que lo siguiese y que no intentase volver a ver nunca más a ningún saijit.
Desperté oyendo voces en el pasillo. Era de noche, me fijé, medio dormida. Y entonces recordé que estaba en los Subterráneos y que ahí siempre parecía de noche. Por la ventana, se infiltraba una luz que lo iluminaba todo de manera más profusa que la Luna, la Gema o incluso la Vela.
En ese momento, oí unos golpes contra nuestra puerta.
Me levanté, desperté a Drakvian sacudiéndola sin miramientos y le hice un gesto para que se escondiese debajo de las mantas. Entonces, abrí la puerta.
Eran Spaw y Aryes. Entraron en nuestro cuarto dándonos los buenos días y los miré, extrañada, al verlos algo turbados. Una vez hube cerrado la puerta, pregunté:
—¿Qué ocurre?
—Lénisu está desayunando —declaró Spaw.
—Ah —dije—. Entonces, entiendo perfectamente que estéis alarmados. Va a gastar todos los kétalos que tenemos con varios desayunos seguidos, y nos quedaremos en ayunas —suspiré, fingiendo resignación. Los miré a ambos y puse los ojos en blanco—. Decidme, ¿qué ocurre?
—Tu tío —empezó a decir Aryes, vacilante— ha pasado la noche hablando solo.
Enarqué las cejas.
—¿En serio? Y ¿qué hay de malo en eso?
Aún recordaba al maestro Dinyú recitando poemas dormido.
—Nada —aseguró Aryes—. Pero… sus palabras eran cuando menos inquietantes.
—Ha estado repitiendo una y otra vez la palabra «asesinado» —explicó Spaw—. Y nos preguntábamos, Aryes y yo, si sabíamos quién era Lénisu de verdad.
—A lo mejor es un asesino —se rió Drakvian, muy divertida.
Me puse lívida.
—Tonterías. Lénisu es una buena persona.
—Yo también lo soy —terció Spaw, burlón—. Y así y todo soy un templario.
—¿Un qué? —preguntó Aryes, alarmado.
—Ya te lo explicaré más adelante —aseguró el demonio, encogiéndose de hombros—. Me parece que Lénisu debería darnos más explicaciones sobre sus actividades reales. Si habla en sueños, no creo que tenga la conciencia tranquila.
Solté un inmenso suspiro.
—Tenéis razón. Habría que pedirle que nos explique las cosas más claramente. ¿Vamos a desayunar?
—¡Buenos tías! —exclamó Kyisse, enderezándose sobre su cama, risueña, después de haberse frotado los ojos para escapar al sueño.
La observé, sonriente.
—Esta pequeña habla cada vez mejor abrianés —constaté, con tono aprobador.
Abajo, en la taberna, todo estaba bastante tranquilo. Lénisu, sentado a una mesa, engullía sin duda su segundo desayuno: dos huevos fritos y pan con mermelada de bayas.
—¿Qué tal habéis dormido? —nos preguntó, mientras nos sentábamos a la mesa.
—Fenomenal —contesté. Y entonces les conté mi sueño, exceptuando la última parte en que aparecía Kwayat.
—Si empiezas a sentir nostalgia por Ató… —Lénisu resopló—. Estamos lejos de subir a la Superficie, me da a mí. Asten me dijo que la zona de los túneles que acabamos de cruzar es realmente un laberinto. Al parecer, muchos exploradores han intentado dibujar un mapa de esos túneles, pero con poco éxito. El único camino más o menos seguro es el que va a Dumblor. Cogeremos ese. Mi amigo Asten sale dentro de una semana para allá, para proteger una caravana de productos mineros. Lo mejor será acompañarlo. Hasta me ha propuesto pagarme como mercenario. Así haríamos el viaje gratis. ¿Qué os parece?
—Una semana en Meykadria —comentó Aryes, pensativo.
—Podría ser el título de un libro —apunté, divertida, mientras untaba de mermelada un trozo de pan—. O de una canción —añadí, al adivinar los pensamientos de Frundis aunque éste estaba colocado contra la pared—. Por cierto, Lénisu, ¿cómo conociste a Asten?
—Trabajé con él como mercenario. Era en la época en que yo buscaba dinero para volver a la Superficie —explicó—. Antes de que me hiciera cocinero. Es decir, hace ya… bueno, más de cinco años. El tiempo pasa más rápido que un suspiro. Asten es un buen tipo. De lo mejor que hay por estas tierras.
—Por el momento, la gente no parece tan aterradora como nos la pintan los libros de Ató —dijo Aryes.
—¡Ja! —exclamó de pronto una voz arrogante—. Pues aquí todos piensan que los de la Superficie son unos miedicas sin barba.
Todos giramos la cabeza y vimos aparecer al hijo del tabernero, imitando el andar hombruno de los mineros. No debía de tener más de doce años.
—Que los ternians no tengamos barba no significa que seamos miedicas —retrucó Lénisu, poniendo los ojos en blanco—. Aunque confieso que me pareces un chico valiente. Pero no creo que te hayas encontrado con ningún esqueleto en tu vida. Así que no hables con aventureros que saben manejar armas como si fuesen manos propias, ¿mm?
El muchacho no se inmutó.
—¿Un esqueleto? He visto a montones. Y arpías de dos cabezas. Y hasta un día me topé con un dragón de dardos. ¿A que nunca has visto a un dragón de dardos?
—Mil brujas sagradas, los dragones de dardos no viven por esta zona —replicó Lénisu, divertido por la impertinencia de su joven interlocutor.
—Pues por aquí todos coinciden en que yo lo vi. Todos me llaman por ello el Cazadragones.
—¿Ah? —dije, con aire interesado—. Nosotros también hemos cazado a muchos dragones. Aún me acuerdo de aquel dragón de tierra…
—Shaedra, eso fue hace años —replicó Aryes—. Mejor háblale del troll.
—Oh, sí, el troll —aprobé, con una amplia sonrisa.
—Venga ya —replicó el muchacho, incrédulo—. Es de todos sabido que los de la Superficie viven atontados mientras les golpea un fuego en la cabeza. Ni trolls ni dragones. Ahí sólo hay gallinas.
—Veo que tienes un concepto muy alto de las sociedades de la Superficie —carraspeó Lénisu, reprimiendo una sonrisa—. ¿Eres el hijo de Skawin, el tabernero?
El muchacho sonrió, orgulloso.
—Así es. Me llamo Yelin. Y no creáis que desprecio a los de la Superficie. Pero está claro que son unos blandengues. Y lo digo sin querer insultar.
Lo miré con una mueca y percibí la sonrisa contenida de Aryes.
“Tiene un orgullo peor que los gawalts”, observé.
Syu aprobó.
“Ese es un orgullo estúpido. ¿Para qué vanagloriarse de haber visto a un esqueleto o un dragón? Siento decirlo, pero los saijits de los Subterráneos son iguales que los de arriba.”
No pude más que estar de acuerdo con su conclusión.
—Un placer, Yelin —dijo Lénisu—. Espero seguir esta conversación más adelante. Ahora tengo trabajo. Pero no te cortes en preguntarles a mi sobrina y a los demás todo lo que quieras saber sobre los trolls. Que paséis un buen día. Vuelvo dentro de unas horas.
No me atreví a cortarle el paso, pero me dio rabia verlo salir de la taberna sin explicar qué demonios tenía que hacer.
—Yelin, muchacho —dijo Spaw, mientras se abrochaba la capa verde cuidadosamente alrededor del cuello—. ¿No sabrás dónde puedo encontrar a un zapatero que arregle botas?
—Por supuesto. Sigue el círculo hasta que veas una tienda llamada Ezastu y Anelet. Arreglan todo tipo de calzado.
Mientras Spaw se marchaba a arreglar sus botas, Yelin nos propuso visitar la ciudad. Drakvian se excusó y volvió al cuarto, diciendo que iba a dormir un poco más. Aryes, Kyisse y yo seguimos al muchacho.
Nos condujo por unas escaleras que llevaban a decenas de puentes colgantes, por donde pasaban mineros y otros trabajadores. Yelin nos habló de su vida en la taberna, de su hermana, de sus padres, de sus tres hermanos mayores. Y hablaba de estos últimos con especial admiración.
—Uno de ellos es curandero. El otro es sacerdote etíseo. Y el tercero, Chamik, que tiene veintiséis años, es el único que se ha largado de aquí para no volver. O al menos eso es lo que dijo cuando se fue con dieciséis años a estudiar biología a Dumblor. Siempre odió este lugar —añadió, a modo de explicación, señalando con un gesto amplio el pueblo minero.
—¿Y nunca ha vuelto? —pregunté.
—Alguna vez. Para la Ceremonia Familiar. Pero hace dos años que no lo veo.
Y entonces nos explicó que, ahí, en Meykadria, existía una ceremonia en la que, todos los años, toda la familia se reunía: bisabuelos, abuelos, padres e hijos.
—En la última Ceremonia Familiar, hace un mes, éramos veinticuatro —contó Yelin, pensativo, mientras volvíamos a bajar hacia el suelo de la caverna—. Allí, en la Superficie, ¿también se hacen ceremonias?
—Oh, sí —contestó Aryes—. De hecho, hay ceremonias para todo. Pero no hay Ceremonias Familiares, ya que la familia entera vive en la misma casa y sus miembros se ven todos los días.
—¿En serio? —se extrañó Yelin—. Aquí valoramos la intimidad. Cada pareja tiene su casa. Aunque sea muy pequeña. —Frunció el ceño, pensativo—. Pero, en Dumblor, al parecer, hay galerías reservadas para las grandes familias. Chamik, mi hermano biólogo, me dijo cosas increíbles de esa ciudad.
—Nosotros vamos a Dumblor —intervine. Vacilé y añadí—: ¿Sabes si es cierto que hay varios pisos de calles?
Yelin se encogió de hombros.
—Eso me dijo mi hermano. —Se quedó inmóvil un rato, pensativo, y luego agregó—: Siempre digo que me gustaría visitar a Chamik en Dumblor, pero nunca lo hago. Pero esta vez… ya que vais a ir, ¿podría acompañaros?
Aryes y yo intercambiamos una mirada, sorprendidos.
—Pues… Viajaremos con una caravana, dentro de una semana —contesté con cautela—. Pero deberías hablarlo antes con tus padres.
—¡Ja! ¿Mis padres? Seguro que están de acuerdo. Son los primeros en decirnos que nos vayamos de este pueblo perdido porque, si no, nos convertiremos en unos viejos gruñones como ellos —dijo con una amplia sonrisa.
—Takassa ma yartelé sikinaá —pronunció Kyisse con serenidad.
Miré a la niña con aire interrogante, sin haber entendido una palabra de lo que acababa de decir. Y como resultó que Yelin tampoco hablaba tisekwa, no pudimos entender sus palabras hasta que Spaw se reuniese con nosotros a la entrada de la taberna. Le repetí lo que había dicho Kyisse y Spaw sonrió.
—Dice que está maravillada porque nunca había visto tanta vida.
Yelin enarcó una ceja, ocurriéndosele de pronto una idea.
—Pero… ¿Se habla tisekwa en la Superficie? ¿La niña no viene de ahí? —preguntó.
—No, nos la encontramos en el camino —expliqué, mientras entrábamos en la taberna. Ahí nos esperaban Lénisu y Asten, sentados frente a unas jarras de camún.