Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios
¿Qué había dicho Aleria ya? Algo como que los que llevaban la Sreda no eran de fiar. Pues vaya.
Ese pensamiento me siguió durante los días siguientes, incluso el día de la Fiesta de la Primavera. Sin previo aviso, aquella mañana, Wigy llamó a mi puerta y entró con un paquete y una enorme sonrisa… y con un vestido azul precioso.
—¡Wigy! —exclamé, maravillada—. ¡Qué elegante!
Wigy soltó una risita y me tendió el paquete.
—Buenos días, Shaedra. Lo había encargado para tu cumpleaños, pero pensé que querrías ponértelo para la fiesta.
—¿Mi cumpleaños? Pero… si es dentro de dos semanas. ¿Qué…?
Wigy soltó un suspirito exasperado.
—¡Ábrelo ya!
Con aprensión, abrí el paquete y saqué un vestido de un blanco inmaculado con mangas anchas y un cinturón rosa. Me había quedado boquiabierta y, al darme cuenta, carraspeé. ¿Acaso pretendía Wigy que fuera con ese vestido durante todo el día?
Wigy me contemplaba con una enorme sonrisa.
—Y aquí están los zapatos —dijo, muy excitada—, así no te tendrás que poner esas botas feas que te regaló tu tío.
Y me enseñó unos zapatos color arena. Al menos no parecían incómodos, pensé con optimismo. Estuve a punto de negar con la cabeza y protestar, como siempre había hecho. Pero Wigy estaba tan emocionada…
—Gracias, Wigy —murmuré—. Es un vestido… perfecto… er… para la ocasión.
¡Pero que no se le ocurriese pedirme que pusiera eso otra vez!, añadí mentalmente para mí misma.
—Lo es —afirmó Wigy—. Todas van a ir vestidas elegantemente. No podía dejarte con esos andrajos que te pones. Sobre todo que ahora ya no eres una niña, eres una señorita… o deberías serlo. He tenido que acortarlo un poco, lo he cogido largo porque sé que sigues creciendo y es más fácil descoser que medir y coser una nueva tela. Venga, póntelo, a ver cómo te queda.
Agrandé los ojos, tragué saliva y dejé el paquete sobre la cama. Mis movimientos eran tan lentos que Wigy tuvo que acelerar un poco las cosas. Pero en fin, al verme vestida con su regalo, juntó las manos, conmovida, los ojos húmedos, y me cogió las dos manos para dar varias vueltitas en la habitación.
—¡Ay qué emoción! —exclamó agudamente mientras giraba alegremente.
Me soltó las manos y necesitó unos segundos para recuperar el equilibrio.
—Bueno… pruébate los zapatos. ¡Pero no te sientes así! —exclamó de pronto, al ver que me sentaba sobre la cama algo bruscamente—. Arrugarás el vestido. Hay que ser elegante como una señorita.
Tuve la impresión de oír a Laygra vendiéndome ropa en El Áberlan. Con un suspiro, me probé los zapatos. Eran como los que llevaban las bailarinas y por lo menos no tenían chapines ni tacones aunque, en la práctica, protegía lo mismo que si fuese descalza. Pero Wigy decía que era la última moda en Aefna. Así que todos irían con esos zapatos a la fiesta. Y yo haría como todo el mundo.
—No te escaquearás esta vez —me avisó Wigy—. Además, te aseguro que todos querrán bailar contigo… ¡espera! Falta el peinado. Te lo haré como me ha enseñado Satme. ¡Vamos a ser las reinas del baile!
Alcé los ojos al techo y traté de ser paciente.
—Pues claro —repliqué.
Syu, escondido detrás de la ventana abierta, soltó una risita.
“¿Y tú de qué te ríes?”, refunfuñé, mientras Wigy salía disparada en busca de material para peinarme.
La sombra del mono desapareció de la ventana y supuse que se había ido antes de que se me ocurriera alguna idea para hacerle sufrir el mismo martirio que a mí me imponían.
Maldita sea, pensé, cogiendo un volante del vestido. Supe que mis garras hubieran podido desgarrar el vestido, palidecí y me aseguré de que estaban bien metidas.
—¡Siéntate en la silla! —exclamó la voz precipitada de Wigy.
Me sobresalté y me senté con resignación.
—No sabes qué elegante se ha puesto Kirlens este año —comentaba Wigy—. ¡Y Taetheruilín no huele a hierro! Acaba de pasar a beber una copa. Dice que su mujer está preparando a toda la pandilla de chicuelos que tienen para la fiesta. Si es que, no me crees, pero yo no estoy tan loca como otras.
—No, qué va.
—Y no lo digo porque quiera tener a todos sus hijos bien vestidos, pero que compre un vestido de cien kétalos para su hijo de tres años es de lo más ridículo. ¿A quién le importa que vaya bien vestido un niño de tres años? Yo digo que mientras alguien no se da cuenta de que necesita vestirse bien, es que no lo necesita. Estas ideas las tenía claras hasta cuando tenía diez años.
Yo no tenía la impresión de que necesitara vestirme bien… Con un suspiro, seguí escuchando con una oreja los despropósitos de Wigy.
No quiso desenredarme las trenzas de Syu, porque consideraba que llevaría demasiado tiempo y hasta concedió que Syu sabía hacer trenzas.
—Será un mono y todo lo que quieras —decía—, pero tiene más arte que algunas amigas mías. Por supuesto, nunca nos superará ni a mí, ni a Satme, pero si es capaz de hacer trenzas, es capaz de haber hecho todo eso que tú dices.
Lástima que Syu no estuviese ahí para oírla, me dije. Estaba segura de que habría sonreído con orgullo ante tanto piropo. Al de diez minutos escuchando tanta palabrería, empecé a rebullirme, pero Wigy acabó enseguida y me enseñó el reflejo de mi espejo con una expresión satisfecha.
No es que pudiese ver gran cosa de su obra de arte, pero decidí que no estaba tan mal. Había recogido mi pelo y había hecho una especie de moño distendido con algunas trenzas dispares por ahí.
—Vaya —me contenté con decir.
—Tienes el pelo muy largo —comentó ella—. Algún día debería cortártelo. Pero al parecer, ahora las damas de Aefna llevan el pelo muy largo.
—El año que viene eso habrá cambiado —le aseguré, con una sonrisa burlona—. ¡Bueno! ¿Puedo ir a desayunar ya?
Wigy asintió.
—Pero debes recogerte el vestido para bajar las escaleras, y para cuando salgas, no debes dejar que se te manche en el barro, ¿me oyes?
Asentí.
—Y nada de piruetas o de carreras, ¿eh?
Puse los ojos en blanco, me dirigí hacia la puerta y me giré.
—Así que… el último grito es el de saltar sobre los charcos y rebozarse sobre el lodazal más grande, ¿no?
Wigy me fulminó con la mirada pero no pudo evitar sonreír a medias.
—Como te atrevas a estropear el vestido, te compraré un bote de perfume.
Puse cara de espanto y levanté dos dedos hasta la frente.
—Te prometo que no estropearé el vestido.
Wigy se rió y me acompañó hasta abajo, donde desayuné unas galletas y un gran vaso de leche caliente. Cuando me levanté, me dio mi sombrero de paja.
—No te lo olvides. Y ahora ve, antes de que llegues tarde. Y sin correr.
Carraspeé y salí de la cocina. Ya eran las diez de la mañana pero en la taberna aún no habían llegado más que algunos madrugadores que no necesitaban varias horas para prepararse. Kirlens estaba junto a una mesa, charlando con dos clientes que parecían ser de los campesinos recién llegados. Los tres iban vestidos de manera tan rimbombante que, de golpe, me sentí menos sola.
—¡Shaedra! —exclamó Kirlens—. Ya me había avisado Wigy de que iba a ocuparse de ti. ¡Ven aquí, mi princesa, pareces recién sacada de un cuento!
Con una enorme sonrisa en su rostro, tendió su mano y apretó la mía con dulzura. Sonreí, divertida.
—Ah, ¿qué dices de mi nuevo traje? —preguntó, apartando los brazos.
Observé su túnica de seda fina y coloreada y sus pantalones de tela casi blanca y me sonreí.
—Parece un traje sacado de un cuento —contesté.
Kirlens soltó una carcajada, divertido.
—¡Sobrina! —exclamó Lénisu, apareciendo de pronto al pie de las escaleras. Iba vestido con la misma ropa de toda la vida y se había quedado boquiabierto al verme—. Mil brujas sagradas, ¿qué te han hecho?
Tenía una cara tan aturdida que no pude dejar de reírme con los demás. Cuando llegó a mi altura, le cogí del brazo y le dije en voz baja:
—Ha sido idea de Wigy.
Lénisu enseguida puso cara de comprensión.
—¡Ah! Ahora lo entiendo mejor —dijo, con una media sonrisa burlona—. ¿Así que ha conseguido hacer que te pongas eso, eh? Pues fíjate, ha hecho más de lo que creía saijitamente posible.
No escondió su clara expresión de burla. Suspiré.
—Tengo que irme. Se supone que los snorís deben pasarse todo el día haciendo cosas como vender refrescos para recaudar más fondos para la ciudad —expliqué.
Lénisu me deseó buena suerte y yo salí corriendo, recogiéndome el vestido, hacia la Pagoda Azul. Cuando llegué, ya estaban algunos ocupándose de organizar las cosas. Cuando entré en la Pagoda, vi a Aryes levitar para hacer pasar una cuerda llena de guirnaldas sobre las vigas del edificio. Pero cuando se giró hacia mí, perdió el control y se desplomó hasta el suelo, consiguiendo amortiguar un poco la caída.
—¡Aryes! —grité, precipitándome hacia él. Pero había olvidado que llevaba un vestido. Pisé sin quererlo la punta del último volante y me caí junto a Aryes—. ¡Maldito vestido!
Esa fue la primera vez de las muchas que maldije el vestido aquel día. Aryes se enderezó, abochornado.
—Vaya. Er… creo que se me han caído todas las guirnaldas. Yo… esto… Estás… —se rascó el cuello, como solía hacer cuando no comprendía algo o se sentía molesto—. ¿Estás bien?
—Sí, sólo me he pisado este endemoniado vestido, nada más —contesté, sentándome sobre la madera de tránmur—. Te ayudaré a colgar las guirnaldas.
Akín y Aleria llegaron poco después, escoltados por Stalius. Me sorprendí al verlo, porque sabía que no le permitían la entrada a la Pagoda, por ser un legendario renegado, pero él no tenía intenciones de entrar: se despidió de Aleria mientras Akín le devolvía una mirada asesina, y luego se marchó.
Todos los snorís iban muy bien vestidos, como todos los años en la Fiesta de Primavera. Incluso Salkysso, que venía de una familia pobre, llevaba una elegante túnica de satén verde.
Cuando llegó Galgarrios, vi que todas las snorís de primer año se giraban para mirarlo, embelesadas. Enseguida se pusieron a cuchichear entre ellas y Marelta les echó una ojeada con una expresión sarcástica.
—¡Shaedra! —me saludó el caito, con una gran sonrisa, entrando en la Pagoda—. ¿Llego tarde?
Enarqué una ceja, sorprendida.
—No importa llegar tarde mientras llegues a tiempo —le repliqué, citando mi sempiterno y cotidiano proverbio gawalt.
—¿Así que puedo pedirte que bailes conmigo esta tarde?
Palidecí, atónita. ¿Bailar con Galgarrios? Lo miré, aturdida, y dejé de enfilar las guirnaldas en la cuerda.
—¿B… bailar? —farfullé.
Galgarrios me dirigía su habitual sonrisa tonta.
—Pues sí, ¿no te gusta bailar?
—Pues… no. Sinceramente… no creo que sea una buena idea.
—¡Oh, vamos, Shaedra! —intervino Akín, riendo—. Galgarrios es un buen bailarín. Bailar no es tan malo como crees. Recuerda el baile en Tauruith-jur.
Sí, lo recordaba muy bien. Aryes me había invitado a bailar y yo lo había hecho fatal, pisando los pies de todos los que bailaban alrededor… Y Aryes se había reído de mí porque había utilizado el jaipú.
—No… —concedí—, no es tan malo, pero —dije, con más decisión— nadar tampoco es tan malo y no todo el mundo nada.
Galgarrios parecía cada vez más decepcionado.
—Entonces… ¿no vas a bailar conmigo?
Las snorís de doce años me miraban con una expresión inequívoca de envidia y asombro. ¿Cómo podía rechazarle un baile?, debían de preguntarse. Recordé entonces las palabras entusiasmadas de Wigy: “¡Vamos a ser las reinas del baile!”. No me cabía duda de que si Wigy se enteraba de que no quería bailar, me iba a perseguir durante todo el día y luego durante semanas y semanas… Me representé una vida imposible con Wigy bailando y reprochándome cada rato mis burdos modales y me ablandé un poco. Y viendo la expresión triste de Galgarrios, suspiré interiormente y asentí.
—Está bien. Será un placer bailar contigo, Galgarrios. Pero… sólo una vez, ¿de acuerdo?
El rostro de Galgarrios se iluminó.
—Así que, ¿sigues siendo mi amiga?
Sonreí, divertida.
—Por supuesto que sigo siendo tu amiga.
Desde luego, Galgarrios era fácil de contentar. Un baile, y ya estaba feliz para todo el día. A mí, en cambio, me empezó a subir una bola de miedo en la garganta y se quedó ahí durante toda la mañana.
En una hora, terminamos los preparativos de la fiesta. Luego empezaron a llegar los habitantes de Ató y los forasteros. Nos ocupábamos un poco de todo. Hicimos espectáculos armónicos con bonitos colores y paisajes y la gente aplaudía con admiración. Debo decir que yo fui la que más me lucí en esos espectáculos y el maestro Áynorin me dio la enhorabuena después de que hubiera creado una imagen paradisíaca de un bosque con perfume silvestre. Y me confesó que él habría sido incapaz de hacer algo así. Recibí sus palabras con la fiereza de un gawalt y estuve sonriendo sola durante media hora.
Aleria, bajo la supervisión del maestro Yinur, curó algunas dolencias de estómago y de músculos de los campesinos. Ozwil se puso a invocar un montón de estrellitas pequeñas que brillaban y levitaban: acabaron esparciéndose por toda la ciudad, y el maestro Jarp comentó algo sobre respetar los límites del equilibrio energético. Yori, Revis y Salkysso se pelearon para el espectáculo, haciendo más piruetas de las que habrían sido necesarias para una pelea seria. Kajert vendió muchas plantas que había ido almacenando para la ocasión con la promesa de que ofrecería el cincuenta por ciento de las ganancias a la Pagoda. Laya y Marelta se instalaron detrás de unas mesas para vender refrescos, y Aryes se paseaba levitando con su pañuelo azul, Borrasca, alrededor del cuello, e iba tirando confetis sobre la gente. Suminaria y Akín eran los únicos que no hicieron gran cosa, por ser de familias más que acomodadas. Mientras la tiyana permanecía sentada junto a su tío, el señor Garvel Ashar, Akín escuchaba a medias la conversación de sus hermanos y hermanas mayores y miraba con envidia nuestras pequeñas proezas.
En realidad, la Fiesta de Primavera era más pragmática que otras fiestas. Los campesinos aprovechaban siempre para intercambiarse semillas, pedir consejo al Dailorilh sobre el tiempo y los ciclos, y comprar todo tipo de productos que no podían hacer ellos mismos como herramientas, clavos y medicinas. Por eso Jans estaba tan atareado vendiendo cosas como rastrillos, martillos y láminas de hierro. Dolgy Vranc y Deria aprovecharon el día para vender sus juguetes más hermosos y estrenar alguno nuevo. Más exactamente, antes que verlos, los oí: Deria estaba gritando como las vendedoras de pescado en Dathrun, más o menos.
Los snorís comimos todos pastas con tomate, queso y lomo frito y a las tres empezaron las pequeñas obras teatrales que tantos esperaban con ansia. Luego llegaron los artistas acróbatas y Deria y yo, remangándonos los vestidos, nos pusimos a imitarlos riendo todo el rato, aunque yo gruñí bastante contra mi vestido porque no estaba habituada a llevar volantes y ropa tan larga. En un momento, hubo uno de los artistas que nos propuso subir al estrado, a lo cual accedimos después de que insistieran los asistentes, y yo, pese a mis esfuerzos, no conseguí llevar a Aryes hasta el escenario.
Me lo pasé en grande, aunque quizá no tanto como Deria, que brillaba literalmente de alegría al ver que tenía tan vasto y distinguido público. Hasta le tuve que coger del brazo para apartarla al de un rato porque los artistas empezaban a sentirse excluidos.
Y finalmente, cuando el sol ya había desaparecido prácticamente, llegó el baile. Por tradición, se echaba a suerte para ver quiénes serían los primeros en salir a bailar, escogiendo entre los menores de cincuenta años. Recordaba que el año pasado, había salido un campesino humano bastante torpe y una elfa oscura ligeramente coja y a todos les había parecido un espectáculo para recordar.
Pusimos todos nuestro nombre escrito en una caja, las chicas en una, los chicos en otra, aunque yo, como buena ternian que era, quise hacerme la lista y fingir que metía el papel, sin meterlo. El maestro Áynorin me pilló y finalmente tuve que meterlo como todos los demás.
Todos esperaron impacientes y en desorden, dejando apenas un círculo vacío para la próxima pareja de baile. El Dáilerrin, Eddyl Zasur, sacó el primer papel y soltó en voz alta y clara:
—Nakan Dórneman.
No me sonaba el nombre, y pronto entendí por qué al ver que se trataba de uno de los acróbatas que habían venido a Ató para la ocasión. El humano palideció un poco, pero enseguida se recuperó y se avanzó en el círculo mientras Eddyl Zasur pronunciaba el nombre de su compañera:
—¡Wigy Zab!
Creo que si hubiese oído pronunciar mi propio nombre no me habría quedado más atónita. Después de unos segundos de parálisis, busqué a Wigy con la mirada y la vi avanzar despacio, con los ojos dilatados, entre sus amigas que la empujaban riendo. Se recogió el vestido azul para que nadie se lo pisara y entró en el círculo. Creo que era la primera vez que la veía tan enmudecida.
Nakan cogió la mano de Wigy como si se hubiese preparado para ello desde que había nacido. Empezaron a dar vueltas ágilmente en la pista y diez minutos después se fundieron entre las demás parejas de baile mientras se deslizaba por toda la pista una música tradicional. Imaginé que Frundis gruñía en mi cuarto, criticando cada nota, y una sonrisa comenzó a flotar sobre mis labios.
—¿No crees que tiene una cara de rata de alcantarilla? —me preguntó de pronto Nart, con los brazos cruzados.
Me sobresalté, porque no lo había visto llegar, y fruncí el ceño.
—¿De quién hablas?
—Del que está bailando con Wigy. Tiene cara de pasmado el muy desvergonzado.
El desvergonzado Nakan Dórneman sonreía dulcemente mientras hacía girar a Wigy entre sus brazos como un experto.
—Bueno… —dije—, me alegro de que Wigy se haya encontrado una pareja. Así al menos no se fijará en si bailo o no.
—¿Y qué me dices si te saco a bailar? —me preguntó, con aire arrogante.
En ese momento apareció el rostro de Galgarrios delante de mí, y creo que me alegré porque si había alguien que bailara peor que yo, ese era Nart, y no quería empezar el baile espachurrándome por ahí.
Así que cogí la mano de Galgarrios y empezamos a bailar como buenos metrardjíes, es decir, como adultos. Enseguida me aburrí, pero Galgarrios parecía feliz, con una sonrisa en el rostro y los ojos ligeramente levantados hacia el cielo. Ignoraba cómo hacía para no pisarme los pies.
Cuando vi a Lénisu bailar con una joven que debía de tener aproximadamente su edad, me detuve en seco y me quedé mirándolos, boquiabierta.
—¡Galgarrios! —murmuré.
—¿Mm?
Galgarrios no se había dado cuenta de que me había detenido y seguía girando solo, aunque al oírme, se paró y siguió la dirección de mi mirada.
—¿Qué pasa?
Lénisu bailaba de manera totalmente diferente a los demás. Estaba haciendo algo como claqué, haciendo ruido contra la madera, y la joven reía a carcajadas. Sacudí la cabeza.
—Nada. Creo que ya he bailado bastante por hoy.
—¿En serio? ¡Pero si acaba de empezar el baile!
—Sí… pero… —Levanté un dedo hacia él, como si fuese a decir algo importante, luego carraspeé y me alejé de la pista sin una palabra.
Me senté sobre un banco vacío. Me fijé en que la mayoría de los que quedaban ahí eran jóvenes, los demás ya se habían ido a sus casas o a sus tiendas para descansar del largo día de fiestas y prepararse para los fuegos artificiales, tan típicos en Ajensoldra.
Solté un suspiro. ¿Por qué a Wigy le emocionaban tanto los bailes y a mí no? Estuve un momento contemplando las diferentes parejas, distraída, y me fijé, divertida, en que Aleria bailaba con Akín y ambos reían susurrándose a la oreja. Galgarrios iba cambiando de pareja porque, cada vez que bailaba con una, otra venía a tropezarse con ellos y separarlos, como por despiste. Kajert y Salkysso estaban sentados en una mesa jugando a cartas con otros, a Revis no lo veía por ningún sitio, Marelta descansaba en una silla coqueteando con Nakan, el joven apuesto que había bailado con Wigy, y Laya bailaba en un corro de varias personas gritando alegremente.
De pronto Syu se dejó caer sobre el banco, junto a mí.
“Venía a ver si había algo interesante, pero la verdad es que estos saijits, como te vengo diciendo desde el principio, están peor de lo que me contaron mis abuelos, en la otra vida.”
Asentí con la cabeza, de acuerdo con él.
“Es más”, continuó. “Creo que ya he visto suficiente. Me voy con Frundis. Su música es mejor.”
Volví a asentir.
“Francamente, creo que tienes razón”, solté. “Debería volver, yo también. Kirlens seguro que agradecería un poco de ayuda para la cocina.”
El mono gawalt se cubrió con la capucha de su capa, dándoselas de damisela misteriosa.
“¡Ay qué emoción!”, soltó, imitando la voz de Wigy.
Estallé de risa.
“Wigy debería haber sido vendedora”, reflexioné. “Como dijo Lénisu, no sé cómo ha conseguido que me pusiera este vestido. Aunque… supongo que yo misma quería ver cómo me quedaba. Realmente… no lo entiendo, ¿qué ventaja tiene este vestido que no tengan mi túnica y mi pantalón de toda la vida? Wigy insiste en meterme un ideal de belleza en la cabeza que no consigo entender.”
El mono gruñó.
“No te comportes como un saijit tú también, y deja de pensar tontamente. Esas son las típicas reflexiones que tenéis y que no desembocan en nada gracioso.”
Sonreí.
“Al fin y al cabo, soy una ternian. Y dicen que los ternians son saijits. Pero aparte de eso, tienes toda la razón. Hay cosas más interesantes en qué pensar. Por ejemplo, ahora mismo, cuando bailaba, estaba pensando en lo tradicional que es a veces la gente. ¿No te parece ridículo que se haga siempre una Fiesta de Primavera y de la misma manera, todos los años?”
Syu soltó una risita sarcástica.
“Sí. Realmente inexplicable. ¿Volvemos a casa?”
Vacilé y negué con la cabeza.
“Antes quiero…”
Pero me paré en medio de mi conversación mental, habiéndome fijado en una silueta, de pie, en el límite entre la luz y la oscuridad. Pese a que llevara su capucha puesta, tenía la convicción de que me estaba mirando fijamente. Entonces me dio la espalda y se alejó.
“¡Detente!”, grité.
“¿Que me detenga?”, replicó Syu, sin entender.
“No”, dije. “Es que… ¿no lo has visto? Creo que era él. Tiene que ser él.” Como el mono me miraba con cara perdida, especifiqué: “Kwayat.”
Syu frunció el ceño.
“¿Y ése quién era?”
Puse los ojos en blanco.
“El demonio que me envía Zaix para no sé qué.”
Syu agrandó los ojos, impresionado.
“Así que… ¿acabas de ver un demonio?”
Parecía casi asustado. Carraspeé.
“Te recuerdo que ya has visto a un demonio, Syu, no debe de ser muy diferente.”
“Según Zaix, tú eres un medio demonio”, me corrigió.
Me encogí de hombros.
“Eso no cambia nada al hecho de que Kwayat está aquí.”
Al decir eso, la emoción me invadió. ¿Y si realmente era Kwayat? ¿Y si venía para explicarme por ejemplo por qué me había transformado en demonio? ¡Tenía tantas preguntas que hacerle!
“Esto se pone más interesante”, reconoció Syu, instalándose en el banco, como expectante.
Al de unos minutos, volví a ver la silueta, en el lado opuesto, hacia la Neria. Me levanté de un bote, y sin pensarlo me abalancé sobre la sombra. Corrí, salí del círculo de luz y fui hacia donde creía que había desaparecido. ¿Acaso me estaba haciendo señas para que lo alcanzase?
Evité un árbol, maldije el peso de mi vestido y recogiéndolo lo mejor que pude, me alejé de la fiesta de manera que la música amainó un poco y las voces se redujeron a leves rumores.
—¿Kwayat? —llamé, sin atreverme a hablar muy alto.
Entonces percibí un sonido sofocado y vi una sombra junto a un árbol.
—¿Eres… Kwayat? —pregunté, acercándome con precaución.
Mi precaución, sin embargo, no fue tanta como para que no me tropezase con una raíz y no perdiera el equilibrio. Solté un gruñido pero no pude evitar que me desplomara lamentablemente, quedándome tendida en el suelo cuan larga era.
Me puse a cuatro patas, sintiendo que mi vestido pesaba lo doble. Bajé la mirada. Apenas me veía, por la oscuridad, pero al tocar el vestido sentí algo húmedo y viscoso.
—Oh, no —solté, jadeante—. Wigy me va a matar.
Pese a mi confusión, alcancé a oír un ruido de pasos ligeros.
—¿Shaedra?
Me giré bruscamente, resbalé y acabé sentada en el barro, rematando el trabajo para que Wigy me estrangulara dos veces cuando se enterara. Levanté la mirada y vi a Aryes, de pie, a unos metros, contemplándome, boquiabierto.
—¿Qué demonios haces ahí sentada?
—Oh —gemí, intentando levantarme—. Me va a matar. Aryes, ¡esto es horrible! Le prometí a Wigy que no estropearía el vestido. Y ahora, ¡mira lo que he hecho!
Aryes siguió contemplándome, atónito, durante unos segundos, y luego se echó a reír abiertamente.
—¡Shaedra! —se rió—. Me has dado un susto de muerte. Pensaba que te habías convertido en un elemental de tierra o algo así. —Lo fulminé con la mirada pero él no paró de sonreír—. Desde luego, sí que te has metido en un buen lío. No me gustaría tener que vérmelas con Wigy Zab.
—Aryes —pronuncié, con la voz temblorosa—. Tú no sabes lo que ha pasado. Vi a Kwayat. Quería perseguirlo y… me he caído. Estaba justo ahí —señalé un joven roble.
—¿De qué estás hablando? —replicó Aryes, acercándose, y entornando los ojos para tratar de ver algo en la oscuridad.
—No te molestes, ya no está.
—¿No está quién?
—Pues… Kwayat. ¿No te dije? —solté, de pronto, extrañada, al ver su cara de incomprensión—. Es un de…
Me paré en seco en mitad de la palabra, y miré a mi alrededor. Lo más probable era que aquella noche de fiesta hubiera mil oídos escuchándonos, pensé nerviosa. Así que le cogí a Aryes del brazo y le estiré.
—Ven, aquí nos podrían oír —susurré.
Aryes frunció el ceño pero asintió y sólo en ese momento me di cuenta de que le acababa de pringar toda la camisa de barro. Y volví a pensar en mi vestido, que me pesaba como una armadura completa y caía tan rígidamente que desgraciadamente tocaba el suelo con lo que aumentaban mis posibilidades de volver a perder el equilibrio.
—Maldito vestido —refunfuñé, intentando remangarlo mejor.
Conduje a Aryes hasta el paseo que rodeaba la Neria y desde el que se veía toda la parte este de Ató, con el río y sus casas, entre las cuales, el Ciervo alado. El paseo estaba bastante lleno de gente. Muchos se habían instalado para los fuegos artificiales. Agradecí la oscuridad de la noche porque no tenía precisamente un aspecto muy elegante. Durante todo el camino, estuve gruñendo contra el vestido y contra Wigy y Aryes sacudía la cabeza sin decir nada.
Encontramos un lugar, junto a la balaustrada, bastante alejado de oídos indiscretos y me paré ahí, apoyándome encima de la baranda. Durante unos instantes, contemplamos las estrellas, en silencio. Yo empezaba a tener frío, con mi vestido mojado, y me recorrían escalofríos de cuando en cuando.
—Bueno, ¿qué tenías que decirme? —preguntó Aryes.
Miré a mi alrededor y bajé la voz.
—Zaix me dijo que un tal Kwayat, un demonio, llegaría dentro de poco. No sé muy bien por qué me envía a uno de sus sirvientes, pero ¿y si éste sabe cómo anular mi transformación? —Hice una pausa, y me giré hacia él—. ¿Qué dices?
Aryes no contestó de inmediato. Con la mirada perdida en la lejanía, parecía estar meditando seriamente lo que acababa de decirle. Al cabo, soltó una risa sofocada.
—No sé cómo te las arreglas para no explotar —me confesó—. Esto es una locura.
Le devolví la sonrisa y me mordí el labio, molesta.
—Tengo que ir en su busca —decidí, y fruncí el ceño, recordando un detalle—. ¿Qué hago con… el vestido?
Aryes enarcó una ceja.
—¿Me lo preguntas a mí?
—Bueno… Tengo que lavarlo —expliqué—, antes de…
Callé, confundida.
—¿Antes de hablar con Kwayat? —sugirió Aryes.
Alcé la cabeza, intentando centrarme en el presente.
—No —repliqué—, antes de que lo vea Wigy.
Aryes sonrió.
—Ya veo. Así que… te da más miedo Wigy que un demonio. Eso es… totalmente normal.
—Sí —contesté con naturalidad—. Iré al río y lo lavaré —decidí.
Advertí la cara de sorpresa de Aryes.
—¿Ahora?
—Es un buen momento para ir a lavarlo. Wigy ni se enterará. ¿Qué pensabas? ¿Que iba a esperar a los fuegos artificiales y a la traca final? —solté, dirigiéndome hacia unas escaleras.
Syu apareció deslizándose rápidamente sobre la baranda.
“Yo voy a ver cómo le va a Frundis”, declaró.
Asentí con la cabeza y me despedí del mono. En ese momento, Aryes me alcanzó.
—Shaedra, realmente creo que exageras. Wigy no es ningún monstruo. Sólo tienes que volver a la taberna, cambiarte de ropa y luego podemos ir a buscar a ese tal Kwayat, ¿no te parece un plan más apropiado?
Me inmovilicé en el último peldaño de las escaleras, lo consideré y negué con la cabeza.
—Wigy no es ningún monstruo —concedí—, pero si sabe lo que le ha ocurrido a mi vestido, pensará otra vez que me he vuelto tan salvaje como siempre y que nunca aprenderé…
Callé, dándome cuenta de lo que estaba diciendo. Jamás había pensado que la opinión de Wigy me pudiera afectar tanto. Me giré hacia Aryes, sonrojándome.
—Una… ¿salvaje? —repitió Aryes, con evidente sorpresa.
Asentí con la cabeza y desvié la mirada.
—Bueno, ya sabes lo que opinan algunos sobre los ternians… —como Aryes negaba con la cabeza, suspiré—. ¿De veras nunca has oído hablar de la reputación de incivilizados que tienen los ternians? Hoy, Wigy parecía haber olvidado su sempiterno sermón sobre mi… esto, mis tendencias poco civilizadas. Aún no acabo de entender lo que significa su concepto de civilización —confesé, pensativa—, pero no quiero estropearle la fiesta, y sé que si ve este estropicio…
—Pues vaya —soltó Aryes—. Wigy sí que tiene sus manías. Yo, desde luego, no me deprimiría porque mi hermana pequeña haya vuelto con su vestido embarrado. Al fin y al cabo, un poco de barro no mata a nadie.
Carraspeé ruidosamente y en ese instante apareció Lénisu que se dirigía hacia las escaleras. Caminaba bastante recto y no parecía haber bebido mucho. Aun así, parecía estar un poco en la luna.
—¡Demonios! ¿Qué tal os va la fiesta, jóvenes? —preguntó, al vernos.
—Bien —contestó Aryes.
Yo asentí, esperando a que mi tío comentase algo de mi aspecto, pero no lo hizo, de modo que empecé a dudar de si realmente estaba muy consciente de sí mismo. Cuando ponía ya el pie sobre el primer peldaño, se giró y soltó:
—Lo olvidaba. Aryes, espero que le cuides a Shaedra tal como prometiste hace unos meses. Y tú, Shaedra, manténte tranquila, como sueles, ¿eh?
Lo observé que se alejaba y al cabo agité la cabeza.
—Me da la impresión de que Lénisu no está del todo sobrio, ¿no crees?
Aryes hizo una mueca pero no contestó.
Finalmente, como Aryes quería ayudarme, le mandé a la taberna a coger una túnica mía sin que se enterase Kirlens y yo seguí por entre los árboles, hasta el río. Todo estaba muy oscuro y de cuando en cuando me veía obligada a utilizar las armonías para iluminar un poco el suelo que pisaba. Oí la carrera de algún conejo y el sonido chirriante de una lechuza. Casi había olvidado cómo sonaba el bosque nocturno sin la música de Frundis y la conversación de Syu. Era más inquietante, desde luego.
Llegué al río. El Trueno bajaba impetuoso y sus aguas atronadoras se arremolinaban en torbellinos de oscuridad. Busqué un lugar en donde podría limpiar el vestido. Hubiera elegido Roca Grande, si no hubiera quedado al sur del puente destruido, pero en el caso presente tuve que contentarme con un pequeño hueco en el que las aguas parecían menos turbulentas. Sin más dilaciones, me quité el vestido, quedándome con un camisón blanco realmente poco conveniente para el frío que hacía. Estuve frotando el vestido con las manos, sin sacar las garras por supuesto, durante una buena media hora. En un momento, empecé a oler un perfume de rosas bastante agradable. Cuando me pareció que el vestido estaba bastante limpio y remojado, oí un ruido detrás de mí y me giré bruscamente, alerta.
En la oscuridad de la noche, alcancé a ver la alta silueta de Kwayat, vestida de una larga túnica negra. Se había quitado la capucha, y pude ver, aunque mal, su rostro liso y delgado y sus mechones largos y pálidos que le caían sobre los hombros y la frente. Y detrás de él, estaba Aryes, boquiabierto, con en las manos una túnica y unos pantalones. Él era el que había soltado algo parecido a un gruñido gutural de sorpresa. Pero entonces… ¿cuánto tiempo llevaba Kwayat observándome? Pensé en el olor a rosas y empecé a calcular mentalmente.
—¡Shaedra! —dijo Aryes, sin moverse—. ¿No me digas que ese tipo es…?
Asentí con la cabeza.
—Creo que sí —contesté—. Aunque, por el momento no se ha presentado. Pero supongo que es Kwayat, porque si no, ¿qué razón tendría de estar persiguiéndome de esta forma?
Podría ser un Hullinrot, me dijo una vocecita en mi cabeza. Un sentimiento de terror indecible me invadió. ¿Y si no era Kwayat?, me dije, agrandando los ojos. ¿Y si era efectivamente un Hullinrot y quería hacer algún experimento para cogerme la parte de la filacteria de Jaixel? ¡Qué tonta había sido alejándome de la población de esta manera!, me recriminé, furiosa.
Pero antes de que pudiera maldecirme más, el presunto Kwayat habló, casi sin mover los labios.
—No te has equivocado. Soy Kwayat —se presentó—. Y he venido a enseñar a un nuevo aprendiz de Zaix lo que necesita saber antes de que empiece a transformarse y perder el control delante de los saijits.
Giró levemente la cabeza hacia Aryes y, mientras éste lo contemplaba con cara de espanto, añadió:
—Ningún saijit debería saber quién soy.
Entendí el peligro demasiado tarde: Kwayat levantó una mano y realizó un signo con los dedos. Aryes soltó un grito ahogado, perdió el equilibrio y se desplomó en el suelo, con los ojos como agrandados por la sorpresa.
—¡Aryes! —susurré, sin aliento.
Me abalancé hacia el demonio, con las garras sacadas, desbordando de ira. ¿Qué le había hecho a Aryes ese demonio maldito? Lo golpeé de frente, tirándolo al suelo, o al menos eso era lo que había pretendido hacer. Sin embargo, Kwayat, pese a su delgadez, era más fuerte de lo que parecía. Se tambaleó pero recuperó su equilibrio, apartó mis dos manos y mis garras de su cara y me tiró al suelo.
Su mirada soltaba chispas de cólera.
—Jamás le ataca un aprendiz a su instructor.
—No necesito un instructor que mata a mis amigos —escupí, levantándome a medias.
Aryes había recuperado su aspecto normal aunque seguía arrodillado, respirando entrecortadamente. Me precipité hacia él, con la convicción de que jamás debería haberle pedido que me acompañase. Aryes, sin embargo, me sonrió débilmente.
—Estoy bien —me aseguró.
En ese momento me hubiera gustado saber qué significaba «estar bien» para Aryes cuando tenía la cara tan pálida como la muerte y cada respiración le sonaba ronca.
—No lo estaba matando —contestó Kwayat, tras un silencio—. Pretendía hacerle olvidar este encuentro mediante un choque. Era una buena manera de ganar tiempo para decidir qué voy a hacer con él.
—¡¿Qué?! —exclamé, airada.
—Debes entenderlo —dijo él, sin perder la calma—. Tu amigo es un saijit. No puedes hablarle de demonios a un saijit. Es de lo más irresponsable.
—¿Ah, sí? —repliqué—. ¿Y supongo que pegarle un porrazo energético a alguien es prueba de responsabilidad?
—Deberías hablar con más respeto. Y deberías conocer las restricciones que todo demonio debe cumplir. Existen algunas cosas que un demonio con sentido común nunca haría, por ejemplo hablarle a un saijit de mí y, encima, dándole mi nombre. Es un comportamiento insultante —explicó tranquilamente.
—Para tu información, yo también soy una saijit —le repliqué—. Esas restricciones son ridículas. Aryes sólo pretendía ayudarme.
—Está bien. Si piensas que ese saijit nunca dirá nada sobre nosotros, adelante, déjalo marchar —razonó—. Lo dejo bajo tu responsabilidad. Si se extiende el rumor de que hay demonios en esta ciudad, no me quedará más remedio que mataros a ambos.
Sin atreverme a mirar a Aryes, y temblando de miedo, vi que Kwayat volvía a centrar su consciencia y su energía y volvía a levantar la mano.
—Tú decides —añadió.
Me levanté de un bote y me interpuse entre Aryes y el demonio.
—¡Decidido! —solté precipitadamente—. Aryes no hablará de esto con nadie más que yo, te doy mi palabra de honor. Pero no vuelvas a hacer eso de la mano…
Kwayat dejó caer la mano y por primera vez me pareció ver aparecer en su rostro una débil sonrisa.
—Como quieras. Pero te diré una cosa: confiar en alguien es fácil, pero no es siempre una elección acertada. Conocí a alguien que murió por confiar demasiado. Es mejor no deber nada a nadie. Y ahora, si no es mucho pedirte, ¿podrías vestirte con esa túnica? Estás temblando como una hoja.
No solamente temblaba de frío, pero aun así me giré hacia Aryes, le cogí la túnica de las manos y me la puse, así como los pantalones. Fue entonces cuando me percaté de un detalle que me dejó paralizada durante un segundo.
Solté un grito y eché a correr hacia el río.
—¡El vestido! —exclamé. Lo busqué por las agitadas aguas, pero todo fue inútil. Rebusqué en cada rama y raíz de la orilla, sin resultado. Me cogí el rostro con las dos manos, horrorizada—. Wigy, ¿podrás perdonarme?
Kwayat me miraba con una expresión impasible, casi aburrida, mientras Aryes echaba una ojeada a un arbusto, buscando el vestido, sin dejar de mirar de reojo al demonio por pura precaución. Yo, si hubiese sido él, me habría alejado de Kwayat tanto como me hubiera sido posible, pero al parecer Aryes era más valiente que yo. Un año atrás, jamás habría pensado que Aryes sería capaz de ser valiente, pero ahora las cosas habían cambiado y empezaba a conocer realmente a Aryes.
—Está bien —solté, girándome hacia Kwayat—. Adiós vestido. —Hice una pausa y me acerqué con precaución—. Así que… ¿tú serás mi instructor?
Kwayat inclinó la cabeza.
—Así es. Soy instructor. Me he ocupado de muchos demonios jóvenes aunque son pocos los demonios que he instruido y que no sabían hasta ese punto nada de nuestro mundo.
Enarqué una ceja.
—Así que os consideráis un mundo aparte, ¿eh?
El rostro inmutable de Kwayat me ponía algo nerviosa pero no podía dejar de mirarlo fijamente. Aryes se acercó a mí y agradecí su presencia: estar sola hablando con un demonio tan poco acogedor como Kwayat no era precisamente una buena idea.
—Los demonios tenemos una manera de pensar muy diferente de la de los saijits —explicó Kwayat en voz baja—. Somos saijits y al mismo tiempo hemos dejado de serlo. Antaño, los demonios no se escondían. Vivían con los saijits, pero los persiguieron hasta matarlos, uno a uno, y desde entonces, vivimos aparte, y procuramos mantenernos lejos de los conflictos de los saijits.
—Espera un momento —dije, confundida—. ¿Quieres decir que los demonios, a pesar de ser saijits, no lo son del todo? Eso no lo acabo de entender. Yo soy ternian, no puedo ser otra cosa.
Kwayat se cruzó de brazos y caminó hasta quedarse a un metro de nosotros. Sus ojos eran de un azul magnífico. Y su rostro era muy joven, ¿cómo podía haber tenido tiempo de instruir a tanta gente, como decía?, me pregunté, frunciendo el ceño.
—Naturalmente que eres una ternian, los demonios no tienen nada que ver con las razas. Hay muchos tipos de demonios —explicó—. Los hay que guardan su forma de demonio para siempre, los táhmars, aunque la mayoría sabe adoptar su forma saijit. Algunos son más demonios que saijits, y otros más saijits que demonios.
—Oh, así que hay niveles de endemoniamiento —soltó Aryes. Parecía que estaba bromeando, pero cuando me giré hacia él parecía totalmente serio.
—Mm —carraspeó Kwayat, contemplándolo de hito en hito—. Supongo que tu interés por los demonios se debe a que te quieres convertir en uno de los nuestros, ¿me equivoco?
—Absolutamente —contestó Aryes.
—Absolutamente, ¿qué? —repliqué yo, alarmada—. ¿Qué estás diciendo, Aryes?
Él se contentó con sonreír, sin dejar de mirar a Kwayat a los ojos.
—Se equivoca absolutamente, he querido decir —añadió—. Aunque si resulta que un demonio tiene más ventajas que inconvenientes, puede que me decida.
Kwayat lo observó un momento en silencio y luego soltó una carcajada, se dio la vuelta, dio unos pasos de baile sin parar de reír, nos dio la espalda, inspiró hondo y luego se giró otra vez hacia nosotros con una expresión impertérrita.
—Si te convirtieran en demonio podrías hacer de bufón de la corte —soltó.
Enarqué una ceja y sonreí anchamente.
—Habitualmente esas frases me las dirigen a mí —me justifiqué, al ver que Aryes me miraba con el ceño fruncido.
En ese momento, una luz fulgurante surgió de la nada y subió hasta el cielo oscuro produciendo una explosión estruendosa. ¡Eran los fuegos artificiales!, entendí. Me había olvidado completamente de la Fiesta de Primavera.
—Creo que será mejor dejar esta conversación para más tarde —declaró Kwayat—. Volveré mañana.
Antes de que tuviésemos tiempo de decirle nada, nos dio la espalda y desapareció entre los árboles. Lo observamos irse, pensativos.
—Vaya —dije—. Es una persona bastante especial, ¿no te parece?
—Debe de ser un hijo de buena familia —afirmó Aryes.
Sonreí a medias.
—Así que, para ti, un demonio tiene por definición un baúl lleno de kétalos, ¿no?
Aryes asintió y vaciló.
—Tal vez no. Pero seguro que algunos son muy ricos. ¿Has visto el collar que llevaba debajo de la capa? Parecía hecho con gemas. Y… a su alrededor había como… flujos de energía. Como si estuviese cubierto de mágaras por todas partes. ¿No te has fijado?
Negué con la cabeza.
—La verdad es que no. Yo sólo me he fijado en que olía a rosas.
Aryes me miró con extrañeza y se encogió de hombros.
—Me ha parecido un tipo poco simpático.
—No me digas, ¿qué clase de persona simpática atacaría a la gente sólo porque ha oído algo que se supone que no debía oír? —pregunté—. Pero… ¿qué te ha hecho exactamente?
Aryes se encogió de hombros otra vez.
—Nada. Sólo ha intentado forzar la entrada en mi mente para aturdirme. Jamás he sentido tanta energía junta. Y jamás me he sentido tan… atacado. Es un método innoble.
Resoplé.
—Los demonios no tienen fama de ser muy nobles —solté—. Aunque… la verdad no entiendo por qué tienen tan mala fama. Algunos saijits son todavía más execrables que Kwayat. Es más, Kwayat parece haber aceptado mi promesa con mucha facilidad.
—Sí —carraspeó él, con escepticismo—. Pero eso significa también que él no dudará en actuar si faltamos a nuestra promesa, nos mataría sin pestañear. Esa es la impresión que tengo.
Me estremecí, pero asentí con la cabeza.
—Tienes razón. Así que será mejor no pronunciar la palabra demonio en nuestras conversaciones. Acabaríamos metiendo la pata.
—Prometo no decir ni una palabra sobre demonios —dijo Aryes, llevando dos dedos a su frente—. Y tú prométeme que no le dirás nunca a mi hermana que le he robado su túnica verde.
—¿Qué? —exclamé, bajando la mirada hacia la túnica que llevaba puesta—. Esta túnica… ¿es de tu hermana? ¿Pero por qué no has cogido una mía?
—Pues… como me dijiste que entrara por la ventana, subí por el tejado, pero la ventana estaba cerrada con un sortilegio así que, en vez de perder el tiempo deshaciéndolo, fui a mi casa y cogí lo primero que vi. Por suerte mi hermana y tú tenéis casi la misma talla.
Sacudí la cabeza, sonrojándome.
—Bueno… creo que será mejor devolver esta túnica de donde la cogiste.
Aryes asintió y emprendimos el camino de regreso.
—Nos estamos perdiendo los fuegos artificiales —comentó Aryes, de pasada.
—De todas formas, son como todos los años, ruidosos y alargados —repliqué—. Y la bronca que me va a echar Wigy por lo del vestido va a ser igualita a los fuegos, ya lo verás.
Estabamos saliendo del bosque cuando, de pronto, me paré en seco.
—¿Has dicho que mi ventana estaba cerrada con un sortilegio? —dije, sintiendo que mi corazón latía más aprisa.
—Ajá…
—¡Drakvian! —le interrumpí, con una gran sonrisa en el rostro—. ¡Ha vuelto!
Aryes agrandó los ojos, estupefacto.
—Vaya, no se me había ocurrido esa posibilidad —reconoció.
—Siempre me hace eso, a veces lo hace para divertirse y otras veces porque necesita mi ayuda. Espero que no esté enferma otra vez… —solté, recordando las noches en vela que había pasado escuchando sus conversaciones delirantes con Cielo, su amada daga.
—Quizá se haya bebido la sangre de todo un rebaño de vacas y ahora esté con un atracón monstruo —sugirió pensativamente Aryes.
—O bien ha vuelto con un mensaje de Márevor Helith —reflexioné—. Aunque eso no impide lo del atracón. Realmente, si está enferma otra vez, le pongo una venda en la boca.
Aryes rió.
—Me gustaría verte intentando ponerle una venda a una vampira. Yo que tú no me acercaría mucho a sus colmillos.
Sonreí.
—Los miroles tienen dientes más terribles —dije al cabo de un silencio—. No entiendo por qué los vampiros tienen peor fama que los miroles.
—Bueno, los miroles no es que tengan muy buena fama —replicó Aryes—. Pero hay una diferencia bastante notable entre ambos: si un mirol no come durante varias semanas, se muere, cosa que no ocurre con un vampiro. Leí una vez en un libro que eran capaces de sobrevivir mucho tiempo sin beber.
Ahí no me quedó otra que darle la razón. La verdad era que tenía que ser curioso ser un vampiro, pensé. Al menos no se tenían que preocupar mucho por los víveres y esas cosas. Sumida en mis pensamientos, no advertí que llegábamos ya junto a la taberna hasta que Aryes se detuvo, en el patio de los soredrips.
—Te espero aquí —me dijo.
Asentí y entré en el Ciervo alado; saludé a Kirlens y advertí que la taberna estaba a rebosar de clientes pero que Wigy aún no había vuelto; subí hasta mi cuarto, me cambié de ropa, deshice el sortilegio y volví a bajar por los tejados, hasta la calle.
Aryes estaba arrimado contra la barrera del establo colindante a la taberna y me acerqué silenciosamente con una sonrisa maligna en el rostro.
—¡Bú! —exclamé, deshaciendo de repente todos mis sortilegios armónicos de sigilo.
Aryes pegó un respingo y se tambaleó, con la boca abierta por el susto.
—A quién se le ocurre —refunfuñó.
—Aquí está la ropa —le dije, tendiéndole la túnica y el pantalón correctamente plegados como me había enseñado Wigy.
Aryes cargó con ellos, limitándose a asentir con la cabeza. Pareció entonces que quería añadir algo pero como tardaba en decirlo, enarqué una ceja.
—¿Vas a volver a casa ya? —pregunté.
—Uf, sí, pero me temo que no podré dormir, de todas formas. Todos están cantando por las calles. Los días de fiesta no son precisamente los más tranquilos.
—No —reconocí, percatándome del bullicio de Ató.
—Quería… preguntarte algo —dijo de pronto Aryes—. Sé que te he prometido no hablarte de demonios pero… me gustaría saber si Aleria y Akín saben lo de…
Calló pero entendí lo que quería decir y negué con la cabeza.
—No, no saben nada de todo eso. Es que… tengo mis razones —dije, pensando en la marca de la Sreda y la historia de Aleria. Si Aleria me veía transformada, reconocería la Sreda y prefería no pensar en lo que pasaría entonces.
Aryes, sin comentar ni un momento mi decisión de silenciar la historia de la poción de Seyrum y de los demonios, soltó alegremente:
—¡Bueno! Será mejor que devuelva esto a mi hermana antes de que se dé cuenta. Buenas noches, Shaedra.
Se fue y yo volví a mi cuarto preguntándome si aquella noche podría salir sin que me viera nadie, con Frundis y Syu, para ir en busca de Drakvian. Porque, en algún lugar recóndito de mi mente, me preocupaba que algo malo le hubiera ocurrido.