Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
La familia Tépaydeln vivía en una extensa cueva dentro de la mina, cubierta de tapices y de alfombras. Pero la verdad es que necesitaban el espacio que tenían. Eran muy numerosos. Entendí que muchos eran primos y que vivían todos en el mismo rincón. Vestían túnicas parecidas a las que llevábamos, aunque iban mucho más adornadas. Tenían cinturones con piedras preciosas incrustadas en ellos. Definitivamente, si aquella mina no tenía piedras preciosas, al menos sacaban de ahí naldren suficiente como para pagarse el lujo que los rodeaba.
Sin embargo, no teníamos cita con toda la familia Tépaydeln sino con unos pocos miembros de ella. Nuestro nuevo guía que había relevado al joven mediano era un hombre flaco de edad madura que no dejó de echarnos miradas desconfiadas mientras pasábamos por los pasillos lujosos de la cueva. ¡Como si se nos hubiese ocurrido robar algo! Me imaginé plegando tranquilamente un tapiz y escondiéndolo debajo de la túnica y casi me eché a reír.
—Se está poniendo nervioso —le comenté a Akín. Este tuvo que taparse la boca para sofocar una carcajada.
El guía, que por cierto se llamaba Lom, estuvo nervioso durante todo el trayecto. Finalmente, desembocamos en una sala más o menos rectangular con una gran mesa en el centro. Tres personas estaban ya sentadas y se levantaron al vernos.
—Me alegro de que hayáis aceptado mi invitación. Mi nombre es Ranoi Tépaydeln, hijo de Surshilia y Mirren. Este es mi hijo, Murdoth, y este mi nieto, Láaco. Les ruego que se sienten y tomen el té con nosotros, honorables aventureros.
El hombre que había hablado era el mayor, tenía el pelo canoso, la nariz puntiaguda y unos ojos azules que brillaban de perspicacia. Creo que a todos nos tomó por sorpresa su calurosa acogida. Otra de las ventajas era que sabía abrianés y lo hablaba correctamente.
Tomamos asiento y los demás fueron presentándose. Mi mirada se posó en una cestilla llena de una fruta de piel amarilla que tenía toda la pinta de ser una variedad de melocotón. Se me hizo la boca agua. No había comido nada desde el desayuno. ¿Cómo conseguían estar concentrados los demás en otra cosa que en la fruta?
—Y yo soy Lénisu y esta es Shaedra Úcrinalm Háreldin, mi sobrina.
¿Por qué se empeñaba siempre en añadirme esos apellidos estrafalarios que nunca había oído hasta hacía un mes? ¡Si al menos no tuviesen los dos tres sílabas! Pero después de haber escuchado los cortos apellidos de los demás, Ranoi Tépaydeln, hijo de Surshilia y Mirren, me miró con curiosidad.
—¿Eres noble?
—¡Noó! —exclamé, fulminando a Lénisu con la mirada—. Yo no soy noble.
—Es innoble —apuntó Lénisu—. Pero es buena sobrina.
Ranoi nos miró alternadamente y esbozó una sonrisa.
—Tengo entendido que un grupo de viajeros fue hasta las Tierras de Ceniza hace un par de meses. ¿No seréis vosotros por casualidad?
—¿Las Tierras de Ceniza? —repitió Dolgy Vranc, sin entender.
—Si sigues unas semanas hacia el sureste te encontrarás con ellas, si no me equivoco —dijo Lénisu—. Tú conocerás esa zona como el Maydast. Unas tierras llenas de lava. Asquerosa tierra llena de bichos —concluyó—. Y no, no somos esos viajeros —añadió dirigiéndose a los Tépaydeln.
Ranoi lo observó atentamente.
—Pero usted ha estado ahí.
Mi tío puso los ojos en blanco.
—Estuve ahí. Un día y una noche —precisó—. Una tierra donde no se puede ni nacer, ni vivir ni morir. Los bicharracos no te dejan en paz. Una tierra maldita —gruñó.
Ranoi intercambió una mirada con su hijo y asintió con la cabeza.
—Láaco, ¿puedes servir té a nuestros invitados?
Vi al joven mediano levantarse enseguida para coger una de las dos teteras que reposaban sobre la mesa frente a Ranoi.
Creo que era la primera vez en mi vida que me servían sin que tuviese que ir yo misma a llenar mi bol y, aunque adivinase que aquello tenía que ser un acto de cortesía habitual, sentí algo que identifiqué como humillación. Mientras Láaco llenaba los boles, Ranoi Tépaydeln seguía hablando, contestando a preguntas. Me perdí la mitad de lo que decían. Sólo entendí que estábamos efectivamente muy cerca de las Comunidades de Éshingra, que podíamos llegar a la ciudad de Tenap en una semana de marcha y que había mucho bandido últimamente en los caminos de las Comunidades. Un cargamento de naldren había desaparecido hacía unas semanas y nadie sabía qué había sido de los cargadores. Una tropa de artistas había llegado a Tauruith-jur despojada de todos sus bienes. Entendí que nosotros estábamos en Tauruith-jur, uno de los muchos poblados subterráneos en el Cinto del Fuego que vivía de la explotación de aceite de naldren.
Vaya. Pensar que un simple paso hacia un monolito había podido alejarme tanto de Ató era sencillamente escalofriante.
Lom apareció con una bandeja con pastelitos llenos de algas verdes y finas que no logré identificar.
—Bracarios los llamamos aquí —decía Ranoi sonriente, mientras cada uno se iba sirviendo. Se retomó la conversación pero yo me absorbí en la simple tarea de matar el hambre. Cuando hube comido cuatro bracarios me sentí curiosamente llena y me adosé a mi silla, tapando un bostezo con la mano.
El bol estaba caliente entre mis manos y cuando me di cuenta de que estaba tamborileando con mis garras el cristal paré enseguida y, fijándome en que todos parecían muy interesados por la conversación, me concentré al fin en lo que se decía.
—Ya lo siento, pensé que quizá fueseis aventureros de esos a los que les encanta una generosa recompensa —decía Ranoi Tépaydeln.
—Nosotros no somos aventureros —dijo Dolgy Vranc—. Somos unos simples viajeros que andan un poco perdidos.
—Pero venís del noreste —intervino Murdoth—. Ahí no hay poblaciones saijits.
—De hecho, no las hay —aprobó Lénisu amablemente—. Pero eso no nos convierte en aventureros del tipo que andáis buscando.
—Podemos ofreceros mucho dinero —dijo Murdoth levantando la voz.
—Hijo… —murmuró Ranoi con un tono de aviso.
—¿Cuánto? —replicó Lénisu adosándose al respaldo de su silla con desenfado.
Murdoth apretó los dientes, observándolo y articuló:
—Ochocientos kétalos.
—¡Ochocientos kétalos! —repitió Lénisu con una mueca irónica—. Me estás insultando. Eso es lo que gana un secretario de ayuntamiento en dos meses.
Los ojos de Murdoth ardían de concentración. Pero ¿estaban hablando de dragones o me lo estaba inventando? Miré de reojo hacia Akín y Aleria y los vi tan pálidos que supe que aquella conversación iba en serio. ¿Pero a qué estaba jugando Lénisu?
—¿Qué propones? —soltó Murdoth entonces.
Lénisu hizo una mueca e iba a contestar pero Stalius se adelantó:
—El dragón de tierra ya ha destrozado un poblado. No voy a permitir que muera más gente. Aceptaré cualquier recompensa que quiera darme esta pobre gente. Yo no juego con la vida de los demás por un puñado de kétalos —añadió con un tono mordaz.
Lénisu le dirigió una amplia sonrisa.
—Eres un tipo formidable, Stalius. Un héroe —asintió, emocionado—. Confiamos en ti para que mates al dragón de tierra —se inclinó sobre la mesa y le tendió una mano franca—. Tú te quedas con su recompensa, yo me quedo con la vida, ¿trato hecho?
Stalius lo contempló con cara de pocos amigos y no se movió con lo que finalmente Lénisu soltó un suspiro y volvió a sentarse, mascullando algo entre dientes.
—Necesito mi mandoble —dijo el legendario con seguridad—. Una alabarda y una red.
Ranoi y Murdoth nos contemplaban, sorprendidos.
—Pero… ¿y los demás? ¿No vais a luchar juntos? —dijo Ranoi.
—Los aventureros, normalmente, luchan juntos —pronunció Láaco, antes de ruborizarse bajo la mirada fulminante de su padre.
Percibí un intercambio de miradas entre Dolgy Vranc y Lénisu y entendí que no pretendían ayudar a Stalius en su empresa. Levanté mi bol para disimular mi expresión confusa. Recordaba que los dragones de tierra podían medir varios metros y que tenían una fuerza descomunal en las patas para permitirles cavar y meterse en la tierra. ¿Podría Stalius matar a un dragón de tierra?
—No somos aventureros cualquiera. Somos aventureros del Gran Norte. Tenemos un espíritu muy independiente —pronunció Lénisu por toda explicación con una expresión solemne.
Me atraganté con el sorbo de té que estaba bebiendo y Aryes, sentado a mi izquierda, me dio unas palmaditas en la espalda procurando guardar un semblante serio.
La conversación seguía. Stalius estaba decidido a proteger a un pueblo de medianos que no conocía por el bien del mundo.
—Ya basta, Aryes —me quejé en un susurro, viendo que seguía dándome golpecitos en la espalda, distraído—. Ya no me estoy atragantando.
Aryes se sobresaltó y retrocedió, confuso, mientras yo intentaba concentrarme en lo que decía Murdoth.
—En cuanto sepamos su posición, te lo diremos. Si alguien de vosotros quiere unirse a vuestro amigo —añadió, incómodo—, será bienvenido. Nuestros guardias harán lo que puedan para ayudaros pero os incumbe a vosotros la tarea de matar al dragón de tierra. La gente está histérica y muchas familias han perdido a gente querida estos últimos meses.
—No se preocupe, me encargo yo de todo —aseguró Stalius—. No será la primera vez que me enfrente a un peligro como ese. Los dioses me protegerán.
Hacía un rato que Lénisu no había dicho nada y me pregunté que estaría tramando.
—Supongo —intervino entonces— que no sería descortés irnos ahora hasta Tenap para esperar a que Stalius se reúna con nosotros después de haber matado al dragón. No me inquieto por él, los dioses le protegerán, ya lo han oído, y yo tengo unos asuntos ahí que requieren…
—No —interrumpió Ranoi Tépaydeln—. Por favor, si no aceptáis mi recompensa, al menos dejadme invitaros a la Cena de la Abundancia. Es pasado mañana, espero que tus asuntos no sean tan urgentes para rechazar mi invitación —añadió con los ojos posados en Lénisu.
—En absoluto —replicó Lénisu cogiendo el bol con las manos—. Será un honor ir a esa cena.
Levantó el bol y bebió un sorbo.
—¿Se puede coger un melocotón? —pregunté entonces tímidamente.
Todas las miradas se giraron hacia mí y me sonrojé, súbitamente en tensión. Ranoi sonrió.
—Por supuesto, querida. ¿Cuántos años tienes?
Tendí una mano hacia la cestilla y cogí un melocotón y un cuchillo.
—Trece —contesté mientras me ponía a pelar la fruta—. ¿Y usted? —pregunté sin pensarlo. La sonrisa de Ranoi se amplió.
—Déjame pensarlo. —Frunció el ceño y asintió—. Ochenta y dos, si no recuerdo mal —se levantó—. Lom, si eres tan amable, acompaña al caballero hasta la armería. Si necesitas una armadura, tómala prestada sea cual sea. La protección de mi pueblo pasa por encima de todo gasto.
Lom, con su cara de eterna desconfianza, asintió con la cabeza. Engullí el melocotón con rapidez, diciéndome que debía haber preguntado antes si podía sacar algo de esa cestilla. Realmente la fruta estaba muy buena y casi tuve la sensación de haber vuelto a Ató, en período de recolecta.
—Puedo acompañar a los demás extranjeros a su habitación —propuso Láaco a su abuelo.
Murdoth frunció el ceño pero Ranoi asintió.
—Acompáñalos, muchacho, y asegúrate de que no les falte nada.
Me levanté con las manos pegajosas de jugo y gruñí interiormente sintiendo la mirada de reproche de Aleria. ¿Y qué me reprochaba ahora? Lénisu había comido ocho bracarios. Y Dolgy Vranc y Stalius no se habían privado tampoco.
—Considerándolo mejor —intervino Lénisu de pronto—, si me permitís… Ya que nos invitáis a una cena, me siento obligado a echaros una mano. Además, perder a un caballero como Stalius nos sumiría a todos en una profunda angustia. Le cubriré las espaldas.
—Una generosa actitud —replicó Ranoi sonriente y los ojos chispeantes—. Y supongo que su cambio de humor conlleva alguna condición.
—¡Noó, ninguna, señor Tépaydeln! Usted siga adelante con su estrategia de ataque al dragón de tierra. Nosotros lo despacharemos de vuestras minas.
Ranoi asintió, observándolo detrás de sus largas pestañas negras.
—De todos modos, no se irán de aquí sin haber sido recompensados por su valía. Usted necesitará también un arma supongo.
—Sólo mi espada corta, gracias.
—Se la devolveremos en breve.
—Mañana os prestaremos un espacio de entrenamiento —añadió Murdoth.
—Bien —dijo Stalius.
Salió en compañía de Lom hacia la armería, mientras los demás seguíamos a Láaco. Lénisu estaba ensimismado y sombrío.
Cuando estuvimos otra vez en nuestra habitación, Aleria y yo nos giramos hacia Lénisu bruscamente.
—Os habéis vuelto locos —tronó Aleria.
—¡Un dragón de tierra! —exclamé—. Esto es una locura.
Lénisu nos observó unos instantes en silencio con el ceño fruncido y luego se sentó en su jergón y se quitó las botas.
—No sé por qué se ha metido en esto Stalius —empecé—. Pero el caso es que tú no eres un guerrero, Lénisu.
Levantó la cabeza, como sorprendido.
—¿No lo soy? —dijo.
—No —dije firmemente, aunque de pronto empecé a dudarlo. Lénisu había estado en los Subterráneos. Si había salido de ahí con vida, ¿qué probabilidades tenía de que no fuese un buen luchador?
—Quizá no lo sea —admitió sin embargo—. Pero te olvidas algo importante en todo esto, sobrina.
—¿Qué?
Sonrió y reveló:
—Soy Lénisu Háreldin.
—Oh. Encantada, tío. Y supongo que para ti matar a un dragón de tierra es un asunto trivial y sencillo.
Lénisu asintió.
—Yo diría que estás yéndote por las ramas, sobrina. Escucha atentamente, querida, ¿alguna vez he hecho algo insensato?
—No sé si antes hiciste algo insensato pero hoy…
—Confía en mí —me interrumpió—. Sé arreglármelas con todo tipo de dragones. Hasta con los dragones medianos.
—¡Un dragón de tierra no es un dragón tan mediano! —protestó Akín.
Pero yo había fruncido el ceño.
—¿Estás pensando en huir de aquí? —murmuré.
Lénisu negó con la cabeza.
—Huir es palabra vil. Temo que el dragón de tierra sea peor de lo que nos han dicho estos medianos. Si no, decidme, ¿para qué recurrir a unos mercenarios desconocidos? —Hubo un silencio y Lénisu suspiró—. Porque no les importa si sobrevivimos o no —explicó amargamente—. El dragón ha tenido que destrozar más de lo que han dicho. Están histéricos y sus guardias son pocos y no están habituados a atacar dragones. Si he entendido bien, han sufrido numerosas bajas. Y tengo la impresión de que no somos los primeros aventureros a los que recurren.
Su insinuación me golpeó de pleno.
—¿Cómo has podido adivinar tantas cosas? —preguntó Dolgy Vranc con una ceja enarcada.
Lénisu esbozó una sonrisa.
—Hace unos meses estuve en Tenap. En alguno de mis paseos, oí quejarse a algún tipo diciendo que el aceite de naldren había reducido considerablemente sus flujos en el mercado. Ya existían rumores sobre la razón del problema. Algunos hablaban de una guerra secreta entre los pueblos de las Minas Negras. Otros de alguna epidemia devastadora que según las opiniones afectaba al minero o al naldren. Y algunos hablaban de algún monstruo horrible que excavaba justo en el lugar de las minas —levantó los ojos y al ver que estábamos todos pendientes de lo que decía, tuvo una media sonrisa—. Seguramente habría oído más rumores si no hubiese tenido que viajar hacia el oeste para encontrarte, Shaedra.
—¿Pero por qué has decidido ayudarle a Stalius después de decir que no ayudarías? —preguntó Aryes.
—Es una persona versátil —gruñí.
—Nada de eso, sobrina —susurró—. Al principio creí que Stalius se estaba metiendo en un callejón sin salida. Luego recordé que estos medianos de las Minas Negras no son los más simpáticos de su raza y no sienten un inmenso afecto por los extranjeros. No son de un natural agresivo, pero no me fío ni un pelo de que nos dejarán salir sin problemas, sobre todo si siguen encubriendo la razón de la subida de precio del naldren, lo cual ignoro, pero algo sé sobre la cultura de los pueblos del Cinto del Fuego y si comparten algunas creencias con ellos, quizá la presencia de un dragón de tierra signifique algo más que una simple desgracia.
—¿Quieres decir que el dragón de tierra tiene algún significado religioso? —preguntó el semi-orco, frunciendo el ceño.
—Según la tradición de los pueblos del Cinto del Fuego, el dragón de tierra es el símbolo de la Muerte. Es comprensible y apostaría a que los pueblos de las Minas Negras comparten esa creencia. Imaginaos. Estos pueblos viven dentro de las montañas. El dragón de tierra va excavando y va haciendo agujeros enormes por donde pasa. Aumenta el riesgo de derrumbamiento y, en fin, Ranoi Tépaydeln no quiere aterrorizar a su gente diciéndoles que su guardia no es capaz de matar a un dragón de tierra.
Estuvimos pensándolo un rato, sentados junto a él.
—¿Entonces Ranoi Tépaydeln es el jefe de las Minas Negras? —pregunté.
Me miraron todos meneando la cabeza.
—Si hubieses escuchado la conversación correctamente —gruñó Aleria—, Ranoi Tépaydeln es el capataz de Tauruith-jur y de otras dos minas. No de todas.
—Ah.
—Si no sería más rico que los Ashar.
—No me pareció ser un hombre pobre —repliqué.
—Eso es cierto —terció Aryes—. Si no le falta dinero, ¿por qué no ha contratado a mercenarios matadragones?
Lénisu estalló de risa y el semi-orco sonrió. Nos miramos, confundidos.
—Los mercenarios matadragones han dejado de pasearse por estas regiones hace mucho tiempo —explicó Dolgy Vranc—. Los dragones de tierra fueron exterminados hace más de dos siglos. Un matadragón, si quiere vivir, o se va por los Subterráneos o se va a tierras más lejanas.
—Recuerdo a un caito que vivía cerca de los lindes del Bosque de Hilos —intervino Lénisu, recordando, sonriente—. El caito decía que era un caballero matadragón. Tenía la misma fijación que Stalius, pero era diferente. Su objetivo no era salvar vidas sino matar dragones. Era un pequeño noble de provincia. Su castillo estaba lleno de libros de aventuras. Creo que en su vida había visto un dragón de verdad.
—Como digo, por aquí sólo hay matadragones ilustrados —prosiguió Dolgy Vranc—. Y dudo de que nadie preste su guardia para ir en busca de un dragón de tierra.
Lénisu asintió.
—Están en una situación precaria. Quizá piensen servirse de nosotros para distraer al dragón de tierra. Creo que a Ranoi, mientras no vuelva la criatura, no le importa verla muerta o a mil millas de sus tierras —añadió, pensativo.
—¡Podríamos hacer que desapareciese en un monolito! —exclamó Akín.
—Me consuela saber que tenemos a un celmista tan poderoso entre nosotros —observó Lénisu.
Akín se sonrojó y calló.
—¿Y qué propones que hagamos? —solté, nerviosa, imaginándome de pie frente a un dragón que salía de repente de la tierra, como una gran lombriz con dientes, garras y escamas.
—Vosotros, nada —replicó Lénisu levantándose de un bote—. Yo voy a ir a dar un paseo.
Desapareció por la puerta sin decir nada más. Después de un breve titubeo, Dolgy Vranc soltó:
—Quedaos aquí. Voy a hablar con él.
Y desapareció por la puerta a su vez. Me levanté, cerré la puerta y solté un inmenso suspiro de desesperación. Los medianos nos habían quitado las armas, nos habían dado túnicas y acceso a los baños, y ahora querían servirse de nosotros como matadragones, convencidos de que éramos aventureros, aunque lo negásemos.
—Esto no me gusta —declaré.
Aryes se adosó contra el muro y se masajeó las sienes, cansado.
—Si al menos fuésemos celmistas podríamos ayudar —suspiró.
Hubo un largo silencio, pesado y denso.
—No podrán matar al dragón de tierra —pronunció Aleria—. Leí cosas sobre ellos. Tienen patas pequeñas pero muy fuertes y pueden soltar un humo ardiente de la boca.
—¿Fuego? —pregunté. No recordé haber leído gran cosa sobre los dragones de tierra y lo lamenté ahora.
Aleria meditó y negó con la cabeza.
—No. Creo que era humo sin más. Recuerdo que leí algo sobre los puntos débiles de ese tipo de dragones. —Frunció el ceño y soltó un gemido—. ¡Necesitaría estar en la biblioteca de Ató!
—Pues ve y dentro de dos meses nos lo cuentas —dijo Akín con cara sombría.
De pronto me sumergió una rabia fría al sentirme encarcelada por unos medianos e impotente ante un dragón de tierra. La simple idea de ver a Lénisu luchando contra una criatura así me ponía los pelos de punta. La emoción y el miedo me ayudaron a tomar una decisión.
Akín y Aleria estaban discutiendo sobre la altura que podía llegar a alcanzar un dragón de tierra mientras Aryes los contemplaba con la mirada perdida.
—No dejaré que le ocurra algo malo a Lénisu —intervine con un tono en la voz que me impresionó hasta a mí.
Aleria calló y los tres me miraron con las cejas enarcadas.
—¿Y qué propones? —preguntó mi amiga.
Los miré sin decir nada porque no se me ocurría nada. ¿Qué podía hacer? ¿Huir? ¿Atar a Lénisu a una silla? Esas soluciones me parecían improbables, la primera porque los medianos no nos lo permitirían, la segunda porque Lénisu acabaría atándome a una silla a mí.
—Iremos a ver a Ranoi. Les ayudaremos a matar al dragón.
Me quedé boquiabierta y me giré hacia Aryes al mismo tiempo que los demás. ¿Realmente había sido él quien había hablado? ¿Realmente estaba proponiendo lo que estaba proponiendo?
—Podemos hacerlo —añadió como si cada palabra le costase un real esfuerzo—. Somos snorís de la Pagoda.
—Cierto —convino Aleria con firmeza—. Los ayudaremos.
Akín sonrió ampliamente y se levantó.
—Tienes más agallas de lo que creía —le dijo a Aryes—. ¿Vamos?