Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
—¡Parad!
El dragón de tierra avanzaba por el túnel agitando furiosamente su cola y la tierra iba despegándose a cachos sobre nosotros. Cerrando los ojos durante un segundo recé para que no muriésemos sepultados ahí.
El que acababa de gritar era Stalius. Se puso rápidamente el primero y dio un golpe duro en la cola con su alabarda. El dragón de tierra se agitó furiosamente pero no sufrió muchos daños. Era una criatura enorme y por un momento me alegré de no poder verla entera.
—¡Detente, Stalius! —rugió Lénisu—. Vas a sepultarnos a todos.
—¡Hay que matar esta odiosa criatura! —exclamó Stalius, los ojos brillantes.
Estuvimos cazando la criatura durante al menos una hora. Se nos escapó un momento, luego volvió, rompió túneles y creó nuevos, y nosotros intentábamos seguirla de cerca sin tener la menor idea de lo que podíamos hacer para pararla.
Estábamos en uno de esos largos minutos inquietantes donde habíamos perdido al dragón cuando oí un grito que no provenía de mis amigos. Eché a correr el corazón latiendo a toda prisa.
En la encrucijada de un túnel me choqué con un pequeño bulto que venía corriendo como una flecha. Me caí en el suelo de piedra y todo el aire desertó mis pulmones.
—¡Deria!
¡No puede ser!, me dije, horrorizada. ¿Qué hacía aquí? Entonces oí el rugido del dragón y casi sentí su aliento podrido de minerales. Levanté la mirada y ahí lo vi, a unos veinte metros. Abrió la boca.
Y reaccioné instintivamente. Eché Deria a un lado y, sin pensarlo dos veces, arrojé un sortilegio brúlico. En ese mismo instante, el dragón estaba echando una oleada de veneno por los aires, a toda velocidad… un violento viento se elevó y me encontré en el suelo, temblando de cansancio. Tuve justo el tiempo de ver el veneno recorrer en sentido inverso el camino recorrido y golpear de pleno al dragón mientras este se convulsionaba inexplicablemente.
Alguien me cogió en brazos y me puso de pie. Retrocedimos corriendo, alejándonos del túnel que se iba derrumbando. El dragón coleteaba, desesperado, pataleaba, furioso. El ruido era infernal y me tapé los oídos, temblando de miedo. Corrimos como endemoniados.
Al cabo de un rato, no sé cuánto, nos encontramos con Arfonto en unas escaleras y éste nos enseñó el camino. Viró a la izquierda, recorrimos una galería y abrió una puerta. Nos echó afuera sin una palabra, a menos que mis orejas se hubiesen transformado en burbujas sordas.
Afuera, llovía estrepitosamente pero seguimos corriendo, como si el dragón fuese a perseguirnos hasta ahí. Luego, me dio la impresión de que la lluvia había amainado.
—Llueve menos —dije con alivio.
Aryes me miró de una extraña forma.
—Estamos debajo de los árboles.
Oía su murmullo como en un sueño.
—¿Ah sí? —miré a mi alrededor. Era verdad. Había creído que eran nubes negras. Suspiré—. Volvamos a casa entonces.
Esta vez fue Lénisu el que se giró hacia mí con aire preocupado.
—¿Te encuentras bien, Shaedra?
—Perfectamente —contesté con una sonrisa risueña—. Gracias, Lénisu.
Seguimos andando un rato bajo las nubes o las copas de los árboles antes de pararnos y de sentarnos. Observé mi vestido y vi en mi brazo unos trozos grandes de color pálido.
—Mi vestido está destiñendo —me quejé.
Me fijé en que Lénisu temblaba de los pies a la cabeza.
—Estás temblando, Lénisu. Todos tembláis.
De hecho, hasta los árboles temblaban y me dije que aquella noche tenía que ser particularmente fría. Un escalofrío me recorrió por todo el cuerpo. Reinaba un silencio de muerte. Me olvidé completamente de lo que había dicho y tuve que caer dormida porque me desperté sintiendo a musgo húmedo, a sangre y a fiebre.
—Quizá haya aspirado el veneno del dragón —decía una voz.
—Yo pienso más bien que ha sido un choc. Esas cosas pasan, según he oído.
Era la voz de Dolgy Vranc. Abrí los ojos y me di cuenta que me dolía la cabeza horriblemente.
—Odio el dolor de cabeza —me oí decir.
Todos giraron hacia mí sus ojos inquietos y curiosos como si me hubiese convertido en una criatura frágil y exótica. Gruñí.
—¿Qué miráis?
Enseguida Lénisu estuvo junto a mí, con una hoja llena de agua.
—¿Cómo te encuentras?
Bebí y me masajeé la cabeza.
—Atrozmente —estallé de risa y luego carraspeé al ver que me miraban raro—. ¿Qué pasa?
—Llevas dos días que no paras de decir disparates —me explicó Lénisu—. Y me temo que hoy no vas mejor.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Desde cuándo digo disparates?
Hubo un silencio pero se notaba una oleada de alivio en el grupo. Retomaron una conversación más tranquila y yo me senté con ellos para comer. Había raíces y bayas a punto de explotar de lo llenas que estaban de agua.
—El viento ulula —dije, interrumpiendo la conversación.
Lénisu y Dolgy Vranc intercambiaron una mirada inquieta. Sus ojos se clavaron en mí como rayos de sol en los ojos y pensé que los ojos se podían cerrar pero el alma no.
—El alma no —pronuncié con solemnidad. Un recuerdo vago rozó mi memoria—. ¿Hemos derrotado el dragón?
Hubo un momento de silencio.
—Sí —dijo al fin Aleria—. Acabaron por matarlo los del pueblo. En fin —añadió, molesta— los que quedaban.
—¿Y Deria?
—¿Quién? —replicó Lénisu con una expresión sombría.
—¡Deria! —grité, levantándome de un bote. ¿Dónde estaba Deria? Recordaba que la había tirado para atrás para protegerla del dragón.
—Siéntate, Shaedra, y tranquilízate. Con tranquilidad —asintió Dolgy Vranc mientras me volvía a sentar lentamente, obediente—. Ahora dinos, ¿tienes alguna idea de por qué estás así?
Asentí tristemente, abrí la boca para decir la palabra pero no salió ninguna. Volví a intentarlo y de pronto bostecé y mis ojos cayeron sobre Aryes. Me reí.
—¿Quieres bailar? —le dije, levantándome de un bote. Le cogí una mano e intenté levantarlo. Él estaba más que sonrojado. Su expresión reflejaba una total turbación.
—Shaedra —suspiró Lénisu mientras yo me ponía a bailar sola, dando piruetas y gritando «¡Bosque de Luna!» alegremente—. ¡Shaedra!
Me inmovilicé y abrí mucho los ojos.
—¡Maldita apatía!
Entonces, creo, entendieron lo que había pasado. Había utilizado demasiada energía en un sortilegio. No les dije que se suponía que mi sortilegio iba a soltar una potente bola de fuego, pero que algo había desviado el efecto y lo había modificado. El dragón, en lugar de carbonizarse (lo que por cierto habría sido difícil con sus escamas y su elevada resistencia al fuego), había sufrido una terrible crisis de cosquillas que lo había hecho derribar todo un túnel. Eso tampoco lo dije.
Mientras discutían, levanté la mirada hacia los árboles oscuros y sonreí.
—¡Deria!
Aryes me soltó una mirada preocupada y volvió a su conversación. Sin prestar atención a las voces, me alejé dando saltos y subí hasta donde estaba Deria, ocultada entre las ramas. Pero entonces levanté la cabeza y ya no la vi. Fruncí el ceño. ¿Estaría jugando al escondite?
Paseé mi mirada por los árboles y la volví a ver, en el árbol de enfrente. Me observaba con sus grandes ojos negros. Le hice un gesto de la mano y me contestó. Salté sin pensarlo y me agarré a una rama como una bailarina. Deria estaba viva. A partir de ese momento, me olvidé completamente de ella y levanté los ojos al cielo.
—¿Shaedra? ¡Shaedra! Qué susto me has dado. Creí que te ibas a caer.
—Va a llover —dije simplemente.
Cuando bajé la mirada, Deria me miraba con su cara redonda y negra, acercándose a mí. Asentía gravemente. Me creía sin dudar de mí. Supe en aquel momento que confiaba completamente en mí y sentí una profunda emoción invadirme la conciencia.
Abajo, los demás chillaban mi nombre. Me decían que bajara pero yo ya no sabía por donde había que ir para bajar así que utilicé el único instrumento que tenía a mi disposición y me giré hacia Deria.
—¿Me ayudas a bajar?
Pese a la sorpresa que vi reflejada en su rostro, asintió y me ayudó a bajar. Poco a poco fui entendiendo la dirección y seguí con más facilidad.
Lénisu me miró con cara de reproche pero pareció entender que era inútil perder el tiempo en reprimendas conmigo.
—Así que tú eres Deria —soltó Dolgy Vranc.
—Sí —afirmó ésta con orgullo pero en un abrianés vacilante—. Y Shaedra es mi maestra.
Esas palabras me llenaron de orgullo y le dediqué una gran sonrisa.
—Y una buena —añadí—. No seré como Áynorin. Él nunca entraba en el corazón. Lo intentaba, pero no lo hacía. No del todo. ¿Verdad?
Deria frunció levemente el ceño.
—Ha soltado un sortilegio contra el dragón que la ha trastornado un poco —le explicó Dolgy Vranc. Deria pareció horrorizada y traté de calmarla.
—No te preocupes, Deria. Me pondré bien. —Cerré los ojos ante un súbito mareo—. No sé por qué, se me torció el conjuro.
—Pero mataste al dragón —dijo ella en naidrasio, el idioma de su madre. Y de pronto se echó a llorar—. Lo mataste.
Se cubrió el rostro con las manos y le di un abrazo para reconfortarla con todo el cariño del que era capaz en mi precario estado de apatía energética.
Sólo varios días después, cuando ya empecé a mejorar, me enteré de que al caer el dragón del túnel, había demolido parte de la gran sala. Parte del techo se había derribado con la fuerza del dragón, que había caído en el centro de la sala, aplastando a un buen número de personas. Los guardias habían acabado con él horas después, cuando la piedra se había estabilizado. Arfonto había salido afuera para dar esas noticias, pero no había sido muy explícito. Deria lo fue más. Contó que al vernos desaparecer había salido corriendo detrás de nosotros. Me enfadé con ella pero con poca energía. Mi estado de júbilo había dejado paso a un cansancio insufrible. Además, mi enfado quedaba sofocado por la pena que leía en los ojos de Deria. Había perdido a su madre durante la caída del techo. La recordé, con su sonrisa tranquila, observando la obra de teatro, y sentí que un puño helado se me quedaba atascado en la garganta. Me pregunté cuántos habían muerto en aquel día fatídico y me maldije cien veces convencida de que era culpable. Si no hubiese lanzado aquel sortilegio, quizá habríamos podido amedrentarlo y alejarlo de la sala.
Pero ¿cómo me miraría Deria si supiera aquello? Ella me veía como la que había vengado a su madre. Era horriblemente irónico ya que, ¿cómo se podía vengar a alguien provocando así la muerte de este alguien? Durante varios días ni cuestioné que había provocado sola la muerte del dragón. A decir verdad, me importaba poco. Estaba en un mundo de nieblas, recordaba las cosas que me importaban realmente en mi vida y las sacaba a relucir. Me pasaba horas hablándole a Aryes de mi vida en Ató y él me escuchaba con paciencia, sonriendo, pero con un brillo continuo de preocupación en los ojos. A veces me enfadaba porque no me escuchaban. Aleria y Lénisu me evitaban. Dolgy Vranc me observaba desde lejos y Stalius abría la marcha, imperturbable. Sólo Deria y Aryes me hacían caso y estoy convencida de que mejoré más rápido gracias a ellos.
Poco a poco, fui tomando conciencia de que no estaba en Ató. Que andábamos todos los días sin descanso. Que pasábamos penurias. Y una fatiga como no recordaba haber vivido me invadió a los cuatro días.
Aryes aseguraba que él había sufrido algo parecido cuando había rozado el estado de apatía. No recordaba haber perdido tanto los estribos pero decía que había partes de su memoria que se habían quedado en blanco y que no podía recordar con exactitud.
—Se te pasará —me dijo.
Un inmenso alivio me invadió al oír estas palabras. Me recuperaría. Era reconfortante pensar que aquel estado de fatiga no sería eterno.
Pero mientras tanto, apenas avanzábamos. Andaba arrastrando los pies por el musgo, exhausta, pero mi mente funcionaba más o menos correctamente, como despertando de un largo sueño.
—No volveré a soltar un sortilegio jamás —dije cuando tuve que hacer una pausa. Me flaqueaban las piernas. Estaba a punto de derrumbarme. ¿Pero es que podía un simple sortilegio de cosquilleo causarme ese estado de inutilidad en la que estaba? Era ridículo. Y vergonzoso para un snorí.
—No digas tonterías —dijo Aleria.
—Lo que pasa es que tu primera víctima no era precisamente pequeña —explicó Akín.
—Mmpf. Lo sé —suspiré.
Aquella tarde, Lénisu consiguió hablarme a solas. Llevaba evitándolo desde hacía un buen rato, sabiendo que estaba enfadado conmigo. Bueno, en realidad estaba enfadado con todos porque no le habíamos dejado a él y a Stalius encargarse tranquilamente del dragón. Cuando su mirada cruzó la mía me di cuenta de que no estaba solo enfadado: estaba terriblemente furioso.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó con la boca crispada.
—Supongo que mejor que ayer y peor que mañana —contesté alegremente, sintiendo sin embargo que una tormenta se avecinaba.
Anduvimos un rato en silencio y nos dejamos poco a poco distanciar de los demás. Lénisu parecía ensimismado, pero cuando estaba claro que los demás no podrían oírnos, se puso a hablar.
—Recuerdo que un día, cuando tenías cuatro años, vine al pueblo a pasar unos meses. Murri tenía ocho años y siempre quería enseñarme todos los secretos de los aledaños. —Sonrió al recordarlo—. Erais felices, en aquel tiempo. Y estabais juntos —añadió lentamente, más sombrío—. Un día, llegaste a casa con una planta mortalmente venenosa en la mano. Sonreías, sin saber que tenías la muerte en la mano. Pues bien —suspiró—, lo que sentí en aquel momento, creyendo que te había perdido, me lo has vuelto a imponer hace unos días, frente a ese maldito dragón.
Me quedé boquiabierta y no pude dar un paso más. Jamás había visto a Lénisu tan abatido y jamás había visto sus ojos brillar con tanto reproche y tanta furia cuando por fin me miró.
—Lénisu… —murmuré—. No sé qué decir. Lo siento. Yo no pretendía herirte.
Lénisu bufó por lo bajo.
—¿Herirme? Podrías haber muerto, Shaedra —siseó. Hablaba con pasión—. Tu insensatez te matará algún día, pequeña. No es posible que no sepas obedecer a una orden mía. Debes aprender a comportarte. ¿Qué pensabas hacer una vez delante del dragón? Algún día me matarás de un susto —gruñó sin ocultar el miedo que le había inspirado mi desventura.
Por mi parte, pensé que Lénisu era injusto. ¿Cómo habría podido huir? El dragón de tierra se había dirigido directamente hacia nosotros, ¿no? Recordé y por un momento oí como un eco el grito de Deria. Lo entendí. Lénisu, sin fijarse en Deria, había creído que me había tirado en la boca del dragón sin contemplaciones en algún intento desconsiderado y suicida.
—Lo siento —repetí con más firmeza— pero todo ha acabado bien, ¿no? —recordé que al agitarse el dragón había derrumbado el techo de la sala de festividades y me estremecí. No, finalmente todo no había salido bien.
Lénisu, por su parte, sólo pensaba en el peligro que había corrido yo y me contempló con una mueca.
—No lo entiendes, Shaedra. Yo no tenía ninguna intención de matar al dragón. En realidad, al principio, no tenía intención de hacer nada acerca de él. Pero Stalius se entrometió en el asunto y decidí que si lográbamos convencer a la criatura para que se alejara nos pagarían ochocientos kétalos y podríamos comprar unos caballos para llegar más pronto a las Hordas. Resulta que todo salió torcido.
Sí, todo había salido torcido porque yo me había ensañado en no dejar a Lénisu solo. ¿Era eso insensatez? No lo creía. Poco a poco, tuve la sensación de que Lénisu pensaba que yo había forzado los acontecimientos. Que había provocado la caída del dragón y la muerte de la gente de ahí abajo. La muerte de la madre de Deria.
Sin querer, mis labios se pusieron a temblar y los tensé obligándome a mantenerme tranquila. ¿Era lógico mi razonamiento? No veía otra posibilidad.
—Yo los maté —murmuré de pronto—. El dragón se derrumbó en la sala. Mi sortilegio tuvo que trastornarlo —estallé en sollozos y me cubrí la cara con las manos.
Enseguida sentí los brazos de Lénisu que intentaban consolarme torpemente.
—No digas tonterías, Shaedra. Tú no tienes la culpa. El dragón ha destrozado varias minas antes de llegar a Tauruith-jur y habría hecho lo mismo con esta mina si no hubiese caído de tan alto para quedarse aturdido mientras los guardias lo mataban. Además, el dragón ya estaba loco. Lo sé porque cuando intenté decirle que se alejara ni me contestó con desdén ni nada. Su espíritu estaba aturdido. No se percibía más que un razonamiento destructivo, y eso no es propio de los dragones de tierra.
A mi pesar, retrocedí unos pasos para mirar a Lénisu a los ojos.
—¿Puedes percibir el espíritu de un dragón?
Lénisu gruñó.
—Claro, ¿tú no? —me dedicó una sonrisa torva—. ¿No me digas que no has notado la energía que irradiaba el dragón? Nos ha aturdido a todos durante un buen rato. Los dragones de tierra son muy diferentes de los dragones de caverna pero no por ello tienen menos energía. Mira, al principio, creímos que su influencia te había afectado más que a los demás… ¿de veras no has notado nada? —incrédulo, me miraba mientras sacudía yo la cabeza, anonadada.
Así que había permanecido ciega a la ola de energía del dragón mientras los demás intentaban furiosamente protegerse. ¿Por qué no la había notado? Hice un esfuerzo por recordar.
Volví a ver, en la galería, a Aryes tambalearse, sumido en una especie de trance. A Aleria los ojos abiertos como platos, envolviendo su jaipú de una capa protectora, Dolgy Vranc con las manos en las sienes y los ojos cerrados, Lénisu paralizado en plena carrera… Todos esos detalles los había visto como un rayo pero en el momento no había dedicado ni un segundo a entenderlos.
—Yo… pasaron tantas cosas al mismo tiempo que no me acuerdo —dije frotándome unos ojos cansados.
—Ya —replicó él tras guardar un breve silencio—. Y Arfonto ni quiso mencionar los ochocientos kétalos —añadió con una mueca de disgusto.
Recordé entonces haberle oído mencionar unos días atrás que Arfonto había vuelto a aparecer unas horas después de la muerte del dragón para pedirnos que no volviésemos porque algunos nos consideraban responsables de la caída de la caverna. No había hablado de recompensa y según Lénisu había huido para sepultar su cobardía en Tauruith-jur. No recordaba haber visto a Arfonto después de lo del dragón y me pregunté con curiosidad cómo le habría mirado Lénisu para hacerlo correr «como un conejo», según las propias palabras de Akín.
Anduvimos un rato en silencio. Algunas gotas gordas caían de los árboles regularmente y me sentía tan hundida como si hubiese echado a correr bajo un diluvio en terreno descubierto. Si realmente se nos acercaba un Ciclo del Pantano, había pocas esperanzas de guardar la ropa seca más de unas horas a la semana.
—De todas formas —dijo mi tío, rompiendo un largo silencio—, no quiero que te vuelvas a entrometer en asuntos ajenos. Sé muy bien quién tuvo la iniciativa de imponerse en nuestra cacería sin mi consentimiento —me echó una mirada tan herida que me sonrojé—. Si no hubieses sido tan joven me habría considerado víctima de una traición —y con una mueca añadió—: necesitas que tu tío te dé una corrección. Y puesto que soy yo tu tío, te diré lo que espero de ti. No volverás a cuestionar lo que hago ni lo que te digo que hagas. Eres mi sobrina y tengo intención de que sigas siéndolo todo el tiempo que nos sea posible. Tengo el deber de cuidar de ti. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—¿Qué? —exclamé, incrédula.
Algunos se giraron hacia nosotros, curiosos, y Lénisu puso los ojos en blanco.
—Querida, si no entiendes lo que te he dicho, ¿cómo podrías matar a un dragón?
—He entendido perfectamente —repliqué bruscamente—. Pero…
—No hay peros que valgan, sobrina —zanjó con un chasquido de lengua—. Tú me sigues sin protestar y no me vuelves a dar un disgusto como el del otro día, ¿estamos de acuerdo?
Parpadeé e intenté ponerme en el lugar de Lénisu. Años habían pasado desde la última vez que me había visto. Me había creído muerta, al igual que Murri y Laygra, y cuando por fin me había encontrado, su única intención había sido la de reunir a la familia y, en lugar de eso, había tenido que cruzar un monolito y asustarse mortalmente por mi seguridad. Sentí un gran peso caer sobre mis hombros. ¡Lénisu me quería! Y me protegería con su propia vida. Era una idea asombrosa pero terriblemente escalofriante. ¿Cómo habían llegado a formarse tales vínculos entre nosotros en menos de dos meses? De pronto las palabras que había pronunciado un rato antes me volvieron. A mis cuatro años, había cogido una planta venenosa. Ahora la recordaba, sí, la había encontrado cerca de las marismas, junto a una rosa blanca. Le había dado a Laygra la rosa blanca y me había quedado con la planta letal sin saberlo. Era una hermosa planta, pero no me acordaba de nada más. Lénisu tenía que haberse quedado paralizado de miedo al verme tan feliz con la muerte en la mano.
—Lo siento, Lénisu —murmuré—. No te defraudaré más. No quería… claro que no volveré a darte un disgusto como aquél. Es que… ya sabes, no estoy habituada a que la gente dé tanto por mí —terminé por decir en un susurro.
Lénisu sonrió y me pasó afectuosamente la mano por el pelo.
—Eso es porque estás ciega, sobrina.
Seguimos hablando con un tono más ligero y cuando empezó a anochecer nos dispusimos a cazar un poco, cocinar y dormir. Por mi parte, sentía que iba retomando fuerzas con rapidez y aquella noche apenas estaba mareada al acostarme.
Como estaban hablando del rumbo que teníamos que seguir, me concentré en el ruido de la lluvia contra las hojas, tratando de conciliar el sueño. Me enderecé de pronto, haciendo sobresaltar a los demás. Les dediqué una gran sonrisa.
—No sabéis cuánto me alegro de veros. —Levanté la mirada hacia el cielo y divisé la Luna, redonda y blanca entre el cielo oscuro—. Buenas noches.
Y me acosté otra vez con la satisfacción de ver rostros tan desconcertados y tan familiares a la vez. Por un momento me pregunté si la apatía todavía me hacía efecto pero el sueño me impidió profundizar mis pensamientos sobre la cuestión. Curiosamente, la Luna se quedó grabada en mi memoria aquella noche y soñé que corría por los bosques iluminada por ella.