Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

3 Dormidora

No paró de llover durante toda la semana y el Trueno había empezado a destrozarlo todo en sus riberas. Y un día, se llevó el puente.

Fue un acontecimiento memorable, porque aquel puente llevaba en su sitio desde hacía casi cincuenta años. Pero la fuerza del agua había acabado por llevárselo por delante. Esto separó Ató en dos, y los habitantes de la otra orilla, que eran granjeros y pastores los más, se quedaron totalmente aislados. En los días siguientes, sin embargo, el Trueno se tranquilizó y dejó de llover para empezar a nevar. Al principio, la nieve no cuajaba, pero al de una semana, se enfrió mucho el ambiente y la tierra se quedó cubierta de escarcha. Los tejados y los árboles se iban vistiendo de blanco y una mañana, cuando desperté, vi que el tejado junto a mi ventana estaba totalmente nevado y hacía un día radiante. En la taberna, Kirlens silbaba con alegría, Wigy estaba menos habladora y más sonriente, Taroshi menos pesado. Al dirigirme hacia la Pagoda Azul, vi a la gente salir a la calle, arropados bajo varias capas, disfrutando del sol por primera vez desde hacía semanas. Lisdren me saludó con más ánimo y cuando me crucé con Nart, este me tiró una bola de nieve. Yo repliqué y fuimos tirándonos bolas de nieve cada vez más grandes hasta que acabamos hundidos y riéndonos a carcajadas. Recordé entonces que tenía que ir a la Pagoda Azul y me puse a correr a toda prisa, mientras Nart se dirigía tranquilamente al lugar de encuentro con su maestro y sus amigos, que habían decidido ayudar para reconstruir el puente.

Llegué tarde a la Pagoda, y oí desde lejos el gruñido de Aleria al aproximarme. El maestro Áynorin, por su parte, me contempló con una sonrisa divertida.

—Veo que has recibido más bolas de nieve que yo. Y eso que no creo que te hayan despertado con una bola de nieve como a mí. Es un despertar muy brusco —añadió con aire falsamente quejumbroso.

Nos reímos todos.

—¡Sigamos el ejemplo de Sarpi! —exclamó Laya.

El maestro Áynorin la amenazó con el dedo.

—Ni se te ocurra. Ahora, volvamos a nuestra lección. Shaedra, siéntate y no interrumpas.

Obediente, me senté y escuché la lección de Áynorin con interés. Aquel día, hablaba de la nobleza en las Repúblicas del Fuego y de las distintas fórmulas de cortesía que existían ahí. No tenían nada que ver con las de Ató. Sin ser casi nulas como era el caso de las Comunidades de Éshingra, eran menos gestuales y mucho más ampulosas que en Ajensoldra. Por ejemplo, para agradecer algo a un noble con título de zaldino, había que decir algo como «Beso los pies de su excelencia y de su ilustrísima familia por tan alta generosidad». Y nos reímos mucho imaginándonos al noble quitándose las botas para permitir a los demás que le besasen los pies. Al maestro Áynorin le costó un buen rato parar de reír y reconoció que nunca se había imaginado una escena tan graciosa.

A veces, las fórmulas eran muy altisonantes, como era el caso cuando uno quería despedirse de una dama casada de alto rango: «Que los dioses acompañen al esposo y a la preciosísima señora su merced». Yori provocó una polémica al decir que esa frase era de mal gusto porque llamar preciosa a una dama era indecoroso y podía suscitar celos. El maestro Áynorin puso los ojos en blanco al oírlo pero Marelta enseguida se apuntó para decir que por qué no se podía hacer halagos a alguien que estuviera casado. Yori y Marelta empezaron a reñir y el maestro Áynorin impuso silencio.

—Vamos a ver, «preciosísima» se refiere al hecho de que es ilustre, una mujer principal, como se decía antiguamente. —Hizo una pausa—. ¿Entendéis?

Asentimos en silencio y el maestro Áynorin pasó a hablar de la política de las Repúblicas del Fuego, haciéndonos preguntas sobre lo que sabíamos ya. Aleria, en cuestión de política, no sabía mucho más que los demás y resultó que quien más sabía del tema era Marelta. Curiosa inclinación.

Permanecer sentado durante varias horas en la Pagoda Azul no era buena idea: el frío se infiltraba poco a poco en el cuerpo y lo paralizaba. De modo que Áynorin alternaba las lecciones teóricas con carreras, luchas de agilidad o de fuerza, saltos y gimnasia. A pesar de que el maestro Áynorin fuese mucho más joven que el maestro Jarp, este último era mucho más ágil, pero Áynorin explicaba mejor la teoría y, en fin, ambos maestros eran muy distintos. Yo, personalmente, prefería de lejos al maestro Áynorin. Pero pensé sonriendo que Wigy no habría opinado lo mismo seguramente ya que le gustaba tanto la disciplina.

Aquella noche, me transformé y salí con Syu y Frundis para dar un paseo. Hacía frío, pero al menos no nevaba y se veían las estrellas muy nítidas en el cielo negro. Abrí la ventana, o al menos lo intenté, pero vi que, como meses atrás, un sortilegio impedía abrirla.

—Drakvian —mascullé, suspirando. Y entonces agrandé los ojos. ¡Drakvian! ¡Había vuelto!

Dado que estaba transformada, no podía deshacer el sortilegio: nada de lo que me habían enseñado me permitía controlar las energías en ese estado. Era como si, teniendo dos piernas, supiera moverlas pero no pudiera. Controlar mis energías en esas condiciones era imposible. Hasta mi jaipú era distinto.

De modo que salí de mi cuarto por la puerta, bajé las escaleras muy silenciosamente y salí corriendo por el patio donde se alzaban los soredrips deshojados. Un cuarto de hora después, estaba andando en el bosque. Syu tiritaba, y le invité a que se cubriera debajo de la capa.

“Los gawalts nunca pasan frío”, dijo Syu, castañeteando. “No suelen ver tanta nieve…”

“Serán los gawalts que tú has conocido”, le repliqué. “Los que viven en las Hordas ven nieve durante meses.”

“Pues esos no son los de mi pueblo”, dijo él simplemente.

Puse cara pensativa.

“Debería hacerte una capa, una buena, fina pero caliente, ¿qué te parece?”

A Syu se le iluminó la mirada.

“¿De veras? ¡Bien! Si me haces una capa verde, me quito el pañuelo verde.”

Le cogí la cola.

“Trato hecho”, contesté.

“¡Ey! No juegues con mi cola”, protestó.

Me reí y me giré hacia Frundis al advertir que había dejado de cantar.

“¿Qué ocurre, Frundis?”

“Que a mí ya me gustaría tener una capa también”, masculló, tan bajo que me costó entenderle.

“¿Tú? Pero… En un bastón quedaría raro.”

Oí el largo suspiro de Frundis.

“Lo sé. A veces lamento no tener dos piernas y dos brazos. Aunque no me suele pasar a menudo”, añadió con sinceridad.

Sonreí, al advertir su cambio de humor.

“¿Qué tal si nos cantas El libro de las tres princesas de Snorindia? Hace tiempo que no la oímos.”

Frundis protestó, Syu y yo insistimos y el músico, humildemente, se inclinó ante su público.

“Que así sea.” Carraspeó. “El libro de las tres princesas de Snorindia. Versión completa”, advirtió, con tono de cuentacuentos.

La versión completa tenía más de seiscientos versos y el mono y yo nos preparamos para oírla. Hicimos una carrera, luego me até a Frundis a la espalda con una cuerda y subimos a los árboles. Nos pasamos así más de una hora, repitiendo los versos cantados de Frundis alegremente. Algunos fragmentos ya me los sabía de memoria y cantaba a coro con Frundis. Durante todo ese rato, no sentí el frío porque no paraba de moverme y, además, tenía la impresión de que al transformarme, me afectaban menos los cambios de temperatura.

Frundis terminó, yo pronuncié la última palabra, Syu emitió una pequeña melodía gutural como toque final y alguien, en algún sitio, aplaudió. Me quedé paralizada y, encaramada a una rama, miré hacia abajo. Divisé una sombra inmóvil, sobre la nieve. La silueta me era familiar… Con una sonrisa, me dejé caer al suelo y solté:

—¡Drakvian! Me alegro de verte.

La joven vampira se quitó la capucha y dejó al descubierto sus tirabuzones verdes y su piel tan pálida como la nieve. Enseñó sus colmillos afilados.

—Buenos días, Shaedra. Con esa canción quizá logres cazar a algún ciervo. Andan escasos últimamente.

Su voz estaba como rígida y sus ojos velados, como si no estuviese del todo despierta. Fruncí el ceño, extrañada.

—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? —pregunté, curiosa.

—No he hecho gran cosa. Me he pasado todo el tiempo rondando por esta zona —contestó.

Su voz no tenía ese deje de humor que solía tener y empezaba a preguntarme si se encontraba bien o si de repente le habían entrado ganas de beber sangre saijit. Tragué saliva y carraspeé.

—Así que… ¿no te has movido de aquí? Eso explica por qué los cazadores encontraron animales muertos desangrados… Creía que Márevor Helith te habría mandado hacer otra cosa.

Esta vez Drakvian se agitó, mostrando cierto enfado.

—Márevor Helith no me dice lo que tengo que hacer.

La miré, dubitativa, pero me encogí de hombros.

—¿Por qué has cerrado la ventana de mi cuarto otra vez? —pregunté entonces, como ella no añadía nada.

Drakvian tendió una mano y se arrimó a un árbol con movimientos rígidos.

—Quería… que vinieses a verme. Necesito… tu ayuda.

Su tono entrecortado me alarmó más que su aspecto, que aparte de su rigidez inhabitual seguía tan pálido y vampírico como siempre. Me precipité para sostenerla y darle apoyo.

—¿Te… te ocurre algo, Drakvian? —me preocupé.

Sus mechas verdes se movieron cuando agitó la cabeza.

—Francamente, estoy fatal —reconoció, sentándose en el suelo nevado—. Tengo frío. Y estoy cansada y siento que me mareo… creo que estoy enferma.

Agrandando los ojos, levanté la mano y le toqué la frente. Estaba tibia. Reflexionando un poco y recordando que la vampira solía tener una piel más bien fría empecé a preocuparme seriamente.

—¡Enferma! —solté, incrédula—. ¿Qué… cómo? Creía que los vampiros no podían…

—Únicamente cuando se bebe demasiada sangre —me cortó débilmente la vampira—. Creo… que me he pasado con la comida y me siento demasiado enérgica. Soy una estúpida. ¿Cuántas veces habré leído que un vampiro demasiado saciado se vuelve vulnerable al frío y a la enfermedad? Mrgrm —gruñó, malhumorada y desalentada.

—Ánimo —le dije levantándome y tendiéndole la mano—. No puedes seguir sentada aquí, en la nieve. Volvamos a casa. Lo mejor contra la enfermedad es el descanso.

La vampira no protestó pero pasó de cogerme la mano para levantarse. Mis palabras parecían haberla animado y volvimos a mi cuarto rápidamente y sin que nos viese nadie. Intenté no pensar en qué pasaría si un guardia me veía a mí y en compañía de una vampira. La historia hubiera acabado muy mal seguramente. En Ató, los vampiros no se consideraban muy diferentes a los nakrús, si acaso menos peligrosos. Drakvian tenía que ser muy buena para ocultarse tan bien durante tanto tiempo y tan cerca de los saijits.

Drakvian aseguró que era capaz de deshacer su sortilegio de cierre en mi ventana así que subimos por los tejados, lo cual no era muy prudente porque los tejados estaban cubiertos de nieve y era difícil no dejar huellas. Intenté borrar un poco el rastro, pero incluso lo empeoraba, de modo que confiamos en que se pondría a nevar y nos metimos en mi cuarto. No hacía tanto calor como en la cocina, de día, pero al menos no sentíamos ni el viento helado ni la nieve debajo de nosotras.

Corrí la cortina malva hasta tapar del todo la ventana y encendí la lámpara para iluminar el cuarto sombrío.

—Quítate esa ropa y métete en la cama —le aconsejé.

La vampira, cuyos ojos habían ido cerrándose por el cansancio, se sobresaltó.

—¿Qué? ¿Quitarme la ropa? ¡Ni hablar! —se negó, agarrando su capa como si alguien quisiera robársela.

Enarqué una ceja, paciente.

—Tu capa está hundida. La colgaré en esa cuerda, para que se seque. Mira, te daré una de mis túnicas. —Como ella negaba con la cabeza, me impacienté—. ¿No irás a llevar toda esa nieve dentro de mi cama? Luego le saldrá moho al colchón, y todo porque no habrás querido aceptar mi ayuda —argumenté—. ¿Querías que te ayudase, no? Pues deja que te cuide.

Drakvian me miró fijamente durante un buen rato y lentamente asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo con más firmeza.

Mientras yo intentaba mejorar un poco el jergón de Syu y agrandarlo, ella se quitó la capa y se desnudó pudorosamente. Me hizo gracia su timidez porque no pegaba para nada con su carácter burlón y sanguinario. Drakvian giró la cabeza hacia mí y me fulminó con la mirada. Le pasé una de mis túnicas y dije:

—Sobrevivirás a esta gripe, no te preocupes. Y ahora a dormir, ya no puedo más —resoplé—. Es lo malo de transformarse en demonio, en el momento me siento como si pudiera correr durante todo un día y luego me viene el bajón y entonces es cuando empiezo a ser pesimista.

Drakvian se metió en la cama y sonrió. Tenía el cabello verde pegado a su frente sudorosa y blanca.

—Buenas noches, Shaedra.

—Buenas noches, Drakvian —contesté, apagando la luz de la lámpara. Entonces, pensé en que debería haberle propuesto por lo menos un vaso de agua. Justo a tiempo recordé que no bebía más que sangre y volví a cerrar la boca, tumbándome junto a Syu.

Permanecí un rato en silencio. Alcancé a oír un leve zumbido de música apagada y me sorprendí al entender que pese a que no tocara Frundis con la mano, estaba lo suficientemente cerca como para notar su presencia.

—¿Sabes? —dijo la voz de Drakvian, en un suspiro—. Los vampiros somos muy diferentes de los saijits. Cuanto más vivos estamos, más vulnerables somos.

—Cuanto más hábil es un gawalt más probabilidades tiene de caerse de un árbol —cité sabiamente—. Lo único que pasa es que si bebes sangre y la sangre te hace vulnerable como los saijits no puedes quedarte afuera con ese frío que te congela la sangre.

Drakvian espiró largamente.

—Tienes razón. La sangre es mi punto débil. No debí abusar. ¿Sabes por qué los vampiros somos tan pocos? Porque para perpetuarnos, las vampiras tienen que estar durante doce meses enteros alimentándose constantemente y luego al bebé hay que alimentarlo para que crezca. Por eso muchos vampiros no alcanzan su altura máxima hasta pasados los veinte años. A mí aún me queda por crecer un poco.

Soltó una carcajada y empecé a darme cuenta de que estaba delirando. Pero aparentemente Drakvian quería seguir hablando.

—Yo nunca he vivido con vampiros —decía—. Mi madre murió y mi padre estaba demasiado destrozado para ocuparse de mí. Me fui. Aún lo recuerdo, apenas tenía unos meses. Me quedé varias semanas sin beber ni una sola gota de sangre. Debería haber muerto. —Soltó una risita—. Normalmente un bebé siempre necesita un mínimo de sangre para que no se le estropee la mente y no se le congele el crecimiento para siempre. Me salvó una loba que había matado a sus pequeños por estar enferma y no poder alimentarlos. Me alimenté de la sangre de todos y empecé a crecer como una flor de lanka. ¡Ja! Como una flor de lanka —repitió, contenta—. Pero la lanka es venenosa… mejor un avrikul, de esas plantas carnívoras… aunque… ¿no existe ninguna planta vampírica que beba sangre? Me extraña, seguro que existe. —Se rió—. ¡Una planta vampírica! Me gustaría ver eso. Babeando sangre…

Soltó una carcajada. Syu y yo nos miramos, alucinados. Drakvian siguió hablando un buen rato y cada vez tenía menos sentido todo lo que decía. Acabé por entender que no me hablaba a mí, sino a Cielo; y tardé otro buen rato en entender que ese «Cielo» era su daga.

“Entiendo que es tu amiga y tal”, dijo Syu, prudente. “Pero realmente me da miedo dormir tan cerca de… alguien como ella.”

Suspiré.

“Tranquilo. Está enferma. Sólo está delirando. Wigy dijo que a mí también me pasaba. Cuando tienes mucha fiebre, no te das cuenta de lo que dices.”

Syu hizo una mueca de mono.

“Eso no me tranquiliza. ¿Y si de repente le da por beber sangre? ¿Qué pasará si no se da cuenta?”

Me estremecí al pensarlo y luego negué con la cabeza.

“Syu, no digas bobadas. Además, Drakvian está enferma precisamente porque ha bebido demasiada sangre. Y no ataca saijits.”

Syu me miró con sorpresa.

“Yo no soy un saijit”, objetó.

Agrandé los ojos e hice una mueca. Vaya.

“Duérmete”, carraspeé.

Hubo un silencio en la conversación y entretanto Drakvian murmuraba cosas ininteligibles entre las cuales tan sólo reconocí la palabra «rana». Entonces, Syu preguntó:

“¿No te habrás olvidado de mi capa, verdad?”

Sonreí, al acordarme.

“Claro que no. Tengo memoria de dragón, ¿qué te crees?”, le repliqué.

El mono gruñó, incrédulo, pero se contentó con añadir “Una capa verde” antes de sumirse en un sueño tranquilo. Continué oyendo un rato el delirio de Drakvian y poco a poco sentí que la nana de Frundis me iba adormeciendo los sentidos.

Soñé que era una estatua de vidrio que iba cayendo en el cielo y que nunca acababa de encontrar la tierra. Caía infinitamente, pasando nubes, viendo extrañas criaturas y oyendo una música de violines que se insinuaba suavemente en mi sueño.

Desperté al oír tres golpes rápidos contra la puerta. Me levanté de un bote, preguntándome qué hacía sobre un jergón. Tan sólo volví a la realidad cuando vi que Drakvian seguía en mi cama, con los ojos abiertos y moviendo los labios sin emitir ningún sonido.

“Seguramente se ha quedado afónica”, le dije a Syu.

Entonces sonaron otra vez tres toques en la puerta y me petrifiqué. Drakvian… ¡no tenían que verla!

—¿Quién es? —pregunté en voz alta.

—Soy yo, ¡Deria! —contestó una voz detrás de la puerta.

Reconocí la voz pero abrí con precaución.

—¿Deria? —solté, cuando vi que efectivamente era ella—. Pasa.

Cerré detrás de ella rápidamente y Deria, que llevaba entre las manos un lienzo negro con algo dentro, frunció el ceño.

—¿Qué…?

Pero mi gesto de mano la hizo callar y me aparté para que viera a Drakvian. Agrandó los ojos y luego sonrió anchamente.

—¡Drakvian! —exclamó.

—Deria —solté, furiosa pero en voz baja, haciendo gestos para que hablara más bajo—. Es una vampira, ¿recuerdas? Si la gente la ve…

No acabé mi frase, pero mi expresión fue suficiente para que Deria abriera la boca en una gran «o» de comprensión y vergüenza.

—Está enferma —expliqué, más conciliable.

Deria me miró con cara de incredulidad.

—¿Enferma? Pero…

—Sí, eso mismo le dije, un vampiro no está vivo como los saijits, pero cuando bebe demasiada sangre, es como si lo estuviera realmente, ¿entiendes?

Deria se encogió de hombros y fruncí el ceño, mirando el lienzo negro.

—¿Por qué has venido tan temprano? —pregunté.

En ese momento, pareció como si la drayta se olvidara totalmente de la vampira y levantó el lienzo hacia mí con aire teatral.

—Adivina lo que es —me dijo.

Enarqué una ceja interrogante, meneé la cabeza y me giré hacia el mono.

—¿Syu?

Syu inspiró varias veces pero agitó la cabeza.

“Huele a cristal.”

—¿Cristal? —repetí, sorprendida.

Deria asintió, feliz, y destapó el lienzo, enseñando una daga casi transparente. La cogió por la empuñadura y declaró:

—Esta es Dormidora. Me la ha hecho Taetheruilín después de darse cuenta de que este material era único. No es un cristal cualquiera, es cristalevo, viene del Bosque de Mirtran, en los Subterráneos —explicó, con tono importante—. Al menos es lo que han dicho Dol y Taetheruilín. ¿Qué te parece?

Contemplé la hoja cristalina con admiración mientras Deria me miraba, esperando a que dijera algo.

—Es… ¿es la barra de metal que encontramos en las Llanuras de Drenau? —pregunté con cautela.

Deria asintió otra vez, enérgicamente.

—Ajá —contestó—. He guardado en una caja la mayoría de los trozos que han sobrado para hacer la daga.

—¿La mayoría?

—Taetheruilín ha querido quedarse con dos trozos, y Dol con otro. Al parecer, el cristalevo tiene efectos soporíficos ya de por sí. Pero Dol dice que aun así le parece que Dormidora está encantada. ¡La que estoy encantada soy yo! —exclamó, riendo.

Hizo unos cuantos movimientos con la daga y me amenazó con ella. Entonces me fijé que la punta de la daga era redonda y me reí.

—¿Dol te ha prohibido tener una daga puntiaguda? —le dije.

Deria puso los ojos en blanco.

—De todas formas, el cristalevo no corta como cortaría el cristal de los Extradios. Pero necesitaba una empuñadura, y decidí darle esta forma.

Me la tendió y la cogí, teniendo cuidado con no tocar la hoja. Era muy ligera. Pesaba como un tenedor, aunque su hoja era más ancha y larga. A través de la hoja, podía ver el contorno del rostro de Deria.

—¿Has verificado si no perdía los efectos al cambiarla? —le pregunté.

Deria hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Acabo de salir de casa de Taetheruilín. Dol se ha quedado en su casa hablando de no sé qué sobre materiales encantados y yo he venido aquí porque quería enseñártela… Entonces… ¿la pruebo?

—Er… —vacilé—. ¿Qué hora es?

—Las siete y media —contestó ella.

—Será mejor que no empecemos el día dormidas —decidí al fin—. La utilizaremos a la tarde, ¿qué te parece?

Entonces advertí que la mirada de Deria se posaba en un lugar detrás de mí y me giré. Drakvian seguía tumbada pero ahora agitaba una mano, como si estuviese cantando mentalmente. Enseguida entendí en qué estaba pensando Deria y negué con la cabeza decididamente.

—¡Deria! ¿En qué estás pensando?

La drayta se mordió el labio y señaló a Drakvian con la barbilla.

—¿Crees que podríamos utilizar a Dormidora para que Drakvian pueda dormir mejor?

—Os recuerdo que los vampiros no duermen —dijo de pronto Drakvian con una voz grogui.

Me sobresalté.

—¿Drakvian? —dije, con precaución, acercándome a la cama—. ¿Estás… estás aquí?

Por primera vez desde que la había visto enferma, los ojos de la vampira relucieron un poco y me miraron con aire aburrido, dejando entender claramente que consideraba mi pregunta realmente estúpida. Me sonrojé.

—¿Qué tal te encuentras?

Drakvian resopló por toda respuesta. Fruncí el ceño, inquieta. Eso no auguraba nada bueno.

—¿Quieres… quieres que te traiga algo? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Tengo la voz ronca, como si hubiese estado hablando toda la noche.

Agrandé los ojos, muy poco sorprendida, pero no confirmé sus sospechas. Sin embargo, Drakvian debió de entender mi expresión pues suspiró.

—Bueno, espero no haberte aburrido mucho, Shaedra. —Agité la cabeza, para tranquilizarla—. En todo caso, quisiera probar a ver si esa Dormidora funciona sobre mí. Tengo curiosidad por saber si me hace efecto. Quizá pueda recuperarme de esta maldita fiebre más rápidamente.

—¿En serio? —intervino Deria, aproximándose más animadamente—, Shaedra, ¿me devuelves a Dormidora?

Vacilé, pero se la devolví.

—¿Crees que es una buena idea? Quizá el encantamiento se haya deteriorado…

—No tiene nada que ver con que esté encantada o no —me replicó Deria—. Ya te lo he dicho, es un efecto del material, es… energía dársica, según lo que me has enseñado.

—No tiene por qué ser energía dársica —la corregí—, pero no importa, lo que quería decir era que quizá fuera mejor idea, para una primera vez, utilizarla encima de… un ratón o algo por el estilo.

Deria enarcó una ceja.

—¿Como Syu, por ejemplo?

Entorné los ojos, amenazante.

—Como toques un solo pelo de Syu con esa cosa…

—Vale, vale —dijo ella precipitadamente—, era sólo una sugerencia.

Syu y yo seguimos mirándola con expresión poco amigable y ella se giró hacia Drakvian, evitando nuestra mirada. Carraspeó.

—Entonces… ¿quieres probar a Dormidora?

—Ajá —asintió la vampira, observando la daga con curiosidad—. Pero antes, déjame que la examine un poco, ¿quieres?

—Por supuesto.

La vampira estuvo un rato examinando el cristalevo de Dormidora y al cabo, asintió.

—Bonito objeto.

Y sin previo aviso, cogió el filo de la daga con su otra mano. El efecto fue tan inmediato como imprevisto. La vampira se echó a reír con enormes carcajadas, sin dejar de apretar la daga con la mano. Enseñaba sin esconderlos sus dientes afilados y blancos y se veían sus dos pómulos alegremente redondeados que le quitaban un poco el aspecto vampírico tétrico. La contemplé con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Me preguntaba si alguna vez un vampiro se había reído tanto y, al mismo tiempo, me preguntaba si Dormidora tan sólo tenía ese efecto con Drakvian o bien lo tenía con todos.

Mientras yo observaba la escena, Deria retrocedió de un bote, asustada por semejante ataque de risa, pero inmediatamente después trató de arrebatarle la daga a la vampira. Tuvo que forcejear un poco porque Drakvian no quería soltarla pero al fin logró quitársela y retrocedió hasta el muro opuesto, respirando hondo.

—Demonios —murmuró.

Fruncí el ceño al ver que la vampira seguía riéndose, aunque denoté que al menos sus espasmos ya no se acrecentaban.

“Frundis”, dije, cogiendo el bastón, “¿puedes hacerme un favor?”

“¿Mm?”, gruñó.

No parecía muy dispuesto a hacer favores, deduje. Sin embargo, proseguí:

“Cántale a Drakvian una canción tranquila, para serenarla un poco. No sé si es bueno que ría tanto, después de todo sigue estando enferma. Es poco natural que ría una persona cuando está enferma”, razoné.

“Mmpf, está bien”, cedió él. “¿Y qué canción quieres que le cante?”

Sonreí a medias.

“El artista eres tú, no yo. Elige la que mejor convenga.”

Enseguida noté que estaba repasando sus centenares de canciones ordenadas como en una biblioteca. Lo posé junto a Drakvian y me giré hacia Deria.

—Vaya, pues tu Dormidora no parece haberla calmado mucho —comenté.

Deria no podía sonrojarse por su piel negra, pero su expresión denotaba claramente que estaba avergonzada. Solté una carcajada.

—¡Creo que es la primera vez que veo a un vampiro destornillarse de risa! —solté, riendo.

Deria envolvió rápidamente su daga en el lienzo negro, sin decir nada. Adiviné que algo la atormentaba.

—Deria, ¿qué ocurre? No ha pasado nada grave. Sólo está riendo un poco. Eso es bueno…

La drayta, sin embargo, parecía muy desanimada.

—No debí haberle pedido a Dol que me hiciera una daga con la barra de metal. Ahora ni siquiera el nombre que le he puesto tiene lógica. Dormidora —escupió—. Qué estúpida he sido pensando que si le cambiaba la forma no cambiaría sus efectos.

Estaba llorando y, perpleja, le cogí la manga para llamar su atención.

—Deria —pronuncié—, no sirve de nada llorar por un simple cristal. ¡Mil brujas sagradas! Tu Dormidora al menos no ha perdido toda su energía.

La joven drayta se pasó el brazo sobre sus ojos y asintió, reponiéndose.

—Tienes razón —me dijo—. Tendré que cambiarle el nombre —añadió.

—Eso es una idea estupenda. Y ahora, si no es mucha molestia… ¿podrías quedarte aquí y cuidar un poco de Drakvian? Al menos hasta que recobre un poco su serenidad.

Deria asintió, tomándose la misión como algo personal: al fin y al cabo era ella la que había puesto a Drakvian en ese estado. En cuanto a la vampira, se había calmado, pero de vez en cuando soltaba otra vez una carcajada o una risita y parecía totalmente ida.

—Los vampiros no duermen como nosotros —dije, burlona, repitiendo las palabras de Drakvian—, pero pueden estar inconscientes.

—Ella, en particular, es insconsciente —me corrigió Deria—. Ahora que lo pienso, yo nunca me habría atrevido a probar por primera vez un objeto encantado.

Me despedí de ella y me fui corriendo a toda prisa hasta la Pagoda Azul. No había desayunado, pero de eso sólo me di cuenta al llegar ahí. Aquel día, estaba el maestro Jarp y, aunque sólo había llegado unos minutos tarde, él no me lo perdonó tan fácilmente como el maestro Áynorin y me castigó obligándome a asistir al día siguiente a las clases de los nerús de nueve años.

—Si no eres capaz de llegar puntual a mi lección, significa que no te quedaron claras las lecciones de cuando eras nerú. Por tanto, te invito a que mañana te abstengas de venir a esta clase y vayas a retomar los principios básicos de la disciplina junto a los nerús.

Sus palabras me sentaron como una puñalada, pero no me atreví a hacer el mínimo comentario. Para rematar el castigo, Aleria me miró con cara de reproche, Akín puso cara compasiva y Galgarrios me miró boquiabierto. Por su parte, Marelta sonrió, triunfante, Yori enseñó sus dientes de mirol, sorprendido, y Suminaria agitó la cabeza, como si no le sorprendiera nada. Cuando Aryes cruzó mi mirada, sonrió, burlón y, en vez de fulminarle con la mirada, le devolví la sonrisa traviesa. Si el maestro Jarp consideraba que llegar tarde unos minutos a clase era de mala educación y quería mandarme a clases de nerú, ¿qué se le iba a hacer?

Durante las horas siguientes, estuvimos realizando cálculos interminables de los que apenas veía la relación con un sortilegio complicado que, teóricamente, tenía como objetivo acelerar la multiplicación de defensas contra las heridas infectadas. En esos casos, Ozwil era el único que conseguía hacer los cálculos hasta el final y Aleria la única en saber lo que significaba el resultado.

Terminó la clase y salimos todos de la Pagoda Azul. Ozwil salió saltando alegremente, como sólo le ocurría cuando se sentía orgulloso de sí mismo.

—¿Nunca se cansará de esas botas? —comentó Suminaria, mientras los demás salíamos de la Pagoda con más tranquilidad.

—Me extrañaría —repuso Ávend—. Por cierto, ayer me dijo su hermana Klayda que quería invitarte a tomar el té.

—¿Tomar el té? —replicó Suminaria, extrañada.

—Yo sólo transmito el mensaje —replicó él, encogiéndose de hombros—. Pero, por lo que sé, a Klayda sólo le interesan los chismorreos. Así que vete preparándote.

Como siempre, Nandros le esperaba a Suminaria para escoltarla hasta su casa. Era tiyano, como ella, pero no era ningún Ashar. De hecho, según me había contado Suminaria, era huérfano y había sido recogido por la familia Ashar como sirviente y luego como lacayo para acabar siendo guardaespaldas. Tenía sesenta y cuatro años y todo rasgo de juventud había desaparecido de su rostro, pero seguía siendo un hombre apuesto y Suminaria me contó riendo que todas las jóvenes criadas de su casa estaban locas por él. Pero Suminaria, por su parte, estaba harta ya de verlo siempre atento a sus movimientos.

Aquel día, Nandros estaba paseándose en el jardín cubierto de nieve, y me imaginé que debía de estar congelándose. Suminaria soltó un enorme suspiro.

—Hasta mañana —nos dijo.

Y se alejó en compañía de Nandros sin decirle una sola palabra. Yo entendía que estuviese harta de que la siguieran, pero no entendía que no hiciera ningún esfuerzo por hablar con Nandros. Después de todo, él era su guardaespaldas y si se llevase lo suficientemente bien con él, quizá le dejaría más espacio para respirar.

—Hasta mañana a todos —dijo Marelta. Y su mirada, como por inadvertencia, se posó sobre mí y sonrió—. ¡Ah! A todos no, se me olvidaba… la nerú —pronunció con tono sarcástico.

Le enseñé los dientes y Marelta se sobresaltó.

—Tienes… ¡tienes los dientes afilados! —exclamó, con horror.

Agrandé los ojos, sorprendida y mastiqué para comprobarlo. Negué con la cabeza: los dientes estaban como siempre. Bajo las miradas sorprendidas de los demás, Marelta echó a correr hacia la salida del jardín.

—Eso… ¿era alguna broma? —nos preguntó Yori, turbado.

Akín se encogió de hombros.

—Me da a mí que la pobre está perdiendo la cabeza —soltó Aryes, sonriendo anchamente.

Él sabía, o se imaginaba, lo que había pasado. A mí, aún me costaba creerlo. ¿Cómo podía haberme transformado a medias? ¿Cómo era posible que se me hubieran afilado los dientes y de pronto volvieran a ser normales? Percibí la ironía de la frase de Aryes con toda claridad. Marelta, que tanto se complacía en propagar el rumor según el cual Aleria estaba enloqueciendo, acababa de salir corriendo soltando una frase realmente extraña.

Nos despedimos de Salkysso, Kajert, Laya, Revis y Ávend, y con una mirada le pedí a Aryes que no se fuera tan pronto. Aleria enarcó una ceja, segura de que tenía algo que contarles. Cuando estuvimos a salvo de orejas indiscretas, Aleria inquirió:

—¿Y bien? ¿Por qué has llegado tarde a clase? Espero que tengas una buena razón.

Me mordí la lengua, vacilante.

—Bueno… en realidad, se trata de Drakvian —revelé—. Está enferma. Ya sabéis, la vampira —añadí, como ninguno reaccionaba.

Aleria y Akín se detuvieron en seco unánimamente, palideciendo. Aryes, en cambio, frunció el ceño.

—¿Está muy enferma?

—Eeeh —dije, pensativa—. Eso precisamente es lo que no sé. Tiene fiebre. Y está como ida. Y ha hablado sola durante toda la noche. Yo soy bastante inútil reconociendo enfermedades así, a simple vista —les expliqué.

—¿No has intentado utilizar energía esenciática? —intervino Aleria, reponiéndose.

Negué con la cabeza.

—No me atrevo. Drakvian es… especial. Le tiene mucho aprecio a su intimidad.

—Pero… ¿has dicho que ha hablado durante toda la noche? —reflexionó Akín—. ¿Eso significa que…?

—Que está en mi cuarto, sí —asentí. Hubo un silencio—. ¿Qué pasa? —pregunté de pronto, sin entender las caras reservadas de Aleria y Akín.

—Creo que están un poco asustados —contestó Aryes con tranquilidad—. Se les pasará cuando la vean.

—Así que… ¿está en tu cuarto? —dijo Aleria con una vocecita.

—Sí, le dejé la cama, para que descansara mejor —dije con naturalidad—. Esta mañana le he dejado a Deria ocuparse un poco de ella. Ha sufrido una… bueno… un ataque de risa.

Esta vez me miraron los tres juntos con cara interrogante.

—¿Un ataque de risa? —repitieron Aleria y Akín al mismo tiempo.

—Er… sí. Os lo explicaré. —Tomé una inspiración—. Deria vino a mi casa a la mañana con su Dormidora y Drakvian quiso probarla y…

Observé sus expresiones de incomprensión y solté un suspiro cansado.

—Será mejor que la veáis con vuestros propios ojos. Veamos… por la puerta trasera.

Entré por el patio trasero del Ciervo alado y los demás me siguieron. Los soredrips tenían un aspecto tétrico aunque bello con sus ramas desnudas y con tantas curvas. La puerta estaba cerrada desde dentro así que metí la mano en mi bolsillo en busca de mi llave. No la encontré, pero encontré un trozo de metal. Lo saqué y abrí la puerta sin mucho esfuerzo.

—¡Shaedra! —dijo Aleria con tono de protesta—, ¿qué haces con esa cosa en el bolsillo?

Enarqué una ceja, sin entender.

—¿Qué?

—Ese… trozo de hierro. Y… abres puertas así, sin más, ¡como si fueras una ladrona!

Por lo visto, se había quedado pasmada. Le dirigí una sonrisa vacilante.

—¿Quién ha hablado de ladrones? Esta puerta es de la taberna, Aleria, no vamos a robar nada. Se me ha olvidado llevar la llave, eso es todo.

Aleria me miró fijamente y luego sacudió la cabeza pero no dijo nada. Un minuto después estábamos frente a la puerta de mi cuarto. La empujé con precaución.

—¿Deria?

Nadie me contestó. Entré en el cuarto y lo que vi me dejó espantada. Deria estaba tendida en la cama, con la respiración regular, como si estuviera durmiendo. El techo de arriba estaba abollado y quemado, como si… como si una bola de fuego lo hubiese golpeado. Y en el jergón de Syu, estaba Drakvian, medio tumbada, con un aspecto no muy halagüeño pero todavía agarraba a Frundis entre sus finos dedos blancos y movía la cabeza de derecha a izquierda, tarareando de cuando en cuando.

Entramos todos y Aryes cerró la puerta con un ruido sordo. Me acerqué a la vampira con cautela.

—¿Drakvian? ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha pasado a Deria?

Drakvian parpadeó una vez, muy lentamente, y levantó la cabeza. Al verme, sonrió y enseñó bien sus dos colmillos blancos, haciendo retroceder levemente a Aleria y Akín.

—¡Shaedra! —exclamó con una voz ronca—. Qué alegría verte. Ejem… sí.

Parecía más molesta que alegre de verme y fruncí el ceño, empezando a preocuparme cada vez más.

—¿Qué le ha pasado a Deria?

La vampira abrió y cerró la boca varias veces, haciendo un ruido de masticación y luego dijo:

—Verás, esa Dormidora… —Sonrió anchamente—. Me puse a reír ¡jo!, no había reído así desde hacía tiempo. Parecía como si tuviese cosquillas por todo el cuerpo. Ha sido terrible —dijo, sin dejar de sonreír, con un tono soñador—. Y luego, cuando ya empezaba a tranquilizarme, perdí el control y se me escapó —su sonrisa se extinguió.

Seguí la dirección de su mirada y vi el agujero en el techo.

—¿Se te escapó un sortilegio brúlico?

Drakvian asintió.

—Siento haber roto tu casa —dijo, con aire realmente avergonzado—. Se me escapó —repitió.

—No pasa nada —le aseguré—. Pero… ¿cómo habéis hecho para no quemar todo el edificio?

—La nieve —explicó—. Deria rellenó el cubo, yo… transformé en agua y ella plash, para arriba.

—Entiendo —dije lentamente—. Y ahora, ¿por qué Deria está durmiendo?

—Dormidora —explicó Drakvian, cerrando los ojos, como exhausta.

Asentí con la cabeza, pensativa.

—Y… le has dejado la cama —deduje.

Drakvian asintió sin abrir los ojos. Su aspecto y su casi ausencia de reacción me inquietaron seriamente.

—Er… Drakvian, te presento a Aleria y a Akín —dije y me giré hacia atrás, titubeante—. Er… Aleria —murmuré—, ¿tú sabrías reconocer la enfermedad que tiene?

La elfa oscura abrió muy grande los ojos sin dejar de mirar a la vampira.

—¿Yo? —balbuceó.

—Me preocupa que esté así —le dije por lo bajo—. Realmente parece estar muy mal.

Aleria abrió la boca pero no salió ningún sonido de ésta. Le sonreí, para alentarla.

—Hay… hay que utilizar la endarsía —dijo, inútilmente.

—Y aquí la más competente eres tú —apunté.

Aleria pareció reflexionar durante una eternidad antes de asentir y acercarse a la vampira.

—Está bien. Pero… ¿no sería mejor atarla… por si acaso?

La miré, anonadada.

—¿Atarla?

Aleria y Akín intercambiaron una ojeada rápida y entendí el problema: aún no se fiaban de Drakvian. Normal, me dije, yo misma habría sentido aprensión en su lugar…

—¡Bueno! —intervino Aryes—. Me quedaré cerca de Drakvian y, si viene al caso y Drakvian se abalanza sedienta sobre ti, Aleria, utilizaré a Dormidora. ¿Es esta daga, verdad Shaedra?

Me giré hacia él y vi que llevaba en una mano la daga de Deria. Mi mirada fue a parar en Deria, tumbada y soñando profundamente.

—Dormidora no ha tenido el mismo efecto con Deria que con Drakvian. Debe de haber una explicación —medité—. Pero no acabo de entenderlo.

—¿De veras creéis que es necesario acercarme esa cosa otra vez? —preguntó Drakvian débilmente pero con evidente horror.

Me acuclillé junto a ella y la miré a los ojos.

—Si quieres que Aleria te ayude, me temo que sí. Verás… es la primera vez que ve a… un vampiro.

Los ojos de Drakvian relucieron de picardía y se posaron sobre la elfa oscura. Inspiró hondamente y sonrió.

—Sangre fresca —ronroneó.

Ante la expresión horrorizada de Aleria y Akín, se desternilló de risa.

—¡Ah! Creo que esta fiebre me hace reír más que de costumbre —soltó, riéndose a carcajadas.

Carraspeé.

—Estaba bromeando, Aleria. Si está enferma es por haber bebido demasiada sangre. No corres ningún riesgo, te lo aseguro.

Aleria me miró con cara suspicaz pero cuando Drakvian se serenó un poco se acercó y le puso una mano temblorosa sobre la frente. La retiró de inmediato.

—¡Está fría!

Negué con la cabeza.

—Está tibia. Normalmente, la piel de un vampiro está fría, y ahora está tibia. Eso significa que tiene fiebre. Pero ignoro si va a ir a peor o a mejor. Drakvian no parece saber mucho sobre el tema tampoco.

—Ya veo —replicó Aleria.

Entonces siguieron unos minutos de silencio, mientras Aleria trataba de averiguar cuál era el problema de Drakvian. Yo estaba casi segura de que no era muy grave y de que se repondría pronto, pero, como nunca había visto a una vampira enferma y nunca había leído sobre ello, no podía estar segura del todo y esperaba el diagnóstico de Aleria con impaciencia.

Que estuviésemos seis personas en un cuarto reducido era bastante inédito: nunca en mi vida había habido tanta gente en mi cuarto. Aryes y Akín permanecieron de pie, tan impacientes como yo, y yo me dispuse a ocuparme de Deria. Le di unas cuantas palmaditas en la mejilla, la enderecé, la agité, le estiré del pelo y cuando empezaba a creer que Dormidora la había sumido en un sueño eterno, la drayta soltó, malhumorada:

—¡Shaedra, ya estoy despierta! Deja ya de agitarme como un trapo.

Abrió sus ojos negros y estirados sin dejar de fruncir el ceño.

—¿Ya estás de vuelta? —preguntó entonces, con extrañeza.

Puse los ojos en blanco.

—Son las dos de la tarde, más o menos —le anuncié.

Deria se quedó paralizada por un instante.

—¡¿Qué?! —Inspiró fuerte—. ¡Dol! Debe de preguntarse dónde estoy. Madre mía, ¿qué he hecho? ¿Dónde… dónde está Dormidora? —preguntó de pronto. Parecía estar al borde de un ataque de nervios.

—La tiene Aryes. Ayuda a Aleria para que se acerque a Drakvian y Aleria le ayuda a su vez a Drakvian. Yo diría que es una sucesión de solidaridades —solté, pensativa.

Deria corrió hasta donde estaban Aryes, la vampira y Aleria y le arrebató a Aryes la daga con aire imperioso.

—Es mi daga —declaró—. No puedes utilizarla sin mi permiso.

—Oh —dijo éste, sorprendido—. Lo siento, Deria.

Una vez que hubo envuelto su daga con el lienzo, Deria pareció más tranquila.

—Deria —solté—, ¿por qué has tocado el cristalevo? ¿Has visto lo que le pasó a Drakvian? No quería soltar la daga. Podrías haber sufrido los efectos de tu Dormidora durante horas, sin que nadie se enterase, y hasta podrías haber muerto. —Deria hizo una mueca y bajó la cabeza—. Por lo que he podido ver, el cristalevo duerme los nervios, menos para los vampiros. ¿Y si hubiera dormido tu corazón?

—Entonces… —susurró Deria, asustada.

—Tu corazón habría dejado de latir —acabó Aleria.

Me recorrió un escalofrío al pensar que Deria hubiera podido estar a punto de morir por culpa de su Dormidora. Deria tragó saliva.

—De acuerdo. Ya lo he entendido. Voy a… voy a hablar con Dol de esto —dijo, con un murmullo ahogado.

—Espera, Deria. —La retuve, mientras ella se dirigía hacia la puerta—. Creo que no me has entendido. Dormidora es un objeto fantástico. Puede ayudar para un montón de cosas. Pero hay que tener cuidado con él. Así como hay que tener cuidado con un cuchillo aunque pueda servirte para cortar rodajas de zanahoria.

La drayta asintió, y sentí que estaba un poco menos desanimada.

—Aun así, tengo que hablar con Dol —insistió.

Con un suspiro, la dejé ir y, tras cerrar la puerta, me giré hacia Aleria.

—¿Has descubierto algo?

Aleria se levantó y asintió. Se me iluminaron los ojos. ¡Por fin!

—He descubierto que, pese a haber leído tantos libros sobre las distintas criaturas que existen, no sé nada concreto sobre los vampiros —reflexionó—. Quizá debiera profundizar un poco mi estudio sobre los vampiros y las enfermedades que pueden padecer. Debe de ser interesante estudiar algo así —añadió, para sí.

—¡Aleria! —protestamos.

—Está bien —replicó, levantando las manos para tranquilizarnos—. Creo que es una simple fiebre. Al de unos días, estará en pie.

Al oír esto, Drakvian soltó un gemido doloroso.

—¡Días! —soltó, resoplando, con un tono asesino—. No sé cómo voy a aguantarte, Shaedra.

—Yo tampoco —le repliqué, con una sonrisa.