Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

6 Bosque de Luna

Convencerle a Ranoi Tépaydeln de que éramos capaces de enfrentarnos a un dragón de tierra fue una tarea asombrosamente sencilla y al cabo me dije que tenía poca vergüenza al dejar a unos niños de trece años arriesgar su vida, aunque luego me pregunté si realmente se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Quizá hubiese olvidado nuestra edad al ver que éramos más altos que él o quizá pensase que éramos celmistas y aventureros que volvían de las Tierras de Ceniza. En todo caso, Ranoi Tépaydeln aceptó nuestra oferta sin escrúpulos de conciencia.

Cenamos en una sala aislada, con una mesa larga, bancos, y unos muebles viejos de madera oscura. Dos medianos habían dejado la comida en bandejas y cuando destapé una de las cazuelas salió una vaharada de humo blanco y solté una exclamación.

—¡Sopa de sarrena!

—Con pimientos —dijo una voz jovial con un acento horrible. Me giré y vi a un mediano pelirrojo que me sonreía—. Mi nombre es Arfonto. Si me permiten, me sentaré con vosotros para cenar.

Parecía estar pidiéndome la autorización a mí pero tardé en contestar por la sorpresa.

—Por supuesto que puedes sentarte con nosotros —le dije alegremente—. Yo me llamo Shaedra.

—Un honor —contestó inclinando la cabeza sin una pizca de ironía en su voz.

Tomamos asiento en silencio y nos servimos, exclamándonos por lo buena que estaba la cena. Pronto se vio que Arfonto tenía muchas dificultades para hablar abrianés con lo que al final acabaron hablando nailtés y cuando se me ocurría decir algo, me salía una frase desastrosa. Lénisu y Stalius hablaban nailtés con soltura y Aleria y Aryes parecían tener cierta facilidad pero me felicité al darme cuenta de que Akín y Dolgy Vranc eran todavía más desastrosos que yo. Aquella cena reveló ser una auténtica clase de nailtés. Arfonto nos contó historias que entendí a medias y chistes que no entendí para nada. Tenía un carácter ligero y me cayó bien enseguida, aunque cuando supe que era sobrino de Murdoth y primo de Láaco resultó evidente para todos que Arfonto no había venido aquí por voluntad propia.

—¿Cuál es tu oficio, Arfonto? —preguntó Lénisu en nailtés.

—Soy poeta —contestó sin vacilar el mediano pelirrojo—. O sea, escribo versos, pero también prosa.

—¡Poeta! —repitió Lénisu—. Yo también lo fui, cuando era más joven. Qué tiempos eran aquellos.

—¿Y por qué dejaste de escribir? —preguntó Arfonto, sin entender.

—Cosas de la vida. Hoy en día a la gente como yo no se le permite soñar.

—¿La gente como tú? ¿Qué quieres decir?

Lénisu hizo una mueca.

—La gente que no tiene una familia llamada Tépaydeln por ejemplo.

Arfonto se ruborizó.

—Oh. Ya veo.

A partir de ahí la conversación se volvió más silenciosa aunque Arfonto acabó deleitándonos con algunos de sus versos. Como todos estábamos bastante cansados después de un día de marcha por las montañas, nos levantamos y le dimos las buenas noches al hobbit. Este hizo una pequeña reverencia contestando torpemente en abrianés:

—Un honor conoceros ha sido.

Cuando salimos, Akín se acercó a mí y a Aleria y nos susurró a la oreja:

—Tiene más espíritu poético en abrianés que en nailtés.

Mientras yo asentía con una carcajada silenciosa, Aleria meneaba la cabeza.

—No has sabido apreciar sus versos simplemente porque no sabes nailtés correctamente. A mí me pareció que era buen poeta.

Akín frunció la nariz pero no dijo nada.

Cuando estuvimos tumbados en nuestros jergones respectivos, me di cuenta de que no estaba tan cansada como pensaba. Las dos horas en las que había hecho la siesta habían ahuyentado el sueño. No habíamos dicho aún nada a Lénisu de nuestro propósito de ayudarles a él y a Stalius. Mañana lo haría, me prometí, imaginándome a Lénisu, mesándose el pelo y cubriéndome de reprimendas. Que me sermonease tanto como quisiese, yo ya tenía trece años y era lo suficientemente mayor como para tomar mis propias decisiones.

Aquel pensamiento, en vez de darme miedo, me fortaleció. Lénisu no sabía en qué se estaba metiendo. Vale, no sabía qué estaba planeando en realidad. Quizá estuviese chafando su plan, y por eso me prometí decirle lo que le habíamos propuesto mis amigos y yo a Ranoi Tépaydeln. Él no era el único que podía tener un plan. Pero tenía que admitir que Lénisu solía tener planes más estructurados que los míos. Aun así, todo en la vida no le había salido redondo porque había acabado en los Subterráneos al menos dos veces.

En aquel momento, tendida en la oscuridad de la habitación subterránea de Tauruith-jur, me puse a pensar en Murri y Laygra. ¿Dónde estarían ahora mismo? ¿En el pueblo, durmiendo tranquilamente en alguna casa? ¿O estarían investigando sobre Jaixel y sobre nuestros padres? Ellos ignoraban que nuestros padres no eran nakrús. E ignoraban que yo ya no estaba en Ató sino a millas y millas de ahí. Aunque, lo bueno era que si Jaixel realmente me buscaba, tampoco él sabría dónde estaba. Si acaso me buscaba, me repetí, sabiendo que Lénisu dudaba aún de que así fuera. En todo caso, Jaixel existía realmente. Sarpi había oído hablar de él. Murri me había hablado de él. ¿Pero qué cosa podía tener yo que perteneciese al lich? Si no era el Amuleto de la Muerte, ¿qué podía ser?

El sueño me invadió progresivamente y mis pensamientos se fueron desvaneciendo, girando en remolinos nerviosos sin que yo supiese ya si eran reales o no. Mi último pensamiento lo dirigí a Galgarrios. ¿Cómo se sentiría ahora? No lograba quitarme de la cabeza la tristeza de su rostro al saber que sus amigos se habían ido sin él.

* * *

Los árboles de aquel pasaje apenas tenían hojas y un liquen de un verde claro los rodeaba, disimulando la corteza casi por completo. Al despertarme, había creído por un momento que me había vuelto ciega al ver la habitación sumida en la oscuridad. Al salir, sólo había visto luces artificiales, kérejats iluminados que volaban junto al techo y junto a la corteza de los árboles.

Paseando lentamente por el pasaje, me detuve en seco en un momento al ver un tronco iluminado y blanquísimo. Parpadeé, deslumbrada, y entonces se oyó un ruido de botas contra el suelo rocoso y una ola de kérejats levantó su vuelo como un humo de estrellas, dejando atrás un tronco lleno de liquen, tan ordinario como los demás.

—Me gustan los kérejats —dijo la voz de Aryes detrás de mí—. Actúan como mensajeros. Me da la impresión de que son espíritus inteligentes.

Seguí mi camino sin girarme hacia él. Pensé que tendría que sentirme irritada al ver que no podía estar ni un momento sola, pero no logré culpar a Aryes. Después de todo, él no podía darse cuenta de lo aturdida que estaba mi mente en aquel momento. Akín y Aleria lo habrían adivinado con facilidad. Aryes apenas me conocía.

Un kérejat pasó por delante y otro se posó en mi hombro y, molesto con el movimiento, se echó a volar lentamente, elevándose hacia el techo.

—Hay algo que quisiera preguntarte —lo oí decir.

Me giré hacia él con una ceja enarcada. Su tono me había intrigado.

—¿De qué se trata?

Aryes parecía incómodo.

—Se trata del por qué estamos aquí —como lo miraba, atónita, él dejó escapar un suspiro—. Al principio no preguntaba porque era evidente que había demasiados secretos como para que me hablarais de ello. Pero luego…

—¿Luego? —le animé con suavidad.

—Luego —dijo él lentamente, posando su mirada en un tronco cuyas ramas tenían forma de copa— me di cuenta de que necesitaba saber.

—Pero tú lo sabes todo, Aryes. Stalius no nos contó más sobre Aleria. Ni siquiera sabemos muy bien qué importancia tiene que sea la Hija del Viento aparte del hecho de que tenga que salvar a unos guaratos desaparecidos…

—No estoy hablando de Aleria —me interrumpió Aryes, mirándome con intensidad—. Estoy hablando de ti. —Me quedé callada—. Viniste a Ató hace cinco años. Te vi chapucear el abrianés y aprenderlo en unos meses, aunque a veces soltabas palabras en naidrasio. El idioma que se emplea en el Bosque de Hilos. Viniste del este. Sola.

Dicho así, mi historia parecía tener unas horribles incongruencias. Pero supuse que era mejor que creyese la gente que había venido sola desde tan lejos y no acompañada por un centauro lunar, especie que de todos modos siempre estaba mal vista en Ajensoldra y sus «territorios civilizados». Pero Aryes estaba ahí, conmigo, y merecía una explicación.

De pronto me pregunté cómo debía sentirse, lejos de su casa y de su familia, con unos compañeros que ni siquiera habían juzgado útil revelarle por qué volver a Ató no era una de sus prioridades. Me sentí culpable por haberlo arrastrado en esta aventura, aunque supiese que en realidad era él solo quien había decidido cruzar aquel monolito. A menos que hubiese pensado que el monolito era tan sólo una prueba más en el último examen de snorí, pensé de pronto, asombrada de que no se me hubiese ocurrido algo tan evidente. Aryes se habría quedado pasmado al abrir los ojos aquel día, en el valle de Éwensin. Porque me había quedado claro que ahí donde habíamos aparecido era algún sitio al norte, en el valle de Éwensin.

Mi silencio pareció incomodarlo todavía más.

—Si no quieres decirme nada, no digas nada, lo entenderé —dijo por fin, dándose media vuelta para irse.

—Espera, ¡Aryes! Date cuenta de lo que me estás pidiendo. ¿Qué quieres saber? ¿El por qué estás aquí o el por qué estoy aquí?

Aryes se detuvo y meneó la cabeza.

—Ya sé por qué estoy aquí.

Hice una mueca y me senté en una raíz que parecía menos cubierta de liquen.

—Bueno. Supongo que ha sido injusto de mi parte no decirte nada de mí. Pero estoy segura de que Lénisu no se ha privado de contarte cosas que yo ni siquiera recuerdo —apunté.

Aryes tomó asiento en una roca.

—No creas que me contó mucho de ti.

—Ya. En todo caso ya sabes que de pequeña viví en un pueblo de humanos con mis hermanos, Murri y Laygra, pero no sabía que eran mis hermanos hasta el año pasado.

Aryes asintió con la cabeza, atento. Entonces le conté que los nadros rojos habían atacado el pueblo, que un semi-elfo llamado Kahisso me había salvado y me había enviado a Ató con Alfi.

—¿Alfi?

—Alfi era un centauro lunar. Como te he dicho, los tres raendays tenían que ir hasta el bosque de Hilos. Su objetivo primero era acabar con la tropa de nadros rojos, pero creo que habían sufrido bajas y tuvieron que ir a pedir ayuda. Pero los centauros lunares no se la dieron.

Esperé algún comentario como «no me sorprende» o algo del estilo, pero Aryes se mantuvo en silencio.

—Alfi era un amigo de Kahisso. No sé por qué razón, tenía que devolverle un favor. Me dejó cerca de Ató con un pergamino a la intención del propietario del Ciervo alado.

—Un momento —intervino entonces Aryes—. El Ciervo alado … Kahisso… ¿no era el hijo desaparecido de Kirlens?

—Sí, es su hijo —contesté, sorprendida de que lo supiese—. ¿Cómo lo sabes?

Aryes puso cara molesta.

—Oí contar la historia de Kirlens varias veces. En Ató se considera que es uno de los más desgraciados.

—Ya, ya —solté con amargura—. Ya sé lo que cuentan por ahí. Dicen que cuatro fueron los hijos de Kirlens. Dos engendrados, dos adoptados. Uno traidor, otro chiflado, una maníaca y la otra es la ternian salvaje y excéntrica.

Aryes iba a protestar pero le corté.

—Para los dos de en medio, tienen bastante razón. Pero Kahisso no tenía nada de traidor y yo… bueno, ¿tú me consideras salvaje y excéntrica?

Aryes abrió la boca, la cerró y negó con la cabeza. Suspiré.

—En fin, te estaba contando cómo había llegado a Ató. A partir de ahí ya sabes lo suficiente. Todo el mundo me miraba como a una extraña. Lo que era, en realidad, claro. Sólo hubo una persona que no me miró mal —añadí en un murmullo casi inaudible.

Aryes frunció el ceño.

—¿Quién?

Levanté la cabeza y sonreí.

—Galgarrios. Me tomó por amiga desde el principio. Debió de sentir que estaba tan sola como él en aquel momento. Tiene buen corazón.

Aryes se echó a reír.

—Galgarrios no puede ser malo con nadie —dijo.

—Echo de menos su inocencia —dejé escapar.

Hubo un largo silencio y al fin Aryes se levantó.

—Y yo echo de menos a mucha gente. Pero estoy aquí y te recuerdo que tenemos que enfrentarnos a un dragón.

Lo miré, enojada.

—Ya sé lo que tengo que hacer.

Aryes retrocedió, sorprendido.

—Ya. Creo que prefieres que te deje sola, ¿verdad?

—Sí —gruñí.

—Entonces, hasta luego —soltó con brusquedad después de un breve silencio.

Me quedé sola, sentada en mi raíz, intentando entender por qué de pronto me había enfadado con él. Que me pidiese que le relatase mi infancia, bueno, pero que me recordase lo que tenía que hacer, ¡eso era intolerable! ¿Cuándo me había tenido que recordar alguien lo que tenía que hacer, si se exceptuaba a Wigy? Nunca nadie me había recordado mis obligaciones.

Vale, pero tenía que haber otra razón para que me sintiese casi al borde de la histeria. Después de un cuarto de hora de reflexiones, creí entenderlo. El dragón, los medianos, Lénisu y Stalius. Todo eso era demasiado para que lo pudiese soportar sin sentirme al borde de un ataque de nervios. Aquello que sentía en mí, ¿acaso era miedo? Podía serlo. No era la misma sensación que cuando Nart me había dado un susto de muerte, o cuando la risa maligna se interponía en mis sueños. Era un miedo más largo pero que tenía una causa perfectamente definida.

Honestamente, me preguntaba por qué no acababa de fiarme de Aryes. Su manera de ser podía ser tan trivial y normal en ocasiones, y tan aturdidora y extraña en otras. En el último mes, creía haber aprendido a conocerlo, pero ahora me entraban dudas de si realmente lo podría llegar a conocer. Akín, en comparación, era un amigo totalmente fiable. Y Aleria, pese a sus manías y sus réplicas no siempre acertadas, tenía un corazón limpio y claro. Aryes era incomprensible.

Me levanté y seguí andando por los pasillos, gravando en mi memoria qué pasadizos tomaba para no acabar perdida. De cuando en cuando me cruzaba con algún mediano y lo saludaba educadamente mientras aquél respondía con los ojos abiertos como platos.

Acabé encontrando un pequeño bosque desierto y tranquilo y me detuve, embelesada. Los troncos tenían hojas de un verde muy oscuro y sentía algo nuevo. Una brisa. Iba barriendo el bosque, rozando las hojas y el liquen de los troncos y el musgo del suelo. No había naldren por ningún sitio.

Me paseaba entre los troncos, pensativa, intentando imaginarme cómo podía ser un dragón de tierra, cuando oí un carraspeo y me giré bruscamente. No había nadie. Volví a oír el carraspeo y al fin una voz cantarina.

—¿Te has perdido, forastera?

¡Hablaba en naidrasio, el idioma de los reinos de la Noche! Levanté los ojos y me topé con un rostro redondo y muy negro. Tenía ojos grandes, negros y globulosos y una sonrisa radiante y blanca. Era una niña mediana, encaramada a una rama llena de hojas casi negras en las que se camuflaba casi a la perfección.

—¿Quién eres? —pregunté en el mismo idioma.

La niña miró a su alrededor con los ojos muy abiertos y luego dio un salto ágil y bajó del tronco, tocando el musgo del suelo con un ruido sordo.

—Me llamo Deria. Se supone que debo estar trabajando en el sector cuatro de recolección. ¿No le dirás a nadie que me has visto, verdad?

Sonreí. Aquella niña me hizo pensar en mí unos años atrás.

—Descuida, sé guardar un secreto.

Era extraña la sensación de hablar naidrasio con alguien que lo hablaba sin acento. Con cierto estupor, hasta creí percibir una nota de acento ajensoldrense en mis palabras. ¿Acaso habría podido olvidar con los años la manera de hablar de la lengua de mi infancia?

Deria me miraba con curiosidad mientras paseaba mi mirada por el bosque.

—Es un hermoso bosque —observé.

—¿Verdad? Vengo aquí cada vez que puedo escaparme —dijo Deria. Se mordió el labio inferior y se lanzó—: ¿Eres de los forasteros que vinieron ayer, verdad?

—Sí. Mi nombre es Shaedra. ¿Has oído hablar mucho de nosotros?

Deria se encogió de hombros.

—Sin más. Pero algunos dicen que el señor Tépaydeln os ha dado una misión importante. Dicen que vais a ir a matar un monstruo.

Fruncí el ceño.

—Eso es cierto.

—¿En serio? —exclamó Deria, admirativa—. ¿Pero qué monstruo es? ¿Un orco? ¿Una arpía? ¿Un lobo?

Me reí.

—Un orco no es realmente un monstruo.

—¿Pero qué monstruo es entonces?

¿Acaso no lo sabía? Ranoi quizá les hubiese mentido, aunque no tenía mucha lógica que lo hubiese hecho, a menos que los medianos realmente temiesen un dragón de tierra más que todo en el mundo y que quisiese evitar el pánico.

—Todavía no lo sabemos muy bien —mentí—. Pero no te preocupes. Acabaremos con él y todo volverá a ser como antes.

—¿Qué volverá a ser como antes? —preguntó sin entender.

Como no supe qué contestar, cambié de tema.

—Dime, sitios como este, ¿hay muchos en las Minas Negras?

—¿Saigueruth, quieres decir? En Tauruith-jur hay cinco. Generalmente voy alternando para que no me encuentren tan fácilmente. Dicen que soy una niña mala.

—¿Saigueruth, has dicho? Eso significa…

—Bosque de Luna —exclamó la niña como si estuviese invocando algo. Soltó una risa y se puso a hacer grandes piruetas por el suelo. Se detuvo y me dedicó una sonrisa—. Es un juego —explicó—. Uno grita Bosque de Luna y hace el máximo número de piruetas. ¿Quieres jugar?

—¡Claro! ¿Y cómo se llama ese juego?

Por toda respuesta, Deria miró hacia el techo, alzó los brazos y gritó:

—¡Bosque de Luna!

Tomó impulso en una pierna y se puso a dar vueltas, alternando las manos y los pies en el suelo. Conté. Uno, dos, tres. ¡Hasta nueve seguidos! Pero tuvo que detenerse porque había tomado una dirección equivocada y si hubiese continuado se habría chocado contra un tronco.

Solté una risa, encantada, levanté las manos hacia el cielo y dije:

—¡Bosque de Luna!

¡Qué alegría poder volver a hacer piruetas! En el último mes había andado tanto durante el día que los malabarismos me habían parecido fútiles. Ahora puse toda mi alegría en mis gestos. Inconscientemente, el jaipú se propagó por todo mi cuerpo. Hice piruetas por el costado, luego hacia detrás, hacia delante, pegué un último salto y me agarré a una rama con las dos manos, riendo.

Deria me miraba boquiabierta.

—¡Es maravilloso! ¡Tienes que enseñarme a hacer eso! —exclamó.

Solté otra carcajada. Jamás había considerado la posibilidad de que mis dotes en malabarismo pudiesen ser motivo de admiración. En todo caso, el juego de Deria me había devuelto mi buen humor.

—¿Realmente quieres aprender? —pregunté.

—¡Sí!

—¿Por qué?

—Porque de mayor quiero ser equilibrista. Y porque sí. ¿Me enseñarías? —De pronto su rostro se ensombreció—. Pero tú no tienes tiempo para enseñarme, ¿verdad?

—Claro que tengo tiempo —dije, columpiándome en la rama—. Antes de matar al monstruo, hay que saber dónde está. De momento, no tengo nada más que hacer. Así que si quieres, puedo empezar a enseñarte ahora.

Los ojos negros de Deria se iluminaron de felicidad.

—¿En serio me vas a enseñar ahora?

—En serio. A menos que tengas que volver a ese sector cuatro.

Deria hizo un gesto como para apartar una mosca.

—Natrio no se dará cuenta de mi ausencia hasta la hora de la comida.

—Espero que seas más concienzuda para aprender lo que te voy a enseñar.

—¡No me olvidaré ni una palabra! —aseguró ella enérgicamente.

Me dejé caer al suelo y sonreí.

—Entonces, primero, te enseñaré la filosofía del jaipú.

—¿El jaipú?

—La fuerza energética interna de cada persona.

—Ah, aquí lo llamamos el mongit. Nos dan clases sobre eso. El sacerdote dice que si lo repartimos bien en todo el cuerpo nos cansamos menos al trabajar.

—¿Repartir el jaipú por todo el cuerpo? Supongo que os explicará cómo hacerlo.

—Sí. Nos dice que lo liberemos. Utiliza la palabra yanjore. Liberar. Espero que no te moleste el que esté hablando naidrasio —añadió de pronto, inquieta.

—Oh, no. Para nada. En realidad el naidrasio es mi lengua de siempre. Con el abrianés, ahora. En cambio, hablo nailtés como maúlla un león.

Deria se relajó.

—Es que yo siempre hablo naidrasio con mi madre, pero los demás nos miran raro porque todos hablan nailtés.

—¿Pero no eres de Tauruith-jur?

—Mi padre lo era. Pero yo nací en el Bosque de Hilos. En Nuiná. Mi madre es una faingal. Así que yo soy medio faingal medio mediana —explicó hablando atropelladamente—, una drayta. Mi padre nos trajo aquí cuando tenía siete años. Murió poco después en un derrumbamiento. Y a partir de ahí mi madre no ha querido pronunciar una sola palabra en nailtés.

—Siento lo de tu padre —murmuré, súbitamente conmocionada.

Deria se encogió de hombros pero no dijo nada. Me crucé de brazos, pensativa.

—Uau —resopló Deria, levantando un dedo para señalarme—. Eso son garras, ¿no?

Miré mis manos. No me había dado cuenta de que tenía sacadas las garras. Las volví a meter, molesta.

—Sí. ¿Nunca habías visto a una ternian? —Como se encogió de hombros, esbocé una media sonrisa—. Dime, ¿cuántos años tienes?

—Diez.

—Eso es una edad perfecta para empezar a convertirse en una snorí y mejorar tu Bosque de Luna.

El rostro de Deria se iluminó.

—¿Una snorí? ¿Como en Ajensoldra?

—Como en Ajensoldra. Pero a mi manera —la señalé, amenazante—. ¿Juras escuchar a tu nueva maestra en todo lo que te diga?

Ella sonrió y asintió sin parecer solemne para nada.

—¡Lo juro!