Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre
Agazapada detrás de una roca, eché una prudente ojeada hacia la pradera que se extendía más allá. Unas ovejas de pelaje pardo pastaban mientras unos pastores medianos, apoyados sobre sus cayados, miraban pasar una patrulla armada hasta los dientes.
Desde luego, esos hobbits no tenían nada que ver con los de Tauruith-jur, pensé, ocultándome otra vez detrás de la piedra. Primero, parecían más robustos y llevaban cotas de malla, cascos y todo tipo de armas. Segundo, tenían unos enormes dogos de pelo largo y gris que, sin duda, iban a estropear nuestro intento por pasar desapercibidos.
Lénisu puso una mano sobre mi hombro y lo miré. Su rostro no reflejaba más que concentración y gravedad. Hizo un gesto para que retrocediese. Obedecí y me fui a reunir con los demás, que esperaban, más lejos.
Drakvian, Aryes, Kyisse y Spaw estaban sentados en una zona oscura de la caverna y al verme aparecer junto a ellos me miraron, interrogantes.
—¿Y bien? —preguntó Aryes.
—Hay una patrulla. Y un rebaño con tres pastores. En total son ocho personas. Más los perros, que son tres —especifiqué.
—¿Cuántas ovejas? —preguntó Drakvian, relamiéndose los labios.
Puse los ojos en blanco. Spaw carraspeó.
—No conseguiremos llegar hasta uno de esos túneles con esos perros. Habría que… apartarlos de ahí.
—¿Cómo? —pregunté. No se me ocurría otra forma que la de intentar, Kyisse, Frundis y yo, formar una burbuja inodora de silencio. Y así y todo… dudaba de que los tres fuésemos capaces de mantener un sortilegio armónico tan complicado para englobarnos a todos.
—Podríamos esperar a que se vayan a dormir —sugirió Aryes—. En algún momento tendrán que descansar.
Asentí. La idea no era mala. Tan sólo faltaba saber cuándo esos hobbits descansaban. Eché un vistazo a la piedra de Nashtag que me había llevado de la torre, con el permiso de Kyisse. El tiempo pasaba mortalmente lento.
—Me temo que no me habéis escuchado cuando os he explicado que esta zona está siempre bajo vigilancia —suspiró el demonio—. Lo cual es lógico porque ahora es el único sitio por el que les puede venir un peligro. Exceptuando a Drakvian, claro —añadió, con una mueca divertida.
En ese momento volvió Lénisu corriendo diciéndonos que el rebaño se iba y que la patrulla acompañaba a los pastores, seguramente para ser relevada.
—No nos demoremos —dijo, con tono apremiante—. Es ahora o nunca.
Lo seguimos en silencio, agachados entre las rocas. Esperamos un rato a que el rebaño desapareciese completamente de nuestra vista.
“Menos mal que ahora sé que cuando tu corazón late más aprisa no significa que vaya a pasar nada malo”, me dijo Syu, como si de nada, jugueteando con su cola.
Resoplé mentalmente.
“Pues no estés tan seguro”, repliqué.
Y entonces, tras divisar el gesto de Lénisu entre la oscuridad, eché a correr hacia los túneles, procurando evitar las rocas y utilizando el jaipú como buena pagodista que era. Frundis, colocado a mi espalda, comenzó una melodía tétrica y rítmica que acrecentó mi tensión.
“Ya me habéis alarmado”, confesó el mono, agarrándose a mi cuello, aterrado.
Todo pasó muy rápido. Estábamos llegando ya a los túneles cuando, de pronto, oímos ladridos detrás de nosotros.
—Oh, no —murmuró Aryes.
—¡Seguidme! —nos ordenó Lénisu, mientras él, con Kyisse en los brazos, se adentraba en un túnel.
—Es ahora o nunca —mascullé, sarcástica, repitiendo las palabras de Lénisu—. Sí, claro. Que sea lo que los dioses quieran y muramos todos juntos.
—Venga —me apremió Aryes.
Nos abalanzamos dentro del estrecho corredor. Si aquello resultaba ser un túnel sin salida, sólo nos quedaba decir adiós a nuestras vidas, porque dudaba de que aquellos medianos hiciesen prisioneros.
Continuamos corriendo durante un buen rato, dentro de ese túnel lleno de curvas, hasta que llegamos a una intersección. Entonces, nos detuvimos y agudizamos el oído.
Lénisu posó a Kyisse y esperó a que su respiración se regulara antes de soltar:
—Parece que no nos persiguen.
Verifiqué que estábamos todos. Drakvian inspeccionaba uno de los dos túneles y nos señaló una roca donde estaban colocadas varias calaveras.
—Mirad —dijo—. Se ve que estos medianos tienen un espíritu acogedor.
Contemplé las calaveras con horror, sintiendo un escalofrío recorrerme todo el cuerpo.
—Al menos han tenido la decencia de no poner el esqueleto entero —comentó Lénisu, interesándose por los dos túneles con aire meditativo—. Si no, esto se convertiría en una ganga para cualquier nigromante que pasara por aquí.
Aryes, Spaw y yo intercambiamos unas miradas alarmadas. Kyisse agrandó los ojos, asustada seguramente por nuestras expresiones. Tosí con delicadeza.
—Por favor, ¿podemos dejar atrás este pueblo cuanto antes? —pregunté, cogiéndole a Kyisse la mano para reconfortarla.
Aryes y Spaw asintieron y Lénisu aprobó, echó otro vistazo a los túneles, alzando su piedra de luna, y, entonces, se giró hacia nosotros, sonriente.
—Os dejo decidir —declaró.
* * *
Como ninguno de los dos túneles parecía subir o bajar, elegimos uno al azar. Pronto nos volvimos a encontrar con otros cruces y al final elegíamos la dirección alegremente, sin ni siquiera pensarlo dos veces. Lo importante era avanzar.
Al de un momento, Spaw reconoció que no recordaba haber pasado por ningún sitio parecido. Todo eran túneles y más túneles que se enmarañaban como hilos desordenados. Era difícil asegurarse de que no estuviéramos dando vueltas inútiles.
—Me estoy preguntando —dijo Spaw, en un momento. Llevábamos ya media hora andando por el mismo corredor y empezábamos a desear ya encontrar algún cruce, aunque fuese sólo para cambiar un poco de paisaje—. ¿Qué hacemos si nos encontramos con una banda de escama-nefandos? —inquirió el demonio, enarcando una ceja.
Llevaba haciéndome esa misma pregunta desde hacía un buen rato. No era un pensamiento reconfortante el imaginarse unos monstruos destructores paseándose por esos angostos túneles.
—Peor sería si fuesen nadros rojos —reflexionó Lénisu—. Si los matamos y explotan, a lo mejor todo este túnel se viene abajo.
Eso no lo había pensado, me di cuenta, agrandando los ojos. Aunque, visto el desierto de vida que parecía todo aquello, eran pocas las probabilidades que apareciesen unos carnívoros por ahí… ¿Verdad?
—Antes habría que matarlos —apuntó Aryes—. Ya te he dicho, Lénisu, que yo nunca me he entrenado con este tipo de espadas —agregó, echando una ojeada a la cimitarra que llevaba al costado.
Lénisu había insistido en que todos lleváramos un arma, para que pudiéramos defendernos, en caso de emergencia. Y había desvalijado el baúl de la torre de Kyisse hasta encontrar aquella cimitarra que, según decía, era ligera como la pluma y rápida como el viento. Yo me había contentado con coger una daga, segura de que Frundis me defendería mejor que cualquier arma de acero.
Ignoraba cuánto tiempo llevábamos metidos en ese entramado interminable de galerías subterráneas, pero considerando que ya habíamos dormido tres veces, supuse que no debían de ser menos de tres días. Mientras andábamos, me había ido preguntando lo diferente que debía de ser la vida en los Subterráneos. No había clara ruptura entre día y noche. Según Frundis las piedras de luna no iluminaban igual según el paso del tiempo y deduje que tenían algún ciclo interno como el Nashtag que se podía evaluar para adivinar la hora. Sin embargo, cuando le pregunté a Lénisu, él me dijo que el ciclo interno de esas piedras variaba según los sitios y que, para contar el paso del tiempo, eran más recomendables el Nashtag o los relojes mecánicos.
Syu me preguntaba de cuando en cuando si volveríamos a ver árboles algún día. Era evidente que aquellas rocas que nos rodeaban, encerrándonos casi, le incomodaban sumamente. Kyisse, en cambio, parecía estar emocionada de haber dejado atrás su vida de siempre. Yo la había observado con cierto asombro salir de la torre sin echar más que una mirada atrás antes de partir. De aquel lugar sólo guardaría su vestido blanco inmaculado y sus recuerdos.
Estábamos andando en silencio desde un buen rato cuando empezamos a oír ruido. A medida que avanzábamos, el ruido se amplificó, hasta sonar un poco como si hubiese cien herrerías de Taetheruilín.
—Ya está —dije, temblando.
—Mantengamos la calma —nos pidió Lénisu—. Y no hablemos. Me da a mí que estamos llegando a una gran caverna y cualquier ruido nos puede traicionar. En algunas el eco se forma y se amplifica de manera espectacular.
Me mordí un labio y asentí. Poco después, nos topamos con una enorme cueva iluminada no solamente por piedras de luna sino también por antorchas que llameaban como guirnaldas centelleantes a lo largo de las paredes de roca. A lo lejos, en la parte opuesta, había escaleras que cruzaban toda la caverna, pasando de roca en roca y de casa en casa. Ya que, efectivamente, aquello era un poblado.
—¿Orcos? —preguntó Drakvian en un susurro.
Lénisu frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Esto tiene toda la pinta de ser un pueblo minero. Normalmente, entre los mineros, hay todo tipo de saijits. En fin, creo que no os habéis percatado de que no tenemos ningún sitio por donde bajar, así que habrá que dar media vuelta. A menos que Aryes se sienta con energía suficiente para llevarnos a todos en vilo como las águilas de los cuentos —añadió, con una media sonrisa.
Aryes le dedicó una sonrisa.
—¿Quieres intentarlo? —propuso.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—No, gracias.
La sonrisa del kadaelfo se ensanchó. Eché otro vistazo al profundo precipicio que se abría tras la boca del túnel. Estaba claro que Aryes no se atrevería a bajar por ese abismo ni solo.
—¿Media vuelta? —dijo Spaw.
Todos asentimos y empezamos otra vez a recorrer los túneles, mientras Syu soltaba un suspiro prolongado. Frundis estaba en plena etapa de composición así que yo apenas alcanzaba a oír de cuando en cuando unos acordes de piano y poco más.
Anduvimos horas, tratando de encontrar algún túnel que bajase. De tal suerte que ya nos creíamos alejados del pueblo minero cuando, de pronto, el túnel empezó a ensancharse y a cubrirse de hierba y poblarse de árboles. Syu se agitaba nervioso sobre mi hombro sin decidirse a alejarse para ir a curiosear. Kyisse estaba ya cayéndose de fatiga y ahora la llevaba Aryes en brazos. Aunque la niña era delgada y pequeña, llevarla suponía un peso considerable; sin embargo, Aryes no parecía cansarse más que nosotros.
Estábamos comentando las diferencias entre la flora subterránea y la de la Superficie cuando Lénisu se detuvo, delante de nosotros, levantando una mano.
Alarmada, ladeé la cabeza y entorné los ojos. Unas siluetas acababan de invadir el camino, a lo lejos. Eran seis saijits. E iban armados.
—¿Qué hacemos? —preguntó Drakvian—. ¿Echamos a correr o los atacamos?
Lénisu carraspeó.
—Si continuamos mucho tiempo en los túneles, moriremos de hambre. Y si les atacamos directamente, nunca sabremos si eran almas honradas —añadió, con aire sabiondo—. Por cierto, Drakvian, deberías taparte la cara. Los saijits de los Subterráneos tampoco aprecian mucho a los vampiros.
La vampira siguió su consejo arrebujándose con su capa y ocultando su rostro pálido y su pelo verde claro con la capucha para que no se fijaran demasiado en ella.
—¿Peligroszo? —preguntó Kyisse, designando con el dedo a los extraños.
—Preguntando lo sabremos —contestó tranquilamente Lénisu.
Enarqué una ceja pero no dije nada. Como nos acercábamos, pudimos ver con más nitidez los rasgos de aquellos saijits. Vistas sus armaduras y sus blasones, estaba claro que no eran bandidos. Parecían más bien ser guardias patrullando.
“Esto no me gusta”, le dije a Syu.
El mono rió, sarcástico.
“Y a mí menos”, replicó.
El que iba delante tenía una melena gris oscuro recogida en una larga coleta. Su rostro parecía el de un hombre grave y serio, pero en ese instante reflejaba sobre todo sorpresa.
Nos detuvimos a unos metros y entonces él soltó una carcajada que iluminó su rostro.
—¿Lénisu Háreldin? —dijo, incrédulo.
—¡Asten! —exclamó mi tío, en un resoplido.
Los vi a ambos avanzarse, risueños, y darse un abrazo fraternal. No podía creérmelo.