Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

1 La cueva de los pensamientos

Desperté por el trueno que acababa de retumbar en el valle. Fuera de la cueva, se oía más que se veía la lluvia que caía estruendosamente.

Syu había pegado un salto y se había aferrado a mi cuello, asustado.

“Tranquilo, Syu”, le dije. Pero yo también percibía esa tensión en el aire que provocan las tormentas. Aleria había dicho una vez que las tormentas en las Hordas eran mucho más peligrosas que en Ajensoldra porque iban cargadas de energía brúlica en bruto además de electricidad. Y Frundis me había cantado una vez un romance sobre un pastor que, dolido por la indiferencia de su amada, perdía la vida por un rayo al subirse a un montículo, y la joven, a la mañana siguiente, encontraba al pobre pastor en medio de su rebaño y se echaba a llorar desconsoladamente.

Resonó otro trueno y sentí que Syu se agarraba más. Suspiré.

“Syu, ¡no me estrangules!”, protesté.

El mono gawalt gruñó.

“No te estrangulo, qué ideas. Es sólo que… a mí esto no me gusta.”

Echó una ojeada rápida hacia la entrada de la cueva y luego volvió a taparse con la manta, dejando de agarrarse a mí y poniéndose en bolita a mi lado.

“Me pregunto cuántas horas quedan para que amanezca”, reflexioné.

“¿Amanecer?”, resopló el mono. “¿Y quién te dice que no ha amanecido ya? Todo está igual de oscuro siempre.”

Sonreí.

“Hoy estás un poco pesimista.”

“Porque me aburro”, replicó el mono, con tono gruñón. “Y porque hay truenos.”

“Pídele a Frundis que te cante algo”, le propuse.

“Está durmiendo”, dijo Syu. “Además, cuando truena siempre toca la Canción del trueno y tengo la impresión de tener dos tormentas en la cabeza.”

Asentí con la cabeza.

“No era una buena idea”, concedí. “Anda, duérmete.”

“Yo no necesito dormir tantas horas seguidas como los saijits”, soltó el mono.

“Drakvian tampoco necesita dormir tanto”, razoné, divertida.

Syu soltó un pequeño gruñido.

“Mmpf. Eso ya es antinatural. Parece que duerme y al mismo tiempo no duerme. Hasta me he preguntado a veces si sabe soñar.”

“Supongo que sí soñará”, reflexioné. “Seguro que ha soñado alguna vez que está desangrando un buen conejo.”

Syu se sobresaltó.

“¡Shaedra!”

“¿Qué? Yo ya sueño a veces que estoy comiendo un buen plato de arroz cocinado por Wigy.”

“Venga ya”, bostezó el mono. “Yo, desde luego, no soñaré nunca con arroz, con fruta pase, pero no con arroz. Tus sueños son demasiado saijits. Creo que finalmente voy a dormir un poco más.”

Sonreí y dejé que se durmiera. La tormenta seguía y, sin embargo, Syu consiguió dormirse otra vez. Yo, en cambio, no conseguía conciliar el sueño. Pensaba en el lío en el que nos habíamos metido al salir de Ató.

La expedición había sido toda una epopeya. Primero, al de tres días de salir de Ató, me había torcido el tobillo tontamente y había estado pegando saltitos ayudada por Frundis hasta que se me curara, es decir casi una semana después. Enseguida, al llegar en medio de las Hordas, antes de encontrar rastro alguno de los Gatos Negros, caímos sobre un numeroso grupo de desconocidos que nos tendió una emboscada y nos cercó, amenazándonos con sus arcos tendidos. Se pusieron a parlamentar con los raendays, Sarpi, Dun y Nandros y nos explicaron que no eran los Gatos Negros, sino amigos de Lénisu. Expusieron amablemente su plan y llegamos a un acuerdo: ellos nos secuestraban y nos canjearían para recuperar a Lénisu. Estuvieron todos más o menos de acuerdo, menos Nandros y Suminaria, la cual persistía en querer encontrar al verdadero Sangre Negra. Sin embargo, dudaba de que nuestros secuestradores fuesen tan amables como para dejarnos ir tranquilamente si no queríamos cooperar. Nos dispersaron a todos en dos grupos. Escoltados por Wanli y por seis arqueros, nos dejamos guiar hasta una cueva Ozwil, Wundail, Aryes, Deria, Dol, Syu, Frundis y yo.

De rostro moreno, Wanli parecía un hada ataviada de ropa montesa. Era una elfa de la tierra agradable aunque misteriosa y de manías muy raras: por ejemplo, al acostarse para dormir, siempre dibujaba antes un símbolo extraño en el aire mediante las armonías, y el símbolo permanecía ahí durante quizá una hora entera. Era algo impresionante, sobre todo si, como decía, nunca había estudiado las artes celmistas y apenas se sabía los rudimentos de las energías armónicas.

—¿Shaedra? —murmuró una voz.

Levanté la mirada y vi que Aryes se había levantado.

—Buenos días o buenas noches —le contesté con una sonrisa burlona—. ¿Qué tal has dormido?

—Mal. Esta tormenta parece de un cuento de miedo. No tiene fin.

—Imagínate que ahora se va la tormenta y amanece un día azul precioso —dije, con esperanzas—. Sería una maravilla.

—Con los pajaritos cantando y las mariposas volando —completó Aryes—. Sí, sería…

Un trueno resonó y casi no oí la palabra «maravilloso».

—Shaedra, Aryes —dijo entonces la voz de Deria—. ¿Estáis despiertos?

—Sí —contestamos.

La drayta vino a sentarse junto a nosotros, arropada en su manta, tiritando.

—Tengo frío —se quejó.

La lluvia caía a baldes pero noté que el cielo nublado ya no parecía tan oscuro como antes. Eso quizá significaba que estaba amaneciendo.

Dolgy Vranc dormía pesadamente y roncaba ruidosamente. Ozwil movía la cabeza de cuando en cuando como si estuviera negando con la cabeza en su sueño. Wundail, por su parte, estaba sentado en la entrada de la cueva y parecía estar medio dormido, recostado contra las rocas. Y Wanli dormía formalmente, moviendo las mandíbulas, como si estuviese masticando comida imaginaria, y pensé que otra vez se levantaría quejándose de dolor de cabeza.

Vivíamos una situación extraña en la que estábamos secuestrados y al mismo tiempo participábamos del secuestro. Wanli se presentó como una amiga de Lénisu de una manera que no me cupo duda de que lo conocía personalmente desde hacía tiempo. Que tanta gente estuviese pendiente de salvar a Lénisu me dejaba pasmada. Uno de los puntos positivos era que Wanli, con sus aires de hada, tenía una gran capacidad de persuasión. Hasta logró convencer a Ozwil de que no era una Gata Negra, y consiguió lo que yo no había podido hasta entonces: convencer a todos de que íbamos a sacar de la cárcel a un inocente. Aun así, según Wanli, hubo un intento de huida en el otro grupo por parte de Sarpi, Dun, Suminaria y Nandros y tuvieron que maniatarlos a todos. En realidad, todo aquello no dejaba de ser un secuestro. En nuestro grupo, era difícil olvidar que éramos vigilados por unos arqueros apostados fuera de la cueva.

La táctica era simple. Mandaban una carta de rescate a Ató y pedían que soltaran a Lénisu y a cambio liberarían ellos a los secuestrados, que en este caso éramos nosotros. Supuse que los padres de Yori, Ávend y Ozwil debían de estar más que furiosos y lo sentí por ellos y por sus hijos, que iban a recibir un sermón tan sólo porque habían querido conocer un poco el mundo. El secuestro de Suminaria debía de haber causado revuelo en la alta sociedad ajensoldrense, a menos que hubiesen silenciado el asunto. Una cosa era perder a tres raendays como Djaira, Kahisso y Wundail: a nadie le importaban salvo a sus amigos y parientes, en este caso a Kirlens, a Wigy y a mí. Pero Ató no podía desentenderse de sus guardias, sobre todo de la mujer de un orilh, habría quedado muy feo. Y a Suminaria sí que no podían abandonarla. Era una Ashar y, según Wanli, los Ashar no eran los suficientes como para permitirse perder a una posible heredera.

Me costaba imaginar cómo se sentiría ahora Suminaria. Debía de estar furiosa porque la habían utilizado como rehén para obligar al Mahir a liberar a Lénisu.

A mí no me gustaba el procedimiento porque no solucionaba el problema de la sentencia. Si Wanli y sus cómplices se hacían pasar por los Gatos Negros, estaba claro que todos iban a dar por sentado que Lénisu era su jefe. Y mi tío no podría volver a pisar las calles de Ató. Eso no era justo.

Pero a Wanli al parecer no le importaba que Lénisu fuese considerado un forajido mientras estuviese vivo. Debía reconocer que al menos Wanli tenía las prioridades puestas en el buen orden. Aun así el plan dejaba que desear, pero ni a mí ni a los demás se nos ocurrió nada mejor. Wanli aseguraba que provocar una evasión del cuartel de Ató era una tarea muchísimo más complicada que convencer a una joven Ashar de catorce años para que organizara una expedición que fuese en busca del Sangre Negra. Deduje de aquella aseveración que de algún modo habían convencido a Suminaria para que emprendiese la expedición.

Cuando le preguntaron a Wanli si sabía dónde estaba el Sangre Negra, no quiso contestar. Se contentó con encogerse de hombros y seguir sacándole brillo a sus botas. Esa era otra de sus manías: sus botas tenían que estar siempre limpias a la mañana. Visto lo que llovía, estaba claro que si llegaba a asomarse un poco fuera de la cueva, sus botas se cubrían de barro. Su vano esfuerzo, sin embargo, era mejor que una continua inactividad.

Hacía días y días ya que esperábamos la llegada de uno de los amigos de Wanli del otro grupo para que nos informara de cómo avanzaban las cosas y de cuándo tendríamos que bajar para volver a Ató. Pero aún no había mostrado aquel amigo signo de vida y empezábamos a impacientarnos todos.

—Esta expedición está siendo más aburrida de lo que esperaba —comentó Aryes, al cabo de un rato de silencio.

—No te lamentes tan rápido, jovencito —dijo Wundail, desde la entrada. Nos giramos hacia él sobresaltados. Personalmente, unos segundos antes yo estaba convencida de que estaba dormido. Su cabello revuelto y sucio caía sobre su rostro humano desordenadamente—. Estoy seguro —añadió, como para sí, admirando la lluvia— de que va a haber problemas muy pronto.

Aryes, Deria y yo intercambiamos una mirada perpleja.

—¿Problemas? —pregunté yo—. ¿Qué clase de problemas? A Lénisu lo van a soltar y todo va a arreglarse. ¿O no?

—Supongo —contestó Wundail después de un breve silencio que me inquietó—. Desde luego, si lo único que tenemos que hacer es desempeñar un papel de rehenes, no está mal.

—¿Pero? —lo alentó Aryes, frunciendo el ceño.

Wundail sonrió a medias y sacudió la cabeza, sin contestar, volviendo a su muda contemplación de la lluvia.

No pudo dejar de extrañarme su actitud. ¿Qué temía Wundail? ¿Que todo el plan de Wanli y sus compinches se fuera al traste? Era una posibilidad, pero yo no creía que fracasase. No veía por qué no iba a salir todo bien. Wanli parecía realmente confiar en su plan y aunque yo no podía confiar plenamente en ella porque apenas la conocía desde hacía unas semanas, pensaba que era una persona de palabra.

Oí un ruido de botas contra la roca y levanté la mirada. Wanli se había levantado y nos miraba fijamente.

—Que no os contagie su pesimismo —nos dijo a los tres—. Vuestro amigo confía poco en nosotros.

—¿Cómo podría confiar en vosotros? —dijo Wundail, mirándola descaradamente.

Wanli se encogió de hombros, resoplando.

—Deberías ser más educado —le replicó, gruñona—. Por cierto, buenos días a todos —dijo, más animada—. Creo que el sol ya se ha levantado.

—¿De veras? —gruñó el semi-orco, enderezándose y escudriñando la lluvia densa—. Nadie lo diría.

Ozwil fue el último en despertar y cuando lo hizo nos costó convencerle de que hacía ya más de diez horas que dormía. Desde luego, pocos viajeros podían decir que tenían tanto tiempo para dormir como nosotros. Pero, claro, parecía que nosotros habíamos decidido quedarnos a vivir en esa cueva de la que empezaba a conocer todos los recovecos y las formas de las rocas. De cuando en cuando, me preguntaba si los arqueros que estaban afuera no se habrían quedado ya ahogados por el agua.

Como en los días anteriores, pasamos el día hablando y jugando a las cartas que siempre guardaba cuidadosamente Wundail en su bolso. Como a nadie le apetecía pensar demasiado en el futuro próximo, los temas de conversación eran más bien generales, filosóficos, históricos y hasta literarios. Debo decir que Frundis me proporcionó un buen método para pasar el rato cantándonos a Syu y a mí romances larguísimos. Y cuando yo cantaba a los demás alguna balada que conocía, Frundis solía pasarse varios minutos despotricando contra mi carencia de alma artística cada vez que encontraba una nota falsa o un error cualquiera.

Estábamos en plena partida de cartas cuando oímos ruido afuera y, al acercarnos a la boca de la cueva, vimos a Wanli. Había salido aquella mañana y volvía acompañada de un hombre. La lluvia era menos densa que hacía unas horas y tuve tiempo para fijarme en el aspecto de su acompañante antes de que llegara a la cueva. Era un hombre no muy viejo, de unos cincuenta años, y tremendamente feo si nos ateníamos a las reglas ajensoldrenses, porque se veía de lejos que no pertenecía a ninguna raza en particular. Tenía algunos rasgos sibilios, orejas de elfo de la tierra y tenía una barba y una forma de ojos que recordaba algo a los humanos. En Ajensoldra, a estos saijits se los llamaba los esnamros por tener unas características tan mezcladas como las de aquellas plantas extrañas que crecían en los terrenos rocosos de los Extradios, y por la incapacidad de la gente a decidir cómo categorizarlos.

Pues bien, ese hombre era un esnamro en toda regla y no pude dejar de notar con cierta diversión la cara de extrañeza de Deria al fijarse en el recién llegado. Cuando ambos entraron en la cueva, Wanli exclamó:

—¡Buenas tardes a todos! Os presento a mi amigo, el Lobo.

El Lobo puso los ojos en blanco e inclinó ligeramente la cabeza.

—Néldaru Farbins, para serviros —soltó muy formalmente el desconocido.

Wundail se levantó ágilmente y tendió la mano.

—Un placer —dijo—. Yo soy Wundail.

Néldaru contestó con un gesto de la cabeza, mirándolo tan fijamente que parecía que lo estuviese hechizando. Wundail parpadeó y retrocedió, con una media sonrisa sorprendida en el rostro.

—Dolgy Vranc —enunció roncamente el semi-orco, posando sus cartas sobre la roca.

—Y estos son Deria, Shaedra, Aryes y Ozwil —dijo Wanli antes de que pudiésemos presentarnos—. Todos alumnos de la Pagoda Azul.

—Yo no soy alumna de la Pagoda Azul —protestó Deria.

—Bueno, casi todos —rectificó Wanli, cruzándose de brazos y asintiendo con la cabeza, como pensativa.

Hubo un breve silencio en el que contemplamos el rostro de Néldaru, esperando a que explicara por qué había dejado el otro grupo para venir con nosotros, pero, por lo visto, no era muy vivaz y fue Wanli quien prosiguió.

—Néldaru quería venir a ver si estabais todos bien. Pensó, sin duda, que estaríamos ahogándonos bajo la lluvia —añadió con una sonrisa burlona. Néldaru agitó ligeramente la cabeza, levantando los ojos al cielo, pero sin perder su aire lunático.

—¿Qué tal están los demás? —preguntó inmediatamente Wundail, como preocupado.

—Perfectamente —contestó Wanli.

Néldaru asintió, como confirmando, y dijo:

—Los guardias de Ató llegaron con Lénisu al Valle de las Velloritas ayer por la tarde. Hablé con el portavoz, un tal Bwirvath Henelongo. Se mostró dispuesto a aceptar nuestras condiciones. Al fin y al cabo, nosotros tenemos a la heredera de los Ashar.

—¿Henelongo? —repitió Dolgy Vranc, sorprendido—. ¿El padre de Nart? Estoy seguro de que ese hombre no ha salido de Ató desde que era un kal.

—Supongo que el hecho de que su hijo formase parte de nuestra expedición le ha devuelto su juventud —replicó Wundail, socarrón.

Néldaru los miró a ambos con frialdad para que se callaran y continuó hablando.

—Bien. El señor Henelongo es un pésimo actor y se le lee el pensamiento con facilidad.

Agrandé los ojos, impresionada.

—¿Es usted brejista? —le interrumpí.

Cuando los ojos negros de Néldaru se fijaron en mí me sonrojé. Aunque no parecían irritarle las diversas interrupciones, adiviné que no era una buena idea cortarle la palabra.

—Perdón, continúe —carraspeé.

Néldaru se rascó una oreja, frunció el ceño e hizo un movimiento de cabeza.

—No soy brejista —dijo al cabo de un silencio algo extraño—. Para adivinar un pensamiento, a veces sólo hace falta mirar bien.

—Y bien, ¿qué estaba pensando el señor Henelongo? —preguntó Ozwil, impaciente.

Néldaru pasó a mirarlo a él con sus ojos lunáticos y profundos.

—El señor Henelongo estaba pensando en que estaba traicionándome. En sus ojos y en su voz vi y oí claramente que ya me había enterrado.

La frase, así dicha, sonaba muy raro. Néldaru no parecía querer añadir nada más y entrecerré los ojos, intentando adivinar qué demonios quería decir con que el padre de Nart ya lo había enterrado.

—¿Lo que significa? —le animó Wanli al de un rato de silencio.

—¿Eh? Oh, pues significa que los diez guardias que acompañan a Lénisu son una mera trampa. Detrás de ellos, en algún lugar, hay mercenarios esperando a que devolvamos a nuestros prisioneros para comernos vivos.

Wanli asintió con la cabeza y nos miró a todos.

—Era de esperar. Ató no iba a perder la ocasión de deshacerse de unos cuantos forajidos. Así que os propongo una cosa. Vosotros vais a ser los primeros en ser liberados. Así pensarán que nos estamos fiando de ellos y que vamos a caer en su trampa como conejos recién nacidos. Luego liberaremos a la mitad del otro grupo, y nos quedaremos con Suminaria, Nandros, Yori y Sarpi. Y quizá con Nart. Son los prisioneros de más valor para la gente importante de Ató.

—También guardaría a Dun —terció Néldaru—. Al fin y al cabo, aunque no lo parezca, tiene un valor inestimable para el canje.

Wanli enarcó una ceja.

—¿Dun? ¿Y quién es sino un joven guardia de Ató?

Néldaru miró a la elfa con una sonrisilla.

—Lleva la sangre de los Nézaru en sus venas.

Nos quedamos todos boquiabiertos. ¿Dun, un Nézaru? Oí la carcajada franca de Wundail.

—¡Una Ashar y un Nézaru! Desde luego, podemos decir que nuestra expedición era una expedición de élite.

—Aunque —intervino Dolgy Vranc, inspirando ruidosamente—, sé de buena tinta que los Nézaru tienen tantos herederos que apenas se darían cuenta de que han perdido a uno. Es más, los Nézaru son famosos por su habilidad para asesinarse entre ellos.

—Entre ellos —apuntó Néldaru—. ¿Pero cómo van a dejar que unos malditos Gatos Negros secuestren a un Nézaru?

—Además, para ellos, que lo secuestren es peor que que lo maten —afirmó Wanli—. Entonces, ¿todos estamos de acuerdo?

—Esperad —intervino Aryes, humectándose los labios—. No… acabo de entenderlo bien. ¿Nosotros vamos con los guardias y ellos liberan a Lénisu?

—Es más complicado que eso —dijo Wanli—. Vosotros vais a quedaros con ellos mientras nosotros negociamos. Si todo se desarrolla como hemos acordado, no habrá derramamiento de sangre y todo se arreglará como en los mejores cuentos.

—¿Y Lénisu? —inquirí yo, inquieta—. ¿Cómo está?

Néldaru me miró y frunció el ceño como si tuviese que pensarlo mucho antes de contestar:

—Parecía estar en buena salud. No he podido hablar con él.

—Pero entonces… ¿sois realmente los Gatos Negros? —preguntó Ozwil, con la boca ligeramente abierta, como si llevase reflexionando sobre el tema desde hacía un rato.

Wanli puso los ojos en blanco.

Éramos los Gatos Negros. Hace más de diez años que no lo somos, querido. Los que se hacen pasar por los Gatos Negros ahora son unos asesinos y unos monstruos que no tienen nada que ver con nosotros. Espero que te haya quedado claro, nosotros nunca hacemos daño a nadie.

—Pero… ¿quiénes sois entonces? —insistió Ozwil, sonrojándose inexplicadamente.

Wanli sonrió y puso una mano maternal sobre el hombro del elfo oscuro.

—Somos los amigos de Lénisu. Y si la Justicia de Ató no hace su trabajo debidamente, nosotros lo haremos por ella.

—Eso suena bien —aprobó Wundail—. Todo por la amistad. «Honor, vida y coraje» —citó solemnemente.

Néldaru se giró hacia él y lo observó atentamente mientras Wanli soltaba una carcajada y afirmaba:

—Los raendays no cambiáis nunca.

Media hora después estábamos andando bajo una fina lluvia y bajando por entre los pedregales que conducían a la cueva. Teníamos que llegar al Valle de las Velloritas antes del atardecer, lo que era una tarea imposible porque ya estaba atardeciendo y quedaban, según Wanli, al menos dos horas de caminata.

No me convencía el plan de Wanli y Néldaru, pero lo cierto era que en aquel momento nada me convencía. Temía que todo el plan se fuera al traste, como lo había predicho Wundail esa misma mañana… Aun así, había al menos una cosa positiva: iba a volver a ver a Lénisu, ¡y Néldaru lo había visto! Eso significaba que la herida de la pierna se había curado y que a lo mejor sólo le había quedado una cicatriz en lugar de la llaga.

“Ten cuidado donde pisas”, me dijo pacientemente Syu cuando estuve a punto de andar sobre una babosa roja muy gorda. Me tambaleé pero logré evitar el funesto destino al pobre animal y posé el pie sobre un charco embarrado. Las botas que me había regalado Lénisu hacía más de un año eran de muy buena calidad y no tenían ni un rasguño a pesar de todo lo que las había usado ya. Tendría que preguntarle a Lénisu con qué material estaban hechas exactamente, pensé. Me las había dado cuando estábamos en Tenap, y ahí lo que más se vendían eran carretas, construcciones de madera, ropa de pieles y calzados de cuero. Si esas botas habían sido fabricadas en Tenap, significaba que ahí había muy buenos zapateros…

“Ten cuidado, arriba”, gruñó el mono gawalt.

Me incliné para abajo para evitar una rama llena de espinas y resoplé.

“No se te da bien eso de pensar al mismo tiempo que andas”, observó Syu. “Deberías probar a ser un poco más gawalt; los gawalts no aplastamos babosas.”

Solté una risotada y los demás se giraron hacia mí, sorprendidos.

—Perdón —dije—, es Syu.

“De hecho, es difícil que las aplastes si estás siempre sentado en mi hombro”, pronuncié, divertida. “Pero tienes razón, no debería pensar tanto cuando ando, sobre todo en un lugar tan desconocido. El problema es que Frundis me desconcentra con su música y luego me distraigo.”

“¿Quién me echa la culpa?”, protestó Frundis, bajando el sonido de su música de arpa y flauta travesera. En ese momento, oí otro ruido y vi una sombra deslizarse por entre los árboles. Fue apenas un segundo pero…

—¡Cuidado! —me soltaron Aryes y Deria al mismo tiempo mientras yo patinaba en el terreno resbaladizo.

El brazo robusto de Wundail me sostuvo y conseguí recobrar mi equilibrio con su ayuda y con la de Frundis mientras Syu se agarraba a mí soltándome lecciones sobre la concentración y la estabilidad de un buen gawalt.

—Demonios —resoplé.

—Ten más cuidado —me dijo Wundail—. No ha parado de llover últimamente. Todo está como una ciénaga.

Sacudí la cabeza y, sin dejar de fruncir el ceño, seguí avanzando con los demás, preguntándome quién era la persona o la criatura que acababa de columbrar entre los árboles. ¿Drakvian, quizá? ¿O bien un nadro rojo? ¿O un Gato Negro? ¿O bien un espía? A menos que fuese una simple ilusión de mi mente, añadí, suspirando. Era difícil saber con esa lluvia, que aunque fina, no paraba de caer, pero no pude evitar tener un extraño y fúnebre presentimiento.