Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego
—¿Qué ha sido eso? —dijo el hombre sentado en la butaca vieja.
Me inmovilicé y me fundí con el morjás lo mejor que pude. Syu me imitó, siguiendo los consejos de Daelgar a la perfección.
—Algún fantasma, Duadek, tranquilo —contestó el otro hombre, sentado en una silla. Ante él, sobre la mesa, tenía desparramada toda una colección de trozos de hierro para abrir cerraduras. Las iba repartiendo por grupos, con la minuciosidad de un profesional.
Ladrones, confirmé mentalmente. La sala se parecía a la de un sótano, pero en las estanterías, no había botes de conserva sino instrumentos de todo tipo, cajas con cenizas de ceguera y cosas por el estilo, que reconocí por haber leído más de una vez en los libros las viejas manías de los ladrones.
—Fantasmas —escupió el otro, mientras se recostaba otra vez en la butaca y se volvía a poner el cigarro en la boca—. Déjate de cuentos, Helgarth.
—La gente como tú acaba oyendo cosas raras por todas partes —dijo el otro, concentrado en su trabajo.
—Y la gente como tú acaba mal por decir una palabra de más.
Riendo, Helgarth sacudió la cabeza, pero no contestó. Pasó un rato en silencio y miré hacia la puerta entreabierta preguntándome si llegaría hasta ahí sin que me viesen. Sólo tenía que pasar un pequeño trecho… Avancé poco a poco hacia ella temiendo oír de pronto un grito de alarma… pero no. Cuando hube pasado la puerta, solté un suspiro lento y silencioso. Syu me hizo entonces saber que me había seguido. Perfecto.
Detrás de la puerta, había unas escaleras. Si hubiera manejado mejor el perceptismo, podría haber lanzado un sortilegio de reconocimiento. Klaristo podría haberlo hecho sin temor, seguramente, pero él era perceptista. Y yo no.
Así que me contenté con fundirme en mi alrededor. La verdad, me era difícil creer que los dos hombres de la sala anterior no me hubieran visto. Daelgar había hecho un buen trabajo, me dije con una media sonrisa.
Subí las escaleras y desemboqué en un pasillo oscuro, apenas iluminado por algunas claraboyas de cristales gordos y opacos. El parqué, los muros, todo era de madera. No había puertas, pero sí pequeñas salas desiertas y oscuras, llenas de objetos: colchones, cojines, estanterías en buen estado y estanterías rotas, hasta vi un gran armario con un enorme espejo… al verme reflejada, agrandé los ojos y me di cuenta de que había perdido mi concentración y que mis sortilegios armónicos se habían disuelto. Volví a parapetarme detrás de las sombras y el mimetismo, reduje el ruido que emitía y traté de fundirme en mi alrededor. Después de estar unos minutos de pie, concentrándome, volví a abrir los ojos. Por un segundo, creí que el espejo reflejaba un cuarto vacío, pero enseguida volví a aparecer. Entonces suspiré y empecé a entender cuál era el problema: cada vez que me miraba al espejo, perdía mi concentración. Tendría que mencionárselo a Daelgar, pensé. Pero entonces recordé que Daelgar se había marchado de Dathrun durante unos días y que probablemente no volvería a verlo hasta dentro de bastante tiempo.
Me aparté del espejo, volví a utilizar las armonías, y rehuyendo de mi imagen reflejada, salí del cuarto y proseguí mi camino. Hacia la mitad del pasillo, había otro corredor que lo cortaba perpendicularmente. Más corto, tenía en cada extremo unas escaleras. ¿Por dónde podía haber ido Lénisu?
Permanecí un buen rato pensando en la respuesta a esa pregunta, aun sabiendo que esperar más no me sacaría de ninguna duda. Entonces, me giré hacia el mono gawalt.
“¿Tú por dónde irías?”, pregunté. Syu se encogió de hombros. Entorné los ojos. “¿No se supone que tienes un sexto sentido?”
“Como ya he dicho, no soy adivino”, replicó Syu.
Suspiré y asentí. “Muy bien. Entonces, iremos todo recto.”
Seguimos pues por el mismo pasillo y nos encontramos con otras escaleras que subían. Todo estaba desierto. Por lo menos, no parecía que Lénisu hubiera sembrado cizaña en la cofradía, me dije positivamente.
Arriba de las escaleras, había una trampilla bastante grande. Y por supuesto, no estaba abierta. De modo que ignoraba si conducía a una sala desierta como las que acababa de ver o bien a una sala llena de ladrones. Recordé entonces que Lénisu quizá estuviera en peligro en ese mismo instante.
Así que me dispuse a hacer el sortilegio más difícil que jamás había hecho: absorber todo el ruido que pudiera emitir un objeto, el de la trampilla al abrirse. Me concentré y me pasé más de un cuarto de hora examinando la madera y las ondas que podrían crearse y, cuando no encontré otro pretexto para retrasar lo que iba a hacer, puse las dos manos sobre la madera y empujé. Levanté la madera con todas mis fuerzas, y Syu me soltó algunas exclamaciones mentales para animarme. Finalmente, conseguí ver a través de una rendija, y lo que vi me dejó suspensa durante un minuto.
Obviamente, estaba debajo de un bufete o un pequeño armario y, aunque hubiese querido, no habría podido subir más la puerta de la trampilla. De modo que dejé de forcejear y me quedé mirando lo único que podía ver: los pies de una mesa de buena madera, cuatro sillas, un parqué brillante. Una luz grisácea iluminaba el interior. En el suelo limpio, se veían unas marcas embarradas de bota. De modo que probablemente alguien había estado en la habitación hacía poco tiempo. O bien seguía dentro de la habitación, me dije.
“Asegúrate de que nadie viene abajo”, le dije a Syu.
“Todo está silencioso”, me aseguró el mono.
“Este lugar debe de ser la habitación del jefe de la banda o algo así, ¿qué te parece?”
Syu trepó sobre mi hombro y miró a su vez. Salió del agujero y asomó una cabeza prudente.
“¿Qué ves? ¿Hay alguien en la habitación?”, pregunté.
“No. Nadie…” Se calló y noté enseguida su turbación.
“¿Qué ocurre?”, pregunté, con tono apremiante.
Se giró hacia mí con una sonrisa traviesa.
“Hay plátanos sobre la mesa.”
Lo miré con los ojos abiertos como platos.
“Syu, ¡no!”
Pero era demasiado tarde. Syu salió de debajo del pequeño armario y pese a que conseguí extender una mano mientras la otra sostenía penosamente la pesada placa de madera, no logré pillarle la punta de la cola. Reprimí un hondo suspiro.
“Syu, piensa que esos plátanos no son tuyos.”
“Mm, ¿los saijits no dicen «El ladrón que roba al ladrón tiene cien años de perdón», o algo así?”, replicó Syu con picardía.
“¿Cómo se te quedan tan bien los proverbios en la cabeza?”, me admiré.
“En el mercado, la gente habla mucho”, contestó simplemente.
“En vez de atiborrarte como un viejo arribista, dime lo que ves. Dime, ¿hay una puerta?”
“Hay una puerta. Está cerrada. También hay una ventana.”
¡Por supuesto!, me dije. Esa luz grisácea que iluminaba el interior era la luz del día.
“Ve a la ventana y dime qué ves”, le pedí. “¿Se ve el mar?”
Esperé un momento. Oí un leve frufrú de cortinas.
“Tejados”, dijo Syu. “Y más allá el mar, sí.”
“Gracias. Ahora, volvamos abajo, no creo que Lénisu haya podido pasar por aquí. Yo apenas podría salir”, añadí, evaluando cuántos centímetros me faltaban para que pudiera pasar sin problemas. “¡Syu!”, dije, al ver que no volvía.
“Ya voy, ya voy”, contestó.
Apareció con la boca llena y, con suma paciencia, tuve que decirle que fuera a recoger la peladura del plátano.
“Sino, el que vive aquí sabrá que alguien ha estado en sus habitaciones. Sólo cabe esperar que no tuviera contados los plátanos”, dije, con un suspiro.
Syu me miró con cara inocente y me dio la peladura. La guardé en mi bolsillo y volvimos a bajar. Volví a cerrar la trampilla con sumo cuidado. Bien, sólo nos quedaba volver al cruce. Pero al llegar ahí, oí ruidos de pasos que provenían de la izquierda y, dándome cuenta de que mis sortilegios de armonía se habían debilitado bastante, los reforcé como pude y me escondí en la primera sala que encontré. Se oían voces que se acercaban. Eran al menos dos, deduje.
“La gente no suele hablar consigo misma”, observó Syu, burlón.
Puse los ojos en blanco y agudicé el oído. Poco a poco, conseguí oír ciertas palabras: «huida», «ladrón», «saldrá» y «suya» fueron las primeras palabras que pillé. Luego, empecé a entenderlo todo muy claramente.
Se oían demasiados ruidos de pasos para que fueran solamente dos personas. Pero por el momento, estaba casi segura de que sólo había oído dos voces. Hablaban nailtés.
—No sé qué ha pasado, se lo aseguro. Tarri y Mélireth los trajeron, de eso estoy seguro.
—¿No comprobaste que fueran auténticos? —replicó la otra voz.
—Er, no jefe, no habría sabido reconocerlos de todas formas. No sé descifrarlos.
—Claro.
—Lo encontraremos, no debe de estar muy lejos. Será muy fácil localizarlo.
El otro soltó una carcajada. Ya no había ruidos de pasos y deduje que se habían parado en el cruce.
—Ese condenado bastardo tiene muchos recursos. Fíjese, consiguió encontrar lo que buscábamos en menos de un mes, cuando nosotros llevábamos más de un año buscándolo. ¿Cómo lo consiguió? Me gustaría saberlo. ¿Dónde los encontró? ¿Y cómo ha podido saber que estábamos al corriente de que existían esos documentos?
¡Documentos!, me dije, sobresaltada. Si esas personas estaban hablando de Lénisu, entonces seguramente hablaban de los papeles que estaba leyendo Lénisu la noche en que había entrado en su cuarto. Así que era eso. A Lénisu, le habían robado esos documentos que, por algún motivo, necesitaba el hombre que acababa de hablar. La pregunta era: ¿qué contenían esos documentos? Y la principal: ¿dónde estaba Lénisu?
—Jefe… —empezó a decir el otro.
—Encontradlo —le interrumpió con un tono abrupto—. Y traédmelo cuando lo tengáis. Me gustaría hablar con ese traidor antes de decirle adiós.
Sin una palabra, oí que varias personas se alejaban, con el pie ligero. Y pensé con un escalofrío que no solamente se precipitaban para obedecer las órdenes de ese hombre sino que además tenían prisa por alejarse de él. Hubo un silencio y, mientras duró, sentí que iba aumentando mi nerviosismo a medida que me iba imaginando que el ladrón asesino sabía que me estaba escondiendo de él. ¡Se estaba acercando a mí, con los ojos sedientos de sangre…!
“Deja ya de delirar”, me suplicó Syu, temblando de miedo.
Lo miré y me tapé la boca para sofocar mis inspiraciones aceleradas. Sí, había escuchado demasiados cuentos de terror en mi corta vida. Pero, aun así, no me sentía menos atemorizada.
“Tú también tienes miedo”, repliqué.
“Me lo estás contagiando”, gruñó Syu.
Parpadeé para que mis lágrimas se secasen más rápido.
“Ven”, le dije, tendiendo unos brazos temblorosos.
El mono se abrazó a mí y ambos miramos por la abertura, esperándonos a ver al hombre aparecer de repente. Estuvimos así un buen rato, hasta que de pronto, oímos otra vez el ruido de unos pasos y entendimos que el hombre se alejaba. Suspiré de alivio.
“Me gustaría estar lejos de aquí”, dije.
“Estoy de acuerdo”, aprobó el mono.
“Pues adelante.”
Si estaban buscando a Lénisu, eso significaba que por el momento no le había sucedido nada grave. Quizá ya estaba fuera, maldiciéndome porque no me encontraba donde me había dicho que me quedara. Con una mueca avergonzada, di un paso adelante.
Sin embargo, volver a salir por el mismo sitio era demasiado arriesgado. En eso Syu se mostró de acuerdo: un buen mono gawalt nunca sale por donde entró. Así que decidí tomar la misma dirección que habían tomado los hombres del que al parecer dirigía la cofradía. Ese pasillo no tenía ningún hueco donde podía esconderme y me sentía muy a descubierto.
“Me estoy precipitando”, murmuré. Y me detuve en seco.
“¿Tú crees?”, dijo Syu, agarrado a mi cuello, girando la cabeza delante y detrás de nosotros cada cinco segundos. “A mí no me parece. Si corremos, seguro que salimos vivos. Corremos rápido.”
Negué con la cabeza. “No lo bastante para que no nos vean.”
“Sabes, hay algo que nunca te confesé pero… Corres tan rápido como un mono gawalt”, me dijo, con un tono halagador.
Lo fulminé con los ojos.
“¡Syu! Estoy intentando pensar en la mejor manera de salir de ésta. Si nos ven, estamos perdidos. Podría correr dos veces más rápido que un mono gawalt, si estoy rodeada de asesinos, no me sirve de nada”, le expliqué.
El mono puso cara dubitativa y me preguntó:
“¿Tienes una mejor idea?”
Inspiré hondo y asentí.
“Sí. Volvamos a la trampilla.”
A Syu se le iluminó la cara y adiviné su pensamiento.
“Pero antes prométeme que no tocarás ningún plátano”, le dije, con los ojos entrecerrados.
El mono abrió dos grandes ojos inocentes.
“¿Ni tocarlos?”
“Ni tocarlos.”
“Entonces, prométeme que cuando salgamos, me darás el doble de plátanos que hay en el cuenco.”
Enarqué una ceja y sonreí.
“Te lo prometo.”
Syu se cruzó de brazos, satisfecho, y di media vuelta.
“¡Asbarl!”, solté, para animarme.
Me bastaron cinco minutos para volver a hacer el sortilegio de silencio porque ya conocía la madera y su forma. Pasaron otros cinco minutos antes de que me decidiera a pasar por el estrecho hueco que me dejaba la altura del mueble. Pero finalmente, pasé.
La habitación era una salita acomodada y ricamente adornada. Había velas de colores, una vajilla cara, armarios con puertas de cristal, y jarrones con flores de verdad que desprendían un olor agradable…
“¡Syu!”
El mono se paralizó y se apartó del cuenco de plátanos.
“¿Salimos por la puerta o por la ventana?”, preguntó.
“Por la ventana”, contesté.
Y entonces, se me escapó la trampilla, que aún no había vuelto a bajar. Emitió un ruido sordo pero fuerte. Esperé unos segundos, en silencio, y luego, lívida, me precipité hacia la ventana y vi que tenía barrotes. Aunque una inspección más profunda me permitió constatar que los barrotes no eran en realidad más que una segunda ventana: había bisagras. Eran casi invisibles, pero estaban ahí. Un ladrón nunca confía en los demás ladrones, ni en los del exterior ni en los suyos. Los barrotes estaban protegidos por una barra de alarma.
Las mágaras de alarma eran pequeños objetos que la gente compraba para protegerse contra los ladrones. Se ponían en las cajas fuertes, alrededor de las propiedades, en las puertas o en el suelo. Entonces, noté que había metido la pata. Inmóvil junto a la ventana, aun sabiendo que el tiempo apremiaba, me giré hacia la habitación buscando trampas de alarma. ¿Cómo podía saber si había activado alguna? Las trampas más comunes, al activarse, emitían sonido, pero también existían otros tipos de alarmas… Sin embargo, no alcancé a ver ninguna trampa.
Entonces, empecé a oír voces del otro lado de la puerta…
“Larguémonos de aquí”, dije.
Y sin más dilaciones, saqué un trozo de hierro y me dispuse a intentar forzar la cerradura que había en los barrotes… Las voces se acercaban.
“Shaedra…”, me dijo Syu, con los ojos muy abiertos por el miedo.
Entonces, tomé una decisión. Syu era pequeño, podía pasar a través de los barrotes.
“Syu, escucha”, le dije precipitadamente. “Ve a avisar a los demás de lo que pasa. Corre. Yo ya me las arreglo.”
Como estaba sobre el borde de la ventana, le cerré el batiente en las narices, y me precipité hacia la puerta. ¿Qué hacer? Poner la mesa delante para impedir que entraran habría sido una solución… pero la puerta se abría del otro lado y sólo habría conseguido quedar en ridículo. Y, si la puerta se abría del otro lado, eso significaba seguramente que del otro lado no había ningún pasillo, sino otra habitación. ¿Y eso en qué me ayudaba?, me pregunté, enfadada conmigo misma por no encontrar nada mejor.
Me metí en un armario lleno de ropa. Esperé un rato, pero entonces empecé a pensar que quizá nadie tuviera la intención de entrar en la habitación. ¡Con tanto tiempo quizá habría podido abrir la puerta de barrotes!, lamenté.
Salí del armario con total discreción y me aproximé a la puerta. Oía voces… Mi corazón dejó de latir por un segundo. Una de esas voces me era demasiado familiar para no reconocerla de inmediato. Era la voz de Srakhi.
* * *
—¿Srakhi Léndor Mid? —repitió Dolgy Vranc, con cara de incredulidad.
Asentí silenciosamente.
—Tienen a Srakhi —murmuró Laygra, atontada.
—Y ¿cómo has conseguido salir? —preguntó Aryes.
Me encogí de hombros.
—Como parecían tan entretenidos intentando sonsacar información a Srakhi, tuve tiempo de sobra para hacer saltar el cerrojo y huir por el tejado.
Murri me abrazó otra vez, y me miró con seriedad.
—Creímos que te habíamos vuelto a perder.
—Y todo porque no quiso escucharme —intervino Lénisu, saliendo de su ensimismamiento—. Shaedra, ¿alguna vez has obedecido una orden?
—Pues… sí. Claro. En Ató, siempre hacía lo que nos pedía el maestro Áynorin… bueno, casi siempre —rectifiqué—. Pero esta vez no era lo mismo, esperé más de hora y media, y no volvías. Pensé que te había pasado algo.
—Así que si me meto en una cueva llena de arpías y osos sanfurientos y no vuelvo, tú te meterías por solidaridad, ¿eh?
No contesté. Lénisu estaba furioso, como la vez en que habíamos desobedecido a su deseo de combatir el dragón de tierra a solas con Stalius. Entendía perfectamente su cólera: yo misma había pensado que había sido una inconsciente al meterme en la cofradía, pero ¿estaba con vida, no? Eso era lo importante, ¿o no?
Lénisu se levantó de la raíz donde estaba sentado y se acercó al carromato, de donde sacó una botella de aguardiente. La destapó y tomó un largo trago bajo la mirada llena de desaprobación de Laygra y Deria. Yo me sentía avergonzada, Murri estaba muy preocupado imaginándose que su hermana había escapado por poco de la muerte y la tortura. El único que parecía estar pensando sensatamente era Aryes, quien se levantó bruscamente, interrumpiendo la conversación de los demás:
—Ayudadme un poco, por el amor de Vaersin, ¡Srakhi está siendo torturado en este mismo momento!
—¿Qué propones hacer? —preguntó Deria.
—Preparar una evasión —soltó él con atrevimiento.
A partir de ahí, empezamos a hablar animadamente de cómo sacar a Srakhi de ahí. Me iban haciendo preguntas precisas de cómo era la cofradía y yo intentaba contestar sin olvidar los detalles importantes.
Estábamos sentados en un bosque, no muy lejos de Dathrun. Cuando había regresado al patio lleno de trastos para ver si por algún milagro Lénisu estaba ahí, me había llevado un susto de muerte al ver surgir de pronto una silueta encapuchada. Pero felizmente, resultó ser Lénisu, acompañado de Syu. Lo malo es que no había previsto que estuviese tan enojado… Nos habíamos reunido con los demás y habíamos salido precipitadamente de Dathrun sin mirar atrás. Nuestra salida despavorida había pillado a todos por sorpresa y apenas había tenido tiempo de explicarles la razón.
Ahora, Lénisu parecía más tranquilo, pero no seguía menos enfadado conmigo. Al tiempo que lo observaba con un ojo prudente, escuché las diferentes propuestas de Dol, Laygra, Murri, Deria y Aryes.
—¿Qué le dijo exactamente Srakhi a esos asesinos? —me preguntó Laygra.
Volví a repetir las palabras de Srakhi con cierta impaciencia:
—No os diré nada. Los dioses os castigarán. No es de vuestra incumbencia… Ah —añadí—, y cuando le dijeron que qué hacía un say-guetrán con un… er… un…
Lénisu enarcó una ceja interesado y me ruboricé. Sin embargo, carraspeé y solté unos cuantos insultos no muy gratos para la persona a quienes iban dirigidos. Mi tío se contentó con reclinarse contra el árbol, beber otro trago y madurar los insultos con el alcohol. Entorné los ojos pero no dije nada.
—Bueno, pues eso —continué—, que cuando se lo preguntaron, Srakhi contestó: el alma de Lénisu contiene muchísima más bondad que la vuestra, perros paganos.
Nos reímos por la ocurrencia de Srakhi pero enseguida seguimos construyendo nuestro plan: había que salvar a Srakhi cuanto antes.
—Raptemos a uno de los cofrades —dije, con los ojos brillantes—. Y preguntémosle todo lo que queremos saber. Así sabremos dónde habrán escondido a Srakhi.
Dol y Aryes aprobaron mi plan, pero mis hermanos y Deria dijeron que no era muy leal.
—¿Cómo que no es leal? —me extrañé.
—Como que no —confirmó Murri—. Si raptamos a uno de los suyos, actuaríamos como ellos.
Intercambié una mirada con Aryes y sonreímos, divertidos, pero mis hermanos no quisieron oír hablar de raptar a alguien, así que me encogí de hombros y pasamos a otra cosa.
Poco después, Lénisu alzó la vista hacia el cielo, y se levantó, interrumpiéndonos:
—Se acerca una tormenta. Una buena —añadió, examinando el cielo con tranquilidad.
Lo observamos, atónitos.
—Lénisu —dijo Murri—. ¿Por qué no participas un poco al plan del rescate?
Lénisu lo observó e hizo una mueca.
—Habrán doblado la guardia después de lo que ha ocurrido —contestó, con su botella en la mano—. No merece la pena intentar nada.
Lo miramos sin poder creernos lo que decía.
—¿Vas a abandonarlo? —preguntó Deria.
—Era tu amigo —dije, sin entenderlo.
—No éramos exactamente amigos. Teníamos un trato. Además, yo ya le salvé la vida una vez. —Echó un vistazo al cielo, y sopesó lo que quedaba de su botella con aire vacilante—. Con una vez es suficiente.
Nos echó una mirada indescifrable y subió al carromato, vaticinando la tormenta próxima y dejando detrás de sí un profundo silencio.
—Entonces, ¿nos vamos, sin más? —preguntó al fin Deria.
Nadie fue capaz de contestarle.
—Será mejor que vayáis a cubriros debajo del toldo —acabó por decir Dolgy Vranc.
Asentimos en silencio. No era que sintiese real amistad por Srakhi, porque no lo conocía mucho, pero me caía bien por el simple hecho de que estaba con nosotros y porque sabía que se podía contar con él. Por eso no podía creer que Lénisu hubiese decidido abandonar atrás a Srakhi, a alguien que hubiera dado su vida por él, aunque fuera por honra de say-guetrán. Pero Srakhi se había equivocado: Lénisu no era tan bueno como pensaba.
Se puso a llover poco después de que nos hubiéramos cobijado debajo del toldo. Como el día era tan gris y oscuro, y como no había sido del todo alegre, nadie tenía ánimo para hablar y decidimos echar la siesta. En un momento, desperté y vi que Lénisu estaba sentado junto a la salida, con su botella vacía en el regazo y la mirada perdida en la lluvia que caía a cántaros.
Me acerqué a él, procurando no pisar a nadie, y me senté a su lado, en silencio. Permanecimos así unos minutos, hasta que Lénisu murmurase:
—En los Subterráneos, las lluvias no son tan bellas como ésta. A veces se forman lluvias de un líquido pegajoso que llaman aguaponzoña, sale de ciertas rocas, las rocas esponjosas. Cuando te toca, te corroe la piel —dijo y se llevó distraídamente la mano al hombro. La retiró casi de inmediato desviando la mirada—. Es… asqueroso —me aseguró— y no se puede respirar mucho tiempo, es puro veneno. No te aconsejo probarlo. Afortunadamente, a veces no llueve en meses.
Calló y creí que no añadiría nada, pero entonces sonrió y dijo:
—Hace menos de un año habría jurado que no saldría de ahí vivo. Y cuando salí, juré no volver a entrar ahí aunque tuviera que matarme a mí mismo para ello. —Lo miré horrorizada y él sacudió la cabeza, sonriendo aún—. Un día, hace mucho tiempo, un anciano me dijo que la peor de las cobardías era la de renunciar a su propia vida por miedo a vivir. Aún sigo pensando que tiene razón… pero después de lo que he vivido, me pregunto si aquel anciano profundizó tanto la cuestión como yo lo he hecho.
Por enésima vez, me admiré de cómo Lénisu había quedado traumatizado por su estancia en los Subterráneos. Steyra no parecía tan alelada por haber nacido y vivido ahí. Quizá dependiendo de los sitios del Subterráneo hubiera lugares más o menos peligrosos, deduje. En realidad, era lógico. En la Superficie pasaba lo mismo.
—¿Sigues enfadado conmigo? —pregunté después de un silencio.
Lénisu me miró sorprendido, y luego pareció recordar. Supuse que el alcohol le había ralentizado considerablemente los reflejos y las neuronas.
—Ah, ya —dijo, sonriente, contemplando la lluvia—. Se me había olvidado.
Le devolví la sonrisa, vacilante.
—¿En serio?
Lénisu me miró y asintió solemnemente.
—En serio. Pero ahora que me lo recuerdas, estoy enfadado contigo —dijo, con naturalidad—. Y mi furia es terrible, cuando estoy cabreado —añadió, con una voz profunda y teatral que me hizo reír—. Aunque hay una manera de aplacarla.
—¿Cuál? —pregunté.
—¿Recuerdas que me prometiste algo, hace unos meses?
Entorné los ojos, intentando recordar. Lénisu me miró con aire interrogante y me esforcé por recordar mejor…
—Fue después de lo del dragón de tierra —me dijo, por darme una pista—. ¡Ah! Veo que ya te acuerdas. ¿Y bien?
Ruborizada, dije como recitando una lección:
—Te prometí que nunca cuestionaría lo que pudieras hacer o lo que pudieras pedirme que haga.
—Exacto. Bien, quiero que se te meta bien en la cabeza y no la vuelvas a olvidar. Las promesas no se olvidan tan fácilmente como pareces hacerlo tú.
Asentí, bajando la cabeza.
—Muy bien, lo vas pillando. Así que… te diré lo que tienes que hacer y lo harás, ¿mm? —asentí otra vez, mordiéndome el labio. Lénisu se puso entonces a hablar rápida y decididamente—. Irás a Ombay, con el carromato, Trikos y los demás. Estamos al primer Ventisca de Espina. Son unos tres días de viaje así que… llegaréis ahí el segundo Lubas como mucho. Ahí, irás a una taberna llamada El Merendón y esperarás una semana entera, pagando con este dinero —dijo, poniéndome una bolsa bien rellena de monedas—. Me reuniré con vosotros al alba del séptimo día, es decir del tercer Garra.
Lo observé que se ponía la capucha de la capa y lo contemplé, boquiabierta.
—Tengo asuntos que atender —dijo, antes de que le preguntara nada—. Y será mejor que no te interpongas esta vez. Te lo prohíbo categóricamente.
Pocas veces me había mirado con tanta seriedad. Entonces, y sin que pudiera decirle nada, agarró otra botella de aguardiente, bajó del carromato de un salto y, bajo la lluvia recia, se alejó con paso firme.
—¡Lénisu! —voceé, aterrada—. ¿Adónde vas? —le grité a la lluvia— ¡Maldita sea, está loco!
—¿Qué ocurre? —preguntó Murri, al despertarse con un sobresalto.
—¿Shaedra? ¿Estás bien? —preguntó Deria, levantándose a medias.
—Yo estoy perfectamente —dije, rabiando—. Es Lénisu. Se ha vuelto loco.
—¿Lénisu? —dijo Murri—. ¿Dónde está?
—Se ha ido —dijo el semi-orco.
—¿Se ha ido? ¿Cómo que se ha ido? —soltó Laygra, frotándose los ojos.
—Se ha ido como alguien que se va —repliqué, malhumorada, tirando la bolsa de dinero en el suelo del carromato. Los pensamientos revoloteaban en mi mente y me sentía más confusa que nunca.
Aryes recogió la bolsa y la sopesó.
—Esto es más de lo que necesitamos para pagar seis noches en un albergue —comentó. Como lo miraba de hito en hito, se sonrojó y admitió—: He escuchado lo que te ha dicho.
—Ya, eso ya me lo imaginaba —gruñí. Me acurruqué y posé la barbilla sobre mis rodillas, balanceándome con un movimiento regular.
—¿Pero adónde va? —preguntó Laygra.
—Ni idea —contesté, abstraída.
—¡Habrá ido a salvar a Srakhi! —dijo Deria, emocionada.
La miré, como si se hubiera vuelto loca, pero Aryes asintió.
—Probablemente.
—Pero nosotros vamos a Ombay —intervino Dolgy Vranc—. Y será mejor que nos movamos ya.
Por la tranquilidad con la que dijo esto, me costó creerme que se hubiera enterado al mismo tiempo que yo de la repentina y disparatada idea de Lénisu.
—Está diluviando —protestó Laygra.
—Es lo que tiene el Ciclo del Pantano —replicó él. Y cubriéndose la cabeza con la capucha, bajó del carruaje.
Distraídamente, recordé que un gnomo, en la academia, me había dicho que estaba casi seguro de que vendría un Ciclo de la Bondad. Neyl Dosin, se llamaba… Dejé de pensar y seguí balanceándome para adelante y para atrás. Me sentía muy mal, me dije, con náuseas.
Murri nos echó un vistazo y se agitó, nervioso.
—Voy a ayudar a Dol con el caballo —dijo.
Deria y Aryes me miraban como si esperasen que dijera algo. Laygra parecía sumida en sus pensamientos. Y Syu no paraba de repetirme que quería doce plátanos, el doble de los que había en el cuenco de la habitación de la cofradía…
“Syu, por favor, cállate de una vez, no estoy de humor para pensar en comida.”
El mono gawalt gruñó pero no dijo nada más y se metió debajo de las mantas. Lo había herido, pero yo también me sentía herida y en cualquier caso no era el momento ideal para tener una voz en la cabeza hablándome de plátanos.
—¿Qué? —siseé, al ver que Aryes y Deria me observaban de reojo.
—¿No vas a intentar seguirlo? —preguntó Deria.
No respondí y apreté los dientes, mirando la lluvia con un interés exagerado.
—Es verdad —dijo entonces Aryes—, normalmente ya estarías corriendo para alcanzarlo.
Lo fulminé con la mirada y volví a mi muda contemplación. Ir en busca de Lénisu era inútil. Le había prometido que haría lo que me pedía. Noté unos movimientos en la carreta y vi que Dolgy Vranc se había subido en la parte delantera y arreaba al caballo. Murri se sentó junto a él e intercambiaron algunas palabras que el estrépito de la lluvia me impidió oír. Y de todas formas, no quería escuchar a nadie en aquel momento. Tenía la impresión de que Lénisu me había tendido una trampa. ¿Cómo podía haberme hecho prometer que me fuera sin él? Tenía una extraña sensación de abandono.
Cuando Deria supo que iríamos a Ombay, soltó una exclamación de alegría.
—¡Ombay! ¡Dicen que es la ciudad más grande de la Tierra Baya!
No compartía sin embargo su alegría. Cerré los ojos imaginándome vanamente que al abrirlos me encontraría otra vez en Ató, escuchando un cuento de Sain y comiendo una de las deliciosas tartas que hacía Wigy… Pero al abrir los ojos tan sólo vi que habíamos vuelto al camino que iba hacia el norte y que seguía cayendo la lluvia como si no fuera a parar nunca. El camino empedrado se desdibujaba rápidamente entre la cortina grisácea de agua que caía del cielo. Y cada vez nos alejábamos más de Dathrun, del doctor Bazundir, de Daelgar, de Steyra, de la demás gente que había conocido… y de Lénisu.