Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana
A la mañana siguiente, muy pronto, nos despertamos todos por el trueno. Además de la lluvia que había vuelto a empezar a caer, se desencadenaba ahora una tormenta. Con toda mi alma esperaba que no fuese la prueba de que nos esperaba un Ciclo del Pantano porque no me apetecía acabar ahogada y con moho.
Desayunamos debajo de la tienda galletas, tortilla con patatas y una infusión de manzanilla. Hacía demasiado tiempo que no desayunaba y me zampé casi dos porciones enteras. Deria, en cambio, apenas comió, pero ella necesitaba comer menos, según me había explicado un día, porque los faingals consumían muy poca energía.
Como no osábamos hablar de Lénisu y de los Gatos Negros, nos pusimos a hablar del Torneo de Aefna y resultó que Sotkins conocía muchas anécdotas sobre los torneos más importantes, aunque nunca había estado en Aefna. Sotkins era una apasionada del har-kar, sobre todo de su filosofía, y me aseguró en un momento en que el maestro Dinyú no escuchaba que Yeysa nunca podría ser una buena har-karista porque los buenos har-karistas nunca llevaban odio en el corazón. Le di la razón sin dudarlo: aunque Yeysa era demasiado bruta como para tener corazón siquiera.
Cuando quisimos salir, advertimos que un guardia estaba vigilando nuestra tienda. Al menos esa fue la impresión que me dio, porque nos miró como si estuviese preguntándose si debía dejarnos salir o no. Pero su duda no duró mucho ya que enseguida llegó un pequeño y delgado elfo oscuro de túnica blanca para anunciarnos que seríamos enviados inmediatamente a Ató para satisfacción y consuelo nuestro… Al oír sus palabras me quedé lívida.
—¿Cómo? —logré balbucear.
El elfo oscuro, que se había presentado en calidad de secretario del Mahir, giró hacia mí sus ojos de un verde muy claro.
—No estáis seguros aquí. Tenéis que marcharos cuanto antes.
Todos asintieron, comunicando su acuerdo, menos yo. Aún no acababa de entender cómo podía ser que nos mandasen de vuelta a Ató sin que yo pudiese ver a Lénisu.
Mientras el secretario se marchaba y dejaba entre las manos de los guardias el cumplimiento de sus órdenes, Dolgy Vranc posó una mano sobre mi hombro para sosegarme.
—Tranquila, Shaedra. Todo saldrá bien. Creo que lo mejor es volver a Ató y no interferir entre los Gatos Negros y Ató.
Negué con la cabeza, testaruda. Sentía que rendirme ahora y volver a Ató era cuanto menos cobarde y cuanto más estúpido. Entre los cuentos que me había contado Sain, había algunos en los que todo acababa en tragedia por culpa de que el protagonista faltaba en la última prueba o perdía la esperanza unos instantes antes de haber podido conseguir lo que quería. Yo no quería incurrir en el mismo error, me dije, a sabiendas de que me estaba comparando con el héroe de un cuento y no con una ternian kal que nunca había conseguido otra cosa que complicarlo todo por donde pasaba… Inspiré hondo.
—Quiero ver a Lénisu —solté, decidida.
—No lo verás —contestó el maestro Dinyú, como apareciendo de la nada.
Dol y yo nos sobresaltamos. Creíamos que nadie nos escuchaba y al observar su rostro me pregunté qué había podido adivinar de mi expresión.
—¿Y por qué? —repliqué, zaherida.
—Porque no está aquí —dijo el maestro de har-kar—, sino a unas colinas de distancia. Al menos es lo que he podido adivinar al ver que ya no le llevaban comida a esa tienda y que tampoco la vigilaban —añadió, señalando una tienda levemente apartada del campamento.
Agrandé los ojos como platos y eché a correr hacia la tienda que señalaba.
Nadie me cortó el paso y no pude más que deducir que la tienda estaría vacía. Y de hecho, cuando levanté la lona de la entrada, me encontré con que en el interior no había estrictamente nada.
No sé cuánto tiempo estuve mirando el interior, haciéndome mil preguntas sobre cómo acabaría todo, pero cuando me llamó la atención un guardia para avisarme de que ya era hora de que nos marcháramos y para decirme que no fisgoneara por el campamento, todavía no había resuelto nada.
El secretario del Mahir, que se llamaba Dansk según explicó Sotkins, salió otra vez de su tienda para vernos partir. El señor Henelongo, en cambio, permaneció claustrado en el interior de su tienda y me pregunté si realmente estaría preocupado por lo que le pudiese suceder a Nart. Según este último, su padre nunca se había molestado en dedicarle más de diez minutos al año, el día de su cumpleaños. Claro que Nart era dado a las exageraciones y nunca se podía saber nada a ciencia cierta con él.
“Esto no me gusta, Syu”, le mascullé al mono gawalt que, como siempre cuando estaba algo nervioso, se había puesto a trenzarme el pelo mientras caminábamos hacia el oeste. “Tengo que idear algo. Ahora está claro que todos piensan que Lénisu es el Sangre Negra. Wanli y Néldaru no deberían haber intervenido. Si hubiésemos encontrado a los monstruos que se hacen pasar por los Gatos Negros, todo se habría resuelto mucho mejor.”
“Me temo que vosotros, los saijits, no sabéis apreciar la sencillez de la vida”, replicó el mono, suspirando.
Seguí rumiando pensamientos durante una buena media hora antes de que me empezara a interesar por lo que me rodeaba. Como era natural, nos dirigíamos hacia el oeste, hacia Ató. Estábamos bajando un valle muy verde debajo de una lluvia persistente que no podía mojar más nuestra ropa porque ésta ya estaba hundida desde hacía demasiado tiempo. Delante de mí, estaban Deria y Dol, detrás estaban Aryes y Wundail. Ozwil y Yerry abrían la marcha; otro guardia la cerraba. Y Sotkins, Galgarrios y el maestro Dinyú caminaban a mi lado. Sotkins, de cuando en cuando, le hacía preguntas al maestro Dinyú sobre el har-kar o sobre el Torneo, pero debió de notar que el maestro har-karista no estaba de humor parlanchín, de modo que llevábamos los cuatro en silencio desde hacía un buen rato, y yo apenas me había percatado de ello, de lo sumergida que estaba en mis propios pensamientos. De todas formas, el ruido tenaz de la lluvia no invitaba a hablar.
Llegamos abajo del valle y entramos en un bosque de robles y castaños. La lluvia se convirtió en una lluvia espaciada de gordas gotas que se iban formando sobre las hojas de los árboles. En el bosque, se oían ardillas y conejos huir al ruido de nuestros pasos. Si al menos estuviese Frundis para cantarme una canción, pensé nostálgica. Estaba claro que si no hacía algo perdería a Frundis y a Lénisu para siempre, y eso sí que no podía permitírmelo. ¿Pero qué podía hacer yo solita frente a Ató si los propios amigos de Lénisu eran incapaces de urdir un plan infalible?
“Deja ya de pensar en tragedias”, me amonestó Syu.
“Dejaré de pensar en ellas cuando sepa lo que tengo que hacer”, repuse, mordiéndome el labio, agitada. “Tengo la impresión de que cuanto más me alejo del campamento, más me alejo de la felicidad.”
Fruncí el ceño al percatarme de lo que había dicho y Syu soltó una carcajada.
“¿Sólo es eso? Pues te voy a decir lo que vas a hacer en ese caso. Vas a dar media vuelta y vuelves al campamento, ¿no es maravilloso que sea tan sencillo ser feliz?”, soltó, riéndose aún.
“No es tan sencillo”, repliqué, con tono enfático. “Yerry y el otro guardia no me dejarían dar media vuelta. Y me considerarían traidora si quisiese liberar a Lénisu porque ahora resulta que tienen todas las pruebas de su culpabilidad.”
“Todo esto es muy complicado”, concedió Syu, meditabundo. “Pero déjame a mí pensar en algo. Sé remotamente más que tú cuando se trata de solucionar cosas.”
“¿De veras?”, solté, burlona.
“Pues claro. Xuar solucionó la adivinanza de la Terrible Dragona Huérfana, y ¿adivina qué era Xuar?”
“¿Qué era Xuar?”, pregunté, poniendo los ojos en blanco.
“Era un mono gawalt”, contestó irguiéndose con orgullo.
Reí interiormente, divertida.
“¿Y qué adivinanza resolvió?”, inquirí, al de un rato.
“¿Xuar? Bueno…”, dudó Syu. “Nadie lo sabe, porque según la leyenda quien contestaba correctamente era devorado por la dragona.”
“Pues vaya forma de solucionar las cosas”, comenté, tragando saliva e imaginándome a una enorme dragona zampándose a un pequeño mono gawalt.
“No, me has entendido mal. Ser devorado por un dragón es una muerte honorable para todo gawalt”, explicó Syu. “Los gawalts también tenemos…”
Dudó en continuar y yo continué por él:
“Estupideces. Sí, creo que eso es inseparable del ser vivo. Hasta las mariposas tendrán manías ridículas. Pero los saijits los superamos a todos.”
“Ya que no sabéis superar a los gawalts en una carrera…”, insinuó Syu, burlón.
“¡Ey!”, protesté, riendo. “Te he ganado más de una vez. Lo que pasa es que siempre haces trampas con los árboles.”
El mono me miró con unos ojos sagaces y socarrones.
“Pues hazlas tú también.”
* * *
Yerry era una persona muy irritante. Siempre me miraba de mal modo como si estuviese esperando a advertir una señal de que fuese a escapar. Me exasperaba y cada vez que me cruzaba con su mirada sentía hervir en mí la Sreda peligrosamente. Yerry tenía en sus ojos un brillo que no me gustaba. Parecía como si sintiese indiferencia por los males de los demás.
Pasé tres días andando bajo la lluvia con los demás con la sensación de estar avanzando en el sentido equivocado. Aryes intentó levantarme la moral asegurándome en voz baja que seguramente en ese mismo instante Lénisu estaría huyendo con Wanli y Néldaru y sus seguidores y que no le pasaría nada malo. Pero eso no era lo único que me preocupaba. Quizá Lénisu saldría vivo de ésta. Y quizá no habría ni el más mínimo rasguño en ambos bandos. Pero si Lénisu se marchaba con los Gatos Negros, ¿cómo podría volver a Ató? ¿Cómo podría yo volver a verlo si me quedaba de brazos cruzados?
Una vocecita interna me dijo que Lénisu probablemente no querría que intentara algo peligroso. Lo conocía bien: siempre se las quería arreglar él solo. Más de una vez me había recordado que no debí haber entrado en la cofradía de los Istrag, en Dathrun. Y ya me había pedido que no me metiera en sus asuntos porque podían ser peligrosos para mí… ¿pero qué podía ser más peligroso que un demonio?, me dije, con una sonrisa irónica.
“Un dragón, quizá”, propuso Syu, rascándose el vientre. “O bien un mono gawalt como yo.”
Era de noche y estábamos todos tumbados en la única tienda que teníamos. Surgath, el guardia, dormía en la entrada, junto a Yerry. Deria murmuraba en sus sueños y Dol roncaba ruidosamente. Todos parecían estar durmiendo, pensé. Pero no podía estar segura al cien por cien.
De hecho, cinco minutos después noté que Wundail seguía despierto.
“Ese saijit no sabe dormir desde que le han quitado a su familia”, constató Syu con una pizca de compasión.
¿Su familia?, me repetí, frunciendo el ceño. Pues claro, ¿acaso alguna vez había visto a Wundail tan lejos de Djaira y Kahisso? Los raendays, como cofradía, eran muy independientes, pero Djaira, Wundail y Kahisso eran compañeros inseparables. ¿Por qué los Gatos Negros lo habrían aislado? Quizá no lo hubiesen hecho adrede. Pero aun así me imaginaba lo que le dolía a Wundail tener que alejarse de sus amigos simplemente porque un hombre le había obligado a ello. Estaba claro que él también tenía algo planeado, adiviné. ¿Y si echaba al traste su plan si yo seguía el mío?, me dije, algo preocupada. No quería perjudicarlo.
“¿De veras un saijit puede llegar a pensar tan retorcidamente?”, resopló el mono gawalt, incrédulo.
Carraspeé silenciosamente.
“Se llama “pensar en los demás”. Pero tienes razón. No veo por qué mi desaparición podría ponerle trabas para volver con Kahisso y Djaira. Demonios, todo esto se está complicando innecesariamente”, añadí más para mí que para Syu.
Durante la tarde del día anterior, se había ido despejando poco a poco, y había dejado de llover. La Gema había salido de entre las nubes iluminando la tienda con su luz azulada y pálida, de modo que se veía con cierta claridad el interior, y se vería lo suficientemente bien afuera, aun debajo de los árboles…
Tardé media hora más en tomar una resolución, pero al final me decidí. Me enderecé, cogí mi capa que aún estaba hundida, y… me detuve en seco, agrandando los ojos.
Entre Dol y el maestro Dinyú, Aryes dormía profundamente. Su rostro ya algo azulado por su ascendencia kadaelfa parecía del todo azul. Arrebujado en su capa, parecía una silueta irreal. Pero no era eso lo que me había llamado la atención, sino el hecho de que estuviese levitando. Cierto, estaba a tan sólo unos pocos centímetros del suelo, pero levitaba todo su cuerpo. Y Aryes parecía estar durmiendo a la vez sin manifestar esfuerzo alguno. Meneé ligeramente la cabeza, alucinando. ¿Cómo podía estar levitando sin querer? Era algo que no me cabía en la cabeza. A menos que se pudiese comparar esto a la incapacidad de Jirio de controlar la electricidad que corría por su cuerpo. O bien Borrasca, su pañuelo azul encantado, le estaba influenciando más de lo que parecía…
No podía averiguar el misterio aquella noche, así que me aparté de Aryes y envolviéndome con el mejor sortilegio de armonías que había hecho hasta entonces —o eso me pareció— salí de la tienda sin un ruido y me alejé rápidamente con en el corazón un océano de nerviosismo y de excitación. Ahora, al menos, todas mis acciones me pertenecían y tenía la firme intención de hacer algo.
“¡Asbarl!”, le dije alegremente a Syu, mientras salía disparada, utilizando mi jaipú lo mejor que podía. En cuanto pude, me subí a los árboles para seguir avanzando sin dejar rastros en la tierra embarrada.
Al mismo tiempo, debajo de la tienda, el maestro Dinyú, con los ojos abiertos y el ceño fruncido, meditaba sin duda sobre la extrañeza de todo aquel asunto… Me mordí el labio mientras iba de rama en rama, turbada por este pensamiento. Era una imagen un tanto inquietante… y a la vez reconfortante, porque significaba que el maestro Dinyú no solamente estimaba la Justicia de Ató sino también la elección de cada uno y, si era verdad que el maestro Dinyú me había oído salir, significaba que era mejor persona de lo que hubiera podido imaginar.