Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató
—Sentaos —dijo el maestro Áynorin— y cerrad los ojos.
Shaedra se sentó en el parqué de madera y cerró los ojos.
“Quédate y haz como si nada hubiera sucedido”, le decía el eco de la voz de Murri. “Volveré cuando sepa más cosas sobre Jaixel. Prepárate como puedas. Aprovéchate del conocimiento que puedan darte. Lee todos los libros que creas que puedan ayudarnos. Quiero que sepas, Shaedra, que queremos vengarnos de una criatura que no dudó en matar a todo un pueblo, todos inocentes, y que lo conseguiremos, sea como sea. Tampoco quiero que pienses siempre en ello, sin embargo. Yo, sobre todo, lo que quería, era verte con mis propios ojos. Para saber que estabas viva. Sé prudente.”
Esas eran unas de las últimas palabras que se habían dicho, antes de que Shaedra diese media vuelta y volviese a la taberna del Ciervo alado. La tormenta había parado pero había vuelto llena de barro, total para dormir unas pocas horas antes de que viniese el alba. Había estado obligada a ponerse la túnica azul que le parecía ridículamente chillona y que Wigy le había regalado hacía dos años diciéndole que con ella parecería menos salvaje. En aquella época todavía no había entendido que Wigy no pretendía insultarla, y le había tirado la túnica a la cara, con lágrimas de rabia en los ojos. Wigy no le había vuelto a regalar ropa a partir de ahí, y se contentaba con hacerle una tarta. En el fondo, Wigy tenía buen corazón.
Y bien, ahora estaba sentada con los demás y se preparaba para su primera lección de snorí sobre las energías. Era la primera vez que le pedían que cerrase los ojos para sentir el jaipú en su interior. Ahí lo sentía, vibrante y vivo, tensado como la cuerda de un arco lista para disparar una flecha letal.
Sin embargo, el jaipú no podía salir del cuerpo. Era la fuerza de la vida, y en cada uno era diferente. Por eso el Dáilerrin había dicho que había que aprender a conocerla antes de poder controlarla. Y Shaedra había aprendido a conocer su jaipú. Otra cosa era controlarlo. ¿Cómo se podía controlar algo que dominabas ya? A menos que los gestos que hacía continuamente no los decidiese ella, lo que era absurdo. Y sin embargo, el maestro Áynorin aseguraba que aún no sabían domar el jaipú.
—Respirad tranquilamente —decía pausadamente—, tapad los vínculos de vuestro cuerpo con el morjás. Id en lo más profundo de vuestro ser e id caminando hacia todo lo que os parezca interesante. Caminad en vosotros mismos. Sólo caminando y conociéndoos podréis estar seguros de vosotros mismos. Sólo así podréis elegir el mejor camino cuando tengáis dudas. Sumíos en vuestro jaipú e investigad.
Shaedra había analizado su jaipú diez mil veces, pero jamás el maestro Yinur les había presentado la exploración del jaipú de esa manera. Intrigada, obedeció a los consejos del maestro Áynorin y se sumergió en sí misma, en lo más hondo. ¿Dónde llegaría?, se preguntó. ¿Qué honduras podía haber en una energía?
Sintió que la cuerda vibrante se convertía poco a poco en hilos y más hilos, en una melena enmarañada que se movía con la rapidez del relámpago. Sorprendentemente, se sintió eufórica. ¿Sería por la velocidad? Cerró los ojos con más fuerza y decidió aplacar su euforia. No tenía lógica tener ganas de reír en aquel lugar.
De pronto, oyó una carcajada a su lado y abrió los ojos. Akín se había reído. ¿Qué demonios podía tener su jaipú de tan gracioso? Miró a su alrededor y vio que otros tenían el rostro apacible, y muchos sonreían. Verle a Yori sonreír le causó fuerte impresión. Si bien recordaba, jamás le había visto sonreír tan abiertamente como lo hacía ahora, con esa cara sincera que pocas veces adoptaba, aunque sus dientes afilados le daban siempre pintas de sanguinario. Shaedra frunció el ceño. ¿Qué significaba esta prueba?
Cruzó la mirada de Áynorin y tuvo que percibir éste su aprensión porque le dedicó un gesto de cabeza alentador. Shaedra juntó su valor y volvió a cerrar los ojos.
Recorrer la superficie del jaipú es muy diferente a penetrar en él. Hasta entonces, Shaedra ignoraba que se podía encontrar una entrada entre tanto hilo. Es más, ignoraba que existiese ninguna estructura específica. Ahora veía que todo lo que había hecho el maestro Yinur era familiarizarlos con el equilibrio entre el jaipú interno y el morjás externo y conocer las bases de ambas energías.
Después de un breve titubeo, se aisló del morjás, aislándose así del resto del mundo.
Sólo había una manera de entender la esencia del jaipú: entrar en su propio jaipú. Intentándolo, se dio cuenta de que ya estaba dentro y que lo único que había querido decir el maestro Áynorin era que había que focalizar las fuerzas en donde estaba el centro del jaipú. No pudo ubicarlo con exactitud en el cuerpo, y hasta llegó a preguntarse si realmente existía materialmente, pero lo encontró tan fácilmente que casi le decepcionó.
Recordó que la lección no había acabado y que aún le quedaba analizar, partir de cada hilo y entenderlo… enseguida le pareció tarea imposible. ¿Cómo se suponía que podía seguir todos esos hilos y analizarlos uno a uno? ¡Necesitaría años para hacerlo!
Otra oleada de decepción la invadió, pero se aferró a su eterno optimismo y razonó. ¿Por qué habría que conocer todos los hilos? No era ése el objetivo. El objetivo era conocerse a sí mismo, y Shaedra no era esos hilos puesto que no los conocía, ¿no? ¿Cómo podría tener algo que no conocía en sí misma?
Era difícil identificarse con esa masa que parecía una madeja con muchos hilos diferentes. Cuando veía la superficie el jaipú parecía mucho más organizado y homogéneo, se dijo con cierta añoranza. No sería fácil hacerse a la idea de que el jaipú era en realidad una maraña incomprensible, aunque a decir verdad era más lógico y sobre todo más emocionante e interesante si lo era.
Se acercó al centro y volvió a sentir la euforia de antes. De tanta euforia, casi se mareaba. Le entró rabia y apartó los hilos que se mezclaban a ella, como curioseando. ¡Que la dejasen pasar, no era un juguete! Asombroso: los hilos obedecieron y se replegaron.
Shaedra se quedó atónita un momento y luego avanzó, desconfiada. ¿Tendrían esos hilos sus propias mentes? ¿Tendrían su propia voluntad? Controlar, pensó. La palabra controlar decía muchas cosas sobre el jaipú. El jaipú no era suyo propiamente dicho, al menos no era ella, sino que estaba en ella. ¿Como un parásito, como un dueño o como un vasallo?, se preguntó entonces. Francamente, prefería la tercera opción. Le vino a la mente que quizá no fuese nada de eso, que quizá el jaipú fuese un poco como ella y fuese dueño de sí mismo y dueño de nadie. Le gustó la idea, y pensó: ¿hacemos una alianza?
Los hilos se petrificaron de pronto y Shaedra también, alucinada y fascinada. ¿Le habría oído el jaipú?
Lentamente, como esperando que de pronto los hilos la encerrasen y la enjaulasen en su interior, fue avanzando hasta el corazón de energía y se quedó pensativa. Tuvo que admitirse a sí misma que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Distraídamente, pensó que aún se encontraba sentada en la sala, en un silencio total. ¿Estarían los demás pactando con sus jaipús, o estarían dominándolo, quebrándolo sin piedad?
A Shaedra le había parecido que su jaipú no era de naturaleza mala ni obstinada y pensaba poder pactar con él. Además, el jaipú sólo podía ganar con dicha alianza. No le podía aprovechar quedarse encerrado en sí mismo, olvidado y tímido. Acabaría por pudrirse y arrugarse de aburrimiento.
Bueno, entonces, ¿cómo se hacía un pacto? Pensó en los papeles, en los largos pergaminos con artículos sin fin que podrían resumirse en unas palabras… meneó la cabeza. Esos pactos, que se los quedasen los legistas y los administradores. Ella sólo quería amistad. Y para ello había que conocer a la persona, en este caso a la energía.
¿Se estaría yendo por las ramas?, se preguntó. ¿Estaría retrasando el tiempo en que debería adueñarse de su jaipú a la fuerza? Esperaba que no. No era cobardía lo que la llevaba a actuar de esa forma, se convenció, era lógica. ¿Por qué adueñarse de alguien que podría ser tu amigo? ¿Por qué atacar antes de conocer al adversario que podía no serlo?
Shaedra suspiró, no supo si mentalmente o materialmente. De una cosa estaba segura: estaba dando demasiados rodeos a una cosa sencillísima, que era llevarse bien con su jaipú, el cual parecía dispuesto a colaborar. Entonces, se le ocurrió una idea. Si Shaedra no conocía bien el jaipú, el jaipú tenía que conocerse a sí mismo, ¿no? ¿O es que se había vuelto el mundo loco?
Enséñame quién eres, pensó con fuerza. E inmediatamente los hilos se pusieron a moverse y la enrollaron con suavidad. Percibió un pensamiento: viaje. ¿Un viaje?
Enseguida, el jaipú la guió a la velocidad del rayo por todas partes, dando vueltas y más vueltas, retrocediendo, avanzando, torciendo, llegando sin llegar a todas partes.
¡Para!, le dijo, cuando ya no pudo más. Enseguida el jaipú se detuvo en seco, como sorprendido, y los hilos volvieron a tantearla, como buscando a conocerla él también. Shaedra entornó los ojos pero no dijo nada.
No podía decir que no le había gustado el viaje, pero sinceramente no había entendido gran cosa. Aparte de que el jaipú era todo un mundo que no se entendía tan fácilmente. Como había dicho el Dáilerrin, los snorís conocían las energías del mundo y, aunque no las entendían aún, eran conscientes de ello, “y eso es ya un comienzo”, había dicho.
Bueno, se dijo Shaedra. Para eso estaba ahí, para aprender. ¿Murri no le había dicho: “Aprovéchate del conocimiento que puedan darte”? Pues en ello estaba, aunque sabía interiormente que Murri no tenía ni idea de lo que era en realidad el jaipú.
Shaedra sonrió y abrió los ojos, restableciendo el contacto con el morjás. Él no lo sabía, pero ella tampoco. Y tenía la certeza de que jamás lo sabría del todo.
—Ahora que os habéis familiarizado con vuestro jaipú —dijo el maestro Áynorin al de un rato, cuando todos hubieron recobrado sus sentidos—, os invito a hacer una carrera, ¿qué os parece?