Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana
Dormir de noche en las Hordas con, por única compañía, un mono gawalt, me resultó completamente imposible. Al menos al principio, hasta que no hube agotado mis últimas fuerzas para imaginarme diez mil peligros que me acechaban, porque al final acabé por caer en un sueño lleno de sobresaltos, gritos de búhos, silbidos de insectos y aullidos de lobos. Syu decía que estaba histérica y se quejaba de mis preocupaciones continuas: ¿había tomado la dirección correcta hacia el campamento? ¿Estaría Lénisu a salvo con los Gatos Negros? Cada vez que me hacía estas preguntas, me imaginaba que me dirigía hacia alguna tribu de orcos sangrientos y que Lénisu seguía en manos de Dansk y del señor Henelongo. También me preguntaba por Suminaria, Kahisso, Sarpi y los demás. ¿Adónde los habían llevado los Gatos Negros? ¿Acaso decía Néldaru realmente la verdad al asegurarnos que todo aquello tenía como objetivo salvar a Lénisu?
Me ponía a dudar de todo y a inventarme todo tipo de razones por las que los Gatos Negros habían actuado de esa manera. Al cabo de dos días de carrera hacia el este, tenía ya casi la certidumbre de que no podía confiar en nadie: tenía que ver con mis propios ojos lo que estaba pasando.
De cuando en cuando, me entraba una duda terrible. ¿Y si Wanli y Néldaru no eran tan buenos como lo parecían? ¿Y si eran capaces de hacerles daño a sus rehenes para conseguir salvar a Lénisu? Mis sentimientos eran cada vez más contradictorios y al cabo, cuando estuve a punto de empotrarme contra un arbusto lleno de pinchos, adopté la técnica de Syu de dejar de pensar.
Al cuarto día, empecé a preocuparme porque no encontraba ninguna marca para orientarme. Desde donde estaba, apenas se podía divisar entre los follajes tupidos y más de una vez tuvimos que subir a un árbol más alto que sus vecinos para ubicarnos, sin ningún resultado satisfactorio.
Y como ya desde el primer día no había parado de llover, era difícil adivinar dónde se situaba el sol a la mañana y a la tarde.
Al quinto día, le confesé a Syu que no sabía dónde estábamos.
“Ja, me lo temía”, contestó él simplemente.
A él le costó unas horas más para confesar que él también estaba perdido. Así era el orgullo gawalt. Pero cuando nos resultó evidente que seguíamos avanzando sin saber si nos alejábamos o acercábamos de nuestro objetivo, fui ralentizando cada vez más hasta pararme y soltar un inmenso suspiro.
—Por Ruyalé, esto es increíble. ¿Qué hacemos, Syu? —pregunté, desesperada.
El mono gawalt se encogió de hombros.
“Dejar de correr a ninguna parte y pensar en buscar comida.”
Ese era otro detalle del cual me había olvidado al partir tan repentinamente de la tienda: la comida. Por el momento, apenas había podido encontrar más que unas castañas y unas raíces. Era cierto que al tercer día nos habíamos encontrado con todo un pequeño amasijo de arbustos con bayas, pero como no estaba segura de que no fueran venenosas, pues no me arriesgué, y Syu, después de gruñir un poco, aprobó mi decisión.
Pero ahora empezábamos a pasar realmente hambre. En todos esos días, el paisaje no había cambiado. Apenas si habíamos encontrado algún claro entre tanto bosque de abetos, robles y castaños. Y los conejos parecían más astutos que los que yo conocía y huían antes de que pudiese tan sólo pensar en cazarlos.
Levanté la mirada hacia la copa de los árboles. Las ramas y las hojas se movían, agitadas violentamente por el viento, en un fondo grisáceo y lluvioso. Parecía que los árboles se intercambiaban las hojas, abrazándose rudamente con sus brazos leñosos. E inexplicablemente flotaba en el aire un ligero perfume a rosas.
Al cabo de un rato, me di cuenta de que me había detenido y cuando bajé la mirada vi a Syu sentado en una rama, mordisqueando un trozo de raíz. Pese al hambre que tenía, no pude evitar sonreír ante la cómica expresión del mono.
Iba a decirle algo cuando de pronto oímos un ruido no muy lejano que nos sobresaltó. Syu dejó caer su raíz y abandonó su rama para saltar hasta mi hombro mientras yo me daba media vuelta, aterrada, pensando que o bien me habían encontrado los soldados de Ató, o bien un oso sanfuriento se preparaba a defender su territorio.
Pero resulta que la realidad es a veces más grata que la imaginación, aunque no dejó de sorprenderme ver a Kwayat surgir de entre los árboles, a unos metros escasos de distancia.
Su cabellera gris caía rígida alrededor de su rostro. Estaba empapado. Tanto como yo, reflexioné entonces, sintiendo que mi ropa nunca acababa de secarse.
—¡Kwayat! —pronuncié, aturdida—. ¿Qué…?
Mi pregunta inacabada hubiera podido ser cualquiera de las muchas que me asaltaron al verlo surgir tan de repente. De pronto la sensación de haberlo visto el día del canje, en el bosque, me pareció más que fundada. Kwayat había estado siguiéndome.
No sabía si sentirme aliviada por ver que se preocupaba por mí, o bien sentirme molesta al saberme espiada por un demonio demasiado curioso. Sus ojos azules me miraban fijamente detrás de sus mechones plateados, y su inmovilidad, tan característica de él, me turbó por un momento. Bajo esa expresión serena y seria, ¿en qué estaría pensando? Era imposible saberlo. Quizá estuviera pensando simplemente en que estaba harto de la lluvia, me dije con cierta ironía.
—Pensé que te había perdido —comentó al fin Kwayat, abandonando por fin su inmovilidad y acercándose a mí. Me examinó brevemente y yo me removí, nerviosa, ¿cómo podía ser que Kwayat me hubiese encontrado a pesar de las precauciones que había tomado?—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Agrandé los ojos y asentí.
—Claro.
—¿Por qué huiste del campamento?
Con sorpresa, vi en sus ojos un destello de curiosidad.
—Bueno… —empecé a decir—. Quería saber si Lénisu está a salvo.
—Lo está —replicó Kwayat, y al ver mi expresión, supo que necesitaba detalles—. Vi cómo se lo llevaban sus aliados. Los guardias intentaron cogerlos a todos. Pero no cogieron a ninguno. La verdad es que los soldados tampoco estaban muy animados y avanzaban como obligados. Me marché cuando decidieron volver a Ató. Alcancé tu grupo, y al no verte, me dije que debías de haber dado media vuelta. Pero el caso es que no estabas en el camino de vuelta y… ha sido una suerte que te haya encontrado. No deberías separarte de mí. Es peligroso para un demonio andar solo, sobre todo para un demonio sin experiencia, como tú. No sabrías cómo estabilizar tu Sreda, por ejemplo.
—Bueno. ¿Así que es por eso que me sigues? ¿Para evitar que me convierta en una kandak? —pregunté, cruzándome de brazos.
El demonio levantó un brazo y lo alargó hacia mí; yo lo miré con estupefacción hasta que sus largos dedos blancos cogieran el amuleto triangular de Drakvian que yo llevaba al cuello.
Lo examinó durante un minuto entero, pero yo no me atreví a decirle nada sobre la vampira. ¿Qué opinión podían tener los demonios de los vampiros? A los saijits no les gustaban ni los demonios ni los vampiros, pero eso no significaba que los demonios mantuvieran buenas relaciones con los vampiros. Es más, según lo que Kwayat me había enseñado, uno podía ser a la vez saijit y demonio, pero no podía ser a la vez saijit y vampiro, a menos que existiese alguna mutación de transespecie o algo así. Y pensándolo bien, se hacían cosas tan raras con las pociones que todo parecía posible, pensé, irónica.
Kwayat, sin una palabra sobre el amuleto de Drakvian, dejó caer el brazo y se giró de perfil, pensativo.
—En cualquier momento, vendrán a cerciorarse de que sigues un aprendizaje para utilizar correctamente tu Sreda —soltó, como dirigiéndose al vacío—. No debes separarte de mí.
Agrandé los ojos.
—¿Te refieres a los demonios?
Me miró de reojo.
—Me refiero a Dadvin, Luldy, Kierrel… y a Sahiru, entre otros.
Dio particular entonación a este último nombre y entrecerré los ojos, intrigada.
—¿Sahiru?
—Él es el más implicado. Según él, lucha para la supervivencia de los demonios. Piensa que si no se pone cierto orden dentro del caos no se conseguirá una verdadera unión entre los demonios.
—¿Unión entre los demonios? —repetí, extrañada—. ¿Pero no decías que los demonios nunca habían aspirado a ningún tipo de organización, con algunas raras excepciones?
—Organizaciones siempre las ha habido. Y la de los Comunitarios, como se llaman ellos a sí mismos, no es una de las más importantes que ha habido. Pero así y todo, si comparamos la actividad de los Comunitarios con la de otros demonios de hoy en día, está claro que son los más activos de todos. Y los más intransigentes. Desean ante todo impedir la multiplicación de kandaks. Y además quieren acabar con las riñas existentes entre los Demonios Mayores, pero en eso fracasan como todos. En fin, como dirías tú, son unos iluminados. Quieren mejorar el mundo y no consiguen más que complicarlo metiendo presiones inútiles.
Asentí con la cabeza, más asustada que meditativa.
—Así que esas personas que has nombrado… ¿vendrán a ver si me he convertido en un kandak?
—Eso es. En realidad, no tienen ningún poder pero, según algunos, que un maestro de la Sreda se niegue a que examinen a sus alumnos no es buena señal. De modo que todos acabamos aceptando que comprueben que nuestros alumnos no van camino de convertirse en kandaks. Pero no te preocupes, pueden tardar días, todavía. Zaix me ha avisado, eso es todo.
Di un respingo, conmovida.
—¡Zaix! —exclamé—. ¿Hablaste con él?
Casi me había olvidado de que Kwayat me estaba enseñando la Sreda a petición del Demonio Encadenado. Sin esperar a que me contestara Kwayat, mascullé:
—¡Pues que vengan! ¡Ahora soy una auténtica demonio! ¿A que sí? —Sonreí anchamente.
Pero Kwayat no parecía ser tan optimista y me preocupé. ¿Acaso esos Comunitarios me harían pasar una especie de prueba? Pensé, con cierta esperanza, que quizá se olvidaran de mí… Claro que los nuevos demonios de trece años no eran que se dijese muy numerosos.
—No hablemos más de ello por el momento —dijo Kwayat, juntando sus manos delante, debajo de su capa negra y retrocediendo de un paso—. Hay cosas más urgentes en qué pensar.
Agrandé los ojos, curiosa por saber qué podía considerar urgente una persona tan serena como Kwayat.
—¿De qué se trata?
—Del lugar en el que estamos —contestó tranquilamente—. Es un lugar extraño, ¿no lo notas?
Ladeé la cabeza, intenté percibir algo extraño en mi alrededor, pero nada me llamó la atención particularmente. Negué con la cabeza, preguntando:
—¿Qué hay que notar?
Kwayat puso cara de sorpresa.
—¿De veras no lo notas? Es como un silbido energético. Vibra como una especie de jaipú… Llevo toda la mañana percibiéndolo. Tengo la misma impresión que cuando siento que alguien me sigue sigilosamente… o tímidamente.
—¿Quieres decir que hay algún animal extraño en los alrededores o algo así? —solté, apurada. Inmediatamente me representé a un oso sanfuriento que se transformó en un dragón y más tarde en un gran golem de bronce, y no sé en qué hubiera acabado el golem si Kwayat no hubiera interrumpido mis divagaciones en ese momento.
—Hay una manera de saberlo: seguir avanzando.
Y sin más previo aviso, Kwayat se puso a andar colina arriba a grandes zancadas.
“¿Y si le diéramos el esquinazo?”, propuso Syu, observando cómo Kwayat se alejaba.
Puse los ojos en blanco.
“¿Y si nos encontramos con el golem de bronce?”, le retruqué.
Syu hizo una mueca y asintió con la cabeza.
“Tienes razón. Pero caminemos guardando una distancia prudente.”
Sonriendo a medias, me dispuse a seguir a mi instructor. El demonio caminaba rápido y subía incansablemente. Obviamente tenía más aguante que yo, pensé con amargura. Claro que yo no había comido nada desde hacía… bueno, demasiado tiempo para desear contarlo, y él…
Fruncí el ceño, haciéndome una pregunta curiosa: ¿qué había comido Kwayat durante todo ese tiempo? No tenía arco ni espada. ¿Sabría cazar utilizando artes celmistas? Jamás lo había visto utilizar las energías, salvo el primer día en que lo había conocido, cuando había estado a punto de lanzarle un choque mental a Aryes y, aun así, no estaba segura de qué energía había utilizado entonces.
La colina se había transformado en monte pero Kwayat no se paró hasta pasada una hora, girándose hacia los lados, como buscando algo con algún sexto sentido. Cuando, resoplando, lo alcancé y me quejé de su ritmo, no me prestó atención alguna. Tan sólo soltó un: «esto es extraño» y siguió subiendo, con una expresión que inhabitualmente denotaba curiosidad. Y cuanto más subíamos, más me preguntaba por qué demonios Kwayat le atribuía tanta importancia a ese «silbido energético». A lo mejor se trataba de una simple ardilla, rezongué mentalmente, mientras seguía, obediente, a mi instructor, cansada, hambrienta y, visiblemente, olvidada de él.