Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento
Al día siguiente, llegamos a Kaendra sin más contratiempos. La ciudad era totalmente diferente a Ató. Rodeada de precipicios y montañas abruptas, estaba construida en una colina rocosa y empinada. Tenía escaleras de piedra por todas partes, incluso en los jardines periféricos, y según había leído, las casas se prolongaban dentro de la roca. Cosa insólita para mí, Kaendra estaba rodeada de varias murallas. En las últimas horas de camino, vimos dos torres de guardia junto al estrecho Camino del Oribe.
—Es impresionante —reconocí, mientras nos acercábamos a las puertas de la ciudad. ¿Cuánto habrían tardado para construir esas murallas?, me pregunté, admirándolo todo y queriendo inmortalizar aquella imagen en mis recuerdos.
“Demasiada roca”, comentó Syu. “Y demasiados pocos árboles.”
“Gekyo vivía aquí”, intervino Frundis, emocionado, con unas notas de piano.
“¿Gekyo?”, repetí, sin entender.
“Oh, ¡vamos! A veces pareces una persona con cultura y otras veces desconoces las cosas más básicas”, se quejó el bastón, contrariado. Y tomó un aire de biógrafo al proseguir: “Gekyo es un gran músico, esencialmente pianista y también compositor. Su obra más notoria es Otoño de Chakalamov. Nació en 5287…”
“Es decir, hace más de tres siglos”, lo corté, divertida. “¿De veras crees que conozco a todos los músicos famosos de todos los rincones del mundo? Ni siquiera conozco a todos los har-karistas famosos. Y eso que se supone que debería conocerlos. En fin, tú mismo no conoces a los músicos eminentes de hoy en día.”
Frundis suspiró.
“Tilon Gelih”, pronunció. “Pero supongo que ese guitarrista no es representativo, porque si no lamentaría tener que decir que la música ha entrado en decadencia moral en estos nuevos días. Gekyo, en comparación, era un semidios salido directamente de las Arpas Divinas…”
Siguió perorando sobre el ínclito músico mientras Srakhi se paraba ante los guardias. El gnomo los saludó a la manera de Éshingra y yo lo hice a la manera de Ató. Aunque en Ajensoldra los saludos eran en sí bastante similares, siempre existían ciertas diferencias que no pasaron inadvertidas a los ojos sagaces de los guardias. Spaw, en cambio, se contentó con mirarlos a estos fijamente, escudriñándolos en silencio.
Después de habernos presentado, nos dejaron pasar las puertas, avisándonos de que, si pensábamos quedarnos más de tres días seguidos, tendríamos que volver y pedir una prolongación. Tener que presentarme a unos guardias antes de entrar en una ciudad y pagarles cinco kétalos por cabeza me dejó una curiosa sensación. Al menos, la población gozaba de cierta seguridad, pensé, observando la gente con la que nos cruzábamos.
—Bien —dije, cuando subíamos por la calle principal—. Hemos llegado. ¿Y ahora qué, Srakhi?
El gnomo, con el ceño fruncido, miró a su alrededor.
—Vayamos a un sitio más tranquilo.
Aprobé y Spaw y yo seguimos a Srakhi sin saber adónde nos guiaba. Cuando nos encontramos en un lugar desierto, el gnomo me dijo en voz baja:
—Tenemos que buscar una cestería del nombre de Sombra verde y preguntar por un tal Darosh.
—¿Ahí estará Lénisu? —pregunté, esperanzada.
—Lo ignoro. Pero supongo que si no está ahí, no tardaremos en encontrarlo.
—Mmm —dije, pensativa—. Pues adelante. ¿Quieres que nos separemos para encontrar la cestería?
Srakhi hizo una mueca de desagrado.
—No, Kaendra no es tan grande. Sería innecesario.
—Podríamos preguntar —intervino Spaw, pragmático—. Los Sombríos son una cofradía legal. No tenemos por qué esconder que queremos hablar con ellos.
El gnomo lo escudriñó.
—Shaedra, confías demasiado en este muchacho. Sabe demasiado.
—Srakhi —carraspeé, molesta—. Spaw es un amigo. Y no veo por qué no va a saber dónde se mete. Ya has visto cómo se defendió ayer contra los bandidos. Deja ya de desconfiar tanto.
Srakhi se encogió de hombros.
—Al menos quiero que sepa que desconfío de él.
—Eso ya me lo has dejado claro —aseguró Spaw, sonriendo, divertido.
Mientras subíamos la colina, en busca de la Sombra verde, unas nubes oscuras aparecieron por los montes, atravesadas por rayos que iluminaban todo el valle y emitían un ruido de tambores.
—Si no encontramos pronto la cestería, tendremos que cobijarnos en alguna taberna —observó Srakhi.
Asentí, echando un vistazo a la tormenta que se avecinaba. Llegamos al Templo, en la cima de la colina, sin haber visto ningún comercio llamado la Sombra verde en la calle principal. El Templo de Kaendra era más pequeño que el de Ató, pero estaba rodeado de unos jardines magníficos. Al avanzar, divisamos en el ancho camino que llevaba al edificio una larga procesión de personas que acompañaban a… Me detuve en seco y sentí un escalofrío al ver a la persona tendida en la litera, cubierta de una manta con los colores de la Guardia de Kaendra.
—Un Centinela —dijo de pronto una voz. Aparté los ojos del muerto y me fijé en un humano grande y flaco que se había parado junto a nosotros. De piel lívida y pelo negro, tenía ojos rasgados y oscuros y vestía una larga capa negra que le daba un aspecto casi irreal—. Murió luchando contra una arpía a unas horas de aquí. Sus compañeros partirán mañana para acabar con toda la familia de esa asquerosa criatura.
Nos quedamos los tres mirándolo con cautela. El desconocido esbozó una sonrisa y juntó las manos en un saludo.
—Darosh —se presentó. Su movimiento me dejó entrever la espada que llevaba a su cintura.
—Srakhi Léndor Mid —contestó el say-guetrán, imitando torpemente su saludo.
Junté las manos a mi vez y dije:
—Shaedra Úcrinalm Háreldin. Y Syu —añadí, señalando al gawalt con el pulgar.
Darosh respondió a mi saludo, echó un leve vistazo al mono pero pronto se giró hacia el joven humano, interrogante. Con una sonrisa, este levantó brevemente una mano.
—Yo soy Spaw, es un placer.
—El placer es mío —replicó Darosh.
Pasadas las presentaciones, no pude aguantarme más y solté:
—¿Lénisu…?
Pero él negó con la cabeza.
—Será mejor que me sigáis antes de que nos caiga un rayo. Os contaré todo cuando lleguemos a casa.
Asentí aunque me quedé contemplando el panorama del valle. Llevaba un rato buscando algo, sin encontrarlo… Sin embargo, tenía que estar en alguna parte, me convencí.
—¿Buscas algo? —me preguntó Darosh.
—Sí. La Pagoda —contesté, con el ceño fruncido.
Según los libros, la Pagoda de los Lagartos era una reliquia capaz de hacerse invisible, pero aún no podía imaginarme sin dificultad que un enorme edificio pudiese estar ocultado por un encantamiento.
—Está al norte, por ahí —afirmó Darosh, señalando un monte con el índice—. Hace falta subir una larga escalera de piedra para llegar a ella. Puedes entrecerrar los ojos todo lo que quieras, no la verás —me previno—. Desde aquí, no se puede ver. Como sabrás, la Pagoda es una viejísima reliquia.
Dicho esto, resonó un trueno estruendoso y nos apresuramos a seguir a Darosh entre las calles de Kaendra. La Sombra verde era un pequeño local en el este de la ciudad. Cruzamos el trastero, a rebosar de cestas, y penetramos en un cómodo salón con unas maravillosas vistas sobre el este.
—Poneos cómodos —nos dijo el Sombrío.
Nos sentamos. El gnomo no dejó en ningún momento de mirar con ojos cautelosos a su anfitrión. Pero, como no decía nada, rompí el silencio:
—Tengo un mal presentimiento. —Todos se giraron hacia mí con las cejas enarcadas y añadí tranquilamente—: Si Lénisu estuviese en la ciudad, ya nos lo habrías dicho.
Darosh se ensombreció y se dejó caer en una butaca, suspirando. Lo observamos durante unos instantes en silencio pero ansiosos de escuchar lo que tenía que decir. Entonces, alzó su mirada sombría hacia mí.
—Tienes razón. Lénisu no está en la ciudad. Cometí un grave error al decirle que estabas ya de camino hacia aquí. Al día siguiente, no había ni rastro de él. Bueno, sí, me dejó una nota pidiéndome que te acogiese y que te llevase de vuelta a Ató.
—Y… ¿se ha marchado solo a los Subterráneos? —jadeé, atónita.
—Así es.
Maravilloso, pensé, con desgana. Lénisu se había marchado sin esperar ni siquiera a verme. Apreté los dientes con firmeza. Pues para mí que se fuera a tomar vientos por nuevas riberas. Entonces mis ojos se iluminaron.
—¡Eso significa que Aryes sigue aquí! —exclamé.
Darosh tuvo una mueca de sorpresa por mi cambio de humor y asintió.
—Así es —repitió—. Lénisu intentó mandarlo de vuelta a Ató, pero el muchacho es bastante terco. No quiso moverse de aquí en cuanto supo que vendríais. Hoy ha ido a la Pagoda de los Lagartos. Al parecer, conoce a uno de los maestros, un tal Ákito Eiben. Estará de vuelta dentro de nada.
Ákito Eiben, me repetí, agrandando los ojos. Eiben. Aquel era el apellido de Akín. Ahora que lo pensaba, aquel maestro tenía toda la pinta de ser uno de sus hermanos mayores.
Lénisu, gruñí para mis adentros. Siempre tenía que desaparecer justo en el mal momento. Y se suponía que tenía que entregarle dos cartas… Malditos Sombríos y sus cartas.
Srakhi, con el ceño fruncido, meneó la cabeza lentamente.
—En ese caso, llevaré a Shaedra y a Aryes a Ató —reflexionó—. Y luego iré a los Subterráneos.
Lo miré con cara exasperada pero él alzó una mano autoritaria.
—No pienso escuchar tus protestas, Shaedra —me avisó—. Lénisu no quiere meterte en sus asuntos y me parece correcto.
—¿Y por qué vas a meterte tú en sus asuntos? —repuse, mordaz.
—Por una razón mucho más importante que cualquier otra —replicó, implacable.
Su gravedad me llamó la atención. ¿Qué razón tan importante podía tener Srakhi para seguir a Lénisu por todas partes? ¿Acaso actuaba así sólo porque este le había salvado la vida dos veces? Quizá, aunque también tenía que darse cuenta que ambas veces se había visto en apuros por culpa de mi tío…
—Odio tener que decirlo, pero no estoy de acuerdo —declaré tranquilamente—. Si hemos salido juntos de Aefna, yo creía que era para ir juntos adonde estaba Lénisu. Aunque, francamente, la actitud de Lénisu es de lo más insultante y casi dan ganas de dejarlo ir a cumplir su misión solito.
Srakhi me fulminó con la mirada.
—No hables sin saber, Shaedra.
Puse los ojos en blanco, pero no repliqué. Darosh seguía sumido en sus pensamientos. Empezaba a hartarme de tantas historias. ¿Por qué Lénisu tenía que complicarlo todo? Siempre tenía que estar huyendo y corriendo hacia el peligro, como un insensato. Desde luego, no tenía sangre gawalt en las venas.
Cuando resonó afuera un trueno más ruidoso que los anteriores, di un respingo, asustada. El granizo empezó a chocar estruendosamente contra los cristales. El día soleado acababa tristemente, pensé, echando una ojeada al cielo oscurecido.
—Bueno —intervino Spaw—. Creo haber entendido la posición de Shaedra y de Srakhi. ¿Y la tuya, Darosh?
El Sombrío lo observó con detenimiento y, de pronto, espetó:
—¡Tú! ¿Quién eres en realidad? Nadie me dijo que vendrían tres personas. No eres un Sombrío, pero pareces estar de nuestro lado.
El demonio se cogió el mentón con la mano, pensativo, y negó con la cabeza.
—Si fuese Sombrío, creo que lo recordaría. Y no estoy del lado de nadie. En realidad, soy un amigo de Shaedra.
Brilló un destello de recelo en los ojos de Darosh y gruñí, harta ya de que desconfiasen siempre de Spaw.
—Es un amigo —afirmé—. Por no decir que más o menos me salvó la vida.
No pasé por alto el leve sobresalto de Srakhi, quien debió pensar que Spaw, finalmente, no era mala persona.
—Entonces, está decidido, todos a Ató. Los Subterráneos son peligrosos y no me convencía nada la idea de llevarte ahí. Deberías ser más sensata, Shaedra. Estoy seguro de que tu tío te habrá contado muchas historias terribles de su estancia allí abajo. Por cierto, ¿dónde tienes la carta de Keyshiem? Dámela —me ordenó el say-guetrán, tendiendo la mano.
Me encogí de hombros. Al fin y al cabo, qué más daba quién tuviese la carta. Es más, estaría más a salvo en manos de Srakhi que en las mías. Mientras la buscaba en mi mochila, comenté:
—Conocí a una enana que estudió en Dumblor. Al parecer, muchas de las historias terribles que se cuentan de las ciudades subterráneas no son más que leyendas.
—Pero muchas leyendas tienen un trasfondo de verdad —repuso Spaw, guiñándome un ojo.
En ese momento, se oyó el sonido de una campana en la entrada de la tienda y Darosh se levantó y desapareció por la puerta del salón. Al tomar la carta de mis manos, Srakhi le echó un vistazo y frunció el ceño.
—Este sobre ha sido abierto.
Sentí cómo la sangre se me subía al rostro y, turbada, crucé la mirada de Spaw.
—Esto… —murmuré—. Esto…
—Mejor que no se entere nadie de que la has abierto —suspiró Srakhi, guardando la carta.
—¡Yo no la he abierto! —protesté—. Ni siquiera la he mirado una vez abierta. Además, está encriptada.
—¿Cómo lo sabes si no la has mirado? —replicó enseguida el gnomo, irritado—. Es decepcionante que me mientas.
Lo contemplé con una mueca aburrida.
—No te estoy mintiendo. Simplemente digo que no la abrí yo.
—Me cuesta creerlo —repuso Srakhi.
No me molesté en contestarle ya que Darosh acababa de entrar y, apenas hube divisado la melena blanca y los ojos azules y serenos de Aryes, me levanté de un bote y, con los ojos entumecidos por la alegría, me abalancé sobre él para abrazarlo con fuerza.
—Shaedra —resopló, emocionado—. Yo también me alegro de verte. Pero… es que estoy hundido.
Me aparté y lo contemplé un breve instante con una ancha sonrisa.
—Por Nagray —dije, llevándome las manos a la cintura—. Parece que te han tirado cincuenta cubos de agua en la cabeza.
—Al menos no me ha caído ningún rayo —relativizó Aryes—. ¿Qué tal el viaje?
—Bien. Casi no hemos tenido contratiempos —aseguré.
—¿Casi? —repitió él, con una ceja enarcada.
—Ayer nos encontramos con unos bandidos —explicó Srakhi, y esbozó una sonrisa—: Es una alegría volver a verte, muchacho.
—Esperad un momento. ¿Estabais con la carreta que explotó ayer en el camino? —preguntó Darosh.
Entonces nos sentamos todos otra vez y les contamos el incidente. Aryes se puso lívido cuando evoqué la lucha contra los ashro-nyns.
Cuando Srakhi acabó de contar cómo Flan había escapado montado en uno de sus caballos, Darosh comentó:
—Los ashro-nyns son unas verdaderas serpientes. El pobre Flan va a tener problemas.
—Hablas como si lo conocieras —observó Aryes.
—Lo conozco —asintió Darosh—. En realidad, es, o más bien, era un Sombrío infiltrado en la cofradía de los ashro-nyns. —Me quedé mirándolo, boquiabierta—. Yo no aceptaría el trabajo que hace ni por cien mil kétalos. Esa cofradía está llena de chiflados asesinos. Dicen que reclutan a niños huérfanos y que los entrenan para matar.
—El mundo está lleno de crueldad —lamentó Srakhi con gravedad. Se le había despertado la vena say-guetranesca y soltó otras frases solemnes del estilo. Siguieron comentando la explosión de la carreta y yo guardé silencio, agotada y adormilándome ya en la cómoda butaca.
—Por cierto —los interrumpí en un momento—. Todo esto es muy interesante, pero… —Me rasqué la cabeza, molesta—. Esto… Cómo decir… Llevamos todo el día andando y, me preguntaba… ¿No tendrás algo para dar a una hambrienta, Darosh?
Todos me miraron sorprendidos por el cambio radical de la conversación. Entonces Aryes sonrió.
—Si me permites, Darosh, voy a preparar la cena.
Darosh asintió y me levanté de un bote.
—¡Te ayudo!
Cuando salimos de la habitación, inquirí, curiosa:
—¿Qué vamos a preparar? ¿Algo rico? ¿Un plato de arroz? —pregunté. Se me hacía la boca agua con sólo imaginarme un plato de arroz bien condimentado.
Aryes me dio un codazo, burlón.
—Eso será la próxima vez. Ahora, vamos a poner una receta secreta que me enseñó Lénisu —me reveló—. El plato se llama “deándrano de manzanas”.
Oí el ruido de mis tripas y les di unas palmaditas reconfortantes. Syu, que correteaba por el pasillo, preguntó, entusiasmado:
“¿Podré comer yo también de eso?”
“Sí”, le prometí. “Mientras no comas tanto como la Manzanona…”
“No me compares con semejante glotona”, me replicó, divertido. “Los gawalts tenemos sentido de la medida. Incluso me estoy moderando con las golosinas”, afirmó, orgullosamente.
Entramos en la cocina y a Syu se le iluminaron los ojos al ver la cesta llena de frutas.
“Ya veo que vas camino de convertirte en un perfecto asceta”, le felicité, burlona.