Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
Después de inscribirme, todo fue muy rápido. Laygra me proporcionó dos túnicas verdes de faunista, Murri me dio los horarios que se suponía tenía que seguir y hacia las seis de la tarde ya era una verdadera estudiante de Dathrun. Por un lado me alegraba ver que mis hermanos estaban contentos y que la enorme cantidad de dinero no les había escandalizado, aunque por otro lado, mi entrada en Dathrun significaba que me comprometía a quedarme, y eso iba contra mis sentimientos.
—Pagará —me dijo Murri cuando les confesé que tenía dudas sobre la beneficencia de Márevor Helith—. El dinero es lo de menos para él. En su mismo despacho tiene objetos que valdrían lo doble de esa cantidad.
—¿Ah? —solté, atónita, mientras pensaba que, en definitiva, quizá el modulador esenciático que me había presentado el profesor era más valioso de lo que parecía.
—De todas formas, al maestro Helith le interesa que estés de su lado —intervino Laygra en voz baja—. Hoy nos ha convocado a Murri y a mí.
Murri la miró con una cara sombría.
—Laygra, no creo que sea el momento apropiado…
—¿El momento apropiado para qué? —pregunté cruzándome de brazos.
Estábamos sentados en una mesa de la biblioteca. Laygra tenía un libro abierto de plantas e intentaba recopiar el esquema de una kíllesi de las montañas y Murri tenía al lado suyo una pila de libros de transmutación. Yo me había sentado junto a la ventana y me estaba leyendo Las aventuras de Shakel Borris. Si Aleria lo supiese ya me habría quitado el libro de las manos para reemplazarlo con algún Estudios sobre el arte invocatorio o Biografías de los más grandes faunistas desde el siglo cincuenta y dos hasta nuestros días. Y en ese momento eché de menos que no lo hiciera, aunque sin duda Shakel Borris era un aventurero divertido, ficticio pero con cierta clase.
La biblioteca se había ido vaciando poco a poco y los oídos indiscretos ya no podían oír nuestra conversación a menos que lo quisiesen realmente.
—Murri —gruñó Laygra—, ¿por qué siempre tienes que esconder cosas que nos conciernen a todos?
Murri puso una cara ofendida.
—Lo hago por su propio bien. No hace falta que todos carguemos con todo.
Laygra lo contempló como si estuviese probando algún sortilegio para leer sus pensamientos.
—¿Así que también hay cosas que no me has contado y que debería saber?
Murri parecía estar molesto y enojado a la vez.
—No. Cada uno tiene sus preocupaciones. Shaedra ya se preocupa bastante por sus amigos… parece que quieres hacerla explotar.
—Voy a explotar si no me decís ahora lo que tengo que saber —intervine tranquilamente—. Y no te preocupes, Murri, he estado en situaciones peores.
—¿De veras? —replicó Laygra—. Pues nuestra situación no es de lo más cómoda. —Bajó el tono de su voz—. Márevor Helith nos ha mandado hacer un trabajo. A los tres.
Agrandé los ojos y cerré el libro de Las aventuras de Shakel Borris.
—¿Una trabajo? ¿Pero qué se cree ese esqueleto de tres al cuarto? ¡Que yo sepa no estamos a su servicio! —exploté.
—No lo pide como un servicio. Dice que nos está ayudando a encontrar a Jaixel. A nosotros ya nos mandó hacerle un favor. Y Murri ya había hecho uno antes que yo…
—¿En qué consistían esos favores? ¿No serían peligrosos? —pregunté, inquieta.
—Depende de lo que consideras peligroso —dijo mi hermana con una mueca.
Murri suspiró y cerró el libro que tenía abierto.
—Salgamos de aquí. Este no es el mejor sitio para hablar de todo esto.
Salimos de la biblioteca y del edificio y nos dirigimos hacia la playa, bajando la colina en la que crecían escasas palmeras y algunos arbustos. Ya se había ido el sol, pero aún había estudiantes paseando por la playa, levemente iluminada por la hilera de linternas que atravesaba la colina siguiendo un camino que bordeaba un lado de la isla.
Nos cruzamos con un grupo de jóvenes que saludaron a Murri y a los que estreché la mano al presentármelos mi hermano uno a uno. Qué tradiciones más ridículas, pensé, al cogerle la mano al último del grupo.
—Vamos a Dathrun esta noche —declaró uno de ellos—. ¿Te animas?
Murri negó con la cabeza.
—Tengo que acabar los deberes de transmutación —dijo.
—¡Maldita transmutación! —exclamó uno de ellos, gruñendo—. Te aseguro que nos quita años de vida.
—Mañana vamos al Termondillo, estás invitado y desde luego vosotras, damiselas, también lo estáis. Te lo piensas y nos dices, Murri.
—Claro.
—¿Y bien? —pregunté cuando nos hubimos alejado del grupo.
Murri no contestó enseguida. Echó una mirada hacia atrás, miró hacia un astro que brillaba en el cielo y se giró hacia el oleaje del mar.
—El segundo favor consistía en robarle al profesor Erkaloth un mapa de una zona de los subterráneos que guardaba en su armario —explicó Murri—. Nos había dicho todo lo que teníamos que hacer. Consiguió alejar al profesor de su despacho y nosotros entramos. Tuvimos que desactivar las trampas con un aparato que nos había preparado el maestro Helith, y luego Laygra echó un producto en la cerradura que guardaba el mapa entre otras cosas muy raras, cogimos lo que necesitábamos y nos fuimos.
—Caray. ¿Le robasteis a un profesor? —no podía creérmelo, ¡Murri y Laygra entrando sigilosamente en el despacho del drow! Agité la cabeza y admití—: Yo no me habría atrevido. Aunque el profesor Erkaloth no me ha caído muy bien esta mañana. ¿Y qué pasó con el mapa?
—Se lo dimos al maestro Helith —contestó simplemente Murri.
Me senté, de cuclillas, y empecé a dibujar un círculo en la arena, entre las sombras de la noche.
—Caray —repetí—. ¿Y en qué consistía el primer trabajo?
Laygra se sentó junto a mí con un gruñido.
—Murri nunca quiso decírmelo y dudo de que consigas sonsacarle nada tú tampoco.
Me giré hacia Murri, de pie en su túnica blanca y sus pantalones negros, como un halcón gerifalte.
—¿Y el tercer trabajo? —inquirí de pronto.
Quizá Murri se sorprendiese de que no intentase averiguar cuál había sido su primer trabajo, en todo caso cuando contestó parecía muy preocupado por lo que nos esperaba.
—Para el tercer trabajo… tendremos que ir a Dathrun.
—¿A la ciudad? —mi mirada se fue hacia el puente que reunía la isla con el continente y hacia las casas iluminadas de la ciudad. Tenía que ser una ciudad de al menos diez mil habitantes—. ¿Y para qué?
—El maestro Helith nos ha dicho que hay ahí un hombre dispuesto a vendernos un libro muy especial si le hacemos un favor.
Fruncí el ceño y terminé de dibujar el círculo, encerrándome en él.
—Esto no me gusta nada.
—Ni a mí —dijo Laygra, gruñendo—. Empiezo a estar harta de Jaixel.
Murri soltó una carcajada amarga.
—Jaixel no se hartará de buscar a Shaedra por todos los rincones del mundo.
El sentido de esa frase grandilocuente me golpeó como un martillo contra una campana. La que realmente estaba en peligro era yo. Murri y Laygra no tenían nada que ver. Nadie iría a buscarlos. Sólo les animaba un espíritu de venganza contra aquél que, supuestamente, había destruido sus infancias. Inspiré hondo.
—Tiene que haber alguna manera de quitar esa parte de filacteria que tengo. Si la quitamos, estaremos seguros de que Jaixel no me buscará.
—Genial —gruñó Murri—, ¿y cómo te las ingeniarías para lograr eso? No sé qué energías se necesitarían, pero desde luego no es fácil.
—Alguien nos tiene que ayudar —decidí—. Y el maestro Helith no se enterará.
—El maestro Helith nos ayuda desde el principio, ¿por qué mentirle? Sé que es un nakrús y que es raro, pero no hay que tener prejuicios. Yo creo que podemos fiarnos de él. Será mejor proponerle tu idea, quizá se le ocurra alguna manera…
—No, no, no —negué con la cabeza enérgicamente—, no me refiero a que sea un nakrús, aunque confieso que no es un hombre atractivo. —Laygra soltó una breve risa—. Lo que quiero decir es que nos ha escondido demasiadas cosas como para que yo me crea que nos ayuda desinteresadamente. Tiene un objetivo.
—¡Por supuesto que tiene un objetivo! —replicó Murri—. Márevor Helith quiere deshacerse de Jaixel. Por mi parte sospecho que tiene razones personales para hacerlo.
—¿Entonces por qué no lo hace él mismo?
Murri me miró extrañamente y acabó por decir:
—El maestro Helith no ha vuelto a utilizar fuerzas nocivas contra alguien desde hace muchos años.
—¿Te ha dicho eso? —alucinaba, ¿un nakrús privándose de utilizar sus poderes contra los demás? ¿Eso existía?—. Pero ¿por qué?
Murri gruñó.
—No soy su confidente. Sólo puedo suponer que algo muy grave lo impulsó a ello. De todas formas, estábamos hablando de nuestro trabajo.
—Sí —le interrumpí—, un trabajo que no tenemos por qué aceptar con tantas prisas. ¿De qué habla el libro?
—Si lo supiera, no lo necesitaría —respondió mi hermano.
—¿Lo necesitas? Más bien pienso que Márevor Helith lo necesita —solté levantándome.
Murri se giró hacia mí bruscamente y retrocedí de un paso, sorprendida.
—Escúchame bien, hermanita, tú no sabes nada de lo que hemos sufrido Laygra y yo —siseó, furioso, mientras pateaba de un lado para otro cuatro metros de playa—. Años de miradas desconfiadas porque un estúpido rumor decía que éramos hijos malditos. Cuando volví al pueblo después de ir a verte, me encontré con que habían echado a Laygra porque una epidemia había acabado con el tercio de la población. ¡Creían que les dábamos mala suerte! Hasta los de nuestro pueblo son capaces de echar a una niña por culpa de la superstición. Por eso estamos aquí ahora. Para vengarnos de Jaixel y probar que somos hijos de ternians honrados. Y para eso tenemos que probar que nosotros también somos honrados. Así que, si necesito ese libro es porque Márevor Helith parece pensar que contiene información interesante, sí, y yo sé que Márevor Helith nos ayudará.
Dicho esto, se detuvo y suspiró, más tranquilo, mientras yo lo contemplaba en silencio. Me echó una mirada pensativa.
—Sé que eres muy joven para esto… pero Márevor Helith piensa, no sé por qué, que sin ti no conseguiremos nada. Siento meterte en este lío. ¡Oh! —exclamó de pronto en un tono más ligero—. Tengo que acabar mis deberes de transmutación… espero que no haya sido demasiado brusco pero a veces la verdad es mejor tenerla bien clara. Buenas noches.
—Buenas noches, Murri —contesté con serenidad. Lo contemplé alejarse hasta que desapareciese detrás de la colina y entonces me tumbé en la arena soltando un suspiro.
Laygra parecía esperar a que dijese algo. Estuve rumiando las palabras de Murri un momento pero no alcanzaba a entender que mi hermano pudiese estar hablando en serio cuando afirmaba que se vengaría de Jaixel. Al fin, al de un buen rato de silencio, solté un suspiro.
—Dime, Laygra, ¿tú qué piensas de todo esto?
—¿Me lo preguntas a mí? … Bueno. En realidad, creo que estoy tan perdida como tú. Es verdad que cuando me quedé sola en las montañas, expulsada del pueblo, pensaba igual que Murri. Odiaba a la gente supersticiosa y odiaba a Jaixel.
Calló. El ruido del oleaje era como un zumbido de agua regular y estruendoso a la vez.
—¿Y ahora?
—Ahora —contestó con lentitud—, ya no los odio. Pero supongo que es porque no los tengo delante. Si tuviera a Jaixel delante seguro que no me caería bien.
—Cierto. El problema más grave que veo es que Jaixel es un lich —comenté—. Y un lich que mata a sus propias creaciones y a todo lo que se le cruza en el camino. Está loco y es peligroso. —Callé un momento y añadí—: Sigo pensando que lo mejor sería intentar olvidarlo. Busco un remedio para que no me encuentre tan fácilmente y luego huimos de Márevor Helith y de todo y… —Me detuve. Había estado a punto de decir «y volvemos a casa». Ellos no tenían casa. Ató, para ellos, no era su hogar.
—¿Y? —me animó Laygra.
—Y nos asentamos donde queramos, compramos un terreno y nos ponemos a cultivar. ¿Qué te parece? Eso es una vida. No la de pasarse años buscando la manera de matar a Jaixel. Preveo que cuando tengamos cien años estaremos todavía con esta historia. Murri parece haber olvidado que somos unos simples ternians y que para alcanzar la mitad del poder de un lich haría falta muchísima dedicación y años y años de estudios, y no precisamente los que se imparten por aquí.
Laygra se levantó y le imité mientras ella decía:
—Siempre podemos intentar quitarte la parte de filacteria, pero dudo que convenzas a Murri para que se ponga a plantar patatas. Puedes creerme, tiene muchas ideas cuando le apetece y parece muy decidido.
Los ojos agrandados fijos en el mar oscuro, resoplé.
—No lo dudo. Dime, Laygra —solté, cuando empezábamos a subir la colina para volver adentro—, ¿alguna vez te has parado a pensar en lo extraño que resulta hablar con un nakrús?
Laygra resopló, divertida por el giro de la conversación.
—Es una criatura como cualquiera —me aseguró—. Aunque el maestro Helith es muy especial. Creo que de joven lo mimaron demasiado —me reveló, con seriedad.
Solté una risita, imaginándome a un nakrús pequeñito, aun a sabiendas de que Márevor Helith había sido algún día un saijit y que no debía de existir ningún niño nakrús.
—Pero debe de ser curioso vivir tantos años —medité.
Laygra hizo una mueca.
—Y muy cansino —dijo—. Por él, sé que los nakrús tienen muchos problemas para conservar intacta su energía mórtica. Por eso a veces se refugia en su casa de la isla, para rehacer su envoltura energética, o eso creo. Nunca ha sido muy dado a revelarnos sus secretos, de todas formas.
Agité la cabeza afirmativamente.
—Eso es lo que me impide confiar en él. Además de lo del Amuleto de la Muerte. ¿Por qué querría espiarme? —La expresión de Laygra me llamó la atención—. ¿Qué ocurre?
Laygra se detuvo junto a una linterna y ladeó la cabeza.
—Desapareciste el segundo Jabalina de Riachuelos, ¿verdad? Pues un mes después nos llegaron noticias de que se había visto a un esqueleto ciego merodear por Ató. Pero no lo atraparon.
El ceño fruncido, reanudé la marcha hacia las puertas.
—Hay demasiadas cosas que no acabo de entender. ¿Por qué no podemos vivir tranquilamente?
Laygra me apretó la mano con dulzura.
—Todo saldrá bien —me aseguró.
Las palabras no tenían ningún sentido y era consciente de ello, pero curiosamente me tranquilizaron.
Cuando recorríamos un corredor de la academia, no muy lejano a la Sala Derretida, nos cruzamos con el profesor Zeerath, quien se paró y nos saludó.
—Laygra, Shaedra —me miró fijamente con sus ojos azules—. Aprovecho para felicitarte por la bonita actuación de esta mañana. Buenas noches.
Ruborizada, lo seguí con la mirada hasta que desapareciese a la vuelta de la esquina y al llegar a la puerta de la Sala Derretida, Laygra me preguntó:
—¿Qué quería decir el maestro Zeerath?
Mi rubor se acentuó cuando le conté la historia del cuchillo que aún no me había atrevido a contar.
—¿Convocaste un cuchillo material?
—Recuerdo que le dije a Aryes que era un peligro para sí mismo. Nunca pensé que tendría que aplicarme la regla —solté con la cara abrasada de vergüenza.
Laygra silbó entre dientes.
—La verdad es que ser miembro del consejo tiene sus riesgos.
Le fulminé con la mirada.
—¡No lo hice queriendo! Eso es lo peor —añadí como para mí—. Cada vez que pretendo soltar un sortilegio un poco complicado, me sale torcido.
—Son cosas que pasan —me consoló Laygra—. Y puedes estar contenta de haber impresionado un poco al consejo. La mayoría de los candidatos llegan ahí verdes de miedo y no dan una, o bien son tan pedantes como los príncipes y entonces les suben el precio hasta los cuatro mil kétalos.
Se me cortó la respiración.
—¿Cuatro mil kétalos? —articulé.
—La academia acoge hijos de nobles venidos de toda la Tierra Baya. Algunos son inmensamente ricos. Jamás pensé que acabaría entrando yo en un sitio así —admitió, enarcando una ceja burlona.
Llegados ante la Sala Derretida, nos dimos las buenas noches y entré con un grupo de jóvenes de túnica violeta que pertenecían al departamento de los magaristas, es decir, a los encantadores de objetos. La Sala Derretida estaba abarrotada. Todos los sofás y todas las mesas estaban ocupadas. Los jaipús parecían ir hacia todas las direcciones de un modo desordenadísimo. Sentado frente a su casita en una butaca vieja, el señor Huris leía un periódico con las gafas puestas y parecía abstraerse estoicamente del estruendo que había a su alrededor.
Iba a torcer hacia las escaleras que llevaban al dormitorio faunista cuando de pronto oí que me llamaban y al girarme vi a Zoria y Zalén sentadas en compañía de dos jóvenes, uno era perceptista y llevaba una túnica marrón, el otro era del Departamento Amarillo y estudiaba la energía bréjica, la energía de la mente. El gato blanco de Steyra, Mindus, estaba durmiendo en el regazo de Zoria, ronroneando en su sueño.
Al verme en una túnica verde, las gemelas habían entendido enseguida que había conseguido la prueba y que ahora formaba parte yo también de los faunistas. Me senté con ellos a charlar y bromear y me sorprendí a mí misma de lo rápido que podía olvidar las preocupaciones que me habían perseguido durante todo el día. Las gemelas, como me había asegurado Steyra, eran mucho más simpáticas a la tarde y casi no oí ninguna riña o insulto.
Zoria nos propuso entonces jugar al mulkar. Me tuvieron que explicar las reglas porque yo nunca había oído hablar de un juego que se le pareciese. Consistía, básicamente, en inventar una historia. Uno de los jugadores hacía de narrador y los demás de personajes. Nos divertimos un buen rato con el juego.
El perceptista, Klaristo, fue el primero en hacer de narrador. Y así empezó con un tono dramático:
—Estáis en una caverna en medio de unas montañas perdidas. Afuera, está el profesor Erkaloth y os está buscando para castigaros a todos. Adentro, hay un túnel pero no sabéis hacia dónde conduce. Cada uno tiene un saco de cuero, una manzana, un trozo de cuerda de diez metros y una piedra de unos siete centímetros de diámetro.
Nos reímos por la situación. Seguimos jugando e inventándonos historias estrafalarias. Rathrin, el brejista de túnica amarilla, era el que creaba las historias más oscuras de todas. Zalén y Zoria siempre intentaban llevarse toda la gloria, aunque fuese en una historia.
Estábamos luchando contra un golem de oro invencible cuando llegó Steyra y la incluimos en el juego haciéndola aparecer en el momento en que huíamos del golem de oro y de la arpía que, mientras tanto, había aparecido de no sé dónde, y tras unos incidentes tras los cuales las gemelas acabaron echándose miradas fulminantes y divertidas a la vez, Klaristo declaró que habíamos salido de la caverna.
Poco después fuimos a comer a la torre faunista un gran plato de sopa con tostadas llenas de patatas y judías verdes. Estaba todo muy bueno y me hubiera gustado hablarles de las comidas que hacía Kirlens, pero se suponía que mi familia era burguesa y culta y que jamás había pisado un establecimiento como el del Ciervo alado así que me contenté con valorar la comida. Cuando les hablé de Jirio, Steyra gruñó.
—Ese tipo está en varias de nuestras clases. Está completamente chiflado.
—Eso parece —le dije, carcajeándome.
Nos metimos pronto en la cama, aunque tardamos en dormirnos porque las gemelas tenían muchas ganas de hablar y me contaron un montón de historias sobre la academia, cotilleos sin importancia que acabaron por aburrirme profundamente. Pensé en preguntarles lo que habían estado haciendo a la mañana, escondiéndose detrás de un arbusto, pero por no hacerlas hablar más me callé y me dormí poco después, pensando tristemente que echaba de menos Ató y la vida tranquila que había dejado atrás.