Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento
Nos fue totalmente imposible hablar con Tilon Gelih. El célebre guitarrista era un noblecillo vanidoso que sólo recibía en su acomodada morada a gente adulta y entendida. Sus fieles sirvientes le seguían la corriente y nos miraron a los cuatro de mala manera, diciéndonos que su amo no tenía tiempo que perder y que estaba muy ocupado pero que se nos agradecía nuestra admiración por un músico tan eminente… Frundis estuvo despotricando contra él durante todo el camino de regreso. Salkysso parecía algo decepcionado.
—Deberíamos haber dicho que éramos pagodistas —comentó—. Quizá les habría impresionado.
—Me temo que se lo han debido de suponer —intervino Kajert—. Shaedra y Galgarrios llevan la túnica de har-kar con la hoja de roble.
—Ya me puede suplicar ese Tilon que no volveré a su casa en la vida —repliqué—. ¿Qué forma de tratarnos es esa? Y aunque quisiera, Frundis me lo impediría —añadí, reprimiendo una sonrisa al oír la vehemente diatriba injuriosa que el bastón llevaba soltando desde hacía un buen rato.
Sin acostumbrarse todavía a que hablase del bastón como de una persona, Salkysso y Kajert intercambiaron unas miradas pensativas y, al llegar a la Pagoda de los Vientos, se despidieron de mí, meditabundos. Galgarrios y yo seguimos hacia la biblioteca de Aefna, él para acompañarme y yo para devolver el libro sobre las maneras que se usaban con las personas importantes. Se me había olvidado por lo menos la mitad de lo que había leído, pero de todas formas me parecía que ya había hecho suficientes esfuerzos al respecto.
Pasé el resto de la tarde dando vueltas por Aefna y, por primera vez, me interesé por las habladurías de la gente. Pero nadie hablaba de las tres personas que habían sido arrestadas la víspera. Al fin y al cabo, no era ningún acontecimiento que pudiera parecer extraordinario, sobre todo en plena época de Torneo. Por lo que la gente se preocupaba era por las fiestas, por las ganancias y por otros asuntos que no tenían nada que ver con ningún ladrón o detenido. Syu, por su parte, tampoco alcanzó a averiguar nada con sus pesquisas. Y Frundis, después de adoptar su tono de detective y de aconsejarnos mil cosas, nos dijo que la mejor solución para informarse era la de ir directamente al cuartel general.
Pero no estaba tan loca yo para presentarme en aquel lugar diciéndole al carcelero: “Hola, soy sobrina de ese ternian, y amiga de aquel y quisiera saber dónde tienes las llaves de las celdas.” Sacudía la cabeza al tiempo que me imaginaba haciendo frente a un enorme elfo oscuro que se iba pareciendo cada vez más a Brínsals, aquel guardia imponente de Ató cuyo carácter siempre me había inspirado cierto desprecio.
La espera fue insoportable. No me venía ni una noticia de nadie. Ni de la Niña-Dios, ni de Srakhi, ni Kwayat o Spaw. Y me pasaba el tiempo observando distraídamente pruebas y más pruebas sin tener ya que participar en ninguna. El Torneo ya estaba acabándose y quedaban dos días para la entrega de los premios. A lo cual seguiría un día de fiesta llamado el Día Negro, en el que se invitaba a los comerciantes a bajar los precios de sus productos para alentar a los que se preparaban ya a partir a que comprasen y se dejasen sus últimos kétalos. Los detalles me los explicó Deria cuando al fin, después de varios días sin noticias de ellos, fui a verlos.
Deria y Dolgy Vranc habían estado ocupadísimos aquellos últimos días con sus negocios. Dolgy Vranc había inventado un nuevo juguete y había llegado a acuerdos para obtener madera de la más barata con el fin de realizar su primera venta importante en Aefna. Deria estaba muy ilusionada y ambos ansiaban que llegase el Día Negro aunque temían no tener el tiempo suficiente como para llegar a fabricar todos los objetos que querían. Yo les aseguré que habría preferido mil veces ayudarlos a fabricar juguetes a tener que estar mirando uno tras otro a los candidatos de las pruebas de lucha de espada, de duelo de transformación, de carreras y demás pruebas que, con el tiempo, empezaban a pesarme. Y Deria aprovechó para disculparse de no haber ido a verme a mis combates tantas veces como hubiera querido. Yo entendía perfectamente que le fascinase más la fabricación de juguetes y la construcción de su comercio que unos cuantos duelos de har-kar en un salón de Aefna. Y al verlos a los dos tan ocupados, ni se me pasó por la cabeza contarles lo de Lénisu y Aryes. No quería molestarlos con mis preocupaciones.
El día siguiente era el segundo Muérdago del mes de Tablonas. Aquel día, todos nos enteramos de que el maestro Dinyú había contestado a Jaslu Rieyni, el maestro que lo había retado. Pero su mensaje, por lo visto, no había satisfecho a Jaslu, el cual lo llamó cobarde públicamente, comportándose como un niño contrariado.
—Lo único que pretende es atraerse más discípulos —gruñó el maestro Tuan, que había sido invitado a cenar a la Gran Pagoda por el maestro Kioldin.
Estaban pasando delante de nuestra mesa y oímos la conversación perfectamente.
—Lo que pretende es cosa suya —replicó el maestro Dinyú—. Poco nos debería importar. Hablemos de otra cosa.
—El problema viene del hecho de que ese hombre que se dice maestro no tiene el título de maestro de pagoda —terció el maestro Djilar, con total desaprobación—. Hace bien en no aceptar el reto, maestro Dinyú. Sería como aceptar formar parte del circo.
—En eso estamos de acuerdo —respondió el maestro Áynorin.
Me giré ligeramente para ver la reacción del belarco y percibí un esbozo de sonrisa.
—Me temo que si seguís dándome la razón, voy a acabar por llevaros la contraria y aceptar el desafío de Jaslu.
Se rieron y se sentaron más lejos, en una mesa aparte. Todos los kals habíamos seguido el intercambio y muchos comentaron animadamente el caso. Sotkins estaba roja de emoción defendiendo al maestro Dinyú mientras Arleo se complacía en hacerla rabiar, y cuando veía que la belarca empezaba a alzar demasiado el tono le soltaba un comentario halagador y poético.
—Tus ojos son dos gemas que se encienden cuando te enfadas —le dijo en un momento, con total seriedad.
Su frase provocó la hilaridad de sus amigos y Sotkins lo miró con una cara llena de irritación, convencida de que se estaba mofando de ella, y como habitualmente encontraba siempre unas réplicas bastante mordaces, me sorprendió que no encontrase ninguna en aquel momento y que decidiese levantarse sin una palabra y salir del comedor, lívida de cólera.
Arleo se quedó en suspenso, como extrañado de su reacción, mientras sus amigos soltaban todo tipo de burlas.
—¡Sotkins! —la llamó Arleo, frunciendo el ceño y se levantó para seguirla—. Espera, no entiendo por qué te pones así, ¿no te gusta la poesía?
Los demás redoblaron las risas, Arleo les dedicó una sonrisa vacilante.
—Voy a calmarla —les dijo.
Arleo me caía mejor que la mayoría de sus amigos. Cuando actuaba, no solía hacerlo con mala intención. Simplemente se le daba bien hacer burlas. Pero como sus amigos tenían tan poco gusto y se reían por todo, Arleo había acabado por no diferenciar las burlas inocentes de las burlas algo punzantes. En este caso, sin embargo, consideré que Sotkins había sido exageradamente susceptible.
Cuando acabé de cenar, decidí dar otra vuelta por la calle del cuartel general. De modo que recogí a Frundis y, acompañado de Syu, salí de la Pagoda y estuve caminando por las calles aún transitadas e iluminadas por lámparas envueltas por globos. Luego escogí una calle desierta y coloqué a Frundis a mi espalda para escalar el edificio. Una vez subida a la azotea, pude ver no muy lejos el camino que cercaba el cuartel general.
“Anoche nos pasamos horas mirando lo mismo”, se quejó Syu, sentándose junto a mí. “¿Vamos a repetir?”
“No”, dije. “Esta vez, voy a entrar.”
Syu se asustó por mi determinación pero, de todos modos, mis intentos fueron vanos. Era difícil ser prudente y pasar al mismo tiempo por encima de los dos guardias de turno, abrir la puerta de hierro, robar las llaves, encontrar las celdas donde estaban Lénisu y Aryes y huir de ahí, ni visto ni oído. Suspiré y, al de un par de horas, deseché mi sueño tan maravilloso y adopté una actitud más realista. ¿Qué estaba haciendo despierta a esas horas, cuando ni Kwayat me requería para una lección ni se podían hacer carreras correctamente como en Ató? Lo mejor que podía hacer era guardar mis fuerzas para el día siguiente, no por ser el día de los premios, sino porque la Niña-Dios me informaría de su decisión. No podía olvidar sus palabras: “Dentro de tres días, sabrás mi respuesta”, me había declarado. Recé por que la Niña-Dios no me hubiese olvidado porque, si no, la única esperanza que me quedaba era confiar en que Lénisu lo tuviese todo controlado y se hubiese inventado todo el arresto con sus amigos los guardias.
Estaba sobre el edificio más cercano al cuartel cuando divisé un movimiento que captó mi atención. La Vela y la Luna iluminaban el cielo y, pese a las nubes que de cuando en cuando las disimulaban, la oscuridad no era óptima. Me fundí en las sombras armónicas, al percatarme de que había siluetas avanzando por el tejado del cuartel general. Recordé que estaba en Aefna y que, al contrario de Ató, en la capital no sólo se me ocurría a mí caminar de noche con sigilo.
Syu y yo los observamos con curiosidad. Frundis se sumió en un silencio completo que me extrañó, ya que cada vez que había un poco de tensión en el ambiente se animaba enseguida. Al notar nuestra sorpresa, el bastón explicó sabiamente:
“Los silencios a veces son más preciosos que un concierto de Kautis.”
Me encogí de hombros, y aproveché el silencio armónico para concentrarme en mejorar mi sortilegio de camuflaje. En total, eran tres personas, dos pequeñas y una grande, pero no pude determinar de qué raza eran, ya que llevaban sus anchas capuchas sobre la cabeza. El más grande iba delante. El que lo seguía resbaló entre los dos tejados unidos del cuartel, pero su compañero de detrás le cogió del brazo. Se pararon un momento, seguramente para comentar algo.
Ni Syu ni yo osábamos casi respirar, aunque una distancia respetable nos separase de esos encapuchados. Por un momento, me imaginé que uno era Lénisu, pero ningún andar correspondía con el suyo. Luego me dije que podían ser Wanli y sus compañeros… A menos que fuesen unos desconocidos que iban a rescatar a otro encarcelado, pero dudaba de que hubiera muchos en el cuartel general, ya que la mayoría de los condenados los mandaban a los trabajos forzados.
Los vi bajar del cuartel general ágilmente y pasar por encima del muro que los separaba de la calle. Sólo entonces se quitaron la capucha. Ahora que estaban más cerca, pude ver que uno de ellos llevaba un saco. Sus rostros, escondidos por la oscuridad, eran apenas visibles. Si quería saber quiénes eran, tendría que seguirlos, me dije, atemorizada.
Syu no parecía oponerse a la idea y me dije que mientras él se estaba volviendo cada vez más temerario, yo me hacía cada vez más medrosa. Pero una de las razones por las que temía seguirlos era por no saber absolutamente quiénes eran. ¿Y si eran celmistas expertos en detectar sortilegios armónicos? ¿Y si resultaba que eran unos cazademonios, o unos ladrones, u otros individuos peligrosos? Lo único que quería saber era si tenían algo que ver con Lénisu. Pero no podía cortarles el paso y preguntárselo por las buenas.
“Si te decides, hazlo ahora, porque ya los estamos perdiendo”, apuntó el mono, bajándose de mi hombro.
De hecho, las tres personas iban a doblar la esquina del edificio donde estaba.
“Los seguimos”, declaré.
Y subí a cuatro patas el tejado hacia el lado opuesto para seguirles el rastro. Caminaban rápido por las callejuelas de Aefna y me costaba mantener el ritmo corriendo por los tejados. En un momento, me encontré con un jardín, y no me quedó otra que bajar del tejado y saltar a la calle. Pero cuando volví a verlos, no vi a tres personas, sino a cuatro. Y andaban los cuatro en línea, como una banda de matones, vestidos todos con largas túnicas negras. Se dirigían hacia el norte y estaban a punto de desembocar en la plaza de Laya cuando de pronto giraron a la izquierda. La calle estaba bordeada de árboles y de casas con jardines delanteros. Los árboles tenían un tronco de poca anchura y no eran óptimos para disimularse, así que reforcé mi sortilegio que empezaba a desmoronarse.
Aún había gente paseándose por la Plaza de Laya, pero no por aquella calle. Vi de pronto a los cuatro saijits desaparecer detrás de una línea de setos y me detuve durante un instante, indecisa. Iba a echar a correr hacia los setos cuando de pronto vi la luz de una lámpara y entendí que estaba pasando el sereno.
Esperé a que pasara y me pregunté si los cuatro saijits se habían ocultado por la misma razón y volverían a salir de su escondite o si ya habían llegado a su destino. La casa detrás de los setos era de piedra gris, con un balcón que la rodeaba prácticamente entera. Aguardé varios minutos pero no percibí ningún movimiento. Entonces le dije a Syu:
“¿Podrías ir a ver si siguen ahí?”
El mono gawalt ya estaba cruzando la calle, envuelto en armonías. Tenía un control sobre las armonías que de cuando en cuando me maravillaba.
“No hay nadie”, dijo el mono y, aliviada, iba a salir de mi escondite cuando soltó de pronto: “Espera. Creo que hay una persona escondida no muy lejos.”
Después de un breve intercambio, decidí cruzar la calle con muchas precauciones y llegué del otro lado de la casa, ocultándome detrás de un arbusto lleno de flores blancas.
“Se ha movido”, siseó Syu. “Creo que te ha oído.”
Me quedé paralizada.
“¿Hacia dónde se mueve?”
“Es un mediano”, lo describió el mono. “Bueno, eso creo. Lo vas a comprobar dentro de poco. Se dirige hacia ti.”
Me entró el pánico y solté a Syu un quejido desesperado.
“Si me ve, voy a salir corriendo”, le avisé.
Estuvimos un rato en silencio, tensos. Oí el leve roce de unos pies descalzos sobre los guijarros…
“Ha dado media vuelta”, me informó Syu.
No me atreví ni a soltar un suspiro de alivio. Esperé, tendida entre dos matorrales de flores, a que se tranquilizaran los latidos de mi corazón. ¿Qué estaba guardando aquel mediano?, me pregunté de pronto, recelosa. ¿Acaso aquella casa era el nido de alguna cofradía ilegal? ¿Pero qué hacían unos miembros de dicha cofradía merodeando por el cuartel general, justo donde se suponía que la guardia estaba más alerta?
El mono se reunió conmigo poco después.
“Emocionante”, comentó. “¿Y ahora qué?”
“Ahora, a intentar salir de aquí sin que nadie nos vea”, mascullé.
El mono bostezó y aprobó.
“Buena idea. ¿Qué crees que guarda ese mediano?”, preguntó.
Antes de que pudiera responder, oí voces y ruidos de pasos pisando los guijarros.
—Este trabajo es pan comido —pronunció uno de los saijits que se acercaban.
—No tan raudo —dijo una voz femenina—, el asunto aún no está resuelto. Tenemos que sacar la espada de ahí.
—La guardarán con las demás pertenencias. No creo que sepan nada sobre el valor de esa espada. —Por su tono de voz, parecía estar contento—. Buenas noches, Hawrius.
—Buenas noches —respondió una voz más lejana que debía de pertenecer al mediano que había visto Syu.
Los dos saijits pasaron justo por la avenida más cercana y estuve a punto de levantarme y echar a correr pero mi parálisis me lo impidió. Habían vuelto a ponerse las capuchas y apenas se les veía el rostro.
—Sólo hace falta poner en práctica lo que hemos dicho —añadió el hombre altísimo que se alejaba por la calle.
No oí lo que le contestó la mujer, pero no parecía convencida de que todo fuera tan sencillo. Deduje quizá demasiado de aquel intercambio. Hablaban de una espada, y yo enseguida la había relacionado con Hilo, la espada de mi tío, que tanto le había interesado al Mahir de Ató. La espada de Álingar tenía una reputación legendaria. Algunos decían que tenía encadenados a unos espíritus que liberaba para proteger al portador. Otros decían que era capaz de invocar a los muertos. Por supuesto, eran leyendas, y jamás había visto a Lénisu utilizarla, pero no dejaba de ser la espada una de las reliquias más codiciadas de la Tierra Baya. Y todo indicaba que esos encapuchados pretendían robarla.
Si tal era el caso, empezaba a entender mejor por qué Lénisu había montado aquel encarcelamiento. Pero aún seguía sin creerme que no hubiese encontrado otra manera de protegerse que la de entrar arrestado en el cuartel general.
“A menos que todo esto no tenga nada que ver”, dijo Syu, leyendo mis pensamientos.
Suspiré y enseguida me tapé la boca, aterrada. El mediano Hawrius seguía ahí: no podía permitirme meter la pata ahora. Me mordí el labio inferior, intentando pensar en una manera segura de salir de ahí sin que me viese nadie. En ese instante oí un acorde de violines.
“En eso, puedo ayudarte”, intervino Frundis con tranquilidad. “Te envolveré en un manto de oscuridad, ¿qué te parece?”
Me quedé totalmente pasmada.
“¿Puedes hacer eso?”
“Me es algo cansino soltar ilusiones al exterior, pero puedo hacerlo”, dijo Frundis. “Recuerda esos lobos sanfurientos que te atacaron, el día que te conocí.”
Recordé que efectivamente aquel día en las Llanuras de Drenau el bastón había creado armónicamente varios lobos sanfurientos para demostrarme que era capaz de luchar.
“Si puedes hacer que no me vea, adelante”, le animé.
“Pero eso sí, tú no intentes nada”, me advirtió. “Tus armonías podrían chocarse contra las mías y mi esfuerzo sería vano.”
“Descuida, tú dime cuándo puedo echar a correr”, contesté, sintiendo algo de aprensión al confiar tanto en las capacidades armónicas de Frundis.
Enseguida sentí el fluir de las energías armónicas a mi alrededor. Frundis me envolvió en una esfera de oscuridad.
“¡Listo!”, me dijo.
Me levanté y eché a correr por la calle como si me estuviese persiguiendo un dragón de tres cabezas. Detrás de mí oí un grito ahogado y un sonido que semejaba al de un saco pesado cayendo al suelo.