Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
Los baños eran en realidad dos estanques de agua de manantial, un poco fría pero limpia. Cuando me metí dentro, tan desnuda como había llegado al mundo, tuve la sensación de que estaba mudando de piel. La suciedad se había acumulado durante las varias semanas que había durado el viaje y quitarla no fue fácil.
—Es increíble.
Aleria, metida hasta las rodillas, castañeaba, enviándose pequeñas olas de agua fría con las manos.
—¿El qué? —dijo.
—Que llevamos casi un mes fuera de Ató.
Aleria se detuvo y enarcó una ceja en mi dirección.
—¿Y eso es increíble?
—No me parece real, eso es todo.
Se encogió de hombros y, temblequeando, se metió más profundo en el estanque inspirando hondo.
—¡Está helada! —se quejó.
—El Trueno está más frío en primavera —repliqué.
—¿Y a quién se le ocurre meterse en el Trueno en primavera? —replicó ella.
—A mí —contesté, mordiéndome el labio con una mueca testaruda.
—No me extraña. Después de todo, tienes sangre de dragón.
Le salpiqué con agua, riendo, y ella soltó un grito de protesta.
—¡Shaedra! —exclamó ultrajada—. ¿Qué pasa si me muero de una pulmonía?
—Bah, apuesto a que sabrías remediar una pulmonía tomando cien vías diferentes.
—Lo cierto es que recuerdo haber leído un libro en el que mencionaban algo sobre ella —dijo pensativa—. Creo que uno podía curarla mezclando sangre de rana con corteza de paeldro. —Como la miraba boquiabierta, se empezó a reír de mí—: ¡Eres más crédula que Galgarrios, Shaedra! No tendría ni idea de por dónde empezar para curar una pulmonía.
Solté un gruñido y froté mi brazo izquierdo con una esponja dura que me dejó la piel roja.
—Está fría —reconocí al de un momento. Aleria soltó una risita sin contestar, castañeteando los dientes sin parar—. Aleria, ¿tú sabes dónde estamos?
Con las manos en forma de copa, se enjuagó la cara, asintiendo.
—Si he entendido bien lo que decían, debemos de estar al noreste de las Comunidades de Éshingra. Podría ser peor.
—Al menos Stalius sabe hablar perfectamente el nailtés —una súbita idea me vino en mente—. ¿Qué crees que aprendió antes, el nailtés o el abrianés?
—El nailtés, supongo. Viene de las tierras de Acaraus. Es un guarato.
Consciente de que estábamos muy cerca de ponernos a hablar de los guaratos, de la Hija del Viento y del designio de los famosos dioses de Stalius, preferí cambiar de tema.
—Es un lugar curioso.
—Nunca había visto tantos medianos en un solo día —aprobó Aleria.
—Me han parecido poco expresivos —comenté.
Aleria se echó a reír.
—Eso es porque no entiendes el nailtés como deberías. Si hubieses estudiado más seriamente…
Aparté sus palabras con un gesto de mano, que removió las aguas alrededor de mí.
—Estudiar nailtés con Áynorin era ridículo. Él apenas sabía chapurrearlo y tenía un acento horrible, admítelo. A estos medianos, no los entiendo. Hablan muy rápido. En la taberna, cuando oía a algún viajero hablar en nailtés lo entendía mucho mejor.
—El maestro Áynorin no es un genio en cuestión de idiomas —admitió Aleria—. Pero se puede aprender mucho en los libros.
—No todo.
Aleria suspiró y pareció dolerle cuando reconoció:
—No todo.
Entonces me echó una mirada crítica.
—Oye, ¿pero así te lavas el pelo? ¡No me extraña que lo tengas siempre sucio! Si no te pones jabón, no sirve de nada.
Soltando un inmenso suspiro, tuve que ponerme jabón en el pelo y embadurnarlo con una masa blanca de espuma que, cuando salió al estanque, se transformó en una masa oscura.
Cuando hubimos frotado nuestros cuerpos con la esponja lo suficiente como para estar limpias, no nos retrasamos, sabiendo que los demás estarían esperando impacientes a que saliésemos. Nos secamos con una especie de servilleta hecha con un musgo absorbente y nos quedamos inmóviles un instante delante de las túnicas que nos habían dejado ahí. Obviamente, había algunas que eran más grandes que otras. Dos eran bastante anchas y largas, otra más delgada pero también larga y cuatro delgadas y más cortas que, se suponía, estaban destinadas a nosotras, a Akín y a Aryes. El problema eran los colores.
—Yo cojo la azul —dijo Aleria enseguida.
—No me digas —repliqué con un tic nervioso en los labios. Las demás túnicas eran todas rosas, un color que en Ató se tenía por costumbre relacionar con las personas mundanas, horteras y amaneradas.
—¿No te gusta el rosa? —ante mi mirada fulminante se rió.
Me puse el vestido sintiendo la tela deslizarse sobre mí como una cascada de agua. No era una túnica como las que se llevaban en Ató, porque me llegaba casi hasta los tobillos. Como la risa de Aleria redoblaba, puse los ojos en blanco:
—Por lo menos es cómodo.
Recogimos nuestra ropa, la lavamos como pudimos y nos preparamos a salir cuando me di cuenta de un detalle.
—Aleria.
—¿Qué?
—¿Y Akín? ¿Y Aryes?
—¿Qué les pasa? —dijo, frunciendo el ceño.
Pero entendió sin que le dijese nada. Nuestras miradas se posaron en las túnicas rosas guardadas en un rincón y estallamos de risa al unísono.
—¡No les digamos nada! —propuso ella.
Cuando volvimos al cuarto, los demás fueron todos a lavarse y nosotras nos instalamos en los dos jergones que había en el fondo de la habitación.
—¿Qué piensas de este pueblo? —dije de pronto—. ¿A que este sitio no parece una mina?
Aleria se encogió de hombros.
—Bueno, Troïshlan lo llamaba arst. Una mina. A menos que tenga otros significados. Supongo que un enano minero no lo consideraría una mina.
—¿Quieres decir que comercian con el musgo ese negro? —pregunté, extendiendo la ropa sobre el tabique para que secase.
Aleria se apretó las mejillas con una mano, contemplándome, atónita.
—¿Musgo negro? ¡Por favor, Shaedra! Tu musgo negro es una sustancia orgánica pegajosa y muy utilizada que se llama naldren.
Me quedé boquiabierta recordando a los medianos con sus sacos llenos de algo que parecía musgo húmedo.
—Vaya —resoplé—. No sabía que el naldren tuviese ese aspecto tan repugnante. Cualquiera utiliza aceite de naldren después de esto.
Aleria levantó los ojos al techo.
—Si hubieses leído Recursos de botánica en el comercio de Ajensoldra lo habrías adivinado enseguida.
Me mordí el labio y le dediqué una media sonrisa.
—Pues va a ser que, sorprendentemente, aquel libro me lo leí —repliqué—. Una parte al menos. Kajert me lo prestó de la biblioteca de su casa diciéndome que era una maravilla así que tuve que echarle alguna ojeada.
—¡Una ojeada! No iría hasta decir que aquel libro es una maravilla, pero es indispensable para entender lo que te rodea. Luego vas confundiendo naldren con musgo negro.
Sentí que Aleria se estaba poniendo insoportable con sus libros y me callé, tumbándome en mi jergón con un suspiro.
—Además —continuó Aleria pensativa—, creo recordar que el naldren por estas regiones se precia mucho. Seguro que en la próxima comida tendremos aceite de naldren en todos los platos…
Hizo una mueca mientras yo me enderezaba bruscamente, exclamando:
—¡Comida!
—Ups. No debí haber dicho nada —murmuró Aleria—. Ahora vas a estar pensando en comida hasta que hayas matado el hambre. Pero lo cierto es que yo también tengo hambre —dijo, acariciándose lamentablemente su vientre.
Tomó un tono tan quejumbroso que solté una carcajada.
—Si Troïshlan y sus amigos nos han dado jabón, ropa y un sitio donde dormir, cabe esperar que nos den un poco de comida. A menos que tengan pensado comernos ellos —añadí con un murmullo.
Aleria me miró, boquiabierta.
—¿Tú crees que…?
—¿No has leído los libros? —repliqué con su tono arrogante—. En Antropofagia de los medianos productores de naldren de Potoco Paticorto decían…
—¡Basta! —exclamó Aleria suspirando de alivio mientras yo me echaba a reír y me volví a tumbar con las manos detrás de la cabeza—. No se dicen esas cosas ni en broma.
—Bueno, reconozco que era humor negro —solté—. Bah, Troïshlan parecía simpático, ¿no?
Aleria se encogió de hombros y dijo razonablemente:
—No te puedes basar sólo en la apariencia, pero quizá tengas razón.
—¡Bueno! Mientras se laven los aristócratas yo voy a dormir todo lo que puedo —dije.
—Buena idea.
Me dormí tan pronto como cerré los ojos y me desentendí de lo que pasaba a mi alrededor. Soñé con una ciudad subterránea iluminada por pirámides dispuestas regularmente en las calles y en las paredes de la caverna, hacia donde subían casas apiñadas y míseras. Yo, o más bien mi fantasma, se paseaba por una calle vacía y amplia, y todo estaba en silencio. A veces me cruzaba con una o dos personas, pero yo pasaba desapercibida. Pasé delante de una pastelería con el escaparate brillante y con pasteles cubiertos de chocolate y crema. Sentí un deseo irresistible de entrar ahí, pero me di cuenta de que no había puerta y me olvidé totalmente de la pastelería para centrar mi atención sobre una silueta femenina que bajaba la calle elegantemente vestida. Sus zapatos brillantes y negros emitían un ruido resonante y los ecos le respondían con un estruendo estremecedor. Se paró delante de mí y me sonrió como si nos conociésemos de toda la vida: “Sabía que te vería un día de estos. ¿Qué tal si me enseñas dónde vives?” Y yo, sin dudar, me fui andando, pasando por casas suntuosas y silenciosas. En aquella ciudad, la luz del día era tan intensa como si hubiese dos Lunas en la noche de la Superficie. Crucé un puente que pasaba por encima de una callejuela que atravesaba en silencio un perro famélico color arena. Pasé por delante de las casas míseras, subiendo y subiendo la cuesta, por escaleras y por callejuelas. Entonces me detuve, y extrañándome de las palabras de la silueta que me había hablado, pregunté: “¿Pero tú quién eres?”. Nadie me contestó y entonces abrí la puerta de una casa que parecía idéntica a las demás oyendo una música de arpa resonar por toda la ciudad.
Cuando me desperté, primero maldije el ruido escandaloso que estaban metiendo los demás porque no había tenido tiempo de ver cómo era mi casa, pero luego me di cuenta de que ya no tenía casa y que el Ciervo alado estaba muy lejos de donde estaba. Todo no había sido más que un sueño.
Acabé por identificar el «ruido escandaloso» y abrí los ojos enseguida, oyendo atronadoras carcajadas. Los demás habían vuelto del baño y Dolgy Vranc parecía estar atragantándose con la risa mientras Akín y Aryes lo observaban con cara exasperada. Aleria, despertándose, soltó una risita y Akín la fulminó con la mirada.
—¡No veo qué hay de tan gracioso!
Miré con curiosidad cómo Dolgy Vranc se estaba destornillando de risa. Jamás lo había visto tan jovial.
—Lénisu, le estás influenciando mucho —dije.
El ternian ladeó la cabeza, sorprendido.
—¿Yo? Yo no me he reído tanto, sólo he soltado algunas bromas, nada más. Lo que le pasa a Dol no tiene nada que ver conmigo. Si se atraganta, la culpa la tienen ellos —dijo, señalando a Akín y a Aryes.
—¿Yo? —protestaron al mismo tiempo los dos jóvenes snorís.
—Vosotros —asintió Aleria tratando de parecer seria. Examinó de arriba abajo las túnicas rosas que llevaban Akín y Aryes—. Sois encantadoras —decretó.
Intercambió una mirada conmigo y ambas estallamos de risa a la vez. Akín y Aryes dejaron escapar un largo suspiro, meneando la cabeza.
—Es simplemente una cultura distinta —masculló Akín—. Aquí, lo que se lleva es el rosa y punto. Y nos podríais haber avisado que no había más colores. Le habríamos avisado a Dolgy Vranc para que no se atragantase con su risa.
—Hacía tiempo que no me reía así —resopló el semi-orco, risueño, mientras tosía.
—Pues más te vale no habituarte —comentó Lénisu dándole palmaditas en la espalda como un amigo reconfortando a otro—. Cualquier día te da un pasmo.
—Qué va —protestó el identificador. Parecía haberse tranquilizado pero en su rostro todavía tenía grabada una enorme sonrisa.
Stalius entró entonces en la habitación y nos giramos todos hacia él con curiosidad.
—La familia Tépaydeln nos invita a tomar el té dentro de dos horas —anunció.
—Un honor —soltó irónicamente Lénisu.
—Tal vez consigamos entender cuál es el problema que tienen con nosotros —comentó Dolgy Vranc.
—¿Tienen un problema con nosotros? —dijo Akín frunciendo el ceño.
—¿Pero no habrá sólo té, verdad? —me preocupé, imaginándome una aburrida conversación alrededor de una mesa con boles de agua hirviendo. Todos pusieron los ojos en blanco pero nadie supo contestarme.
Yo aproveché para dormir un poco antes de acudir a la invitación. Después de un baño siempre tenía ganas de comer o de dormir y recordé que una vez, cuando Wigy me había criticado diciendo que nunca me lavaba, le había contestado que, si fuese tan maníaca de la limpieza como ella, me comería todas las reservas de comida en la taberna. Wigy parecía habérselo tomado en serio y había dejado de perseguirme durante un tiempo con su jaboneta.
Cuando me desperté, Lénisu me sacudía el hombro suavemente.
—¿Qué pasa? —dije, bostezando, totalmente desubicada.
—La familia Tépay-algo nos espera. Arriba. Tenemos que hacer honor a nuestros huéspedes.
A Lénisu le había tocado una túnica de un azul oscuro que lo hacía parecer un celmista de esos, seguidores del Dailorilh. El pensamiento me hizo gracia porque Lénisu no tenía alma de ser seguidor de nadie.
Me tendió una mano y me levantó sin ningún esfuerzo.
—Eres más ligera que una pluma. Algún día te arrastrará el viento, sobrina.
Le enseñé mis manos muy contenta:
—¿Has visto mis garras? Creo que están casi recuperadas.
—¿Es una amenaza? —replicó con una media sonrisa.
—No —protesté, frunciendo el ceño—. Creo que he soñado que las volvía a perder —admití pausadamente, y sonreí contemplando mis manos—. Pero siguen aquí.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—Sí. Será mejor que no las enseñes mucho a los medianos. Podrían confundirte con un atroshás. Aunque no estarían tan equivocados —añadió pensativo, como hablándose a sí mismo.
Le di un empujón mientras nos encaminábamos hacia fuera.
—Si fuera un atroshás tendría escamas negras —repliqué.
Me echó un vistazo y asintió.
—Cierto. Un atroshás rosa… no creo que se hayan visto muchos.
—¿Y quién con dos dedos de frente ha visto un atroshás? —intervino Dolgy Vranc.
—Mi padre vio uno —dijo Stalius mientras caminábamos por las galerías, siguiendo a un mediano que no parecía tener mucho más de veinte años.
Dolgy Vranc hizo una mueca, incómodo.
—¿De veras?
—Murió combatiéndolo él solito —afirmó.
Lénisu intercambió una mirada conmigo y supe que estábamos pensando lo mismo antes de que dijera:
—Y si estaba solo, ¿cómo puedes saber que fue realmente un atroshás lo que lo mató?
Stalius frunció el ceño pero repitió:
—Murió combatiendo un atroshás en el macizo de los Extradios.
—Oh. Claro —dijo Lénisu meditativo—. De todas formas, Dolgy Vranc tiene razón. Nadie con dos dedos de frente querría ver a un atroshás.
—Lénisu —murmuró Aleria, inquieta.
Stalius apretó los dientes pero no contestó y siguió andando con los hombros tensos.
—Lénisu, no deberías meterte así con él —le murmuré—. Recuerdo haber visto en un libro que para los de Acaraus los ancestros son algo así como los dioses de la familia.
Lénisu suspiró.
—Si no puedo decir lo que pienso a una persona, esa persona no se merece mi consideración, y menos mi amistad.
Hice una mueca y meneé la cabeza. Me daba cuenta de que no acababa de entender a Lénisu. A veces era cruelmente cobarde, no soportaba ver sangre y no paraba de bromear. Pero al mismo tiempo tenía una personalidad más profunda. Sus réplicas se basaban en sus principios y no temía meterse con alguien más fuerte que él, siempre que supiese que no intentaría vengarse, al menos no en el instante. Además, no había podido dejar de notar que tenía una extraña forma de pronunciar la palabra «amistad».