Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

2 Ladrón

Cuando llegamos al campamento de Bwirvath Henelongo era noche cerrada. Media hora antes de que llegáramos a ver los fuegos junto a las tiendas de los guardias, Wanli se despidió de nosotros, después de habernos atado a todos las manos firmemente hasta tal punto que nos hacían daño. Fue mucho más incómodo andar maniatada y tuve que pedirle a Néldaru que me llevase a Frundis, a lo cual accedió amablemente aunque sin perder ese aire extraño de lunático.

En total, había cuatro tiendas, dos grandes y dos pequeñas, rodeadas de unas cuantas antorchas e iluminadas por una fogata. Eso vi al alcanzar la cresta de una colina que bajaba directamente al Valle de Velloritas donde un riachuelo murmuraba y se desvanecía entre las tinieblas de la noche.

Ya no caía ni una gota de lluvia, aunque el terreno estaba completamente hundido. En contrapartida, el viento se había levantado y azotaba la colina con ráfagas ligeras y frescas.

—Alto —dijo el Lobo, deteniéndose de forma tan brusca que Dol casi se empotró contra él.

—¿Cree que nos han visto? —preguntó el semi-orco, retrocediendo con un gruñido.

—No me cabe duda, aunque estamos demasiado lejos para que nos vean bien —contestó Néldaru después de un largo silencio—. Voy a vendaros los ojos. Mejor ser previsores. Si no, no me tomarán en serio y sospecharán algo.

Nos vendó los ojos uno a uno. En la oscuridad, era casi imposible vernos entre nosotros así que ¿cómo podía estar tan seguro Néldaru que los guardias de Ató nos habían visto? Cuando me hubo vendado los ojos, me dije que la oscuridad de la noche no era tan terrible como la oscuridad total.

Esperamos otro rato en silencio y oí los demás removerse, inquietos. Alguien se chocó contra mí e intuitivamente reconocí a Deria. Entonces, Néldaru se decidió a hablarnos:

—Ahora vamos a bajar la colina. Ya sabéis lo que tenéis que decir. Y cuanto menos digáis, mejor. El que nos traicione, aunque sea sin quererlo, tendrá que vérselas con nosotros. Todos queremos que Lénisu sea liberado, ya que todos sabemos que es inocente. Eso es lo único en lo que debéis pensar. Y no olvidéis que sois mis prisioneros.

—Ahora es menos fácil olvidarlo —gruñó la voz de Wundail.

—Silencio todos y adelante —dijo la voz tranquila de Néldaru Farbins.

Al principio, nos tuvo que guiar hacia el buen sentido y la buena dirección, y al cabo de un rato tuve la certeza de que ahora había otra persona que nos vigilaba. Seguramente un compañero de Néldaru, barrunté.

“Así es”, me confirmó Syu. “Tiene un aspecto muy extraño para un saijit.”

Abrí muy grande los ojos debajo de mi venda. Casi se me había olvidado que a Syu no le habían vendado los ojos.

“¿Qué aspecto?”, pregunté.

“No se le ve la cara. Está completamente tapada por una… por un trapo.”

“¿Un trapo? ¿Una capucha, querrás decir?”

“Eso, una capucha”, me confirmó el mono gawalt. “Es pequeño, más o menos de tu talla. Pero parece bastante robusto. Un enano, quizá.”

“Quizá”, contesté, meditativa, sin parar de avanzar junto a los demás. “Oye, Syu, si hay un problema que no veo, avísame, ¿vale? No quiero que se tuerzan las cosas ahora.”

“Descuida. Parece que los saijits son tan tontos que se olvidan de los seres que son más pequeños que ellos aunque sean más inteligentes”, añadió con un tono claramente altivo.

Hice una leve mueca y al de un rato me mordí el labio, súbitamente preocupada.

“Por cierto, Néldaru lleva todavía a Frundis, ¿no?”, pregunté.

Hubo un silencio en el que Syu, supuse, estaba intentando ver a Néldaru en la oscuridad.

“Sí”, dijo al cabo, como aliviándose también de que Néldaru no hubiese dejado a Frundis por el camino. “Debe de estar cantándole una nana porque el saijit parece estar medio dormido.”

“Me da a mí que Néldaru debe de tener siempre un aire de medio dormido”, repliqué, divertida.

Poco después, Néldaru nos ordenó que nos detuviésemos, empleando un tono seco y grosero y deduje que alguien del campamento debía de estar cerca. Lo que dijo a continuación lo confirmó.

—Os traigo a seis prisioneros como señal de buena voluntad para facilitar las negociaciones de mañana.

La voz de Néldaru sonaba débil y a la vez autoritaria; imponía respeto, pero se notaba que no estaba acostumbrado al mando.

—Nuestro prisionero os será devuelto cuando liberéis a todos vuestros rehenes —contestó una voz de hombre—. No admitiremos ningún desliz, lo repito para que quede claro.

—Lo acordado acordado está —replicó Néldaru—. Le doy de nuevo mi palabra y exijo que usted también la cumpla.

Siguió un silencio que me inquietó mucho. No poder ver la escena con mis propios ojos era de lo más incómodo.

“¿Quién es el hombre al que está hablando Néldaru?”, le pregunté al mono.

“Es un elfo oscuro”, me dijo Syu. “Y tiene cara cuadrada y fea.”

“Seguramente será el padre de Nart, Bwirvath Henelongo”, reflexioné.

—Le doy mi palabra que se cumplirá todo según lo previsto si usted cumple con la suya —declaró al fin el elfo oscuro.

—No hemos maltratado a nuestros prisioneros —añadió Néldaru—. Espero que no maltratéis al vuestro.

—Somos ajensoldrenses. No somos bandidos sin conciencia.

La respuesta de Bwirvath Henelongo era claramente insultante, pero Néldaru contestó con mucha tranquilidad.

—Entonces, quédese con ellos como fianza. —Hubo una breve pausa—. Caballeros, niños: sois libres. Buenas noches.

Estuve a punto de contestar, pero afortunadamente abrí la boca y la volví a cerrar enseguida, sintiéndome ridícula. De hecho, ¿qué prisionero cuerdo habría deseado las buenas noches a su secuestrador?

Oí el ruido de dos personas alejándose rápidamente de nosotros. Aguardamos un rato en silencio, removiéndonos. La cuerda que me maniataba estaba empezando a escocerme la piel seriamente.

—¿Sois gente de Ató? —preguntó Dolgy Vranc a ciegas—. ¿Vais a liberarnos?

—Así es —contestó la voz de Bwirvath Henelongo—. Sois libres. Eytanur, quítales las vendas y desátalos.

—Bien, señor —contestó una voz grave que me sonaba mucho. Seguramente era uno de esos guardias acostumbrados a tomar una cerveza en el Ciervo alado durante sus horas muertas.

Cuando por fin pude volver a ver, me di cuenta de lo inquietante que podía llegar a ser la ceguera.

En muy contadas ocasiones había podido ver al padre de Nart —como decía Dol, era un hombre de interiores— y casi había olvidado su rostro por completo aunque cuando lo tuve en frente me di cuenta de que tenía una cara característica. Eran pocas las semejanzas que compartía con su hijo. Sus ojos eran igual de negros y tenía la misma forma de mentón pero, aparte de eso, tenía una cara más cuadrada y seria que Nart. Y así como las expresiones de Nart solían ser cómicas, las de su padre eran del todo terribles.

Aun así, contaban de él que era un gran literato y un escritor muy respetado en Ató. Rúnim, la bibliotecaria, lo tenía en gran estima y alguna vez había intentado convencerme para que me leyera uno de sus ensayos, Los orígenes de la civilización, una obra “absolutamente increíble”, según ella. Pero en aquella época me importaban poco los orígenes de la civilización y me preocupaba más saber resolver los problemas de lógica que nos daba el maestro Áynorin.

Mientras nosotros soltábamos infinitos y fingidos agradecimientos, los guardias y el señor Henelongo nos condujeron hasta el campamento. Hablamos muy poco entre nosotros, porque temíamos meter la pata y abrir la boca demasiado. Cuando llegamos, nos dieron mantas y comida y esta vez les di las gracias de todo corazón.

Mientras comíamos, yo guardaba un ojo atento sobre Ozwil, porque sabía que era el único que podía mandarlo todo al traste. En aquel momento, probablemente dudaba de si era correcto o no mentir al señor Henelongo.

—¿Dónde os escondían esos canallas? —preguntó uno de los guardias que estaba sentado junto a la fogata y que masticaba enérgicamente su arroz.

—Es difícil decirlo —contestó Dolgy Vranc, frunciendo el ceño, como si estuviese pensando detenidamente en la pregunta—. La mayor parte del tiempo teníamos los ojos vendados. Estábamos en una especie de casa de rocas. No sé si era una cueva o un agujero subterráneo. Durante todo el tiempo no ha parado de llover y era todo demasiado oscuro, como si no hubiese amanecido ni una sola vez.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos secuestraron? —preguntó Wundail—. ¿Tenéis noticias sobre mis dos compañeros? Me refiero a Djaira y Kahisso.

—Ni una maldita noticia —gruñó otro soldado, escupiendo—. Lo único seguro es que toda vuestra expedición fue secuestrada. A menos que esa escoria nos haya mentido en eso también.

—¿También? —repitió Aryes, y se sonrojó al darse cuenta de que había hablado en voz alta—. Quiero decir… Er… esos bandidos… ¿os han mentido ya una vez?

El soldado sonrió.

—¿Eres Aryes Dómerath, verdad? ¿El hijo del carpintero? —El joven asintió agrandando los ojos, aprensivo—. Te voy a decir una cosa, jovencito: la chusma siempre miente.

Reprimí una mueca y levanté la mirada al advertir un movimiento, y mientras me masajeaba las muñecas con la extraña impresión de que todavía seguía maniatada, vi al maestro Dinyú que salía de una yurta y se acercaba al fuego.

Me levanté de un bote.

—¡Maestro Dinyú! —exclamé.

Aryes y Ozwil se sobresaltaron y al seguir la dirección de mi mirada se quedaron boquiabiertos.

—¡Maestro Dinyú! —soltaron, estupefactos.

El belarco sonrió anchamente y la luz del fuego centelleó en su dentadura blanca. Se acercó a nosotros y, para nuestra estupefacción, nos dio un abrazo a los tres, diciéndonos:

—Creí que había perdido a tres de mis alumnos. Me alegra ver que estáis vivos.

Me sonrojé, conmovida por la muestra de afecto no muy convencional del maestro Dinyú.

—Maestro Dinyú, ¿y los alumnos que no se fueron de Ató? —pregunté—. ¿Es que se ha tomado unas vacaciones? —agregué, con una sonrisa.

—De ninguna manera —contestó una voz detrás de mí.

Di un respingo y me giré de golpe. Reconocí a Sotkins, que me sonreía afable y pedantemente a la vez.

—Sotkins —resoplé. Y agrandé los ojos al advertir un movimiento detrás de la joven belarca—. ¿Galgarrios?

El joven caito sonrió, y su cara de ángel resplandeció de alegría.

—Hola, Shaedra, estábamos muy preocupados por ti y por Aryes y Ozwil, y hemos decidido ayudar a los demás a encontraros —declaró solemnemente.

Me quedé muy conmovida por toda la preocupación que habíamos provocado al desaparecer y me sentí culpable por haberlos molestado de esa manera.

—Zahg, Yeysa, Laya y Revis han resultado ser soberanamente cobardes —añadió Sotkins con energía.

Sonreí.

—Se lo perdonaremos —aseguré—. Al fin y al cabo, los kals no están obligados a aceptar misiones.

—Están obligados a seguir a su maestro —replicó tercamente Sotkins—. Y el maestro Dinyú está aquí.

—Sotkins —intervino pacientemente el maestro Dinyú—. Tenían todo el derecho a quedarse en Ató.

Sotkins inclinó respetuosamente la cabeza y luego se encogió de hombros.

—Ellos se lo pierden. ¿Entonces, qué tal se vive de rehén?

—De maravilla —replicó Wundail, dejando su bol vacío sobre una piedra—. Sobre todo cuando no te contestan a tus preguntas y crees que te van a ejecutar algún día, sin avisarte. Imaginaos qué sentiríais si, por encima del ruido de la lluvia, estáis oyendo el ruido continuo de una espada que afilan durante horas pensando que la prepara vuestro verdugo para sacaros las entrañas al día siguiente.

Un escalofrío me recorrió el dorso a pesar de saber que se estaba inventando toda la historia. Cayó un silencio estremecedor alrededor de la fogata.

—Por suerte yo soy un raenday —prosiguió Wundail con una sonrisilla—. No temo ni la vida ni la muerte. Pero sentí una rabia terrible al no poder blandir mi espada contra esa gentuza.

Algunos guardias asintieron con la cabeza, mostrando que estaban de acuerdo con su punto de vista.

—¿Cómo os secuestraron? —preguntó uno.

—Sí, ¿cómo es posible que secuestraran a un raenday? —soltó irónicamente Yerry, un joven de rizos negros y cara arrogante al que yo conocía porque siempre estaba metido en líos y del que Nart decía que en realidad era el peor gallina de la Tierra Baya.

Wundail lo miró con el ceño fruncido.

—Nos tomaron por sorpresa. Y eran muy numerosos.

—¿Cuántos?

La voz del señor Henelongo resonó claramente alrededor del fuego y nos giramos todos hacia el elfo oscuro, el cual acababa de salir de su tienda para escuchar nuestra conversación, cosa que parecía ser bastante inédita porque vi que los guardias enseguida se ponían más tensos.

—No lo sé —contestó el joven raenday—. Más de cincuenta. Sí, probablemente más.

—Es imposible saberlo —intervino Dolgy Vranc—. Pero se conocen la zona de memoria. De eso no hay duda.

—No sé qué andarán buscando —dije, fingiendo ignorancia—. ¿Han pedido un rescate o algo así?

El señor Henelongo me miró y negó con la cabeza.

—Quieren a Lénisu Háreldin.

Me quedé boquiabierta. Esperé que mi poca habilidad para mentir no me traicionase ahora.

—¿Mi tío? Pero ¿por qué?

—Lógicamente, lo más probable es que quienes os secuestraron fueran los Gatos Negros, joven kal —contestó el orilh Henelongo.

—Me lo temía —admitió Wundail, muy serio. El teatro se le daba bien, noté. Entonces se golpeó el pecho con el puño, y dijo solemnemente—: Soldados de Ató, podéis contar conmigo para masacrar a esa basura.

Percibí la mueca del señor Henelongo y me dije que no debía de estar muy habituado a las rudas conversaciones del soldado raso. Entre los guardias, algunos asintieron enérgicamente, como si ansiaran derramar sangre ya, y a otros poco les faltaba para mirar nostálgicamente en dirección de su querida Ató y desde luego no parecían desear combatir, aunque sus adversarios fuesen unos simples bandidos. Después de todo, esos bandidos estaban en las Hordas, no en Ató, y pese al conflicto interminable que existía entre Ató y Mythrindash para reclamar las Hordas, ninguna de las dos ciudades se decidía a llevar a cabo los numerosos proyectos que habían organizado a lo largo de los siglos. A nadie le interesaba realmente dominar las Hordas mientras los demás no quisiesen asentarse ahí. De todas formas, la cordillera nunca había sido un lugar muy acogedor y tan sólo unos pocos pueblos se atrevían a sobrevivir ahí, entre animales de todo tipo… Yo lo sabía por propia experiencia.

—El raenday y el señor Vranc, si son tan amables, les pediría que entrarais en mi yurta para que me contéis todos los detalles —dijo el señor Henelongo después de que todos hubimos acabado de comer—. Los muchachos, id a dormir y descansad todo lo que podáis. Espero que no hayáis sufrido mucho. Os prometo que esta afrenta contra la Pagoda Azul y Ató no quedará impune. Por favor —añadió, dirigiéndose hacia Wundail y Dolgy Vranc.

Estos últimos asintieron prestamente con la cabeza y desaparecieron seguidos por el señor Henelongo. El momento oportuno para preguntarle si podía ir a ver a Lénisu había pasado. A lo mejor lo habían alejado del campamento. Quizá estuviese con los mercenarios que, según Néldaru, se escondían en alguna parte esperando a que fuera devuelta Suminaria y los demás secuestrados.

Sotkins me cogió del brazo para llamar mi atención.

—Entremos todos en la tienda. Tenemos muchas cosas que contaros, y vosotros también.

Aryes, Ozwil, Deria y yo seguimos a Sotkins, Galgarrios y el maestro Dinyú dentro de una tienda de tela verde claro. El interior era confortable, con varios jergones de buena calidad y resultó evidente que los Gatos Negros no tenían tantas comodidades en comparación. Aquella noche iba a dormir como agua en un lago, como solía decir Wigy.

El maestro Dinyú se sentó en uno de los jergones y lo imitamos todos notando que, pese a que la tienda tuviese un suelo impermeable, el terreno estaba muy blando y frío a causa del barro y de la lluvia.

Fue sólo en aquel momento que me di cuenta de que algo me faltaba. ¿Pero qué? Miré mi mano, frunciendo el ceño, y entonces caí. Néldaru se había llevado a Frundis.

“¡Syu!”, exclamé, aterrada.

Syu, al adivinar lo que pasaba, se cubrió elegantemente los ojos con la mano para mostrar su desazón y comentó:

“Ese es el inconveniente de ser un bastón. Nunca sabes adónde te pueden llevar.”

—¿Qué ocurre, Shaedra? —se preocupó Deria, al verme tan alterada.

Solté un gruñido que se parecía más a un gemido.

—¡Me lo ha robado!

Todos me miraron fijamente, algunos con inquietud y otros con incomprensión. Todos sabían que tenía un bastón, pero ni el maestro Dinyú, ni Sotkins, ni Galgarrios sabían que le tenía tanto aprecio. No podía contarles toda la verdad, ahora que ni siquiera estaba Frundis para apoyarme. Por eso, al cruzar la mirada interrogante del maestro Dinyú, carraspeé pero decidí no explicar nada.

—¿Hablas de tu bastón? —adivinó el maestro Dinyú. Hice una mueca desanimada y asentí.

—No te preocupes —dijo Galgarrios, con energía—. El padre de Aryes hace unos bastones de viaje muy buenos. Puede hacerte uno tan bonito como el que tenías.

Sonreí con tristeza y el rostro de Galgarrios se ensombreció.

—No sería lo mismo, ¿verdad?

Negué con la cabeza y entonces Sotkins se puso a hacer más preguntas, haciendo caso omiso de mi preocupación por Frundis.

Seguimos hablando del secuestro un rato, pero ninguno de los cuatro que habíamos sido secuestrados nos extendimos mucho. Estaba segura ya de que una persona alerta habría podido denotar ciertas irregularidades en lo que contábamos, y no quería empeorar las cosas. Cada vez que me cruzaba con la mirada del maestro Dinyú me parecía que su rostro iba tomando una expresión más indagadora y mi nerviosismo aumentaba. Sinceramente, no veía cómo se las iban a arreglar Néldaru, Wanli y sus cómplices para llevar a cabo su plan de rescate sin que todo se torciera por el camino. Por lo que había podido constatar, el señor Henelongo y los guardias tenían previsto castigar a los Gatos Negros, ¿pero cómo? Esperaba que Lénisu pudiese escapar con ellos muy lejos.

—Pues nosotros también tenemos unas cuantas cosas que deciros —intervino Sotkins con una gran sonrisa, interrumpiendo la conversación deshilachada y no muy coherente entre Deria y Galgarrios.

Yo hubiera preferido poder preguntarles ya dónde tenían preso a Lénisu y si podía ir a visitarlo, pero aguardé pacientemente a que nos dijera lo que quería contarnos.

Sotkins parecía arder en deseos de revelar una noticia muy importante y todos la animamos para que hablara. Nunca la había visto tan excitada. La verdad era que solía ser más bien tranquila normalmente. ¿Qué podía haber pasado que la dejase tan entusiasmada?

La joven belarca hizo una breve pausa, se cruzó de brazos y se giró hacia el maestro Dinyú con una enorme sonrisa.

—¡Esta primavera, el maestro Dinyú nos llevará al Torneo har-karista de Aefna! —reveló con una voz emocionada.

Nos quedamos todos boquiabiertos sin poder creerlo. El Torneo de Aefna tenía lugar cada tres años, y yo había oído muchas historias sobre todas las actividades que se hacían en él, pero nunca en mi vida había soñado con que un maestro de la Pagoda Azul nos eligiría para asistir a ese torneo.

—Y haremos combates para un gran público —añadió Galgarrios, muy contento.

—Combatiremos con los demás kals —explicó Sotkins—. Todas las Pagodas se han puesto de acuerdo para participar en el Torneo. ¡Y el ganador recibirá su premio del mismísimo Háydaros! Y estará también su mejor discípulo, Smandjí, y estará Farkinkar, y el viejo Kiujal, según he oído. Va a ser maravilloso —agregó, como para sí.

Crucé la mirada del maestro Dinyú y sonreí anchamente. ¡Aefna! Eso sí que era una sorpresa.

—Tendréis que trabajar duro si no queréis que los kals de Aefna os derroten enseguida —dijo el maestro Dinyú, sonriente—. Cuento con vosotros para que deis lo mejor de vosotros mismos en cuanto volvamos a Ató.

Le eché una mirada a Aryes y fruncí el ceño.

—¿Sólo van los har-karistas, maestro? ¿No van los demás kals?

—Los demás maestros de la Pagoda Azul han decidido dejar un mes libre para que puedan asistir todos los kals. Ya que estoy dispuesto a acompañaros a todos si os comportáis como kals dignos de ese nombre.

El rostro de Aryes se había iluminado.

—Gracias, maestro Dinyú —dijo con toda la sinceridad del mundo.

—Y ahora, a dormir todos. Hoy es especialmente tarde y no acostumbro irme tan tarde a la cama —reflexionó el maestro Dinyú, quitándose las botas y cubriéndose con sus mantas.

—¡Buenas noches, maestro Dinyú! —le dijimos todos a coro.

—Buenas noches, jóvenes kals. Por cierto, no os asustéis si me oís hablar cuando duermo. Lo hago todas las noches y no puedo evitarlo.

Apagamos las velas y nos fuimos todos a dormir. Cuando desperté en plena noche, oí hablar al maestro Dinyú y al intentar fijarme en lo que decía tan sólo alcancé oír las palabras «luna» y «bosque». Visto el ritmo de su voz, parecía estar recitando un poema.