Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios
Los días siguientes fueron extenuantes. Después de pasar una noche agitada escuchando los delirios de Drakvian, casi me alegré de pasar unas cuantas horas en compañía de nerús, contestando a preguntas fáciles. El único inconveniente fue que Taroshi, el hijo de Kirlens, no paró de molestarme durante la clase, de modo que el maestro Yinur me vio una vez estirándole del pelo, amenazante, pero aparte de eso, me porté como una santa.
Todas las tardes, volvía rápidamente al cuarto para comprobar que Drakvian estaba mejorando y luego, después de comer, iba a la biblioteca y trataba de hacer todos los deberes que nos pedía el maestro Jarp.
Todos, incluso Aleria y Yori, empezaron a odiar al maestro Jarp. No era que fuera realmente malo, pero nos impedía ser nosotros mismos. Los deberes que nos daba nos comían toda la tarde y finalmente apenas nos quedaban unas horas para disfrutar del día. Ozwil estaba pálido y parecía siempre fatigado, Aryes y Aleria pasaban horas en la biblioteca, Yori se llevaba todos los libros que podía y Laya, Akín, Salkysso y yo nos desesperábamos, absolutamente seguros de que el maestro Jarp nos quería convertir en zombis. Kajert parecía el más tranquilo de todos y cada vez que lo veía llevaba una nueva planta o un nuevo libro de botánica, como si se desentendiese de los conocimientos que nos tenían que inculcar los maestros de la Pagoda. En cuanto a Revis, al parecer había cambiado totalmente de opinión acerca de la Pagoda Azul. Él, que siempre estaba nervioso antes de los exámenes pese a la poca inclinación que tenía hacia los estudios, había decidido tomarse las cosas como un revolucionario y, cada vez que nos veía estudiando, clamaba, levantaba el dedo índice y se ponía a platicar sobre la esclavitud de los ajensoldrenses y a halagar la sencillez de la vida analfabeta. No podía negar que en ciertas ocasiones estaba totalmente de acuerdo con él, pero aun así me hacían muchísima gracia sus aires de nuevo profeta. Su proselitismo no era muy eficaz con las personas estudiosas, aunque a Akín y a mí nos hizo efecto más de una vez.
Soportaba mucho mejor las lecciones del maestro Áynorin que las del maestro Jarp, ya que estas últimas eran muy serias y excesivamente abstractas. Aprendíamos cosas que en mi vida podría utilizar para nada, salvo para alardear de que había estudiado en una Pagoda. Lo que a mí me gustaba realmente eran las armonías. Y, por desgracia, consideraban que las armonías eran energías inferiores e inofensivas. Pese a esa opinión, no me atrevía a salir con Frundis en pleno día, ya que no podía fiarme aún de que no me haría alguna jugarreta. Sin embargo, Frundis me aseguraba que él no estaba tan loco como para enseñar a todo el mundo sus “fantásticos dotes de compositor”. Pero no me dejé convencer.
Así que Frundis se quedaba horas cantándole a Drakvian, y la pobre vampira empezaba a saturar. Syu se iba solo al bosque con su nueva capa verde, y yo me iba a la Pagoda Azul y a la biblioteca, preguntándome cuándo dejaría de nevar.
Algunos techos ya se habían derrumbado a causa de la nieve y el puente que se había construido en el Trueno era tan poco seguro que aún no habían cruzado más que unos cekals temerarios. Sin embargo, el Dáilerrin ya había encargado la piedra y había contratado los ingenieros para mejorar los diques, previendo las terribles inundaciones que podría causar la nieve fundida, en primavera. Y se estaba haciendo un plano del nuevo puente, más ancho, más alto y más resistente, según se decía. Nart me aseguró un día que iba a ser el mejor puente de toda Ajensoldra. Apenas exageraba, dado el reducido número de puentes en la región.
Nart, desde que había sido elevado al rango de cekal, se había vuelto todavía más calavera y sus dos amigos, Mullpir y Sayós, lo seguían a todas partes. Yo me reía de ellos cada vez que los veía pasar por la taberna cuchicheando con aires de conspiradores y ellos solían pasar todos los días, hacia las seis, para tomar algo y contarme qué tal les había ido el día.
—Te aseguro que todos admiran nuestras hazañas —me dijo Nart, un día en que hacía especialmente frío.
La taberna estaba tranquila porque la gente ni se atrevía a salir de casa con ese tiempo. Y Nart, Mullpir y Sayós habían irrumpido riendo, con la nariz roja y cubiertos de capas. Me contaron una de sus trastadas y por lo visto estaban contentos de causar sensación en la ciudad.
—Todos los nerús nos respetan —asintió Mullpir.
—Es natural —prosiguió Nart con desenfado y rió—. Pero, hablando seriamente, Shaedra, ¿dónde está Wigy?
Puse los ojos en blanco. Cada vez que hablaba de Wigy, sus ojos chispeaban de burla.
—Está en la cocina.
—¡Oh! Entonces no me atreveré a ir a verla —contestó—. La última vez que entré con disimulo me tiró a la cara un trapo que olía a mil demonios —me contó, en voz teatralmente baja—. Podría haberme muerto ahí, que ni se hubiera inmutado —se lamentó, dramático, y luego sonrió anchamente y sacó un cardo de su bolsillo—. Pero yo no soy rencoroso, y me gustaría que le dieras esto en señal de buena voluntad. Sé lo difícil que es cortejar a una… mujer con carácter, por decirlo así, pero mi abuelo me dijo que siempre valía la pena intentarlo.
Cogí el cardo y le di vueltas entre mis manos, reprimiendo una carcajada.
—Nart, acabarás haciendo que Wigy te prohíba entrar en la taberna. ¿Realmente quieres que le dé esto?
Nart puso cara preocupada.
—¿Crees que no le gustará? Pensé que iría a juego con su carácter —él y sus dos amigos se echaron a reír y se levantaron para irse.
—No cambiarás nunca, Nart —suspiré.
—Eso espero —me contestó él, con una sonrisilla más sincera—. Cuando tengas la impresión de que me estoy volviendo serio como mi padre, me avisas inmediatamente.
Carraspeé.
—Descuida —le aseguré, y me despedí de ellos cerrando la puerta precipitadamente para que no entrase el frío.
Los días pasaron, y finalmente Drakvian recobró sus fuerzas. Y un día, cuando volví, no me la encontré como de costumbre sumida en su delirio. De hecho, no me la encontré para nada, porque se había marchado.
“No puedo decir que no me alegre”, comentó Syu cuando se enteró. En cambio, Frundis reconoció que la añoraría un poco.
Varios días transcurrieron sin que tuviera noticia de ella y cuando me preguntaban Aleria, Akín y Aryes, negaba con la cabeza, preguntándome adónde demonios se había podido ir la vampira. Syu me aseguraba que no la había visto por los alrededores. Quizá se hubiera marchado a Dathrun, con el maestro Helith. Quién podía saberlo.
El invierno duró hasta el mes de Tablonas y acabó bruscamente ahí, cuando de pronto se sucedieron varios días de calor. La mitad de la nieve de los tejados se fundió el primer día y las calles se volvieron impracticables. En la orilla del Trueno había barro por todas partes y caían, desde la Neria hasta el río, rápidos arroyos cristalinos que descendían zigzagueando entre las casas y las piedras.
La gente estaba ya harta del invierno y acogió el deshielo con alegría. El primer Ventisca de Tablonas, el Dailorilh proclamó la llegada de la primavera, y se mandó a las tropas de artistas que organizaran un espectáculo mientras varios comerciantes salieron para Neiram y Aefna con el objetivo de vender sus mercancías para llenar sus carretas de artículos y regresar a Ató tan pronto como pudiesen para llegar a tiempo a la Fiesta de la Primavera.
Con eso de que la nieve se fundía, todos, en Ató, esperaban la crecida del Trueno, donde acababa la nieve de las montañas todos los años.
Una tarde, las aguas se desencadenaron, cayendo a toda prisa, arrasando todo a su paso. Se sucedieron tres días de infierno. El frágil puente que se había construido desapareció completamente, los cultivos se inundaron y fue necesario sacar a las personas que vivían más cerca del río y que aún no habían querido escuchar el aviso del Dáilerrin y del Mahir. Kirlens se prestó voluntario para alojar temporal y gratuitamente a los desalojados y Wigy y yo apenas dormimos esas tres noches, ocupadas en dar mantas, almohadas y ropa, puesto que la mayoría de los afectados tan sólo había podido salvar su pellejo y nada de sus bienes. En esas tres noches, no me transformé ni una sola vez.
Como no dábamos abasto para hacerlo todo, Lénisu, además de ayudar a los rescatados, nos echó una mano en la cocina. Primero, Kirlens no quiso dejarle, convencido de que Lénisu no tenía ni idea de cocina, pero cuando le pedí que lo reconsiderara, le dio a Lénisu una oportunidad, que éste aprovechó juiciosamente. Enseguida adquirió Lénisu una estupenda reputación. Kirlens y Wigy no salían de su asombro y la verdad era que, aun sabiendo que no era la primera vez que mi tío trabajaba de cocinero, yo también me quedé bastante sorprendida de su éxito. Cada vez que pasaba yo por la cocina, ahí estaba él, añadiendo una pizca de orégano, una cucharada de aceite… cualquiera que lo hubiera visto no habría creído que era la misma persona que, meses antes, había entrado en la cofradía de los Istrags, había luchado contra el oso sanfuriento y había realizado otras acciones que no eran propias de un cocinero de taberna.
Económicamente, el Ciervo alado, pese al dinero utilizado para los desalojados, se las arregló bien y vio su reputación maravillosamente mejorada. Además de forjarse una imagen de solidaridad, resultó tener una comida excelente, según los nuevos parroquianos, y en los días siguientes, la taberna estuvo repleta de clientes. Kirlens, que al principio estaba eufórico por ese cambio, pronto empezó a plantearse el buscar a algún empleado más. Lénisu fue nombrado jefe de cocina y le fue puesto bajo sus órdenes a un tal Laynen, un joven empleado recién llegado del campo que apenas hablaba abrianés. Laynen pareció alegrarse de que Lénisu y yo supiéramos hablar naidrasio, y nos contó que su familia lo había mandado a la ciudad con la esperanza de que encontrase un empleo para ahorrar los suficientes kétalos para comprar un burro.
Ató vio llegar un flujo cada vez mayor de carretas de campesinos que venían a asistir a la Fiesta de la Primavera, y aunque la mayoría se instalaban en las afueras de la ciudad, algunos pagaron un cuarto en las tabernas. Pronto no quedó ni un sitio en el Ciervo alado. Ató estaba tan llena que me era imposible salir de la ciudad sin que me viesen, incluso de noche, de modo que cada vez que me transformaba me quedaba quieta en mi cama, añorando las carreras en el bosque y las jugarretas de Frundis.
Una noche de ésas, me levanté, nerviosa, sintiendo la energía quemarme por dentro. Fui hasta la ventana y vi que la ciudad estaba más iluminada que normalmente.
“Pronto toda esa gente se irá y todo volverá a ser como antes”, le aseguré a Syu, adivinando sus pensamientos.
“Está bien. Pero que se vayan pronto. ¿Jugamos a las cartas?”, propuso de pronto.
Era tarde y estaba agotada por tanto trabajo, pero no podía dormirme transformada como estaba, así que asentí, corrí la cortina y encendí la lámpara para buscar dónde había dejado la baraja. Jugamos al kiengó durante una hora entera. En la última partida, Syu hizo trampas burdamente y lo vi enseguida: la dama de la perla no era más que un gato blanco en realidad. Siguiéndole el juego, hice una mueca, miré mis cartas intensamente, sonreí y eché un caballero dragón.
Syu entornó los ojos y se rascó la cabeza.
“Esa carta es nueva o estás haciendo trampas”, refunfuñó.
Mi sonrisa se ensanchó.
“Es de todos sabido que el caballero dragón gana a la dama de la perla”, recité con falsa solemnidad.
“Ya, claro, y que el rey dragón gana al caballero dragón”, dijo el mono, soltando una nueva carta que representaba a un mono gawalt con corona montado sobre un caballo con alas.
Solté una carcajada y tiré otra carta que representaba a una hidra con veinte cabezas.
“Nada puede contra esto”, repliqué.
Syu frunció el ceño y echó otra carta.
“Según se dice por ahí las hidras no aguantan la sequedad.”
Su carta representaba un desierto. Adiós hidra, pensé.
“Pero los desiertos, en el Ciclo del Pantano, pueden desaparecer”, solté, tirando una carta que representaba una lluvia torrencial.
Syu puso cara pensativa y luego sonrió anchamente. Enarqué una ceja.
“La lluvia no puede caer si no hay atmósfera”, razonó.
Agrandé los ojos.
“¡No!”
“Eso me enseñaste”, replicó. Y tiró una carta blanca. “La nada lo gana todo.”
Puse los ojos en blanco.
“Esto ya no tiene nada que ver con el kiengó, amigo, ¿te has dado cuenta?”, le dije.
“¿Te molesta haber perdido?”, replicó Syu, muy contento.
“Syu, deberíamos poner más reglas a nuestras trampas. Luego, pasa lo que pasa.”
“¿Que pierdes?”, insistió Syu. Como yo entornaba los ojos, él puso cara inocente. “Tú has empezado, con el caballero dragón.”
Eso era verdad, en cierto modo, había sido yo la que había derivado el juego pero…
“Tú has hecho trampas. Te he visto.”
Syu sonrió, señaló la pila de cartas y se cruzó de brazos.
“¿Dónde?”
Miré las cartas y empecé a quitar una a una las que ya no tenían ningún dibujo de hidras ni de desiertos; busqué al gato blanco… sin encontrarlo. En cambio, la dama de la perla sí que estaba. Sacudí la cabeza, sin entenderlo.
“Estaba segura de que habías hecho trampas”, me disculpé.
Syu se rascó la barbilla.
“Qué mal pensada”, dijo. Estaba divertido, como si hubiese algo que aún no me había dicho. No me impacienté, porque Syu nunca podía contenerse a confesar sus travesuras y, de hecho, no tardó en hacerlo en esa ocasión.
Se subió a la silla y se sentó en el respaldo ágilmente, diciendo:
“Aunque quizá hubiese un truco porque… ¿y si la ilusión dijese la verdad?”, preguntó.
Fruncí el ceño. “¿Qué quieres decir?”
“Los monos gawalts nunca se dejan engañar”, declaró el mono. “La verdad es la verdad.”
“A mí no me engañas. Las ilusiones de Frundis no las ves de inmediato tal y como son”, le dije. “Caes en la trampa tanto como yo.”
Syu gruñó y asintió, vacilante.
“De acuerdo. En ese punto tienes razón. Pero en este caso”, dijo, señalando las cartas, “tú has caído como la hoja del kirlo. ¡Directamente al suelo!”, soltó, riendo. “La dama de la perla era la dama de la perla pero yo la he modificado para que creyeras que no lo era. ¡Ja!”
Ahora se pavoneaba en el escritorio, haciendo piruetas. Sonreí, sinceramente sorprendida.
“Vaya”, resoplé. “Pues sí que he caído. La próxima vez estaré avisada.”
Mi mirada, en aquel instante, fue a parar en el espejo que me había regalado Kirlens, casi un año atrás. Fruncí el ceño y me acerqué a la mesa, en silencio. En el espejo, estaba mi reflejo. No me asusté, como lo había hecho la primera vez que me había visto transformada, en El Merendón. Pero sentí un ligero cosquilleo en mis pensamientos al ver mi rostro. Algo me era familiar. Algo que no conseguía recordar y que pronto me obsesionó.
“¿Qué ocurre?”, me preguntó Syu, de pronto inquieto.
No contesté de inmediato. Seguí mirándome un instante en el espejo y luego lo posé en la mesa con la mano temblorosa. Mis ojos rojos, las marcas negras, los dientes… ya había visto algo parecido en algún sitio, no hacía mucho tiempo… Mi mirada se posó entonces sobre un papel plegado que había en el escritorio. El papel que le había dado a Aleria unas semanas atrás para que dibujara la Sreda… Lo desplegué y lo volví a plegar casi inmediatamente, inspirando hondo.
Syu se acercó a mí, interrogante.
“Mis marcas negras, Syu, ¡son idénticas a la Sreda!”, le expliqué, sin aliento.
—Eso significa —dije, en voz baja y temblorosa—, que la Sreda, al menos en su origen, está ligada a los…
Mi voz se paralizó y Zaix acabó la frase por mí:
“Demonios. Me consuela saber que eres capaz de razonar un mínimo, querida. Pasaba por ahí, y te he oído. Así que de paso te aviso de que pronto llegará un amigo mío a tu ciudad. Su nombre es Kwayat. Por cierto, bonita partida de cartas.”