Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
La Cena de la Abundancia tenía el nombre bien puesto. Cuando retumbaron las campanas anunciando la etapa del recogimiento, todos habían vestido los trajes más limpios que tenían. Los mineros habían dejado sus pantalones gruesos llenos de olor a naldren para vestir túnicas largas y coloreadas. Entre ellos, no destacábamos con nuestras túnicas rosas.
Lénisu estaba de humor sombrío desde que le habíamos dicho lo que habíamos proyectado. Se había negado en rotundo a aceptar nuestra ayuda.
—Sois unos mocosos. Os quedaréis ahí donde se os diga. No quiero protestas.
Lénisu había tenido que sufrir un mar de protestas antes de explotar finalmente y decir que hiciésemos lo que quisiéramos, que nos muriésemos si era aquel nuestro principal objetivo en la vida. Su poca estima por nuestras habilidades me hirió en el orgullo. Vale, no habíamos estado en los Subterráneos, no habíamos vivido aún ningún combate real, y mucho menos contra un dragón, aunque en este caso sólo fuese un dragón de tierra y no un atroshás, pero en todo caso no íbamos a dejarlos ir solos. Lo peor tal vez fue cuando Dolgy Vranc nos dio la razón.
—Estos chicos no sabrán manejar una espada, pero saben controlar un poco las energías. Además, creo que estarán más seguros con nosotros, que encerrados en su habitación por los medianos.
—No creo que los medianos sean unos infanticidas —había replicado Lénisu con viveza—. Además, no sé por qué dices «nosotros». Tú tampoco sabes luchar.
Pero Lénisu sabía que era inútil intentar convencer a Dolgy Vranc de nada. Por eso ahora tenía una expresión sombría, pese a los colores vivos que nos rodeaban por todas partes.
Estábamos en una sala inmensa con escalones de piedra que subían en forma circular desde una plazuela donde se habían instalado unos artistas venidos de Naerial-jur para la ocasión con todos sus trastos.
Arfonto, el sobrino de Murdoth, nos guiaba entre los estrados, abarrotados de caras risueñas y festivas.
—Este año hay menos alboroto que otras veces —oí que decía una mujer elegante que se abanicaba.
No lo parecía. Los músicos tocaban una música rápida, ligera y repetitiva mientras la gente entraba y llenaba la sala. Dos niños muy pequeños corrían y reían en un estrado inferior y la que parecía ser la madre les cogió a ambos de la mano para que no se alejasen. En total, había cientos de personas, al menos quinientas, sentadas o de pie, junto a las rampas, metidas como hormigas en un hormiguero.
Levantando la vista, divisé los espacios reservados a la gente importante de Tauruith-jur. Uno de los más grandes era el de la familia Tépaydeln, pero a lo largo de toda la sala pude contar otros tres espacios que tenían también aspecto de contener una familia numerosa.
Arfonto nos guió hasta el espacio de los Tépaydeln. Toda la familia estaba reunida ahí, de niños hasta ancianos. Algunos no tenían para nada los rasgos de los Tépaydeln, y otros tenían el mismo azul en los ojos que Ranoi. El anciano y jefe de la familia nos acogió, siempre cortés, y su mujer, a quien presentó con el nombre de Zaidrí, se puso de puntillas y nos dio un beso en la frente a modo de bienvenida, sin decir una sola palabra, pero con una sonrisa amable.
Sentía todavía el contacto frío de sus labios agrietados cuando nos sentamos en una fila de siete asientos.
—Su mujer es todavía mas rara que él, ¿no os parece? —dijo Akín en un susurro.
—Creo que es muda —contesté en el mismo tono.
Akín agrandó los ojos y, sin ninguna discreción, miró hacia atrás.
—Por Ruyalé —resopló y fijó sus ojos en los músicos que tocaban—. Me está mirando.
—Eso te pasa por criticar —dije.
—¡Si yo no criticaba!
—¿Queréis callaros? —protestó Aleria fulminándonos con la mirada—. La obra va empezar.
—En nailtés —añadí—. No me voy a enterar de nada. Además, estamos muy lejos.
—No esperes que te vaya repitiendo y traduciendo lo que dicen —gruñó Aleria.
—Pff, ni se me ocurriría preguntarte algo tan absurdo.
—Callad ya de una vez —dijo de pronto Stalius.
Lo miramos, sobresaltados. Stalius no solía hablarnos mucho últimamente, y oírlo de pronto sermonearnos nos dejó pasmados. En realidad, el legendario era bastante poco comunicativo. No es que me cayese realmente mal, no era mala gente, pero era demasiado serio y poco divertido.
Oí tres notas de música para requerir nuestra atención y la obra comenzó. Pronto entendí que la obra estaba en verso. No pillaba gran cosa de lo que decían, pero las mímicas y los personajes eran suficientes para entender la trama. Había dos damas poderosas que se disputaban un mismo galán. El galán era un aprovechador que iba cambiando de preferencias cada vez que le proponían algo mejor y, ayudado de un criado, contestaba a cartas de amor y recibía amenazas de otros pretendientes y mensajes celosos de las dos damas, locas de amor. La gente reía y me sorprendí carcajeándome en las ocasiones donde era evidente que el galán estaba superado por los acontecimientos.
La obra duró tres horas. Estaba dividida en tres actos y entre cada uno iban intercalando bailes y entremeses. La gente se movía en los estrados, sirviéndose refrescos y hablando entre ellos o escuchando a los artistas. Desde nuestra posición bastante alta, pude ver a Deria, en un estrado lleno de mineros, muy digna en su pequeño vestido verde, tomándole la mano a su madre, como para que no se alejase de ella. Su madre destacaba entre tanto mediano. Tenía la piel tan negra como la de su hija y orejas puntiagudas de faingal. Recordé en aquel momento que Deria y yo teníamos cita para una lección mañana. No tenía que olvidarme. Su ánimo por aprender, en un primer momento, me había dejado asombrada. A largo plazo, supuse que su ansia de aprender se calmaría.
Echando una mirada hacia atrás, vi que Ranoi estaba hablando con el mediano nervioso. Su nombre era Lom, recordé. No oía lo que decían, pero la expresión de Lom, más que la de Ranoi, que siempre era serena, me dio a entender que algo desagradable había pasado. A menos que interpretase mal la expresión de Lom, que de todas formas parecía ser un hombre irremediablemente inquieto.
Cuando empezó el último acto, dejé de interesarme por todo lo que me rodeaba para centrarme en el desenlace de la obra. Finalmente el galán se enamoraba de una de las dos damas, la más joven, y la otra, que a lo largo de toda la obra había sido la más orgullosa y celosa, elegía casarse con un pretendiente, secretamente amigo del galán. Cuando acabó la obra, se reunieron todos los actores en el estrado e hicieron una reverencia. Todo el mundo prorrumpió en vigorosos aplausos.
Después de la obra, empezó el gran banquete. Un grupo de músicos se puso a tocar una música con gaita y flauta y la gente empezó a bailar, dando vueltas alegres, levantando las manos, siguiendo los pasos de los bailes populares de las Minas Negras.
Me había quedado embelesada, mirando a esa gente alegre y colorida que reía, comía y bebía, despreocupada, cuando de pronto me tapó la vista una silueta rosa.
—¿Puedo bailar contigo?
Levanté la cabeza y crucé la mirada azul de Aryes. Giré la cabeza a mi alrededor y vi que Aleria y Akín ya no estaban sentados, sino de pie, unos metros más lejos, intentando imitar el baile de los medianos. No vi a Dolgy Vranc por ningún sitio y, cosa curiosa, Lénisu estaba hablando con Stalius.
Entonces, divisé la mano que me tendía Aryes, cada vez más nervioso ante mi silencio. Sin pensarlo más, le cogí la mano y me levanté.
—Será un placer —contesté, grandilocuente y burlona.
Nos alejamos sobre nuestro estrado y entonces me invadió una inmensa sorpresa.
—¡Aryes! —dije. Él me miró, extrañado.
—¿Qué?
—Pues… pues que no sé bailar. Se me había olvidado el detalle. Lo siento.
Le solté la mano y Aryes se quedó atónito, mientras yo me preparaba a volver al sitio donde estaba sentada. Tenía cierta curiosidad por saber lo que estarían tramando Stalius y Lénisu y quería asegurarme de que no se nos escaparían cuando supiesen algo sobre el dragón de tierra. Lénisu era capaz de no decirnos nada…
Una mano me cogió el brazo y tuve que darme la vuelta, irritada.
—¡Aryes, no sé bailar!
Para mi asombro, Aryes estalló de risa.
—¿No te lo crees, verdad? —siseé, malhumorada—. Pero el caso es que yo nunca he bailado. Wigy ya intentó enseñarme pero Wigy tiene un don para convertir las cosas que podrían ser divertidas en trabajos forzados —y mientras Aryes volvía a soltar una carcajada, añadí totalmente seria—. Recuerdo que se había empeñado en enseñarme. Fue una calamidad, pero breve, porque Wigy enseguida pasa a otra cosa. Es uno de sus puntos positivos… ¿pero tú por qué te ríes?
—Bailar no es muy diferente de la lucha con el jaipú. Además, es fácil aprender. Venga, ven —me animó.
Me mordí el labio, nerviosa y, con un ligero rubor, le cogí la mano.
—Si me rompo un tobillo, será tu culpa —solté con firmeza.
Aryes puso los ojos en blanco y me llevó hasta un sitio lleno de jóvenes bailando. Entonces me soltó la mano e hizo el típico saludo de Ató al que contesté casi instantáneamente sin pensarlo. Empezó mi primer baile. Francamente, fue desastroso. Veía en el fondo de los ojos de Aryes que le hacía gracia mi incompetencia y mi irritación fue creciendo poco a poco.
La música era alegre y rápida y Aryes me hacía dar vueltas y vueltas e inconscientemente fui expandiendo el jaipú por mi cuerpo para prevenir un posible mareo y para no perder mi equilibrio.
—Shaedra, no hace falta que utilices tu jaipú para bailar —me dijo Aryes. Parecía que mi reacción lo ponía nervioso y molesto.
—¿Qué? Oh, perdón.
Oí de pronto una risa y Akín apareció entre otros medianos.
—Siempre vas utilizando jaipú para todo, Shaedra. Por cierto, ¿no habéis visto? Arfonto nos lleva haciendo señas desde hace un rato.
Giré la cabeza hacia donde estaban los Tépaydeln y lo que vi me heló la sangre. ¡Malditos! Me puse a correr entre la gente que bailaba como una liebre acechada. Cuando llegué cerca de Arfonto, mis sospechas se confirmaron: no había rastro de Stalius, ni de Lénisu, ni de Dolgy Vranc. No hacía falta, pero Arfonto explicó en voz baja que el monstruo estaba mucho más cerca de lo que habíamos creído.
Me dispuse a esperar impacientemente a los demás y, mientras tanto, crucé la mirada de Ranoi. Éste me observaba con rostro impasible pero adiviné lo que esperaba de mí. Asentí levemente con la cabeza y él hizo lo mismo al de un rato. No había tiempo que perder. Busqué a Murdoth con la mirada y no lo encontré. Seguramente habría salido con un destacamento de guardias para cerciorarse de que Stalius iba a matar al dragón.
Me sorprendí sacando las garras y las volví a meter tan deprisa que se me quedó atascada una. Fruncí el ceño. ¿Se me habría torcido esa garra al crecer?
—¿Qué ocurre? ¿Dónde están los demás? —preguntó Akín.
—Se han marchado —contesté sin poder ocultar mi rabia y mi preocupación—. Arfonto nos va a mostrar el camino.
Arfonto nos condujo hasta el fondo del espacio de los Tépaydeln. Ahí había una tapicería que escondía una puerta. Salimos de la sala en silencio, y avanzamos por una galería, corriendo.
Arfonto, encendiendo una antorcha, nos señaló unas escaleras que subían, negras de oscuridad. Estuvimos corriendo durante quizá un cuarto de hora antes de oír un ruido estruendoso que hizo temblar la tierra como jamás lo había visto. En Ató ya había habido algunos terremotos, pero era una cosa muy diferente tener que protegerse escondiéndose bajo una mesa a tener que estar corriendo en el interior de una montaña llena de túneles con esos temblores. Estuve segura de que en la sala los aires festivos se habrían mutado en gritos de pánico.
—Eso… ¿es el dragón? —resopló Aryes.
Arfonto asintió.
—Tiene toda la pinta.
Sin tomar el tiempo de recapacitar, me eché escaleras arriba y los demás me siguieron.
Desembocamos en un túnel irregular. Ahí estaban Lénisu y Dolgy Vranc, aparentemente discutiendo. Lénisu sacudía la cabeza, con aire exasperado. Tenía la espada en la mano y ésta emitía una luz azulada que iluminaba el túnel.
—¡No seas ridículo! —decía—. Lo cogeremos mucho mejor si no se enfurece contra nosotros.
—¡Lénisu! ¡Dol! —gritó de pronto Aleria.
Ambos se giraron hacia nosotros y pude leer en la expresión de Lénisu cólera y miedo antes de que toda la tierra explotara de pronto ante nuestros ojos. Todo mi mundo se desmoronó ante mí como hierro convertido en harina.
“¿Conoces la historia del bufón de Yamarol?”, decía una voz tranquila.
“No”, contestaba otra.
“El bufón de Yamarol, el creador de sueños!” La voz rió. “Dice la historia que vivía en una choza, cerca del mar. Creaba sueños y la gente que tenía pesadillas lo contrataba para que el bufón les diese sus sueños. Él se quedaba con las pesadillas de todos y al cabo creyó que eran suyas y se sintió culpable de todas las calamidades que se habían perpetrado, crímenes, abusos de todo tipo. Dándose cuenta, años después, de quiénes eran los culpables fue matando uno a uno todos los que tenían un negro corazón.” Si la historia tenía una continuación, no la supe jamás porque de pronto me di cuenta de que estaba espiando una conversación que no me pertenecía y me retiré, sabiendo que el momento era urgente y que debía actuar.
Abrí los ojos justo a tiempo para ver desaparecer la larga cola del dragón. Seguí a los demás en el túnel, turbada. ¿Pero quién diablos era el bufón de Yamarol?