Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego
Durante los tres días que duró el viaje en carreta, no paró de llover, salvo durante escasos ratos en los que apenas llegaba a asomar el sol. Pasado el desánimo que sentí al verme abandonada por Lénisu, intenté buscar una lógica a todo lo sucedido recientemente y, como Lénisu no había querido aclararme nada antes de largarse, acababa siempre perdiéndome en conjeturas que a veces compartía con los demás.
Emitimos decenas de hipótesis, y hasta acabamos por considerar la idea según la cual Lénisu estaría comprometido de alguna manera con esa cofradía desconocida. Murri y Laygra dijeron que probablemente la cofradía en la que habíamos entrado Syu y yo era la cofradía del Istrag. Yo nunca había oído hablar de esa cofradía y por lo visto Aryes tampoco.
—Es una cofradía ilegal que vende sus servicios —me explicó Murri—. Es bastante conocida.
—¿Qué tipo de servicios? —preguntó Aryes, mientras avanzaba la carreta por la ruta, cruzándose con algún comerciante o mensajero o algún viajero temerario.
—De todo tipo —contestó mi hermano—. Son ladrones, asesinos, espías, mensajeros… a veces incluso pueden tener un trabajo honrado al lado. Los hay artesanos, comerciantes… Bueno. El caso es que Sothrus me dijo una vez que conoció a un sirviente de su padre que pertenecía a la cofradía —nos reveló—. Cuando lo descubrieron, lo echaron, por supuesto. Pero intentaron ocultar el asunto como pudieron.
—Creía que Sothrus vivía en un pueblo —dije.
—Los Istrags están por todas las Comunidades. Incluso hay alguna sede en las Ciudades de Lorri-man. Pero se dice que donde son más poderosos es aquí, en Dathrun… y en Ombay.
—¿Y cómo descubrieron que era un Istrag? —preguntó Deria.
Murri frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—El padre de Sothrus. ¿Cómo supo que el sirviente era un Istrag?
—¡Ah! Sí. Pues al parecer, otro sirviente lo vio hablar con una persona encapuchada y escuchó lo que decían. Así de fácil.
—Así de fácil —repitió Laygra, enarcando una ceja escéptica—. Ese sirviente… ¿oyó claramente las palabras «soy un Istrag»? Me extrañaría que sean tan bobos para decirlo…
Murri la fulminó con la mirada.
—Siempre que repito alguna historia contada por Sothrus tienes que retorcer las cosas —se quejó.
Laygra se encogió de hombros, indiferente.
—Sothrus habla mucho y cuenta muchas mentiras. Y a veces, mete la pata. Por ejemplo, hace unos meses dijo que…
—Sí, sí, ya sé lo que me vas a sacar ahora…
Laygra entrecerró los ojos y continuó, inquebrantable.
—Dijo que había besado la mano de la princesa de Eiloís, en Dathrun. Ni siquiera se dijo que la princesa saliera de su torre de marfil.
—Se rumoreaba que había venido a Dathrun por su salud —protestó mi hermano.
—Bobadas. Sothrus debió de inspirarse en esos rumores para construir su mentira. Además, no quiso ni decirnos si había hablado con ella o no, como si estuviera guardando un secreto, pero lo cierto es que no podía decirnos nada porque no había intercambiado ni una palabra con la princesa.
Murri puso cara sufrida.
—Laygra…
—Sothrus es un mentiroso empedernido —concluyó Laygra—. Pero le encanta ser el centro de atención y le encanta impresionar a las mujeres hermosas, ¿verdad?
Murri gruñó e hizo un gesto con la mano.
—Es imposible discutir contigo. Además, reconozco que Sothrus tiene sus debilidades y sus defectos, pero podría decir lo mismo de tus amigos. Y de ti ni te cuento.
Laygra bufó pero no contestó.
—Por todos los dioses, no os enfadéis otra vez —intervine, poniendo los ojos en blanco. El mal tiempo parecía haber avinagrado el carácter de mis hermanos—. Estábamos hablando de los Istrags.
—Tú no te hagas la listilla, porque sigo enfadada contigo —replicó Laygra, mordaz, girándose hacia mí—. Por lo de los caramelos y porque siempre te metes en líos y sin avisarnos.
Agrandé los ojos, intercambié una mirada con Aryes y Deria y decidí callarme. Era mejor no contestar a mi hermana cuando estaba en ese estado de ánimo. Laygra soltó otro gruñido, se cubrió con sus mantas y desapareció debajo de ellas mascullando:
—Voy a dormir.
—Buena idea —murmuró Murri entre dientes, y luego se giró hacia delante—. ¡Dol! Te sustituyo.
Y levantándose a medias, avanzó hacia la parte delantera del carruaje. Oí el largo suspiro de Deria.
—Estoy harta de la lluvia —dijo.
Recordé que Deria venía de Tauruith-jur y que no tenía que estar muy habituada a ver el cielo sencillamente. Solté un suspiro a mi vez.
—Al menos no moriremos de sed —dije.
—La tierra debe de estar hecha todo un lodazal —comentó Aryes.
—¿Qué os decía? ¡El Dailorilh tenía razón! —soltó Dolgy Vranc, sentándose pesadamente en sus mantas. Tenía los pantalones empapados porque, por desgracia, el toldo no llegaba a cobijar del todo al conductor de la carreta.
—Bueno —dije, sonriendo anchamente—, si nos viene un Ciclo del Pantano, y nos dirigimos a Acaraus, la hemos hecho buena.
Dolgy Vranc sonrió a su vez.
—Cierto. Acaraus no necesita ningún Ciclo del Pantano para tener barro a tutiplén.
—¿Estuviste alguna vez ahí? —pregunté, curiosa.
—¿En Acaraus? No, qué va. En realidad, nunca había salido de Ajensoldra.
Recordé que Lénisu decía que el semi-orco era contrabandista hasta la médula y, después de dudar otra vez de que lo fuera realmente, me pregunté quién era exactamente Dolgy Vranc, o al menos quién había sido antes de que se instalara en Ató para fabricar juguetes. Que yo supiese, en Ató no tenía a ningún miembro de su familia y jamás le había oído hablar de que tuviera sencillamente familia.
Seguimos hablando un poco del tiempo y, al de un rato, vi a Dolgy Vranc que sacaba algo de su bolsillo.
—¿Qué es eso? —pregunté, intrigada, inclinándome para ver mejor.
—¡Una armónica! —exclamó Deria, boquiabierta.
El semi-orco sonrió y se la tendió.
—Como me dijiste que sabías tocarla, pensé que te haría ilusión… entré en la tienda mientras estabais comprando cerillas y…
—¡Dol! —murmuró Deria, con los ojos húmedos. Parecía como paralizada.
—¿Te gusta?
De pronto, Deria le dio un abrazo muy fuerte al semi-orco.
—¡Gracias, Dol! ¡Claro que me gusta!
Probó inmediatamente el instrumento y poco después nos deleitó tocando una música alegre que calentó el ambiente. Como la mayoría eran canciones conocidas tan sólo por los habitantes del Cinto del Fuego, Deria tuvo que enseñarnos la letra, y terminamos cantando a coro canciones en nailtés que contaban historias de aventuras, de amor, de humor y desventuras. Como habíamos entrado en terreno conocido, les canté varias canciones que todo buen tabernero de Ajensoldra debía conocer aunque se le olvidara su propio nombre.
Por último, les canté una larga canción titulada La mala suerte, que contaba la vida de una niña pobre que pasaba por toda una serie de desgracias estrafalarias. Era una canción humorística y satírica muy conocida que se cantaba en todas las fiestas, y Dolgy Vranc y Aryes me acompañaron en el estribillo. Cuando hube acabado, me aplaudieron, riendo.
—¡No sabía que cantases tan bien! —me felicitó Laygra.
Me encogí de hombros modestamente.
—En la cocina, preparando la comida, Wigy y yo solíamos cantar un montón de canciones.
—No, no me refiero a eso —dijo mi hermana, negando con la cabeza—. Quiero decir que tienes buena voz, aunque un poco aguda.
Enarqué una ceja y volví a encogerme de hombros.
—Los ternians tenemos sangre de dragón, ¿recuerdas? Los dragones siempre han sido conocidos por ser buenos cantantes.
—¿Sangre de dragón? —repitió Laygra.
Oí la carcajada de Murri, delante.
—¡Sangre de dragón, Laygra! ¿No te acuerdas de lo que siempre os repetía, cuando éramos pequeños? Os decía que proveníamos de los dragones, ¡caray! ¡Creía que era el único en acordarme de eso! El Viejo Wigas solía contarnos historias de ternians. Lo de los dragones, tuve que sacarlo de alguno de sus cuentos.
Resoplé, sonriente.
—¡Lo sabía! Sabía que no me lo había inventado.
Laygra nos miró alternadamente, con el ceño fruncido.
—Los ternians no tienen sangre de dragón. Es una idea ridícula.
—Tenemos escamas —protesté, señalando mis cejas—. Aquí y en la espina dorsal —añadí.
—Los tiyanos también —replicó mi hermana.
—Sus escamas parecen más escamas de pescado que otra cosa —gruñó Murri.
—Y nosotros tenemos garras —apoyé, enseñando mis garras relucientes. Observé la expresión impresionada de Deria y sonreí a medias, divertida.
—¡Murri! Mira un poco el camino, ¿quieres? —intervino Dolgy Vranc.
—Sí, ya, ya.
Miré hacia delante y vi al caballo avanzar bajo el diluvio. Tenía el pelaje hundido y sus cascos metían un ruido regular contra la piedra de la ruta. Deria se había puesto a tocar con la armónica una melodía suave y serena.
—Pobre Trikos —suspiré—. Me recuerda a Galgarrios cuando se cayó en el Trueno, en plena corriente, el invierno pasado.
Inopinadamente, Aryes se echó a reír a grandes carcajadas y me quedé mirándolo, sacudiendo la cabeza.
—No le veo la gracia —dije, ofendida—. Galgarrios estuvo a punto de palmarla.
—Ya, lo sé, perdóname. —Se secó las lágrimas de los ojos y trató de recobrar su seriedad—. Sólo es que… recuerdo que aquel día…
Calló e hizo un gesto como diciendo que no importaba.
—¿Qué? —pregunté, curiosa.
—Er… Nada. Nada —repitió, agitando la cabeza.
No insistí, pero vi que le duró buen rato la sonrisilla en la comisura de los labios. Poco después, me levanté para remplazar a Murri y Deria se sentó a mi lado. No sabía mucho de riendas y todavía menos de caballos, pero la ruta solía ser recta y ancha así que me parecía justo que nos turnáramos todos: Trikos hacía el trabajo solo, únicamente había que recordarle de vez en cuando que tenía que avanzar.
La primera noche que habíamos pasado, cobijados en el carromato, Dolgy Vranc había seguido quizá dos horas más, en la oscuridad, antes de permitir a Trikos un descanso bien merecido. El segundo día, el candiano se había pasado muchas horas tirando de la carreta con nosotros dentro. Desde luego, su aguante era impresionante.
Con las riendas en la mano, giré la cabeza hacia el cielo que descargaba sobre nosotros cubos enteros de agua. Fruncí el ceño.
—¿Cuántas horas crees que quedan para el anochecer? —pregunté.
Deria resopló, la mirada fija en la lluvia y en la crin del caballo.
—Ya sabes, yo no tengo ni idea de cielos y estrellas —me dijo.
—Unas dos horas —me contestó Murri, detrás de nosotras—. Aj. Si hubiese sabido que saldríamos tan de repente, me habría llevado la piedra de Nashtag del laboratorio. Habría podido ser útil.
—¿Piedra de Nashtag? —repetí, asombrada—. ¿Tienes una piedra de Nashtag?
—En la academia —asintió Murri—. Márevor Helith me la regaló.
Las piedras de Nashtag eran muy comunes en el Imperio de Iskamangra. Según los libros y los testimonios que había podido oír, la gente tenía muros enteros de sus casas hechas con Nashtag, y tenían mucho ojo para evaluar la hora que era según los matices de color que iba cogiendo la piedra a lo largo del día. Recordaba que el maestro Yinur nos había enseñado a leer la hora en el Nashtag, pero ahora me temía que se me habían olvidado unas cuantas cosas sobre el tema. Era poco común ver piedra de Nashtag en Ajensoldra, donde alguien con un reloj así era considerado excéntrico cuando no simpatizante de los iskamangros. No por nada se les llamaba a los iskamangros Súbditos del Nashtag: con esa piedra hacían sus casas, sus palacios, sus torres y, en definitiva, vivían rodeados de Nashtag. En Ató, siempre se le había dado mala imagen a dicha piedra, y estaba claro que eso les venía bien a los relojeros ajensoldrenses.
Cuando la oscuridad del día fue haciéndose cada vez más densa, nos detuvimos. Dolgy Vranc se ocupó de Trikos bajo la lluvia que seguía cayendo, aunque, como observó Aryes, caía con menos fuerza. Comimos lentejas frías y pan, cantamos un poco más y luego nos acostamos.
Sólo en ese momento me volvió un detalle en mente: llevaba dos noches sin sentir los efectos de la poción. Era una noticia esperanzadora, pero no por eso me sentí más aliviada. ¿Y si de pronto me transformaba en plena noche? ¿Y si me veían antes de que pudiera esconderme?
“¿Estás segura de que lo que te pasa no es normal?”, me preguntó Syu, medio dormido, junto a mí.
En la oscuridad de la carreta, hice una mueca que se asemejaba a un rictus nervioso.
“¿Acaso has visto alguna vez a un saijit cubrirse de marcas extrañas y sentirse arder por dentro como si tuviese metida una hoguera o algo así?”
“Aparte de ti, a nadie”, admitió Syu. “Pero hay muchos saijits que no hemos visto.”
Sonreí. En eso tenía razón, ¡había miles y miles de saijits que no vería en mi vida! Negué con la cabeza, sin embargo.
“No, Syu. Estoy segura de que lo que me ocurre no es normal. Y sé lo que provocó esto. Pero no sé remediarlo. Y… si Seyrum decía que ignoraba cómo reparar los daños causados… quizá sea más difícil remediarlo que quitarme a Ribok de la cabeza. Al menos, para lo de Jaixel, ya sabemos más o menos lo que hay que hacer.”
Syu se estiró y se acurrucó contra mi brazo.
“No pienses más”, me aconsejó. “Pensar bajo la lluvia suele dar más pesadumbres que alegrías.”
“¿Eso es otro proverbio gawalt?”
El mono sonrió y abrió un ojo.
“No. Los monos gawalts no sólo repiten, también crean proverbios.”
“Lógico”, razoné, bostezando. “Nada sale de la nada.”
“Menos los plátanos”, me recordó Syu. “Me debes doce plátanos.”
“¡Doce plátanos!”, gruñí. “¿Piensas comértelos todos seguidos?”
Syu hizo una mueca meditativa y asintió, pero luego se corrigió:
“Le daré uno a Aryes y otro a Deria.”
“Vaya, ¿y por qué?”, pregunté, sorprendida.
“Porque los gawalts saben compartir con los amigos”, soltó, orgullosamente. “Y además, Aryes me compró una vez dos plátanos en el mercado, y Deria sabe tocar música.”
“¿Y a mí no me darás ninguno? Hoy he cantado, además Laygra dice que tengo buena voz”, le dije, con una sonrisa divertida.
“Tú eres quien me debe doce plátanos”, me recordó el mono.
“De acuerdo”, repliqué, volviendo a bostezar. “Te quedarán diez plátanos. Si te da un atracón, no me culpes.”
“¿Cuándo?”, preguntó Syu, después de un silencio.
“Cuando lleguemos a Ombay”, le prometí.
* * *
Llegamos un día más tarde de lo previsto, por la intemperie, y porque nos encontramos no muy lejos de Ombay con que se había caído un árbol enorme en medio de la ruta. El viento se había levantado aquella noche y había soplado tan fuerte que a veces vimos a Trikos titubear sobre sus cuatro patas. Hacia media mañana, sin embargo, el viento se calmó, pero volvió a soplar a eso de las cuatro. Hacia las seis de la tarde, nos encontramos con una fila de carretas paradas y cargadas de mercancía. Nos enteramos de que se había caído un árbol en la vía y estuvimos esperando durante dos horas antes de que llegara un grupo de leñadores para cortar el tronco en cachos. Pese a estar bajo una lluvia torrencial, trabajaron rápido. Luego, utilizaron dos caballos de tiro y lograron despejar la vía. Sin más dilaciones, las carretas continuaron su viaje con prisas. Las expresiones de los cocheros y conductores reflejaban irritación y enfado: ya que el tiempo no era muy alegre, que un tronco les retrasara el viaje les había avinagrado el carácter y se gritaban entre ellos para que avanzasen más rápido.
A la mañana siguiente, entramos en Ombay. Entramos en un momento en que tan sólo lloviznaba y la gente, que había permanecido encerrada durante largo tiempo, había salido a pasear por las calles, indiferente a la fina lluvia que caía. Como Ombay está rodeada de llanuras, campos y viñas, no se podía ver la real extensión de la ciudad desde donde estábamos. Sin embargo, supe de inmediato que jamás había visto una aglomeración tan grande.
Durante el viaje, habíamos seguido muchas veces la ruta paralela a la costa y habíamos pasado por algún pueblecito pesquero, evitando sin embargo los albergues y posadas porque a Dolgy Vranc no le pareció buena idea y pretextó que los Istrags quizá estuviesen siguiéndonos. No habíamos advertido el menor indicio de que alguien nos estuviese siguiendo, pero no protestamos. De todas formas, bajo el toldo impermeable, estábamos a gusto en el carromato. El único que no podía estar tan contento era Trikos.
Pues bien, después de tres días de atravesar prados, bosques y colinas, ver la gran extensión de campos frutales y cultivos y luego darse poco a poco cuenta de que las granjas se iban convirtiendo en pueblos y en ciudad era algo asombroso. Entre el amasijo de tejados rojos y negros se alzaban tres torres gigantescas y redondas que eran lo triple de grandes que la Torre del Brujo, si no más.
Cuando nos aburrimos de ver desfilar calles, casas, carretas y gentes de todo tipo, empezamos a preguntarnos dónde estaba el albergue que Lénisu me había dicho que buscara: El Merendón. Nos quedamos atascados un cuarto de hora en una calle y en cuanto pudimos, tomamos una dirección diferente a la que tomaban todas las demás carretas mercantes.
—Bien… —mascullé, mirando por encima del hombro de Dol y Deria, sentados en el banco delantero—. ¿Y ahora por dónde?
Dolgy Vranc, sin contestar, arreó el caballo y avanzamos por una calle que ascendía suavemente para volver a descender muy suavemente también. Hacia la mitad de la calle, vi sentado, en una esquina, a un mendigo y tuve una idea repentina.
—¡Para!
Dol frunció el ceño e hice una mueca.
—Para, por favor, tengo una idea.
—¿Qué idea? —preguntó Deria.
—Descuida, Deria —le dije, pasando por encima del banco y saltando a tierra. Syu dio también un salto y soltó un grito de alivio al ver que el mundo no se había vuelto loco y que no se balanceaba como la carreta.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Murri, bajando también de la carreta.
—Decidme, ¿quién mejor que los mendigos conoce todos los lugares de una ciudad? —Enarqué las cejas ante sus expresiones y luego puse cara pensativa—. Eso lo leí en un libro.
—¿Las aventuras de Shakel Borris? —preguntó Aryes.
Se me iluminó el rostro.
—Las aventuras de Shakel Borris —confirmé.
Les di la espalda, aunque antes pude apreciar la expresión claramente divertida de Aryes. El mendigo tenía una pierna vendada y una cachava cruzada sobre las rodillas. Era humano y tenía la piel pajiza y los ojos azules y muy pálidos. Me dirigí hacia él con decisión.
—Buenas tardes —le dije alegremente—. Usted debe de saber muchas cosas acerca de Ombay.
El mendigo llevaba observándonos desde hacía un rato, pero cuando me vio dirigirse a él, se sobresaltó, como sorprendido, y me examinó con los ojos entrecerrados.
—Una limosna para un pobre tullido —graznó, tendiendo una mano arrugada y enfermiza.
—Oh —dije—. Er… quisiera saber dónde está el albergue El Merendón. ¿Lo conoce?
El mendigo asintió y miró significativamente su mano vacía. Afortunadamente, Murri me había seguido y, entendiendo el problema, sacó de su bolsillo una moneda de un décimo y se la puso en la mano al hombre. Yo no tenía nada tintineante en mis bolsillos aparte del shuamir.
—Los dioses se lo paguen, buen hombre —le dijo el mendigo a mi hermano. Entonces, clavó en mí sus ojos azules y añadió—: Dirigíos hacia la Calle de la Zapatería: para eso, tenéis que ir todo recto, hasta que acabe la calle, luego seguid la Avenida del Ámbar, todo recto hasta el final. Ahí está la Calle de la Zapatería. El albergue que buscáis está en una calle perpendicular a esa, la Calle de los Lum la llaman.
Nos dirigió una sonrisa desdentada y asentí con solemnidad.
—Muchas gracias.
—Os podría decir unas cuantas cosas de vital importancia para forasteros… por cinco décimos —dijo el mendigo.
Como yo no era quien tenía el dinero, enarqué una ceja hacia Murri, pero él negó con la cabeza.
—Ya conocemos la ciudad —replicó—. Pero gracias por la propuesta.
—Que pase usted una tarde agradable —solté.
Y volvimos a subir a la carreta. Dolgy Vranc arreó enseguida a Trikos y se giró hacia nosotros brevemente.
—Es una pena que Lénisu haya elegido El Merendón en vez del albergue por el que pasé hace unos meses con Aryes y Srakhi.
—¿Quieres decir que seguramente El Merendón es un albergue de baja categoría? —preguntó Laygra, con una mueca disgustada.
—No lo sé —contestó él—. Pero no me gusta lo desconocido.
Sobre todo cuando era Lénisu quien nos mandaba ahí, completé, con una mueca, entendiendo los pensamientos del semi-orco. Sin embargo, yo confiaba en que Lénisu sabía adónde nos mandaba.
La Calle de la Zapatería estaba prácticamente colapsada por los numerosos transeúntes y a partir de ahí avanzamos más despacio. Trikos permanecía curiosamente tranquilo entre la multitud y empezaba a entender por qué Lénisu le tenía tanto aprecio: aquel caballo era único.
El Merendón resultó ser un impresionante edificio de tres pisos, lleno de ventanas y rodeado por un corredor y arcos de medio punto. Tenía un tejado empinado de pizarra y chimeneas por todas partes, aunque naturalmente ninguna de éstas funcionaba porque, pese al cielo gris y a la llovizna que seguía cayendo, hacía calor.
La puerta principal del albergue estaba al fondo de un pequeño corral cernido por el edificio. Era una puerta de madera que, abierta de par en par, dejaba entrar y salir a gente de todo tipo. Arriba de la puerta, rezaba un letrero dorado «Pensión del Merendón».
Nos habíamos bajado del carruaje para ver mejor. Aposté a que ninguno esperaba encontrarse con un albergue tan grande. ¿Realmente quería Lénisu que nos quedáramos ahí seis días?
—Voy a entrar —dijo Dolgy Vranc, deteniendo el carruaje y apeándose—. Alguien tiene que cuidar del carruaje. ¿Murri?
Mi hermano asintió y acarició el lomo de Trikos con una mano afectuosa mientras nos dirigíamos hacia la puerta principal. En realidad, el edificio no era lujoso, pero estaba limpio y tenía muchas comodidades. La persona que nos atendió era una joven humana morena de cara de caballo y pelo de cuervo que miraba a las personas como si tuviera la intención de despellejarlas ahí mismo si las pillaba haciendo algo ilícito.
Varias veces, mientras hablaba Dolgy Vranc con ella, bajó gente de las escaleras y todos la saludaban respetuosamente diciéndole: «Buenos días, señora Yen». Y ella les contestaba con un tono invariablemente receloso.
En total, nos salía cincuenta kétalos la noche. Hubiera sido una barbaridad si el edificio se hubiera ubicado en Ató, pero en Ombay, al parecer, todo era caro menos el pan y las palabras.
El ambiente, en sí, no era malo, y una vez que nos hubimos ocupado de alojar a Trikos, subimos todos a nuestras habitaciones, al segundo piso. Las tres habitaciones eran de dos personas. Primero, Dol abrió la puerta de la habitación que daba a la calle. Tenía dos camas contra el muro y una gran ventana con cortinas verdes.
Yo compartí con Aryes y Laygra con Deria los cuartos que daban al corral, y como no teníamos gran cosa para dejar en los cuartos, menos la caja de madera de tránmur de Lénisu, las capas, los sacos, la cuerda, las cerillas y alguna que otra provisión que se podía transportar fácilmente, pues rápidamente nos encontramos todos en el corredor, sin saber qué hacer. Así que, poco después, salimos a la calle a curiosear.
Muchos de los que se alojaban en El Merendón eran estudiantes pues, como pudimos comprobarlo, la universidad de Ombay estaba a cuatro manzanas de la pensión. Nos pasamos el día visitando esa parte de Ombay y Aryes y Dol nos mostraron el albergue donde se habían hospedado con Srakhi durante varias semanas, antes de dirigirse hacia Dathrun. Luego, por supuesto, cuando pasamos por el mercado, le compré doce plátanos a Syu con unas cuantas monedas que me dio Dol. Con toda la alegría del mundo, el mono se comió cuatro enteros antes de pensárselo más detenidamente y pedirme que guardara los otros y los llevara de vuelta a la pensión. Sin embargo, me confesó que no se sentía a gusto en un sitio tan plagado de saijits.
“Huele a saijit por todas partes”, se quejó mientras el sol empezaba a desaparecer detrás de los tejados.
Olía a suciedad, barro y polvo.
“Eso no es olor a saijit”, le dije con una sonrisa burlona. “Es el olor de las ciudades grandes. En el Puerto de Dathrun también olía un poco así, ¿recuerdas?”
“Cuando digo que huele a saijit, huele a saijit”, insistió el mono, sacudiendo la cabeza y desapareciendo entre la gente.
Fruncí el ceño al verlo desaparecer.
“¡No te pierdas!”, le dije.
Recibí, por toda respuesta, un gruñido altivo.
—Amigos míos —pronunció Dolgy Vranc, mientras nos encaminábamos ya hacia la pensión—. ¿Qué queréis cenar hoy?
Su pregunta generó toda una controversia. Llevábamos días comiendo pan seco y tiras de carne seca, todo comida fría, y empezábamos, no a pasar hambre, pero sí a desear una buena sopa caliente. Al menos, en mi caso.
En la última hora, se había puesto a llover otra vez de veras pero la puerta de la taberna a la que llegamos, cobijada bajo una tejavana, permanecía abierta, y del interior salían ruidos de voces, gritos y carcajadas. La taberna no estaba muy lejos de la pensión y estaba llena a rebosar de estudiantes pero también de algún que otro burócrata. Reconocí por sus señas a tres escribanos, un abogado y cinco guardias.
Nos sentamos a una mesa en silencio y preguntamos cuál era el menú. Había trucha, anchoas, sopa de puerros, arroz, ensalada, ternera y fruta… comimos hasta saciedad. Yo misma me comí un plato entero de sopa, anchoas, una pera y tres zanahorias. ¡Todo un festín!
Teníamos dinero para vivir al menos dos semanas, y sabiéndolo, me sorprendí al sonreír sin razón alguna. Un estudiante músico tocaba con su guitarra una música alegre y las voces y risas alimentaban el ambiente.
—No nos durmamos —nos avisó Dolgy Vranc, golpeando la mesa con sus dos manos haciendo que nos sobresaltáramos—. Volvamos a la pensión.
Pasamos dos días así, sin incidentes. Syu comía toda la fruta que quería, Aryes y yo seguíamos enseñándole a Deria cosas sobre el jaipú y las energías, Dolgy Vranc se paraba en cada tienda de juguetes para ver los modelos, en busca quizá de nuevas ideas para su propia colección… los únicos que no parecían tan tranquilos eran mis hermanos. Me costó entender por qué, pero al fin lo entendí: estaban esperando el día en que podrían volver a Dathrun y retomar las clases en la academia. Querían volver, y las circunstancias no se lo estaban permitiendo. Y yo no sabía qué podía hacer. Después de todo, todo dependía de ellos, si querían volverse, yo no podría impedírselo y lo entendería. Esos pensamientos y la ausencia de Lénisu eran los que me impedían sentirme feliz del todo.
Todas las noches, temía además volver a caer en ese extraño estado de transformación que me hacía sentir como si las llamas me estuvieran consumiendo entera. Pero pasó Garra, pasó Ventisca y no ocurrió nada. A veces, atormentada por algún temor, me quedaba un buen rato en vela, sin poder dormir, y escuchaba la respiración regular de Aryes, tratando de imitarlo y conciliar el sueño, y al final solía conseguirlo. Excepto la noche de Muérdago a Jabalina.
Aquella noche, apenas dormí. Primero, sentí la misma sensación de calor insoportable recorriéndome el cuerpo. Le siguió una oleada de miedo que indudablemente era sólo fruto de mi reacción. Aryes dormía apaciblemente en su cama mientras que el estrépito de la lluvia que chocaba contra el adoquinado se volvía cada vez más atosigante… entonces, sentí una convulsión recorrerme todo el cuerpo, di un respingo y, sin esperar más, me levanté de un bote y me dirigí hacia la puerta discretamente, con el corazón latiéndome a toda prisa y con la sensación de estar levitando para evitar pisar un suelo en llamas. Pero era inútil huir de mí misma.
Salí de todas formas, con la firme intención de seguir ocultando lo que me ocurría. No tenía ni idea de qué me pasaba y no quería que los demás creyesen que era algún tipo de pájaro de mal agüero atrayéndome todas las desgracias. De modo que cerré la puerta detrás de mí con suma precaución y me dirigí hacia las escaleras, rozando con mis pies la alfombra del pasillo. Había dos lámparas encendidas, pero eso, lejos de agradarme, me intranquilizó. ¿Y si me veían? ¿Y si…?
Llegada al final del pasillo, me detuve en seco, contemplándome en el pequeño espejo que había contra el muro. Mi rostro estaba cubierto de marcas de un negro profundo, como las que se pintaban algunas curanderas para realizar sus rituales curativos. Abstraída totalmente por aquella imagen reflejada, alcé una mano y me toqué la marca con la yema de un dedo. Noté cómo un relámpago energético me recorría el cuerpo de la mano hasta el rostro. Entonces me miré a los ojos y me quedé petrificada por un momento: tenía los ojos rojizos y las pupilas se habían convertido en finas rendijas, como los gatos en la oscuridad. Daba miedo. Pero ¿podía acaso alguien tener miedo de sí mismo?
Una sonrisa con dientes levemente afilados apareció en la imagen y volvió a desaparecer de inmediato, transformándose en una mueca. Aquello era una pesadilla, me dije. Cerré los ojos y los volví a abrir. La imagen seguía ahí, inalterable. Con un suspiro, le di la espalda al espejo y me pregunté si algún día dejaría de meterme en líos. Porque si continuaba así, acabarían saliéndome cuernos y alas.
Oí un ruido de pasos en las escaleras y el pánico me invadió. Alguien estaba subiendo.
Así que me dirigí hacia las escaleras que llevaban al último piso y subí los peldaños a toda prisa, imaginándome oír algún grito de terror detrás de mí, pero no hubo ningún grito. Sin embargo, cuando llegué al último piso, seguí oyendo los pasos que subían. Subían lentamente, como inseguros, y me dije que tenía que tratarse de algún estudiante cuyos reflejos la bebida había alterado.
Decidí utilizar las armonías y esconderme, y me di cuenta de que no sabía por dónde empezar. Era una extraña sensación que pronto me causó otra especie de pánico: la facilidad con que siempre había conseguido utilizar mis energías armónicas y mi jaipú se había evaporado y acababa de reparar en ello, en el peor momento posible.
Los pasos se acercaban y yo permanecía quieta y anonadada, en medio del pasillo, sin saber qué hacer, demasiado aterrada. Me sentía como si de pronto me hubieran convertido en otra persona a la que apenas conocía. Intentar controlar mi jaipú era como si intentase controlar el jaipú de otra persona. Era terriblemente desorientador.
El joven que apareció en el pasillo tenía unos dieciséis años y avanzaba con un paso tambaleante. Sus ojos vidriosos parpadearon, se fijaron en mí un largo rato, como tratando de saber si lo que estaba viendo era verdad o mentira, y luego sacudió la cabeza, dio un paso adelante y yo di un paso atrás. Él parpadeó, borracho, metió la mano en su bolsillo y por un breve instante me imaginé que iba a sacar algún puñal y clavármelo en el pecho gritando de terror, pero no, sacó una llave, tanteó la puerta que estaba junto a mí y empezó a buscar la cerradura.
Estuvimos así quizá un minuto entero, él apoyado contra la puerta y con la llave en su mano temblorosa, y yo observándole, paralizada en mi sitio. Pero él no conseguía meter la llave en la cerradura y al cabo solté un gruñido exasperado, reponiéndome de mi estatismo, y dije:
—Dame eso, ya te la abro yo.
Le quité de las manos la llave, la metí en la cerradura y le abrí la puerta con rapidez.
—¿Eres mi hada madrina? —me preguntó con una voz poco firme.
—Toma —le repliqué, poniéndole otra vez la llave en la mano—. Y buenas noches.
—Mi ángel guardián —murmuró, frotándose los ojos como para despejarse.
Pero yo ya estaba lejos, bajando las escaleras a toda prisa con la firme intención de esconderme en algún lugar más seguro.