Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego
Al día siguiente, desperté, y tardé un momento en entender por qué me sentía extraña. Pero al de unos minutos, caí en la cuenta: no había soñado cosas raras. Eso me hizo sonreír tontamente durante todo el desayuno. Deria y Aryes también estaban de buen humor, y Dolgy Vranc se removía, inquieto, como si tuviese prisa por ponerse en camino. Murri y Laygra, sin embargo, estaban más silenciosos. En cuanto a Lénisu y Srakhi, no los encontramos por ningún sitio y supusimos que tendrían que acabar algún asunto antes de prepararse para el viaje.
Por primera vez, me di cuenta del temor que le tenía el semi-orco a los barcos. No quería ni oír hablar de un viaje por barco.
—No, no, no, el barco no —nos decía Dolgy Vranc—. Los barcos son muy poco seguros y se mueven como si fuesen a volcarse o a zozobrar en cualquier momento. No, ni hablar.
Syu, cuando se enteró del tema de la conversación, apoyó a Dol incondicionalmente.
—Nos ahorraría muchos días de viaje —protestó Aryes.
—Sí, tantos que si nos morimos ahogados, nos ahorrará toda la vida —replicó Dolgy Vranc.
—No seas de mal agüero —le dije—. Los barcos no se hunden todo el tiempo. Si no, nadie se molestaría en construirlos.
—No sé —dijo Deria, incómoda—. ¿No sería mejor ir por tierra?
Entendía perfectamente las reservas de Deria porque a mí tampoco me hacía mucha ilusión viajar por barco. Sólo con imaginarme flotando sobre unas tablas de madera en medio de una vasta extensión de agua salada, me sentía mareada. Pero era la manera más rápida de llegar a Acaraus y había acabado por apoyar la idea de Aryes.
No resolvimos nada en el desayuno y como Lénisu no volvía, nos ocupamos como pudimos. Así que fuimos todos juntos al mercado para hacer nuestros preparativos. De paso, observé que la gente estaba muy animada.
—Andad con cuidado —nos dijo Murri—. He oído que hay cada vez más altercados. La gente está que trina con los impuestos de guerra.
Agrandé los ojos, atónita.
—¿Las Comunidades están en guerra?
Mi hermano puso los ojos en blanco.
—Hace más de treinta años que las Comunidades no se matan entre ellas. No, el problema es que al Consejo le han ido mal estos últimos años. Hay muchos bandoleros por los caminos y mucho ladrón sobre los tejados. Además, está la historia de los yedrays. —Sentí un escalofrío al oír esa palabra y me esforcé por guardar la calma—. Sothrus me contó que en su pueblo ahorcaron a dos que querían pegarle fuego al almacén de comida.
—Vaya —dije—. ¿Y dónde está ese pueblo?
—No muy lejos. A unos quince kilómetros de aquí. Escalofriante, ¿eh? —dijo, sonriente.
Palidecí y asentí.
—¿Cómo sabían que eran yedrays? —preguntó Laygra, escéptica—. Podrían ser unos simples delincuentes.
Murri se encogió de hombros.
—Sothrus dijo que nunca los había visto. Eran forasteros.
Laygra resopló, sarcástica.
—Eso no prueba nada.
—Supongo que lo verificarían —replicó Murri, impacientándose—. Qué sé yo.
—Quizá lo fueran —lo tranquilizó mi hermana—. Pero sé cómo es la gente cuando tiene miedo.
Su mirada hablaba por sí misma. Sin decirlo, sólo quería recordarle a su hermano que ellos también habían sido tratados como seres malditos, hijos de nakrús. Todo era, por supuesto, pura quimera nacida de rumores salidos de rumores. Pero era la prueba de que la gente no tenía límites cuando creía en algo, fuera mentira o fuera verdad. Y además, Murri parecía haber olvidado que, según Márevor Helith, nuestro padre, Zueryn Úcrinalm, había sido un yedray.
—De todas maneras, eran delincuentes —insistió Murri.
—¿Creéis que habrá yedrays en Dathrun? —preguntó Deria, con aprensión.
—No lo sé, y no lo quiero saber —contestó Murri. Tragué saliva con dificultad y miré a otro lado.
—Venga, dejad de hablar de mala gente e id pensando un poco en lo que necesitaremos para el viaje —nos interrumpió Dolgy Vranc, volviéndose hacia nuestro pequeño grupo.
—Se avecina el invierno, necesitaremos unas capas más calientes —dijo Aryes con pragmatismo.
El semi-orco asintió.
—Buena idea. A ver, vosotros que os conocéis las tiendas de memoria, ¿por dónde vamos?
La tienda adonde nos llevó Laygra era muy cara y salimos con las manos vacías.
—Bah, ¿noventa y nueve kétalos por una capa? —gruñó Dolgy Vranc, incrédulo—. Si hubiera sabido que la gente compraba a ese precio, habría vendido mis osos voladores a treinta kétalos.
—Las capas cubren —replicó Laygra.
El semi-orco la miró de mal modo y mi hermana se ruborizó, dándose cuenta de que había metido la pata. Finalmente, nos compramos cada uno una capa en una tienda que estaba en una calle contigua. Ciento veintiséis kétalos para seis capas. Era un precio más razonable. Desde luego, las capas eran lejos de ser elegantes, eran de tela parda y basta y seguramente de segunda o tercera mano, pero eran calientes, es decir, cumplían con su función de capa de viaje.
Compramos además cinco sacos de cuero resistentes, tres cajas de cerillas y una cuerda. Cuando le preguntamos a Dolgy Vranc que para qué necesitaríamos la cuerda, nos contestó con solemnidad:
—Cualquier hombre precavido procura viajar con un poco de cuerda
Así que compramos diez metros de cuerda buena por treinta kétalos.
—Por cierto —dijo Aryes, en el camino de regreso a casa—, nos hemos olvidado de la comida.
Dolgy Vranc se encogió de hombros.
—Cabe esperar que Lénisu se ha ocupado de ello.
Enarqué una ceja pero no dije nada. Al llegar a casa, vimos a Lénisu en el umbral, gesticulando y dando vueltas con impaciencia.
—¿Pero qué estabais haciendo? —preguntó, acercándose a nosotros con aire alterado.
—Hemos comprado capas y sacos, tío Lénisu —contesté alegremente.
Lénisu abrió y cerró la boca un par de veces y luego soltó un lamento.
—¿A quién se le ocurre dejar una casa como ésa sin vigilancia? —gritó, desesperado—. Deberíais haber dejado las ventanas abiertas, ya que estabais.
Nos quedamos mirándolo, boquiabiertos.
—¿Alguien ha entrado a robar? —preguntó entonces Dolgy Vranc con tranquilidad—. ¿Qué han robado? Adentro no había nada muy valioso, aparte de unas decenas de brazaletes y mis palos de madera.
—Quédate con tus estúpidos palos de madera —siseó Lénisu, agitado, volviéndose hacia la casa—. Baah, idos al infierno.
Entró en casa dando grandes zancadas y se oyó la puerta de su cuarto golpear brutalmente al cerrarse.
—Vuestro tío se comporta como un niño —comentó Dolgy Vranc—. Bueno, vamos allá. Dejemos todos estos sacos dentro. —Frunció el ceño y añadió—: Espero que no se hayan llevado nada del mobiliario porque no nos pertenece.
Para tener antecedentes de contrabandista, Dolgy Vranc tenía un alma llena de virtudes, pensé.
Entró el semi-orco y lo seguimos. Me paré junto al umbral, al ver una sombra moverse en la arena. Sonreí anchamente.
“¡Syu! ¿Qué tal estás? ¿Dónde te habías metido?”
Aquella mañana no lo había visto y había empezado a preocuparme. El mono gawalt me alcanzó y miró a ambos lados del camino, como con aire desafiante.
“He visto a gente entrar entre esos muros”, me reveló, al ver que lo miraba, perpleja.
“Oh. ¿Los has visto? ¿Se llevaron algo?”, pregunté. El mono gawalt asintió. De pronto, palidecí y metí la mano en el bolsillo. Resoplé de alivio. El Amuleto de la Muerte estaba ahí.
“Lo llevaban todo en un saco muy gordo”, dijo. “¿Habéis comprado comida?”
Sabía que para Syu «comida» significaba fruta rica.
“Hemos comprado otras cosas”, dije, enseñando el saco que llevaba. “Pero seguro que queda algo en la despensa.”
“Si no se lo han llevado esos condenados”, replicó sombríamente el mono, siguiéndome adentro.
Reprimí una sonrisa al imaginarme a unos ladrones entrando en una casa para robar subrepticiamente un cuenco de manzanas.
En el interior, los demás habían posado su carga en una esquina del comedor y ahora hablaban discretamente.
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntaba Laygra en voz baja.
—¿Cómo sabe que han pasado ladrones por aquí? No veo que falte nada —dijo a su vez Aryes con el ceño fruncido, mirando a su alrededor.
—Quizá hayan sido yedrays —murmuró Deria, con los ojos agrandados.
Puse los ojos en blanco.
—Syu los ha visto. Al parecer, salieron de aquí con un saco lleno.
Se giraron todos hacia mí y luego hacia el mono gawalt, quien les devolvió una mirada desapasionada.
—¿Syu los ha visto? —repitió Murri—. ¿Qué llevaban en el saco?
“No soy ningún estúpido adivino saijit”, masculló el mono.
—Dice que no tiene ni la más remota idea —contesté.
Laygra se echó a reír.
—Te habría ido bien la traducción —comentó.
Le sonreí, divertida. En ese momento, se abrió la puerta del cuarto de Lénisu en volandas, y mi tío apareció, precipitándose hacia el mono.
—¿Qué pinta tenían? ¿Hacia dónde iban? —preguntó, amenazándolo con un dedo.
Syu bufó y se apartó de él mientras yo fruncía el ceño, contrariada.
—¡Lénisu! —protestó Laygra, cruzando los brazos y fulminándolo con la mirada—. Deja de asustarlo.
Syu miró a Laygra con cara de pocos amigos.
“¿Yo? ¿Asustarme? Pff”, dijo, emitiendo un cómico ruido con sus labios salientes. Algo salió disparado de su boca y me golpeó en plena cara.
—Beeej —dije, frotándome la cara. La sustancia era pegajosa y olía a azúcar. Era…
—¿Caramelo? —pronunció entonces Laygra, agrandando los ojos—. ¡Syu! ¡Ya sabes que los chuches son muy malos para los dientes! ¿Quieres acabar desdentado o qué?
Syu se encogió, con aire culpable. Y entonces Laygra se giró hacia mí. Ay, me dije.
—¡Shaedra, jamás deberías haberle dejado hacer algo así!
Hice una mueca y bajé la mirada hacia el suelo. Laygra era muy estricta en lo que se refería a la dieta. Yo podría haberle dicho a Syu cien veces que dejara de comer golosinas, nunca habría conseguido el efecto de un sermón de Laygra.
—¿Quieres dejar de atormentar al mono? —soltó entonces Lénisu—. Tengo preguntas que hacerle.
Pero Laygra ahora se había convertido en una intransigente veterinaria y tuvieron que insistir todos antes de que mi hermana dejara de gritarnos a Syu y a mí. Al cabo, Laygra nos miró a todos con los ojos entornados.
—¿Qué? —soltó, desafiante—. La salud es importante. No soporto a los que no saben controlarse y obviamente Syu no sabe controlarse —dijo, fulminando al mono con la mirada—, y Shaedra no sabe hacerlo obedecer.
Syu y yo nos quedamos boquiabiertos. ¿Yo? ¿Hacerle obedecer a Syu? Adiviné sin dificultad el pensamiento de Syu: ¿desde cuándo un mono gawalt obedecía a un saijit? Intercambiamos una mirada y nos echamos a reír ruidosamente.
Laygra puso cara enojada, nos dio la espalda y subió las escaleras pisando fuerte.
—¡Os habré avisado! —dijo—. Syu, ¡volverás a tu casa, te lo prometo! No dejaré que tomes malas costumbres.
—Qué habéis hecho —se lamentó Murri, cuando Laygra se hubo encerrado en su cuarto—. Va a estar enfadada durante días.
—Ya se repondrá —replicó Lénisu, con la mirada fija sobre el mono—. Ahora tenemos asuntos más urgentes. Mono gawalt, ¿serías capaz de guiarme hasta donde han ido los ladrones?
Observé enseguida el cambio de actitud de Syu. Cada vez que se ponía en duda su capacidad para hacer algo, su orgullo gawalt se avivaba como el fuego.
“Yo soy capaz de hacer un montón de cosas, tío Lénisu”, contestó el mono, burlón. “Soy un mono gawalt.”
“Syu, ¿estás seguro?”, le pregunté, frunciendo el ceño. No podía imaginarme al mono rastreando la huella de unos ladrones en una ciudad. La mirada entornada de Syu me disuadió de emitir más dudas sobre el tema.
Cuando le hube traducido a Lénisu sus palabras, mi tío tuvo una sonrisa torva.
—Entonces, demuéstramelo.
Syu se puso manos a la obra. Dio varias vueltas por la casa y luego salió. Lo seguimos todos, con curiosidad. La estima que le tenían los demás parecía haber subido como una flecha.
—Lénisu… —dije, mientras Syu daba vueltas alrededor de la casa haciendo gestos exageradamente teatrales—. Parece como si te hubieran robado algo importante.
Syu se apartó de la casa y nos hizo señales. Al parecer, había encontrado alguna pista para rastrear a los ladrones. Lénisu me miró con aire interrogante y asentí. Entonces, se giró hacia todos nosotros y sacó un papel.
—Id a esta dirección. Ahí tendréis que recoger una carreta de cuatro ruedas, con toldo sin agujeros y con un caballo de pelaje rojizo, de raza candiana, que responde al nombre de Trikos. —Entrecerró los ojos—. No os dejéis engañar, esa gente aprovecha cualquier ocasión… dentro del carruaje, tendrá que haber tres sacos llenos de comida, dos barriles llenos de agua, tres botellas de aguardiente, cinco mantas y una caja de madera de tránmur rectangular, un poco pesada, de unos veinte centímetros… —Suspiró y sacó también una bolsa que tintineaba—. Ochocientos kétalos. Únicamente si tienen todo lo que he dicho, ¿entendido? Si no, dais media vuelta y os vais.
Dolgy Vranc se encargó de coger la bolsa y el papel, al que echó una ojeada rápida.
—Lo haremos —aseguró.
—Bien —Lénisu abrió la boca y levantó la mano con aire nervioso—. Trikos, ¿eh? Que no os pongan a un caballo enfermo.
Pareció querer añadir algo pero se lo pensó mejor y dio media vuelta.
—Adelante, mono gawalt.
Syu salió disparado hacia Dathrun y Lénisu lo siguió con rapidez.
—Iré yo —dijo Dolgy Vranc—. Vosotros quedaos aquí. No sea que nos roben también lo que acabamos de comprar.
—Así que tenía el viaje preparado con antelación —comentó Murri, pensativo.
—Pero eso es sólo una parte de lo que está tramando —mascullé. Y con una inspiración honda, eché a correr hacia Dathrun, cubriendo poco a poco la distancia que me separaba de Lénisu. Ignoré los gritos detrás de mí y seguí adelante. La última vez que había visto a Lénisu tan nervioso había sido cuando se había enterado de que había hecho un trato con Dolgy Vranc, en Ató. ¿Qué le habían robado y quiénes eran los que lo habían hecho? ¿Por qué Lénisu no quería contestarme? No podía dejar pasar esas preguntas sin buscarles una respuesta.
Nos adentramos en los barrios del Puerto, bajando callejuelas y subiendo escaleras. Al cabo, inesperadamente, Lénisu se detuvo y se giró hacia mí, exasperado.
—Sobrina, por favor, vuelve con los demás. Vamos, ¿no quieres ver a Trikos? —Sonrió ligeramente—. Es un caballo encantador.
Hizo una mueca al ver que mi expresión decidida no se inmutaba.
—Si Syu quiere decirte algo, no podrás entenderle a menos que alguien te traduzca lo que dice —argumenté.
Lénisu puso cara resignada, levantó las manos y las volvió a dejar caer, derrotado.
—Muy bien. Entonces, adelante.
Seguimos a Syu a través de una calle angosta y desembocamos finalmente en un pequeño patio lleno de cajas vacías. Del otro lado, se estaba construyendo una casa de dos pisos pero aquel día no había obreros trabajando. El patio estaba vacío.
El mono se detuvo y se sentó sobre una tabla de madera, mordiéndose los dedos, como reflexionando a toda prisa.
—¿Y bien? —preguntó Lénisu, después de observar su alrededor con el ceño fruncido.
—Syu dice que deberían estar aquí —murmuré, mirando a mi alrededor, alerta.
—¿Lo dice su sexto sentido? —replicó él, sardónico.
“¿Cómo sabes que deberían estar aquí?”, le pregunté a Syu.
El mono gawalt hizo una mueca y desvió la cabeza, sin contestarme. Luego se giró hacia mí y confesó:
“Los seguí. Y luego fui a dar una vuelta por el mercado.”
“A robar caramelos”, aposté. “Así que todas esas vueltas a la casa y esas mímicas eran puro teatro, ¿eh?” El mono adoptó una expresión culpable y puse los ojos en blanco. “¿Se pararon aquí?”
“¿Te refieres a los saijits que seguí? Se quedaron ahí durante largo tiempo”, dijo, señalando un escondite entre barriles y materiales de construcción. “Luego, me aburrí y me fui.”
Cuando se lo hube repetido a Lénisu, éste se agachó y se aproximó al escondite señalado. Detrás de unas tablas de madera carcomidas por la lluvia y los insectos, descubrimos una abertura en el suelo tapada por una especie de trampilla cubierta de telas mohosas.
Intercambié una mirada con Lénisu y supe que pensábamos lo mismo: los ladrones habían desaparecido por ahí.
“Dime, Syu, ¿veías a los saijits o solamente los viste esconderse detrás de estos barriles?”, pregunté.
El mono se encogió de hombros.
“No recuerdo. Ya te lo he dicho: me aburrí de esperar a que hiciesen algo, así que me fui. Los caramelos al menos no hay que esperarlos.”
“Eso díselo a Laygra”, repliqué, burlona.
—Espérame aquí —dijo Lénisu en voz baja. Abrí la boca para protestar pero él me fulminó con la mirada—. Espérame aquí —repitió. Su tono no admitía réplica.
Desapareció en la abertura y Syu y yo nos quedamos solos, atrás. No paraba quieta. ¿Y si Lénisu se acababa de meter en un antro de asesinos?, me pregunté, palideciendo. ¿Y si lo aprisionaban? ¿Y si no volvía a salir? Cada pregunta que me traía mi traicionera mente dejaba un terror mayor en mi corazón acelerado y comprimido. Hasta llegué a culparle a Syu por haberle enseñado el camino, aunque luego retiré la acusación y me disculpé, avergonzada, sabiendo que él no tenía la culpa.
Estaba a punto de meterme en la abertura secreta cuando de pronto oí un ruido de pasos muy tenues… Me tiré al suelo. Justo a tiempo.
Dos segundos después apareció en el patio una ternian bastante joven que vestía como un marinero y tenía marcado en la frente un signo de rueda roja. ¿Qué…?
“¡Por aquí!”, dijo Syu.
Invoqué las armonías y con toda discreción me envolví en una capa mimética. Entonces, seguí al mono detrás de otro barril y me aparté un poco más de la abertura, convencida de que la recién llegada se dirigiría hacia ella. Y no me equivoqué. Sin apenas echar un vistazo hacia su alrededor, se sentó junto al agujero y se deslizó ágilmente en el interior. Desapareció tan silenciosamente como había llegado.
“Apuesto a que ese túnel lleva a una cofradía clandestina”, reflexioné.
El mono gawalt se removía, inquieto, y supe que se estaba aburriendo mortalmente. Puse los ojos en blanco.
“No puedes estarte tranquilo ni un rato”, le dije.
Dándose cuenta de que estaba dando vueltas sobre sí mismo, Syu se paró en seco y cruzó los brazos con aire formal.
“¿Qué hacemos? ¿La seguimos?”
Me sobresalté. “¿Qué?”, solté, incrédula. “¡No! Si es una cofradía, podría ser peligroso.”
“De acuerdo”, dijo Syu. Guardó silencio un momento pero al de un rato, repitió: “Entonces, ¿qué hacemos?”
Inspiré hondo, pensando frenéticamente. Realmente tenía que ser importante lo que le habían robado a Lénisu para que se atreviera a bajar por esa abertura, sin saber lo que había debajo. Al menos, para Lénisu tenía que ser importante, decidí. Me sentí completamente inútil al darme cuenta de que llevaba quizá más de una hora esperando y no había determinado aún qué iba a hacer.
Meterme en la abertura era una locura. Pero ir en busca de Dolgy Vranc no habría arreglado las cosas. Si realmente Lénisu se había metido en una cofradía, tenía que estar lleno de gente peligrosa… ¡Piensa algo!, me dije. Entonces recordé una frase que me había dicho Syu no hacía mucho: “Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer”.
Bien, me dije, levantándome. Mientras estaba viva, siempre podía hacer algo. Syu me contemplaba boquiabierta.
“¿Vas a entrar… por las palabras que te dije una vez?”
Asentí firmemente.
“A veces hay que actuar sin pensar.”
“No es lo que dice el proverbio gawalt”, protestó.
“Hace un rato propusiste que entráramos”, le repliqué, mordaz.
El mono gawalt gruñó y asintió:
“Entonces, entremos.”
Reptamos hasta la abertura y asomamos la cabeza.
“¿Qué ves?”, dije.
“Está demasiado oscuro”, se quejó Syu.
De pronto, oí un ruido sordo y retrocedí precipitadamente hacia mi escondite.
“¡Syu!”
El mono gawalt pegó un salto y vino a cobijarse junto a mí.
“¿Qué ha sido eso?”
“No parecía venir del agujero, sonaba como si hubiese alguien en algún tejado”, razoné.
Alzamos prudentemente los ojos y entonces vimos a un niño flaco y harapiento sobre el tejado de la casa más baja. No parecía tener mucho más de ocho años.
Syu me miró con un mueca sorprendida.
“Tienes buen oído”, comentó simplemente. Le sonreí, pero puse los ojos en blanco cuando añadió: “Casi como los gawalts.”
Me agazapé un poco más, porque desde donde estaba, el niño teóricamente podía vernos. Afortunadamente, parecía ocupado. Tenía en la mano un objeto. Un objeto que sostenía como si se hubiera tratado de algún trofeo.
Poco a poco, me fui deslizando hasta el muro, de manera que llegué a una zona desde donde ya no podía verme. A lo lejos, las campanas del templo doblaron dos veces con sonido de campana. Era la una de la tarde.
“¿Syu?”, dije, apretando mucho los labios, los ojos fijos en la abertura.
El mono no contestó. No hacía falta. Pensaba igual que yo. Llevábamos más de hora y media esperando. Lénisu no volvería a salir: la cofradía lo había raptado, por no pensar en algo peor… ¡No! Me enderecé bruscamente. Tenía que salvar a Lénisu. No podía perderlo otra vez.
Con los ojos fijos en el vacío, me levanté, agitada.
“¡Shaedra! ¿Estás bien?”
Asentí.
“Voy a vengarme de esos ladrones”, le prometí.
Y entonces, con un súbito impulso, me avancé hasta la abertura con rapidez y, visto y no visto, pasé por el agujero.