Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana
Las Hordas eran infinitas y el bosque parecía no querer acabar. Y Kwayat, desgraciadamente, era tan obstinado que no parecía querer darse por vencido. Se había obsesionado claramente por esa «extraña impresión» de la que hablaba y que yo no había notado en ningún momento durante la exploración. Syu empezaba a sugerirme que lo detuviese y que le explicase que necesitábamos descansar un rato, además de comer y buscar un arroyo para beber, pero algo en la expresión de Kwayat me impedía interrumpirlo.
Finalmente, llegamos a un claro, y me alegró ver el cielo, aunque estuviese gris y oscuro. Me senté en un tronco, en el linde del bosque, mientras Kwayat daba una vuelta, concentrado, como si estuviese elaborando un sortilegio o algo así. Solté un suspiro cansado.
“Yo ya no me muevo de aquí”, le anuncié a Syu, estirando las piernas doloridas de tanto subir cuestas. “Hasta se me ha ido el hambre del sueño que tengo.”
“Buena idea”, aprobó el mono gawalt, bajándose de mi hombro y saltando a una rama. “Voy a trepar hasta arriba de este árbol para conocerlo bien y luego nos vamos a dormir. Total, el día está demasiado oscuro como para que uno se pueda creer que es de día.”
Aprobé con un gesto de la cabeza y cerré los ojos, imaginándome que estaba sentada en mi cama y que pronto podría tumbarme y soñar con magos poderosos perseguidos por un enorme gigante que quería comérselos vivos. Desde el apacible sueño, los desastres parecían menos terribles. En cambio, pensar que estaba perdida en un bosque con un demonio que oía voces o vibraciones o lo que fuese era de lo más inquietante.
Abrí de pronto los ojos al notar algo frío contra mi piel: me había deslizado del tronco y me había caído en la hierba mojada, medio dormida. Sacudí la cabeza, me levanté a medias, subí al mismo árbol que Syu y lo encontré profundamente dormido en un hueco bastante cómodo y lo bastante grande para mí. Delicadamente, cogí al mono entre mis brazos, me coloqué en su sitio y abrazando suavemente a Syu para que no se cayera, caí dormida pesadamente.
Desperté con la sensación de tener un hierro candente en la espalda. Me giré dolorosamente al percatarme de que dormir en un árbol quizá pudiese ser una buena solución para un mono, pero desde luego para mí me hubiera convenido más una buena cama.
Aparte de eso, tenía un hambre canina y tomé la urgente decisión de buscar algo para comer. En ese momento, Syu apareció en una rama cercana con una gran sonrisa.
“¡El instructor se ha ido!”, me anunció.
Me quedé boquiabierta.
“¿Cómo que se ha ido?”
En mi precipitación por bajar del árbol, a punto estuve de torcerme un tobillo. Recorrí todo el claro mirando por todos los lados, y hasta acabé gritando una o dos veces el nombre de Kwayat, sin obtener respuesta.
“Déjalo, ¿por qué no vamos a buscar algo de comer?”, me preguntó Syu, exasperado al verme tan agitada.
No podía ser, me repetí, sentándome en una piedra y tratando de reflexionar. No era normal que Kwayat se hubiese marchado así, sin avisar. Era de lo más inusual. Sobre todo después de que me dijese que le había costado encontrarme. ¿Podía ser que continuase buscando eso que tanto le llamaba la atención y que no se fijase en que yo me había quedado dormida en un árbol? Me parecía imposible que no se hubiese dado cuenta.
Sentí una oleada de rabia y tristeza que muy pocas veces había llegado a sentir. Estaba sola en un lugar que no conocía, perdida después de haber seguido ciegamente a un instructor que me había dejado plantada. A menos que hubiese ido a buscar comida, pensé con esperanza. O bien había pensado seguir su búsqueda sin mí, puesto que yo no era capaz de seguirlo.
Gruñí, irritada.
“No debería darle tantas vueltas a las cosas”, le dije a Syu con filosofía. “Si resulta que Kwayat me ha abandonado, cosa que no creo, entonces ya puede olvidarse de mí.”
“¿Abandonado?”, repitió el mono, con una sonrisita. “¿Y desde cuándo lo necesitábamos?”
Con la moral algo más alta, me fui a buscar comida. Aquel día, los primeros rayos de sol atravesaron al fin la oscuridad, y eso me levantó todavía más el ánimo. Al fin, pudimos comer unas raíces y encontramos tres manzanos silvestres cargados de frutos hinchados de agua.
Estaba comiéndome una manzana bien jugosa cuando lo sentí. Era una sensación extraña, como una presencia bréjica que quería introducirse en mi mente y al mismo tiempo que parecía tímida. Empecé a entender las palabras de Kwayat: “siento que alguien me sigue sigilosamente… o tímidamente”.
Instintivamente, me había girado hacia todas las direcciones. Prudente, solté un sortilegio armónico para esconderme de esa presencia que parecía estar cerca, demasiado cerca.
Syu, colgado de la rama de un manzano, se había tensado, alerta.
“¿Sientes algo?”, pregunté, sin dejar de mirar a mi alrededor con cautela.
El mono se encogió de hombros y se descolgó de la rama para caer sobre mi hombro.
“He creído notar algo”, gruñó. “No me gusta esa sensación. ¿Qué crees que es?”
El bosque estaba tranquilo. No se oía el menor ruido. Lo cual, me daba cuenta ahora, era sumamente extraño. Empezaba a sentir un pánico que mi imaginación alimentaba prolíficamente.
“Debe de ser algo gordo”, afirmé al cabo. No quería decirlo, pero estaba convencida de que en alguna parte, no muy lejos de ahí, me acechaba una criatura horrible, un oso sanfuriento o un tigre de las Hordas o… ¡Podía haber tantas cosas en un bosque!
Con los ojos dilatados por el miedo, di un salto y me subí al primer árbol suficientemente grande que encontré. La sensación extraña se acrecentaba cada vez más. Encaramada en una rama bastante alta, esperé en compañía de Syu, mirando hacia abajo con desasosiego. Me aliviaba saber que, ahí donde estaba, estaba segura, libre de los peligros del sotobosque. Ahora sólo hacía falta esperar a que pasase el peligro.
No tuve que esperar mucho. Pero, desde luego, lo que vi no era lo que esperaba. Desde mi posición privilegiada, vi aparecer, corriendo con sus cuatro patitas cortas, a una criatura que jamás en mi vida había visto. Tenía la piel de un color rojo oscuro y llameante. Tenía cuernos sobre la cabeza y una cola dividida en dos hacia la punta que seguía el movimiento rápido del avance del… Miré boquiabierta a la criatura.
“¡Es un dragón!”, exclamé.
A Syu no pareció gustarle la noticia. Yo sentía una mezcla de fascinación, extrañeza y asombro. ¿Qué hacía un bebé dragón en las Hordas? ¡Todo el mundo sabía que los matadragones se habían ocupado de que los dragones se marchasen de las Hordas!
Y para colmo, dos minutos después de que apareciese el dragonzuelo, surgió Kwayat, andando tranquilamente, juntando las manos debajo de su luenga capa negra. Miró al dragón como con cariño y, al de un rato, levantó la cabeza y me vio agarrada a la rama, contemplándolo con estupefacción.
—Buenos días, Shaedra. Ya veo que has dormido profundamente. Mientras dormías, me he encontrado con la fuente de toda mi curiosidad.
Y diciendo esto, señaló al dragón con un índice largo y pálido. Tragué saliva con dificultad.
—¡Kwayat! —pronuncié, con una vocecita—. ¡Es un dragón!
—Una dragona —asintió Kwayat—. Sí. Si bajas, te la presento.
—¿No es peligrosa? —pregunté, observando al dragón con curiosidad.
—Somos más peligrosos que ella —me aseguró el demonio.
Un minuto después, aterricé en el suelo y vi que la pequeña dragona, que no medía más de un metro de altura, cogía una manzana y se la tragaba muy delicadamente. Todo su ser desprendía una aureola muy peculiar.
—Así que es ella la que provoca esta sensación de… de…
—¿De atracción? —sugirió mi instructor—. Ya lo creo. Nos estaba buscando. Y me gustaría saber por qué.
La dragona se había girado hacia nosotros y nos miraba con ojos inteligentes que no me acababan de caer bien del todo. ¿Y si Kwayat se equivocaba? ¿Y si lo único que estaba buscando la dragona era comida fácil?
Sólo en ese momento me di cuenta de que Syu se había quedado prudentemente en el árbol y tuve que reconocer que era el más listo y cobarde de los dos.
De pronto, la dragona dio un paso para adelante y yo enseguida reaccioné, dando un paso precipitado hacia el árbol. Kwayat soltó un gruñido exasperado y chasqueó la lengua. Nunca lo había visto tan expresivo y emocionado.
—No te muevas —me ordenó—. La dragona sólo quiere conocerte. Te olfateará y después establecerá un contacto, como ha hecho conmigo, no temas.
Lo miré con los ojos abiertos como platos. ¿Que no tema?, me repetí. Estuve a punto de soltar una risita nerviosa.
“¡Huye! ¡Sube!”, gritó Syu, atemorizado por lo que podía pasarme.
Su miedo era contagioso, pero estaba tan paralizada que no pude ni huir. La “pequeña” dragona llegó hasta mí y sus ojos negros de azabache me examinaron de cerca mientras yo temblaba como una hoja de otoño. Cuando enseñó sus dientes, creí que me iba a desmayar, noté su contacto caluroso y escamoso contra mi pierna y estuve a punto de darle una patada, lo que hubiera sido un error terrible, pero al final la dragona no me hizo nada. Cuando retrocedió, sus ojos me parecieron burlones.
—¿Ves? La dragona sólo quiere conocernos —dijo Kwayat, conservando una serenidad irritante.
Yo estaba sudando a mares, o al menos tenía esa impresión. Y Syu me reprochaba el no haberle hecho caso. Sentía su miedo y su alivio a través del kershí.
—¿Es una dragona de verdad? —pregunté al de un rato, mientras esta se marchaba tranquilamente hacia los manzanos para seguir comiendo.
Kwayat me miró enarcando una ceja.
—¿A ti no te parece una dragona de verdad?
—Sí… Claro que sí, pero no sabía que los dragones comieran manzanas. Ni que hubiese dragones tan pequeños…
—Es una cría. Aunque no parece ser del todo joven. Y hay algo anormal en ella. En general, ningún dragón abandona a sus crías. Y ésta… sospecho que no tiene padres.
—Los dioses quieran que tengas razón —resoplé, imaginándome ahora la venida destructora de un dragón rojo adulto.
—Debe de tener una historia trágica —prosiguió, distraído, el demonio—. Por el momento sólo he conseguido entender dos cosas: que la dragona está sola en las Hordas, y apostaría a que no quedan más dragones en toda la cordillera, y que la pobre criatura necesita nuestra ayuda.
—¿Ella nos necesita a nosotros? —articulé, impresionada.
Kwayat levantó una mano autoritaria.
—Necesito que no interfieras. Tengo que conocer a esta criatura más a fondo. ¿Acaso hay alguien que tuvo la suerte de encontrar una cría dragona sin los progenitores? Esta es una oportunidad única.
Me rasqué la mejilla, mirándolo con asombro.
—¿Qué vas a hacer?
Kwayat no contestó a mi pregunta.
—Vuelve al claro. O mejor: vuelve a Ató. Te alcanzaré en unos días.
—No puedo creerlo —solté, incrédula—. ¿Me estás echando?
—Para estudiar a un ser vivo, es mejor que no interfieran otros seres vivos —replicó Kwayat, con tono de experto.
Estaba fascinado por la criatura, observé. Un demonio que sin duda debía de haber vivido miles de aventuras estaba fascinado por una criaturilla con escamas rojas. ¿Acaso era el primer dragón que veía en su vida?, me pregunté, sin entenderlo. ¿Cómo podía sentir tanto interés en estudiar una dragona y tratarme de esa manera, largándome de esa forma?
Puse cara enojada y me encogí de hombros.
—Está bien. Ya que estás tan ocupado, no interferiré —dije, gruñona—. Adiós. Y, adiós también a ti, joven dragona —añadí, dirigiéndome a la criatura alada que parecía más interesada en comer manzanas que en satisfacer la científica curiosidad de Kwayat.
Iba a darles la espalda cuando Kwayat, como despertando de su ensimismamiento, me llamó:
—¡Espera! No puedes marcharte. Los Comunitarios —pronunció—. Pueden venir en cualquier momento. No puedes irte sin mí. ¿Dónde tengo la cabeza? —Se golpeó la frente con el puño; su expresión denotaba cierta frustración por el contratiempo.
—No te preocupes por mí —mascullé, aún enojada—. Sé esconderme. No me encontrarán.
Kwayat me miró con una cara escéptica.
—Son demonios. Y dos de ellos son buenos celmistas. Me temo que no puedes irte, no.
Que me echase, era una cosa, pero que me obligase a quedarme junto a él, con una dragona, ¡era algo muy diferente!
—Tengo que encontrar a Lénisu —dije.
—Te dije que estaba bien. Buscándolo sólo facilitarías la tarea a los guardias de Ató.
—Ya no lo están buscando, según me dijiste —protesté—. Y además tengo que recuperar al bastón. No puedo dejarlo en manos de un desconocido.
—Yo no puedo irme de aquí —replicó con firmeza Kwayat—. Y tú te quedarás conmigo.
Iba a protestar pero entonces la dragona soltó un rugido y me sobresalté, temblando de miedo. ¿Qué persona mínimamente sensata se quedaría más tiempo junto a una criatura así?, me pregunté, exaltada sin embargo por haber oído el rugido de un dragón rojo. Me hubiera gustado que Akín estuviera ahí para poder decirles con orgullo a su familia que, al fin, había podido matar a un dragón de verdad. Pero en aquel instante yo deseaba ante todo irme lejos de ahí, y dejar tranquila a la dragonzuela abandonada. Una cosa era decir que los ternians tenían sangre de dragón, y otra creérselo realmente, me dije, irónica.
—No puedes marcharte —insistió Kwayat, mirándome a los ojos.
No pude sostener más tiempo la mirada fija e implacable de Kwayat. Entendía que no pudiese dejarme marchar. Aunque presentándolo de esa forma había conseguido hacerme sentir como una especie de prisionera, sensación que me era muy desagradable. Pero no podía hacer otra cosa que obedecerle: sin él, me convertiría en un kandak y los Comunitarios me enviarían los dioses sabían dónde.
—Está bien —concedí al fin, vencida—. Pero tú te ocupas de traernos la comida.
Sentí, más que vi, la sombra de una sonrisa dibujarse en el rostro del demonio.
* * *
“¡Corre, Syu, corre!”, grité, riendo, al notar que el mono se estaba quedando atrás.
El mono avanzaba más lentamente que normalmente y hasta empecé a inquietarme por su lentitud, preguntándome si no iba a caer enfermo o algo así, pero, de pronto, salió disparado, saltando de rama a rama a una velocidad espeluznante. Me di cuenta entonces de lo traicionero y bromista que podía llegar a ser. Sorprendida por el cambio repentino de ritmo en la carrera, sentí mi jaipú desestabilizarse y perdí el equilibrio como una nerú novata. Y Syu ganó la carrera.
—¡No vale! —exclamé, riéndome a carcajadas, tumbada en el suelo, sobre la hojarasca otoñal.
El mono gawalt dio una voltereta e hizo una reverencia.
“No te fíes nunca de un mono gawalt”, sentenció solemnemente.
Le agarré la cola y estiré, y tras su grito indignado, empezamos un juego de pelea tonta, y volvimos a hacer una carrera, esta vez sin trampas.
Era uno de los pocos pasatiempos que podíamos encontrar en ese bosque. El primer día, había construido una pequeña cabaña, para Kwayat y para mí; también había confeccionado una especie de cantimplora con unas enormes hojas impermeables y había quedado bastante satisfecha al ver que no caía ni una gota. Los tres primeros días, observé cómo Kwayat y la dragona iban poco a poco trabando amistad, aunque cuando le preguntaba a Kwayat si conseguía hablar con ella por vía bréjica, me contestaba que no se trataba de un diálogo exactamente, sino de una conexión de impresiones y sensaciones. Y decía que la dragona era muy inteligente, que tenía una historia efectivamente muy trágica, pero cuando yo le pedía que detallase aseguraba que aquello no era lo más apasionante y que él se interesaba sobre todo por la dragona presente y no por su pasado.
Me daba la impresión de que Kwayat había dejado de razonar correctamente, cosa que me extrañaba muchísimo porque siempre había sido un demonio muy razonable. Cierto era que su temperamento sereno apenas había cambiado, seguía meditativo las más de las veces, serio como un personaje de tragedia. Pero hasta entonces nunca le había visto mostrar interés por otra cosa que por mi educación sobre la Sreda. El encuentro con la dragona parecía haber despertado en él antiguos recuerdos. ¿Acaso había sido algún día especialista de dragones? Podía ser. En realidad, lo que sabía acerca de Kwayat era francamente poquísimo.
Los días pasaban y Kwayat seguía sin decirme qué pretendía aprender pasando tanto tiempo con la dragona. Yo procuraba no acercarme mucho a la criatura. Después de todo, ¿cómo saber si no iba, de pronto, a entrarle hambre a la dragona? Un mordisco de esos dientes afilados podía perfectamente acabar con mi preciada vida. En eso, Syu y yo coincidíamos. Para ambos, Kwayat nos parecía un inconsciente. Pero claro, él parecía casi inmortal. Al menos esa impresión daba cuando se acercaba tranquilamente a la dragona.
Esta había decidido instalarse cerca de los manzanos y, por las noches, dormía a unos treinta metros de nosotros. Le encantaban las manzanas, lo cual a Syu y a mí no nos hizo ninguna gracia porque ya no nos atrevíamos a acercarnos a los árboles.
Esta situación duró cinco días. Cinco largos días en los que yo no notaba ningún progreso en la relación entre Kwayat y la dragona, a la que Syu y yo habíamos apodado secretamente «La Manzanona».
Pero en el atardecer del quinto día, los acontecimientos se precipitaron. Era un día primaveral, hacía sol, no llovía y el frío era soportable. Yo me había tumbado en la hierba del claro, para aprovechar de los rayos de sol, y me entretenía viendo pasar las nubes, intentando no pensar en las ganas que tenía ya de moverme de ahí e irme en busca de Frundis y Lénisu.
El sol estaba desapareciendo detrás del monte y los árboles se iban pintando de un hermoso color anaranjado. La luz era tranquila y el aire diáfano, y hasta se oían algunos pájaros cantar. En un momento, vi pasar un aguilucho cerca del monte, dando vueltas y vueltas, y me preguntaba, con cierta aprensión, si estaría pensando en atacarme a mí, cuando aparecieron de pronto cuatro siluetas en el claro.
Las observé como en un sueño, aturdida. La figura de la izquierda era un humano de piel negra, de ojos astutos y pelo encrespado y revuelto. La segunda figura era la de una mujer de rasgos peculiares: pelo negro, escamas verdáceas sobre los ojos, cara redonda y piel oscura. Era difícil adivinar a qué raza pertenecía, pero sin duda tenía algo de ternian, aunque algunos rasgos concordaban con los tiyanos, lo que era en sí muy extraño, ya que los ternians y los tiyanos no solían mezclarse nunca.
El tercer saijit era un elfo oscuro, más bajito que la media, con ojos grandes y unos labios gruesos y muy pálidos. Y el último era un humano de piel muy blanca y pelo castaño oscuro. Jamás había visto un rostro tan perfecto ni tan trágico: por su expresión parecía haber vivido las peores pesadillas y las más tristes tragedias. Algo en él me recordaba a Kwayat aunque su juventud era más evidente.
Los cuatro llevaban ropa de viaje, y al menos dos de ellos iban armados: el humano negro tenía un arco y un carcaj y el elfo oscuro llevaba un sable. Lo normal, para viajeros, pensé, enderezándome, sin dejar de tener la impresión de que estaba soñando.
Recibí una discreta pero urgente llamada de Syu, desde algún sitio, en los lindes del claro. Creo que eso fue lo que me hizo darme cuenta de que estaba en peligro. ¿Quiénes podían ser esos saijits? Algo me decía, en mi instinto, que eran los Comunitarios. ¿Quién, si no?
Iba a levantarme cuando de pronto recibí una descarga eléctrica que me recordó al accidente ocurrido en Dathrun con la atrapadora y Jirio. Eran pequeñas descargas que me convulsionaban toda entera, o al menos esa impresión tenía. Se tensaron mis músculos y sentí un creciente nerviosismo. Al fin, me deshice de mi abrumamiento mental, furiosa y aterrada por lo que me estaban haciendo esos desconocidos. Tuve la sensación de que algo en mi interior se apoderaba poco a poco de mi voluntad y pasé a sentir miedo. ¿Era acaso posible que un sortilegio pudiese controlar los movimientos de otra persona?
Pronto entendí que ahí no estaba la fuente del problema. Los Comunitarios estaban agitando la Sreda que me habitaba. Aun sabiendo eso, o sospechándolo, me fue imposible ir más allá en mis reflexiones.
La única mujer del grupo se avanzó, levantó una mano enguantada en unos guantes de color violáceo con un símbolo geométrico que representaba un globo rodeado de rayos de luz centelleante. La que parecía ser increíblemente una nískar, es decir medio ternian, medio tiyana, pronunció estas palabras con una voz monocorde:
—Shaedra, hija de Zaix, discípula de Kwayat, estás convocada a una audiencia a Aefna, el segundo Drusio de Tablonas para enseñarnos la evolución de tu aprendizaje y tu integración en la comunidad de los demonios. Requerimos tu presencia para aquel día.
Parpadeé, atónita, mientras ella bajaba el brazo.
—Y por cierto, encantada de conocerte —añadió, con una media sonrisa que rompió todo la atmósfera artificial e inquietante que había creado su escena.
—Vaya —solté, aliviada de ver que no me querían electrificar ni nada de eso—. ¿Son ustedes los Comunitarios?
—Luldy, para servirte —contestó ella—. Y aquí te presento al irreemplazable Dadvin, al valiente Kierrel y nuestro inestimable Sahiru. Somos los censores de los Comunitarios, sí. Y aunque últimamente no tenemos mucho trabajo, seguimos luchando por restaurar la paz entre los demonios.
—¿Restaurar? —repetí, interesada—. ¿Así que ya hubo algún día paz?
Luldy me miró atentamente durante unos segundos y, de pronto, soltó una carcajada.
—Que yo recuerde, no. Pero sabemos que puede existir. Y mientras tengamos esperanza, podemos obrar para que el mundo sea mejor.
Hice una mueca pensativa.
—No lo dudo —dije, mirándolos a todos, tímidamente—. ¿Y se puede saber por qué os interesáis por mí?
—¡Qué pregunta! ¿No eres un nuevo demonio de la comunidad de Zaix?
—Sí…
—¡Ahá! Nosotros nos interesamos por los demonios nuevos —intervino Kierrel—. Por los que pueden traer nuevas ideas. Hasta ahora, los demás demonios los acogían y los convertían a sus ideas. Ahora, nosotros queremos que se renueven las ideas.
—Sois unos reformistas progresistas —entendí, recordando las aburridas terminologías políticas que el maestro Jarp nos había enseñado.
Sahiru, en ese momento, dio un paso adelante, con su expresión fascinante y trágica.
—Somos unos renovadores. Y buscamos a innovadores. Y somos unos demonios malditos que se obsesionan por buscar lo que nunca encontrarán.
Sus ojos grises y oscuros me contemplaban fijamente. Era muy incómodo sostener esa mirada.
—No seas tan pesimista, Sahiru —replicó Luldy—. Y no hace falta entrar en discusiones de ese tipo ahora, delante de Shaedra. Por cierto, ¿dónde está Kwayat?
—¿Kwayat? Oh, debe de estar por ahí.
Por un momento, dudé en decirles que probablemente estaba demasiado ocupado con su dragona para advertir que los Comunitarios acababan de llegar con sus extrañas siluetas y sus extraños discursos.
Pero precisamente en ese momento advertí un movimiento detrás de los Comunitarios. Kwayat surgió envuelto en su capa negra, como una aparición.
—Ahí está —indiqué, al ver que los demás no se enteraban de que llegaba.
Dadvin, Luldy, Kierrel se giraron bruscamente. Sahiru, en cambio, puso una expresión como resignada antes de darse la vuelta lentamente hacia el recién llegado.
—Buenos días, instructor —dijo Luldy, con un tono falsamente alegre.
Observé cómo Dadvin, Luldy y Kierrel se tensaban, mientras Sahiru y Kwayat se miraban tranquila y fijamente. Estuvimos así unos segundos, hasta que yo solté una exclamación de sorpresa al notar una presión contra mi pierna.
Iba a apartarme vivazmente cuando vi que tan sólo era Syu.
“Estás nerviosa”, observó el mono gawalt, con reproche. “Eso significa que esas cuatro personas no son amigas. ¿Por qué no nos vamos de aquí?”
“Me gustaría”, contesté. “Pero tengo curiosidad por ver lo que puede pasar. Y no me digas nada, los gawalts también son muy curiosos.”
El mono gawalt se subió hasta mi hombro y resopló.
“Como quieras. Pero recuerda: corro más rápido que tú, así que si hay alguien que se salva aquí, seré yo.”
“No dramatices tanto”, gruñí, aun así divertida.
Al ver que Dadvin, Luldy y Kierrel se habían girado hacia mí, sorprendidos, les dediqué mi sonrisa más apaciguadora.
—Es Syu, mi amigo. Me ha asustado —expliqué, sonrojándome.
Después de echar otra ojeada curiosa hacia el mono, se giraron hacia Kwayat otra vez y decidí que lo más lógico era acercarme a mi instructor, cosa que hice preguntándome de paso dónde podía estar ahora La Manzanona.
“Comiendo manzanas, obviamente”, respondió Syu, con rencor.
“Creí que preferías los plátanos”, observé.
“Eso no significa que no me gusten las manzanas”, gruñó él.
Dejamos nuestra conversación para escuchar las palabras amenazantes de Kwayat.
—¿Qué le habéis dicho a mi discípula?
—¡Nada! —aseguró Luldy, muy educadamente, aunque algo nerviosa—. Sólo le estábamos contando quiénes éramos, lo cual es normal, visto que no nos conocía…
—Entiendo —la interrumpió Kwayat con más tranquilidad—. ¿Y cuál es vuestra conclusión, estimados censores?
Su tono era claramente sarcástico y empecé a preocuparme: ¿no habría perdido la cabeza con esa dragona?
“A lo mejor se ha enamorado”, insinuó Syu, con una gran sonrisa burlona.
“No digas tonterías”, repliqué, resoplando mentalmente.
El caso es que los Comunitarios parecían tenerle cierto respeto a Kwayat. Como sospechaba, Kwayat debía de tener un pasado bastante relleno. Quién sabe, podía haber sido cualquier cosa. Pero aun así, no veía por qué les hablaba de manera tan mordaz a unos demonios que apenas acababan de llegar y que hablaban tan educadamente.
Luldy carraspeó, como perdida, y advertí la rápida mirada que le dirigió a Sahiru. Este último dio un paso hacia delante, otro, hasta llegar a nuestra altura. Y, persuadida de que Sahiru iba a decirle algo a Kwayat, me quedé helada cuando vi que sus ojos se habían posado sobre mí.
Enseguida pensé: ¿y si realmente iba en serio eso del test? ¿Y si Sahiru descubría algo anormal? ¿Y si resultaba que ya me estaba convirtiendo en una kandak? ¿Cómo podía saberlo yo?
Y otra inquietud vino a sumarse a estas. ¿Y si descubrían que tenía parte de una filacteria de lich en mi interior? No tenía ni idea de qué reacción podrían tener entonces. Si los demonios preciaban tanto la Sreda como símbolo de vida, ¿qué podían pensar de una ternian que tenía una parte de muertoviviente dentro? Mi mente empezaba a hervir de tanta inquietud y, pese a las reflexiones exasperadas de Syu, no pude más que devolver a Sahiru una mirada llena de ansiedad.
Los ojos de Sahiru no eran amenazantes como los de Kwayat. Eran ojos desalentados, tristes. No parecía estar totalmente concentrado en lo que hacía. Mejor, pensé, estremeciéndome cuando Sahiru tocó mi frente con ambas manos. Syu, con un pequeño grito, salió corriendo despavorido.
Enseguida noté la presencia que proyectó Sahiru a mi alrededor. Esta vez, no solamente me observaba, sino que atravesaba mis primeras murallas mentales con una facilidad asombrosa. Hubiera podido romper el contacto, y entonces todo su complicado sortilegio se habría desmoronado y Sahiru no habría podido sacar nada en claro… pero si lo hacía, Sahiru creería que tenía algo que esconder o que quería oponer resistencia. Intenté imaginarme cómo quería Kwayat que reaccionase, pero no era fácil adivinar los retorcidos pensamientos de una persona tan impasible como él.
Pronto me di cuenta de que Sahiru no estaba intentando analizar mi mente. Simplemente buscaba la esencia de la Sreda. Y en ese plan, no tenía yo nada que ocultar, pensé aliviada. Aun así, no bajé la guardia y observé con atención cada paso de Sahiru, aunque al de un rato no me fue fácil seguirlo: sus saltos eran, para mí, impredecibles. Pasaba de una parte a otra sin aparente lógica. Claro que, ¿cómo iba a saber yo lo que era lógico o no en la Sreda? Y mientras tanto, me venían otras preguntas molestas: ¿por qué Kwayat no me había avisado de que los Comunitarios necesitarían utilizar sortilegios para cerciorarse de que no era una kandak? ¿Y por qué Kwayat nunca me había dicho nada sobre esos sortilegios? Porque eran de hecho sortilegios, pero no tenían nada que ver con la endarsía o la bréjica u otro tipo de arte celmista. Yo misma era incapaz de divisar un trazo energético lógico en los continuos sortilegios que me estaba soltando Sahiru. Era como un flujo energético ininterrumpido que me envolvía… como una araña envuelve a su presa en su telaraña.
Aun así, había una corriente y una presencia, la de Sahiru, que seguían una ruta precisa aunque incomprensible. Al de un momento, noté, perpleja, la presencia de otras personas y al cabo de un rato entendí el misterio y giré unos ojos sorprendidos hacia el humano, la nískar y el elfo oscuro: Dadvin, Luldy y Kierrel estaban también ahí. Pero sus fuerzas energéticas —o lo que fuese— llegaban desde Sahiru. Concluí que los cuatro debían de estar unidos por algún lazo extraño. Recordaba haber leído cosas sobre los vínculos forjados. No era necesario crear un vínculo para actuar sobre un mismo objeto, pero sí que lo era para unir las energías a través de un solo individuo: de modo que los Comunitarios compartían un vínculo forjado. Sumida en mis reflexiones y satisfecha de mí misma por haber encontrado tal misterio yo solita a partir de los conocimientos que había podido adquirir nada menos que gracias a un libro, perdí el rumbo que había tomado Sahiru y tan sólo volví a encontrarlo cuando se rompió de pronto el contacto.
Fue como si, repentinamente, me hubiese empotrado contra el suelo, de pie, y que el suelo también hubiese pegado un bote al mismo tiempo. Resoplé con los ojos muy abiertos y me tambaleé, mareada. Nadie se ofreció para ayudarme, de modo que fue una suerte que no me hubiese derrumbado. Al de un minuto, sin embargo, ya me había recobrado y, vista la rapidez con que hablaban entre ellos Kwayat y los Comunitarios, creo que no me perdí nada.
“Locos”, oí comentar a Syu, mientras volvía a colocarse sobre mi hombro con mala cara. “Están locos. Siempre con sus manías extrañas.”
“¿Qué crees que ha utilizado Sahiru para realizar ese sortilegio?”, pregunté, intrigada. “¿Crees que es sryho? Dijo Kwayat que era una energía que salía de la Sreda. Debe de ser eso.”
“Buaj”, respondió Syu, agitando la cabeza. “¿Tú también estás mal de la cabeza? ¿Qué importa la energía que haya utilizado? ¡Lo que importa es que se ha metido en ti!”
Puse los ojos en blanco.
“No exactamente. Es más bien como si hubiese estado analizando la estructura de mi Sreda.”
“La… ¿qué?”, repitió el mono gawalt, perplejo.
“Te lo explicaré después”, le aseguré.
El gruñido exasperado de Syu denotaba claramente su estado de ánimo. Era inútil que me repitiese, y lo sabía, que debí haber salido corriendo nada más ver a los Comunitarios entrar en el claro.
Sahiru había retrocedido unos pasos hasta unirse con sus compañeros y guardó silencio mientras Luldy decía:
—La conclusión es: todo está en orden. Sigue instruyendo a Shaedra sobre los principios de la Sreda y de los demonios, y todo irá bien el día en que se tenga que presentar ante el Consejo.
Sahiru y Kwayat se miraban largamente, inmóviles, hasta tal punto que me evocaban dos rocas trágicas y testarudas. Al fin, Kwayat pasó a mirar a Luldy.
—¿Qué día?
—El segundo Drusio de Tablonas —contesté. Como Kwayat enarcaba una ceja, añadí, señalando con un movimiento de cabeza a Luldy—: Me lo ha dicho ella. ¿Supongo que hay que tomárselo como una invitación? —dije, dirigiéndome a los Comunitarios.
Luldy hizo una mueca.
—Es una convocatoria —me corrigió.
—¿Una convocatoria? —repetí—. ¿Tengo que estudiar para eso?
Los Comunitarios se miraron, sin entenderlo, hasta que Dadvin soltase una carcajada.
—La muchacha quiere saber si tendrá que pasar un examen de esos que pasan los saijits en sus escuelas —explicó, riéndose, mientras yo me sonrojaba—. En eso no te preocupes, no vas a tener que recitarnos la Historia de los demonios ni esas cosas. Preferimos el presente al pasado.
Esa reflexión me dejó meditabunda. Me entró entonces complejo de reaccionar tan rápido como Kwayat o Sahiru, de modo que sacudí un poco la cabeza para centrarme en lo que importaba en aquel momento.
—Entonces, ¿qué queréis saber más? —pregunté—. Hoy habéis visto mi Sreda, y al parecer aprendo bien y rápido, según vosotros. Todo está impecable, ¿por qué es necesaria una etapa más?
—Nosotros no hemos dicho que aprendieses ni bien ni rápido —apuntó Kierrel. En su rostro oscuro de elfo, sus ojos rojos sonreían como con burla.
—¿Eso significa que aprendo lento y mal? —gruñí, asustada y enojada al mismo tiempo.
—No —replicó él—. Luldy tan sólo ha dicho que tienes que venir a la convocatoria, e irás.
“El segundo Drusio de Tablonas”, repetí, mentalmente. “No me tengo que olvidar de la fecha.”
“No cuentes conmigo para recordártela”, replicó el mono, con un mohín.
Carraspeé silenciosamente.
“Me temo que Kwayat se encargará de recordármela, de todas formas.”
Después de esto, los Comunitarios pasaron a hacer a Kwayat preguntas que, por las parcas contestaciones de éste, no parecían tan triviales, aunque a mí me lo parecieron. Tan sólo pude constatar otra vez que Kwayat no les tenía mucho aprecio a los Comunitarios.
Al fin, se despidieron y se fueron, adentrándose otra vez en el bosque. Sahiru iba el último, y al llegar al final del claro, giró la cabeza hacia nosotros e hizo un gesto extraño. Kwayat le contestó con ese mismo ademán y Sahiru asintió levemente con la cabeza antes de seguir a sus compañeros. Miré a Kwayat, perpleja.
—¿Qué ha querido decir con eso? —pregunté.
Kwayat permaneció un momento en silencio y luego se encogió de hombros.
—Es una costumbre.
—¿De demonios?
—No. Es una costumbre de Sahiru.
—Pero tú también le has contestado. ¿Qué significa ese gesto?
Kwayat me miró con un brillo exasperado en la mirada.
—¿Por qué quieres saberlo?
Me sorprendió su pregunta y solté una carcajada.
—Obviamente, porque me gusta entender lo que se dicen dos personas delante de mí. ¿Es algo así como un saludo de amistad?
Un destello de ira brilló en los ojos de Kwayat.
—¿Un saludo de amistad? Ni lo sueñes.
No quiso hablar más del tema y me quedé con las ganas de saber. Desde luego, había una historia grave entre Kwayat y Sahiru. Quizá alguna deuda. O un acontecimiento trágico. Ambos tenían, sin duda, varios puntos comunes. Podían ser hermanos, o amigos de infancia, me imaginé, soñadora, y un día, algún drama los había separado.
—Ven. Ya es hora de volver al refugio. Mañana nos iremos de aquí. No podemos quedarnos más tiempo con Naura. Adelante.
Al tiempo que asentía, resignada, y apartaba de mi mente todas mis dudas y mis más que probables falsas invenciones, empecé a percatarme de las palabras de Kwayat. A medio camino del refugio, solté:
—¿Naura? ¿Has dicho “Naura”?
—Hablo de la dragona —explicó pacientemente mi instructor.
—¿Y por qué no me lo habías dicho? Llevamos varios días llamándola La Manzanona.
—¿Llevamos? —repitió Kwayat. Pero enseguida su mirada cayó sobre Syu—. Ah. Deberías evitar incluir al mono sin pensar, cualquiera podría malinterpretarlo.
Solté un gruñido que se parecía más a un resoplido y Syu me imitó con mucha elegancia.
—En cualquier caso —prosiguió Kwayat, metiéndose en el refugio para sacar el conejo que había cazado aquella tarde—, no podemos quedarnos más tiempo aquí.
—¡Estupendo! —exclamé, pero luego fruncí el ceño, inquieta—. ¿No será por algo que han dicho los Comunitarios?
—¿El qué?
Hice una mueca y confesé:
—Deberías explicarme algunas cosas. Como por ejemplo: ¿quiénes son exactamente los Comunitarios y qué poder tienen? ¿Qué me pueden hacer si voy a la convocatoria o si no voy? ¿Qué sortilegio me ha soltado Sahiru hoy? ¿Qué…?
—Ya, ya, bueno —me cortó—. Te lo voy a explicar —me prometió—. Pero antes —levantó el conejo para enseñármelo— habrá que cocinar.
Era el segundo conejo que comíamos en cinco días, y no iba a negar que me apetecía comer algo caliente. De modo que yo me fui a recoger leña mientras Kwayat se quedaba con la tarea menos agradable: la de despellejar al conejo.
No se podía decir que la técnica que utilizaba Kwayat para cazar conejos fuese práctica ni maravillosa: se contentaba con poner unas trampas con trozos de cuerda y palos. Pero era una técnica que no requería ni mucho material ni mucha energía. De ahí que sólo hubiésemos conseguido coger dos conejos en cinco días.
Cuando volví, fui yo quien encendió el fuego pero luego Kwayat quiso ocuparse de darle vueltitas al conejo empalado, pidiéndome con gravedad que me sentase y que escuchase sus palabras. De modo que, con mucha formalidad, le dejé ocuparse de la cena y, mientras Kwayat ordenaba sus ideas, me fijé en el bulto oscuro que se había tumbado a unos diez metros del fuego. La Manzanona, o mejor dicho, Naura, estaba cogiendo confianza, constaté, frunciendo el ceño.
—Para un demonio, es difícil entender la manera de pensar de los saijits —dijo de pronto Kwayat, muy ensimismado—. Así que supongo que para un saijit, debe de ser difícil entender a los demonios.
—Tampoco me parecéis tan diferentes de las demás personas que he conocido —le aseguré, como él no proseguía—. Aunque he notado que sois más… teatrales.
—¿Teatrales? No lo creo. En mi vida he sido una persona teatral. Aunque, si lo piensas bien, entre los demonios hay de todo.
—Como entre los saijits —observé, con una media sonrisa.
Kwayat se encogió levemente de hombros. Su rostro pálido estaba iluminado por el fulgor de las llamas cortas de nuestro pequeño fuego.
—Te consolará saber que no soy tan mal instructor como he sido durante estos últimos días: no te estás convirtiendo en un kandak —declaró después de un largo silencio.
Sentado a mi lado, Syu me soltó con aire burlón: “Enhorabuena.”
Miré a Kwayat a los ojos.
—¿Eso es todo lo que han aprendido los Comunitarios sobre mí?
—No creo. Pero es lo único que venían a comprobar.
Fruncí el ceño. Sentía que no me decía toda la verdad. Era una sensación bastante molesta a la que empezaba a habituarme: Lénisu era el primero en mantener sus secretos. Y Aleria también. Pero la sensación seguía siendo molesta.
—Bien. Supongo que estoy contenta.
—Deberías estarlo. Aunque podría haberte dicho eso mismo hace dos semanas. No hace falta tener a cuatro chupasangres colgados a nuestro cuello para saberlo.
Puse los ojos en blanco. Kwayat era poco dado a hablar mal de los demás. Por eso me extrañaba tanta acritud cuando hablaba de los Comunitarios.
—¿Por qué no te caen bien? —pregunté, curiosa.
—Dime, ¿qué impresión te ha dado cada uno? —replicó, girando el conejo empalado.
Fruncí el ceño al darme cuenta de que era harto difícil explicar la impresión que había tenido al ver a cuatro demonios desconocidos aparecer delante de mí.
—Bueno… Luldy me ha parecido simpática. Teatral, pero simpática. Y me ha dado la impresión de que la asustabas.
—¿En serio? ¿Qué me dices de Kierrel?
—Kierrel… ¿el elfo oscuro? Me ha parecido simpático… aunque parece de esas típicas personas maniáticas.
—Y supongo que Dadvin también te ha parecido simpático —soltó Kwayat, con aire irónico.
Lo miré con sorpresa y asentí.
—Sí.
—Deberías definirme lo que significa simpatía para ti —suspiró—. Eres demasiado joven para poder entender…
Meneó la cabeza, sin acabar la frase.
—Cuando los conozcas mejor, de aquí a unos diez años, me dirás lo que piensas de ellos —concluyó.
—¿Y Sahiru? —pregunté.
—No —contestó—. A él nadie lo entiende.
Sus ojos se perdieron en el fuego y carraspeé.
—Tal vez sería un buen momento para sacar al conejo del fuego. No vaya a ser que se quede carbonizado un conejo tan bonito —añadí, relamiéndome, hambrienta.
Kwayat sacó el conejo y lo cortó en dos. Con horror, vi que tiraba una de las partes a la dragona. ¡Y encima la parte trasera, donde había más carne! Syu soltó un grito de protesta.
“¡La parte trasera, no!”, soltó, quejumbroso. “¡La parte trasera, no!”
Se estaba burlando de mí, entendí. Hice una mueca y me crucé de brazos, intentando no mirar por el lado en que la dragona estaba devorando su exagerada porción.
—Es generoso de nuestra parte compartir con la dragona —declaró Kwayat, burlón.
—Bueno… he pensado que es mejor que se coma el conejo que a nosotros —contesté, con filosofía.
“Esa dragona nos está arruinando la vida”, le gruñí a Syu.
Y ambos nos reímos, por lo contradictorias que habían sido mis dos frases seguidas.