Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

4 Una venganza

Cuando Shaedra volvió a la taberna, su ropa casi estaba seca. Era la hora de la cena y había mucha gente en el establecimiento. Se cruzó con Kirlens, en el mostrador. Kirlens era un humano de unos sesenta y tantos años, con ojos serenos y expresión simpática, que nunca parecía agobiarse por el trabajo. Como tenía mucho que hacer, se contentó con sonreírle y decirle:

—¡Ahora eres snorí, mi pequeña! Mañana me cuentas cómo te ha ido hoy, ¿eh?

Shaedra asintió y se fue a comer un plato de sopa a la cocina. Como siempre, Wigy hacía unas sopas muy ricas. Dejó el plato vacío, ayudó un poco para cortar patatas y sacar los guisantes de sus vainas, hasta que Wigy la echó, diciéndole:

—Venga, no haces más que estorbar aquí, las patatas no se cortan tan finas.

—Tú las cortas demasiado gordas —retrucó ella.

—Anda, ¿quién es la cocinera aquí?

Shaedra no protestó y aprovechó la ocasión para encerrarse en su cuarto. El cielo empezaba a oscurecerse seriamente y por la ventana tan sólo se veían sombras en los tejados y un azul oscuro que invitaba a la gente a encender las lámparas en sus casas. En una terraza, se encendió una luz y Shaedra pudo ver a dos siluetas, una sentada y la otra oteando, con un arco en la espalda. Eran dos vigías.

De pronto se dio cuenta de que, si quería salir de noche, tendría que tener cuidado y no dejar que los vigías la considerasen como a una ladrona, lo que sin duda iban a pensar si la veían andar por los tejados en plena noche, a menos que la reconociesen como la ternian que siempre iba por los tejados, detalle que no podía dejarles ver si quería que a la mañana siguiente no la mirasen todos con desconfianza. Ahora que todos se habían habituado más o menos a que una ternian viviese en Ató, era mejor no dar la nota.

Bien. Entonces, tenía que salir de Ató sin que nadie la viese. La idea le pareció muy divertida y emocionante. Por un momento, lamentó no haber dicho nada a Akín y a Aleria. A ellos también les habría parecido toda una aventura… Aunque lo más probable era que Aleria argumentase que no era del todo conveniente salir como fugitivos de la ciudad. Bah. Además acababa de saber que tenía un hermano y la noticia era demasiado reciente para compartirla. Iría sola.

Se apartó de la ventana y se tumbó en la cama con la ropa puesta, pensativa.

Lo que había sucedido aquel día era realmente sensacional. Había pasado de ser una simple nerú a ser snorí y aprendería más secretos sobre el jaipú, sobre el morjás y sobre todo lo que tenía que saber para convertirse en una kal. Aquel día se había declarado una enemistad irreparable entre Marelta y ella, y había conocido a una nueva persona, Suminaria, aunque apenas había hablado con ella. ¿De dónde vendría? Le había oído decir algo sobre Aefna. ¿Vendría de la Gran Pagoda? Tiyana como era, y de la Gran Pagoda, tenía que tener buenas razones para venir a Ató, pensó, intrigada. Pero le había parecido algo antipática y soberbia. Aun así, tenía que reconocer que Suminaria era una buena luchadora. Quedaba por saber si sería tan hábil para el resto de disciplinas.

Shaedra miraba el techo. Ya se había oscurecido todo y habían dado las diez campanadas. Temía dormirse y despertarse a la mañana siguiente. Se imaginaba a Murri esperando en el bosque, solo, y la invadió una oleada de determinación. Veamos… ¿cuál sería el mejor camino?

Repasó los techos, evaluando por cuáles podría pasar, decidiendo cuándo bajaría de ellos para seguir andando, qué lugares eran los más sombríos. Una lógica fría la invadía mientras iba trazando su camino mentalmente.

Ató tenía en total tres torrecillas con vigías que apenas sobrepasaban las casas. Tres puestos y cada uno con dos vigías mirando a su alrededor, alertas. ¿Alertas? ¿Seguro? Hacía meses que no había ningún ataque de monstruos. Estarían dormidos, decidió.

Frunció el ceño. No, estarían atentos, se dijo, recordando una frase que solía repetir Sain, el comerciante: “jamás subestimes a tus enemigos, la prudencia te mantendrá a salvo”. Un consejo cobarde, pero un buen consejo a fin de cuentas.

Aquellos vigías eran cekals de la Guardia de Ató… Shaedra se petrificó. ¿Estaba pensando lo que estaba pensando? ¿Había dicho «enemigos»? Palideció. ¿Consideraba las autoridades de Ató como sus enemigos? No tenía sentido. Sólo los había considerado así porque había estado pensando en escapar de su vigía. Sólo era un juego, nada más, ¿verdad?

Oyó las palabras de Murri tan claramente como si estuviese diciéndoselas ahí mismo: “No, hermana, no es un sueño, ni tampoco es un juego”. ¿Entonces qué era?

Soltó un suspiro y pensó que tenía la mente turbada y que lo mejor que podía hacer era dejar de pensar. Y, sin quererlo, se durmió.

Soñó con Murri y Laygra, cuando eran pequeños. Corrían en la pradera que había arriba del valle, riendo. Atardecía y el cielo tenía un color llameante. Entonces callaban las risas y Shaedra se ponía a gritar los nombres de sus hermanos, en vano, hasta que le contestaba la voz cruel de Marelta: “¡salvaje, salvaje!”. Un ruido parecido al restallido de una puerta metálica la despertó y le pareció que seguía sonando la voz de Marelta, adquiriendo nuevas tonalidades monstruosas. Sacudió la cabeza y se encontró en su cuarto a oscuras. No había nadie.

En aquel momento, dieron las doce campanadas con un sonido apagado.

Era sólo una pesadilla, se repitió. Recordó que tenía que hacer algo, pero ¿qué?

Le volvió la imagen clara de su hermano agarrado al tronco del árbol, los ojos brillantes y la cara cansada… ¡Murri!

Se levantó de golpe y se dijo que los dioses la habían despertado. Al fin y al cabo, a veces las pesadillas podían tener su efecto bueno. Con una sonrisa, le dio las gracias a la Marelta de su sueño y abrió la ventana en silencio. Y se detuvo en seco.

Claro, era aquel ruido estruendoso el que la había despertado. Estaba diluviando y en aquel preciso instante retumbaba un trueno que pareció hacer temblar la tierra. Shaedra volvió a cerrar la ventana y reflexionó.

Si le caía un rayo, la había hecho buena. No me apetece acabar carbonizada, pensó.

Bien, habiendo pensado eso, ¿qué opciones le quedaban? Se había levantado el viento y el aguacero repiqueteaba contra la ventana. Pensó distraídamente que si granizase las flores de los soredrips se caerían y no habría bayas aquel año.

Tenía que salir, recordó de pronto. Miró hacia arriba, hacia la cuerda, se puso de puntillas y agarró la capa que en la oscuridad se asemejaba a un espectro negro.

La ropa no se le secaría para la mañana, ¿pero qué más daba? Abrió la ventana, colocó un viejo trapo en el suelo, por si entraba el agua, salió bajo el aguacero, agarró un borde de la ventana con una garra e intentó cerrarla lo máximo posible. El tiempo que saltase a otro tejado, ya estaba hundida. Levantó la cabeza hacia el cielo y luego miró hacia la luz de los vigías y vio caer las flechas de agua. Suspiró. No necesitaba verlas puesto que las estaba recibiendo en plena cara. Los dos vigías estaban metidos bajo un toldo. La lluvia los cegaría.

Una de las ventajas de que lloviera, era que no había estrictamente nadie por la calle. Hasta un ladrón no querría hacer nada aquella noche aparte de dormir al resguardo.

Pese a que el día anterior hubiese sido radiante, las gotas de agua estaban frías y la noche también. Pronto estuvo Shaedra temblando de los pies a la cabeza. En un momento, creyó que iba a resbalar del tejado y se agarró con sus garras, temiendo meter ruido.

Finalmente, llegada a una de las calles periféricas, los tejados se hicieron de paja y antes que aparecer en el interior de una casa, decidió saltar a la calle embarrada, lo que hizo con el mayor silencio posible. Todo el mundo dormía. Pasó por una carreta estropeada y llegó por fin a los lindes del pequeño bosque.

Cuando estuvo debajo de los árboles, espiró, relajada. De cuando en cuando recibía una gota enorme, pero ya no le daba la impresión de que le estaban rociando una sopa fría sobre la cabeza cada segundo. Aun así, tenía la impresión de estar chapoteando como un pez en el barro y la ropa le pesaba como si llevase una armadura completa.

Se adentró en el bosque, en la oscuridad total. Creía recordar la posición de los árboles y de los arbustos a la perfección, pero por el camino se chocó varias veces, una raíz le hizo una zancadilla y se habría espatarrado por el suelo de no haberse agarrado al tronco.

¿Y si Murri se había marchado?, se preguntó de pronto. ¿Y si había pensado que con la lluvia no vendría?

Siguió andando, hasta que oyó un ruido entre las hojas y se quedó paralizada. Con todas las fuerzas de su alma, deseó que fuese Murri quien hubiese metido aquel ruido. Le volvieron las imágenes del libro con dibujos de la biblioteca y palideció. El cielo se iluminó y unos segundos después un trueno resonó. La lluvia arreció y el ruido entre los arbustos volvió a hacerse oír hasta que surgiese de pronto una silueta bastante más alta que ella.

—Hola, Shaedra. Creí que con esta tormenta no vendrías.

Shaedra se sobresaltó e inspiró hondo para calmarse. Sólo era Murri. Ahora estaba a salvo.

Se abalanzó sobre él y lo abrazó con fuerza.

—¡Murri! Creí que habías muerto. Todo este tiempo… Creí…

Él le acariciaba el cabello suavemente. Le habló con voz temblorosa.

—Sí. Podríamos haber muerto. Pero nos salvamos. Lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos cazando cuando vinieron. Cogí a Laygra y subimos a los árboles. No nos vieron. Luego estuvimos buscándote, pero no te encontramos. Estaba convencido de que habías muerto, hasta hace unos meses.

—Yo volví al pueblo y lo vi todo destrozado —dijo Shaedra, apretando los dientes—. Vino Kahisso con Djaira y Wundail, y me salvó, y luego me mandó aquí.

Se separaron y permanecieron un rato en silencio, conmovidos.

—¿Cómo… cómo supiste que estaba viva? —preguntó entonces.

Murri meneó la cabeza.

—Kahisso me lo dijo.

Shaedra se quedó boquiabierta.

—¿Conoces a Kahisso?

—Hace unos meses, pasó por el pueblo donde he vivido estos últimos tres años. Es un pueblo de ternians y no lo acogieron muy bien pero, cuando curó a una niña enferma, le pidieron que se quedara unos días más, para darle las gracias. Oyó nuestra historia y entendió que forzosamente te conocíamos, aunque se sorprendió mucho de la coincidencia. Le dije que eras nuestra hermana y me dijo tu paradero. —Hizo una pausa y su voz tembló un poco cuando continuó—. Me explicó que te había enviado con un centauro lunar y que no había vuelto a verte desde entonces. Me cabreé con él —admitió.

Shaedra frunció el ceño.

—¿Cómo que te cabreaste con él?

Murri se sentó sobre una raíz y la invitó a que hiciera lo mismo.

—Los centauros lunares son criaturas peligrosas.

Shaedra se indignó.

—¡Alfi era una persona estupenda!

—Mm. Kahisso me dijo que no corrías ningún peligro, pero yo he visto centauros lunares y no me han parecido criaturas muy amigables. Sea como sea —dijo, levantando la mano para hacerla callar—, llegaste a Ató sana y salva. Eso es lo que cuenta por el momento.

Hubo un silencio.

—¿Y dejaste a Laygra sola en aquel pueblo para venir aquí? —preguntó Shaedra con un escalofrío.

Murri sonrió.

—Es un pueblo de ternians, Shaedra. Nos recogieron y nos protegieron después de que estuviésemos errando por las montañas durante casi un año. Laygra enfermó y habría muerto si no la hubiesen cuidado ellos. Confío en mi pueblo.

Shaedra se repitió aquella última frase en la cabeza varias veces, alucinada. ¿Su pueblo? Parecía estar orgulloso de pertenecer a un pueblo. A un pueblo de ternians.

—En tu pueblo… ¿sólo son ternians? —preguntó en voz baja. Pronunció el «tu pueblo» con un tono neutro.

—Sí, lo son todos. Una gran diferencia con tu ciudad —observó.

Entonces a Shaedra se le escapó la pregunta que venía haciéndose desde hacía un rato:

—¿Por qué has venido?

Dicho así, sonaba casi a una acusación. Intentó suavizar su tono:

—Digo, ¿por qué después de tanto tiempo…?

—Porque creíamos que te habíamos perdido para siempre —replicó él sin ofuscarse— y, cuando supe que no era así, pensé que querrías ayudarnos a vengarnos.

Le relucían los ojos verdes hasta en la noche. ¿Vengarnos?, se repitió, aturdida.

—¿Vengarnos de qué? —articuló.

Esta vez, Murri se sobresaltó, sorprendido.

—Vengarnos de Jaixel, por supuesto.

Shaedra parpadeó, intentando entender. Jaixel, se dijo. Hablaba de él como si tuviese que conocerlo, pero lo cierto era que no recordaba haber oído aquel nombre en su vida.

—¿Jaixel?

—¡El lich, Shaedra! —exclamó—. Jaixel. El que mandó los nadros rojos contra el pueblo de humanos. ¡El que arrasó todo el pueblo para matarnos!

Shaedra se levantó de un bote, asustada, y retrocedió. Aquel Murri no era el Murri de antes. No era el niño plácido y casi tímido que recordaba.

—Shaedra, yo… En fin. Por lo visto, no sabes nada. Ni siquiera sabes qué fue de nuestros padres, ¿verdad?

Shaedra negó con la cabeza, con la impresión de tener dos tambores junto a las orejas, retumbando y retumbando. Murri se había levantado y le había agarrado los hombros, mirándola fijamente.

—No soy la persona más apropiada para decírtelo, pero, escucha, nuestros padres eran ternians como nosotros, antes de que se perdieran.

—¿De que murieran, quieres decir?

—No. No murieron. No del todo. —Hizo una pausa y habló entre dientes, como si la confesión le hiciese daño—: Se convirtieron.

Shaedra frunció el ceño. ¿Se convirtieron? ¿Se convirtieron en qué? Observó los ojos de Murri y se imaginó que se habían convertido en monstruos, en gigantes, en…

—¿Qué quieres decir con que se convirtieron? —soltó, desconcertada.

La expresión de Murri se ensombreció aún más.

—Eran unos nigromantes, Shaedra. Han dejado de ser mortales. Desaparecieron y nadie ha vuelto a saber nada de ellos.

Shaedra lo contempló, anonadada. La noticia era bastante horrible. Sin embargo, no alcanzaba a atañerla del todo: al fin y al cabo, jamás había conocido a sus padres. Para ella, eran desconocidos.

—¿Pero qué tienen que ver ellos con nosotros?

—¿De veras te lo preguntas? —replicó amargamente Murri—. El pueblo ternian nos acogió primero porque nuestra hermana estaba enferma y luego, cuando supieron quiénes éramos, quisieron echarnos. Pero finalmente nos hicieron prometer que jamás intentaríamos controlar las energías. Somos hijos malditos, Shaedra. Hijos de muertos vivientes —escupió—, hijos de nakrús.

Nakrús, pensó Shaedra, sintiéndose desfallecer. Pensó en la imagen del libro y recordó las palabras de Galgarrios, “qué asco, un nakrús”. Si Murri decía la verdad, estaba claro que todos los mortales les echarían a patadas de todos los sitios. Era casi un milagro que, sabiendo quiénes eran, los del pueblo les hubiesen permitido quedarse a Murri y a Laygra.

—¿Y quién se supone que es Jaixel? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver con nuestros padres?

Obviamente, Murri no esperaba que recapacitase tan pronto. Frunció el entrecejo con aire grave.

—Jaixel es un lich muy poderoso. Nuestros padres le han robado algo que le pertenece. Creo que es una parte de su filacteria. Según cuentan, lleva años buscándola y cuando supo que nosotros éramos hijos de los ladrones, quiso vengarse.

Shaedra se quedó boquiabierta.

—¿Así que alguien le roba algo a otro y el robado la toma con gente inocente? ¡Menudo sinvergüenza! —se indignó.

Murri meneó la cabeza.

—Esto es serio, Shaedra. Jaixel no es un simple comerciante al que le han robado unas perlas. Es un lich al que le han robado parte de su alma.

Shaedra se mordió el labio, pensativa.

—Ya veo. Y removerá cielo y tierra para encontrarla, ¿verdad? —preguntó.

Murri se dejó caer sobre la raíz y suspiró, asintiendo.

—Así es.

Se lo veía derrotado. Shaedra esbozó una media sonrisa. ¡Que le partiese un rayo antes de que ella se viese derrotada! Pero un miedo indescriptible iba agarrándole los músculos del cuerpo. Era un miedo parecido al que había sentido cuando un día Yori le había enseñado sus dientes afilados y había fingido atacarla. Miedo, sí, porque estaba casi segura de que aquello que estaba buscando Jaixel era precisamente el collar que llevaba alrededor del cuello. Se mordió el labio y se repitió insistentemente: casi segura.