Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató
Shaedra los ganó a todos salvo a Yori, que había heredado las piernas elásticas y rapidísimas de los miroles, y aun a él, le faltó poco para ganarlo. Victorioso, Yori, además de llevarse miradas admirativas de todos, se pavoneaba con la boca llena de palabras arrogantes, enseñando en una media sonrisa sus dientes afilados.
Ese ílsero era francamente horripilante, pensó Shaedra, enervada, mientras volvían a sus posiciones.
El maestro Áynorin estaba sentado al borde de la arena, sobre la muralla, y balanceaba sus piernas tranquilamente en el vacío mientras iba animando a sus alumnos. No se había movido desde que habían empezado las carreras.
—Bien, muchachos —dijo—. Ahora vamos a hacer carreras dos por dos, y los que observan me diréis quién ha utilizado el jaipú correctamente. Sí, no me miréis así, venga, también hay que aprender a observar los jaipús de los demás.
Empezaba Akín contra Laya. Akín era rápido pero Laya también. La carrera estuvo muy discutida, pero Shaedra no se preocupó de quién ganaría: su tarea consistía en adivinar cómo hacían funcionar sus jaipús, lo cual requería toda su concentración.
Le dio la impresión de que Laya proyectaba todo su jaipú para adelante. Eso era una mala idea porque era mucho más fácil perder el equilibrio. En cuanto a Akín, su jaipú parecía estar empujando hacia todos los lados, indeciso, pero con una fuerza sorprendente.
—¿Quién os parece que va a ganar? —preguntó de pronto el maestro Áynorin.
Shaedra se sobresaltó. El maestro había bajado a la arena y se encontraba justo detrás de ella. No lo había oído acercarse.
—Akín —afirmó Shaedra con seguridad—. Al menos él parece tener un jaipú equilibrado.
El maestro Áynorin soltó una carcajada.
—Equilibrado —repitió, divertido—, sí, parece equilibrado. Sin embargo, tienes razón, si Laya recibe cualquier cambio energético del jaipú o del morjás, la encontramos aplatanada en la arena.
Sin embargo, fue Laya quien ganó, y a Shaedra le hizo gracia la reacción de Akín cuando le dio una palmadita a la ganadora, quien se tambaleó aturdida. Necesitó un tiempo para reponerse.
—¿Veis, discípulos míos? —dijo el maestro Áynorin, radiante—. Hay que tomar en cuenta todos los factores. Akín parecía desdoblarse para estirar su jaipú a todo su alrededor, lo que en vez de acelerar su carrera la ralentizaba.
Akín asintió mientras tomaba sitio junto a Shaedra y Aleria.
—Pero al mismo tiempo, Laya, tú te has pasado con la voluntad de querer llegar a tu objetivo. Parecía que estabas cumpliendo un sueño en el futuro. No hay que tener tanta prisa. Cada cosa en su tiempo, aunque el momento sea delicado, y sobre todo cuando lo es: nunca hay que dejarse sobrepasar por la meta que uno quiere alcanzar, ¿de acuerdo? Y no proyectes todo el jaipú de esa manera. Un buen celmista raramente suele necesitar hacer cosas semejantes. Un simple cambio en el entorno puede hacer que te desplomes. Dudo que a tu jaipú le gustase la experiencia.
Laya asentía con seriedad, algo abochornada. El maestro Áynorin le había criticado mucho más que a Akín, y eso que había ganado, observó Shaedra.
—Bien —soltó el maestro Áynorin—. Siguiente carrera. Galgarrios y Kajert.
Shaedra se dio cuenta de pronto de que iba eligiendo parejas de la misma raza que tenían casi las mismas posibilidades de ganar. Entendió su estrategia: quería que se fijasen todos en el jaipú y no en la constitución de cada uno, para poner en evidencia que el jaipú tenía una real influencia en la reacción del cuerpo.
Empezó la carrera. Esta vez le costó a Shaedra adivinar la manera en que utilizaban ambos caitos su jaipú. Llegaron a la meta al mismo tiempo sin que Shaedra supiese explicarse quién había actuado mejor con su energía.
Echó una mirada hacia el maestro Áynorin. Una sonrisa bailaba en los labios del maestro.
—Bien —dijo a ambos caitos, con cara de aprobación—. Ambos habéis intentado dos técnicas diferentes, ¿y observáis, los demás?, han llegado exactamente al mismo tiempo, o prácticamente, poco importa. El caso es que, ¿alguien puede decirme por qué?
Hubo un silencio. Nadie parecía tener la respuesta. Así que cuando se elevó la voz de Suminaria todos la miraron con perplejidad.
—Han llegado al mismo tiempo porque ambos son caitos fuertes y que van casi igual de rápido. El jaipú no les ha ayudado en nada, a ninguno de los dos.
La tiyana hablaba con claridad, con el tono de quien no tenía la menor duda de que no estuviese en lo cierto. Y, para el colmo, el maestro Áynorin contestó:
—Buena respuesta. El jaipú no les ha ayudado en nada —subrayó—. ¡Bueno! Quiero que sepáis, todos, que no hay sólo una manera de utilizar el jaipú. Cada uno debe aprender a conocer su propio camino. Aryes, Marelta, sois los siguientes.
Shaedra se repitió varias veces las palabras del maestro y siguió distraídamente la carrera de Aryes y Marelta. El primero parecía estar construyendo un escudo que lo envolvía, como si quisiese que lo llevase hasta el final volando. Marelta, en cambio, corría, poniendo todas sus fuerzas en ello, proyectando su jaipú un poco como Laya, aunque más moderadamente, hacia adelante.
Pero Shaedra estaba más ocupada en detectar ese «propio camino». Se concentró, buscó su jaipú y le preguntó si tenía una idea de cuál podría ser. El jaipú le recorrió el cuerpo tranquilamente, pero no contestó. Era poco hablador. Contuvo un suspiro y volvió a mirar la carrera.
Sorpresivamente, Aryes le ganó a Marelta, aunque cuando se aproximaron parecía lo contrario: Marelta le fulminaba con la mirada y Aryes tenía la cabeza encogida y avergonzada. Aryes era de ese tipo de personas cuyas victorias se convertían inexplicablemente en derrotas culpables, sobre todo delante de Marelta.
Áynorin encontraba siempre puntos negativos y puntos positivos, y lo bueno era que no se centraba sólo en los negativos, como solía hacer el maestro Yinur. Además, era cien mil veces más divertido y a Shaedra le empezaba a caer bien. Por eso se llevó una decepción cuando dijo:
—Veamos… Shaedra, correrás con Suminaria.
¡Estaba segura de que le iría a poner con Yori! A Suminaria la ganaría fijo. Vio que Aleria fruncía el ceño, quizá pensando lo mismo. Tenía que haber un truco, se dijo. Suminaria venía de la Gran Pagoda. Quizá tuviese algún secreto que no había mostrado hasta ahora.
Shaedra se levantó y se puso junto a Suminaria, intentando encontrar alguna trampa, en vano.
—¡Ya! —gritó Áynorin.
Ni le había dado tiempo a preparar su jaipú, se maldijo. Salió disparada como una flecha, dejando que el jaipú se ocupase solo de despeñarse y propagarse por todos los músculos del cuerpo. Corría a una velocidad espeluznante, dejando atrás a Suminaria en unos segundos. Mientras corría, Shaedra pensó en lo que la aefniense le había dicho a Laya unos momentos antes: “no aprenderé nada de ese maestro orilh de competencias dudosas”. Ella, claro, venía de la Pagoda de los Vientos de Aefna y había conocido a los que eran considerados los mejores orilhs de Ajensoldra.
Shaedra llegó primera, habiendo dejado el jaipú volver a su estado natural, sabiendo que Suminaria no la adelantaría. Esta llegó jadeante y en su rostro dorado habían nacido pequeños puntos rojos debidos al esfuerzo. Shaedra le tuvo un poco simpatía en aquel momento y mientras se dirigían hacia el maestro Áynorin, le dijo:
—Ayer me ganaste en la lucha, hoy te he ganado en la carrera, creo que estamos en paz.
Suminaria frunció el ceño.
—¿Alguna vez estuvimos en guerra? —Ante la expresión sorprendida de Shaedra, sonrió—. Ya sé que una no puede ser buena en todo. El maestro Áynorin no me ha enseñado nada con esta carrera. Sé que me miráis todos como si me creyese la mejor del mundo, pero estoy lejos de creérmelo. Aun así estoy segura de que sé muchas cosas que vosotros no sabéis. Y no me enorgullezco de ello, que conste, porque es normal, yo estuve en la Gran Pagoda y vosotros no.
Shaedra no pudo contener una risotada. No había esperado que la tiyana fuese tan sincera. Y, que los dioses la perdonen, pero Suminaria tenía razón: sabía muchas más cosas que ella en cuestión de energías. Con súbita curiosidad, decidió que le apetecía conocerla mejor.
—Mira, si tú me enseñas cosas sobre las energías, te hago visitar los alrededores y prometo ayudarte si tienes un problema —le dijo.
Shaedra pensó que Suminaria desdeñaría su propuesta; al fin y al cabo, sabía que su trato le era muy ventajoso. Pero Suminaria enarcó una ceja y enseñó sus dientes blancos y rectos:
—Vale.
—¡Estupendo! —dijo Shaedra devolviéndole la sonrisa.
El maestro Áynorin hablaba de la carrera con sus alumnos. Cuando se allegaron, se giró hacia ellas y meneó la cabeza.
—No estaba mal. Ambas habéis utilizado el jaipú con bastante habilidad, aunque tú Shaedra te has dejado llevar por la desconfianza y has liberado demasiada energía al principio. Hiciste bien, sin embargo, en fusionar con tu jaipú para que se expandiese por tu cuerpo. Ahora bien, necesitarías leerte algún libro de anatomía para saber en qué sitios hay que focalizar tu energía.
Shaedra asintió, entendiendo. Había utilizado el jaipú creyendo que sabría qué sitios eran los mejores para que su cuerpo fuese más rápido. Pero claro, ¿cómo iba a saber nada su jaipú? Tenía que enseñarle, y para enseñarle ella también tenía que aprender.
—En cuanto a ti, Suminaria, hiciste una cosa extraña que no acabo de entender. ¿Puedes explicarnos un poco?
Shaedra contuvo una sonrisa. El maestro Áynorin no se cortaba ni un pelo: cuando no entendía, lo decía sin inútiles mentiras de nerú.
Suminaria, por su parte, no se mostró sorprendida y explicó con simplicidad:
—Utilicé mi jaipú uniéndolo con el morjás construyendo cuerdas para que me sostuvieran y me cansase menos.
Aun así, había llegado exhausta a la meta, pensó Shaedra. Pero para una tiyana, tenía que reconocer que no corría mal.
Su manera de hablar era firme y simple, se dio cuenta. En realidad no era suficiencia ni orgullo lo que transparentaba en su voz, sino simplemente seguridad y un poco de aburrimiento. Lo que podía fácilmente interpretarse como orgullo e impertinencia, pero no lo era del todo, decidió.
Recordó su primera impresión de los elfos oscuros al llegar a Ató: con sus rostros duros y sus ojos brillantes que en muchas ocasiones eran rojos, los elfos oscuros le habían parecido cerrados, malos y desdeñosos. Pero había descubierto que en realidad no sabía leer en sus rostros porque eran diferentes. Cuando se habituó, supo descifrar amabilidad, cólera, aburrimiento, alegría.
Pues para los tiyanos era lo mismo. Los pocos tiyanos que había visto en su vida eran viajeros, soldados o comerciantes que pasaban por la taberna, y jamás se había tomado la molestia de conocerlos. Se decía que los tiyanos eran una raza engreída y muy cerrada, pero no se perdía nada por conocer un poco a Suminaria. Además, los prejuicios muchas veces no eran acertados. Lo sabía ella por experiencia.
El maestro Áynorin felicitó a Suminaria diciéndole que su táctica le había parecido una buena idea.
Continuaron las carreras. Yori le ganó a Revis, eso era de esperar. Aleria derrotó a Ávend. Salkysso ganó, pero por poco, a Ozwil, quien, para la carrera, había tenido que quitarse sus famosas botas saltadoras.
Cuando salieron de la Pagoda Azul, estaban todos exhaustos. Por suerte, el maestro Áynorin les había asegurado que el día siguiente sería más relajado.
—¡Menos mal que no nos hará correr así todos los días! —exclamó Aleria cuando estuvieron fuera—. Empezaba a creer que nos estaba entrenando para hacer carreras profesionales.
—No creas, a muchos de la Guardia de Ató los cogen porque saben correr rápido —aseguró Akín.
—Así pueden huir de los monstruos —razonó Galgarrios.
Shaedra se carcajeó pero Aleria resopló:
—Útil si los monstruos fuesen más lentos, pero la mayoría de los que llegan aquí son rápidos, por si no lo has notado.
Como siempre que Galgarrios decía algo más o menos inteligente, Aleria lo hacía callar. Y lo peor era que Galgarrios se callaba.
Cuando llegaron al cruce de donde partían las tres calles principales de Ató, se dijeron hasta luego y Shaedra se encaminó hacia el Ciervo alado, hambrienta.
Cuando entró en la taberna, todo era ruido de cubiertos y de voces.
—¡Ey! ¡Ey, pequeña! —la apostrofó una voz mientras pasaba Shaedra por entre dos mesas, sumida en sus pensamientos.
Se giró y vio a Sain, el comerciante que ya no lo era tanto, hacerle gestos con la mano. Frunciendo el ceño, se acercó. Normalmente, a esas horas, estaba demasiado ocupado en comer y beber para hacerle caso.
—Dime, pequeña, ¿a que me harías un favor?
—Pues, todo depende de qué tipo de favor —replicó.
La cabeza roja y casi calva de Sain se agitó, soltando una inmensa risotada. Shaedra nunca había visto a los dos hombres sentados con él, pero no se sorprendía: siempre cambiaba de amistades. Por eso, aunque le caía bien porque le contaba muchas historias, no podía fiarse de él.
—¡Ay, querida!, pero si yo sólo te pido un favorcito de nada. Mira, siéntate… bueno no te sientes si no te da la gana pero escucha, —bajó la voz—, necesito que me busques una información.
A Shaedra no le gustaba esa manera de pedir favores. Sin embargo, hubo un relámpago en los ojos de Sain que la intrigó y, aunque se maldijo cien veces, no pudo dejar de preguntar:
—¿Información? ¿Qué tipo de información?
Los dos hombres sentados con Sain eran humanos también. Uno tenía apenas veinte años, y el otro tendría pocos años más.
—Mis amigos están buscando cierto mapa de las Hordas. Son aventureros.
—Y supongo que querrán comprar un mapa de las Hordas en Ató —concluyó Shaedra—. Pues buena suerte.
Iba a marcharse cuando Sain le dijo:
—No, no, no lo quieren comprar. No se puede comprar: se trata de un mapa… algo confidencial. —Sus ojos brillaron—. Así que pensé que puesto que ahora tienes acceso a la biblioteca, podrías… conseguírmela. Ya me entiendes.
Shaedra frunció el ceño otra vez. ¡Qué basto era aquel hombre conspirando de esa manera!
—Yo sólo tengo acceso a los mapas que se pueden comprar —replicó secamente—. Me temo que no puedo ayudarte.
Sain la contempló un momento. Parecía exasperado.
—Creí que éramos amigos, pequeña. ¿O es que al volverte snorí te has hecho como los demás?
Shaedra agrandó los ojos y gruñó.
—¿Qué quieres decir?
Sain suspiró. Hablaba susurrando y Shaedra tuvo que acercarse a regañadientes para oírlo.
—Mira, querida, ¿no te parece injusto que mantengan sus mapas en secreto? En Ajensoldra, ¿quién sino aventureros con las mejores intenciones se podrían aprovechar de esos mapas? Piensa un poco, chiquilla.
—No me convencerás, Sain. No entiendo por qué te metes siempre en líos —añadió, mientras se alejaba de ellos con firmeza.
Mapas, gruñó. ¿Con eso trapicheaba Sain ahora? Le acababa de proponer que robase un mapa confidencial y que se lo diese a aquellos jóvenes aventureros a los que ella no conocía. Le había pedido que traicionase la ciudad, pensó de pronto. ¿Era posible? ¿Y por qué estaba tan seguro Sain de que no lo denunciaría? ¿Porque eran amigos? Shaedra apretó los dientes y cerró la puerta de su cuarto con más fuerza de la necesaria. Se había olvidado de pasar por la cocina para ir a comer algo. La indignación parecía ser más fuerte que el hambre.
Se dijo que no volvería a hablarle a Sain en su vida. ¿Por quién la había tomado? ¿Por qué Sain quería ayudar a esos aventureros? En todo caso, había hecho bien en dejarlos a los tres plantados. Y si perdían un cliente con Sain, que lo perdieran. De todas formas a Kirlens nunca le había caído muy bien, y a Wigy todavía menos.
Cuando se hubo tranquilizado, se culpabilizó un poco. Sain no era un hombre malo. Había sido un buen amigo y tenía que haber tenido una buena razón para pedirle aquello. ¿Acaso era tan urgente como parecía? ¿Acaso ella podía ayudarles de verdad a esos dos aventureros? Sacudió la cabeza y se dijo que lo hecho hecho estaba.
Entonces pensó en Murri. Ahora estaría lejos de ahí, volviendo a su pueblo. Preparándose para la venganza. Vengarse, pensó Shaedra, casi sobresaltándose de la fuerza de aquella palabra. Recordó el pueblo arrasado y tuvo un escalofrío. ¿Cómo pensaba Murri vengarse de un lich? Aventureros más aguerridos habían muerto ante esas criaturas llenas de energía mórtica.
Y el problema no acababa ahí. Shaedra poseía parte de la filacteria de Jaixel. Ahí empezaba el verdadero problema, se dijo con una mueca. ¿Por qué diablos se habría puesto aquel maldito collar? Soltó un suspiro: por la estupidez de una niña de ocho años.
Oyó un ruido en sus tripas y se levantó. De nada servía quedarse parada sin hacer nada, repasando una vez tras otra las palabras de Murri. Bajó a la cocina. Ahí estaban Satme, Kirlens y Taroshi, lavando cubiertos y preparando la comida. Bueno, Taroshi más que nada estaba fastidiando y refunfuñando.
—¿Por qué no puedo ir? —le decía a su padre.
Como Kirlens no le contestaba, Shaedra supuso que no era la primera vez que se lo preguntaba. Ahora, ni idea de adónde quería ir aquel mocoso.
Taroshi tenía ocho años y ya era un niño insoportable. Su madre, según había podido entender, era una elfa oscura que lo había abandonado al mismo tiempo que a Kirlens para largarse de Ató. Taroshi decía que no guardaba ningún recuerdo de ella pero que haría como ella cuando fuese mayor y se iría lejos de Kirlens.
Shaedra entró en la cocina soltando:
—Hola, Kirlens. Buenos días, Satme.
—Hola, Shaedra —dijo Satme—. Wigy ha salido con unos amigos. Me pidió que te diese las buenas noches de su parte. También ha dicho que no te acuestes tarde y que no olvides asearte.
Shaedra ahogó una risa.
—Gracias, Satme.
Kirlens carraspeó.
—No te rías de tu hermana, Shaedra. Al fin y al cabo, siempre te da buenos consejos.
Shaedra aún sonreía.
—Lo sé.
Kirlens siempre insistía en que Wigy y ella se llamasen hermanas, aunque no lo fueran. Wigy tampoco era hija de Kirlens, pero él se había ocupado de ella desde que tenía diez años. Y cuando le había preguntado un día si era tan puntillosa cuando era pequeña, la respuesta de Kirlens le había hecho suponer que sí.
—Pero ¡por qué no puedo ir! —soltó de pronto Taroshi, casi gritando. Estaba sentado a la mesa más grande y tamborileaba con los puños. Era impresionante.
Shaedra gruñó.
—¿Y adónde quieres ir?
El niño se giró hacia ella y la señaló, diciéndole con un tono imperativo:
—Dile a mi padre que yo quiero ir a ver a los monstruos.
Shaedra le echó una cara de pocos amigos y luego frunció el ceño.
—¿Qué monstruos?
Kirlens se rascó la barbilla mientras removía una sopa llena de trozos de carne y de verdura.
—Dicen que se acerca una pandilla de nadros rojos, pero vienen por el otro lado del Trueno. Están a dos días de aquí. La Guardia se encargará de ellos antes de que asomen su morro por nuestras tierras.
Shaedra asintió lentamente. No era nada excepcional.
—¡Quiero ir a verlos!
Shaedra se sentó a la mesa con un plato de sopa de carne y dijo pacientemente:
—Dime, Taroshi, ¿y qué pretendes hacer después de haber visto los nadros rojos?
—Pues…
Shaedra no le dejó continuar.
—¿Quieres que te abrasen y que te dejen hecho un trapo? Tú capaz. Aunque con un poco de suerte los nadros rojos te confundirán con una lechuga.
Taroshi palideció de ira. Shaedra adivinó sus pensamientos: sabía utilizar el jaipú y se vengaría de la mala que se había burlado de él. Vio venir el golpe y lo paró con un codazo. Era la primera vez que Taroshi intentaba pegarla y la invadió una cólera indescriptible.
—¡Taroshi! —tronó su padre de pronto.
Shaedra se sobresaltó cuando vio que Kirlens dejaba el cucharón para cogerle a Taroshi del pescuezo. ¿Desde cuándo había decidido tomar parte en su educación?
Satme se escabulló mientras Kirlens soltaba a Taroshi todo un sermón que lo dejó pálido de cólera. Le sería difícil enseñarle el camino correcto, pensó Shaedra. Ella se contentaba con que Taroshi le tuviese respeto. Era como mantener en respeto a un cachorro rabioso.
Shaedra acabó su plato y se puso a remover la sopa que se estaba pegando en el fondo. Taroshi salió corriendo de la taberna, dando un portazo.
—Déjame la sopa —dijo Kirlens.
Shaedra se apartó y, levantando la cabeza, lo miró detalladamente. Kirlens parecía cansado y sombrío. Tenía ojeras y su pelo, antes castaño, se había vuelto canoso.
—¿Qué miras?
—No, nada. —Hizo una pausa—. Pensaba en Kahisso. Él de pequeño no era como Taroshi, ¿verdad?
Kirlens se sonrió y meneó la cabeza.
—No, él era todo un snorí a tu edad. Todos se asombraban de él.
Le brillaban los ojos. Shaedra bajó la cabeza y se mordió el labio, pensativa. Kahisso era semi-elfo, una raza un tanto marginada en Ató, como la de los ternians. Y sin embargo había conseguido ser un kal. Y luego se había marchado.
—¿Por qué se marchó?
Kirlens se encogió de hombros.
—La vida es así. No quería ser guardia ni maestro en ninguna pagoda. Cumplió sus Años de Deuda y se marchó.
Los Años de Deuda eran los años de servicio que todo alumno de Pagoda tenía que hacer para devolver los gastos de la educación y los privilegios de ésta. Cada año de estudio constituía un año de deuda. Una educación normal contraía diez Años de Deuda puesto que normalmente un niño empezaba su educación a los seis y la acababa más o menos a los dieciséis. Por eso, a Shaedra no le cuadró. Claro que los Años de Deuda podían ser reducidos con dinero o con grandes hazañas. ¿Habría realizado Kahisso una gran hazaña que le hubiera liberado de la Pagoda Azul antes de lo previsto? Frunció el ceño.
—Pero cuando yo le conocí tenía veinticuatro años.
No ha podido cumplir todos sus Años de Deuda, añadió, mentalmente.
—Cuando lo conociste todavía estaba bajo las órdenes de las Pagodas —dijo Kirlens.
—Ah.
Ahora le cuadraba mejor. Kirlens probó con su cucharón la sopa que humeaba y aprobó con la cabeza.
—Creo que está lista. ¡Satme! ¿Me acercas unos platos?
Shaedra se encontró con una bandeja de platos en las manos, andando entre las mesas de la taberna. Evitó la zancadilla de Tanos el Borracho y sirvió a los clientes. Luego se marchó a su cuarto, cogió su mochila y se fue para la biblioteca. Como aún no habían llegado Akín y Aleria, decidió entrar sola y se encontró otra vez sentada en la estantería de biología, delante del gran libro con imágenes de monstruos.
Fue directamente a la página que le interesaba: la del lich. No había más que una imagen borrosa y esquematizada, pero le fue suficiente para tener ganas de cambiar de página. Se contuvo, sin embargo, pensando que si algún día se encontraba delante de Jaixel no tendría la posibilidad de cambiar de página.
Sonriendo con ese pensamiento, se puso a leer la leyenda. No aprendió gran cosa, pero su pequeña duda se confirmó. La imagen que había visto al ponerse el collar de acebo, cuatro años atrás, no era la de un lich.
Pasó a la página del nakrús y asintió con la cabeza. Era aquello lo que ella había visto, con ciertas diferencias, era cierto, pero recordaba la misma impresión al verlo. Inclinó la cabeza hacia la leyenda.
Un nakrús era un celmista mago, nigromante, que poseía un inmenso control sobre la energía mórtica y su jaipú. Eran capaces de fusionar el morjás y el jaipú. Frunció el ceño y leyó las siguientes líneas. Existían dos tipos de nakrús. Los nakrús-ari, los primeros nakrús que impusieron su control y que se aliaron con los liches, y los nakrús-wal, las personas que se convertían en nakrús por ansia de poder. Los nakrús-ari venían de un pueblo de elfos oscuros y según la leyenda habían sido convertidos bajo una maldición. Pero Shaedra se detuvo en la palabra que seguía la de nakrús-wal, los «nuevos». Sus padres, los de Murri, los de Laygra, los de ella que, al fin, eran los mismos, eran nakrús-wal.
Se quedó paralizada, la mirada clavada en la imagen. ¿Tendrían esa apariencia? Sinceramente, prefería no saberlo.
—¡Shaedra! —susurró una voz—. Estás aquí.
Shaedra cerró el libro de un golpe seco y se giró.
—Akín, Aleria —murmuró en medio del silencio espectral de la biblioteca.
Soltó un suspiro inaudible, aliviada. De tanto ver monstruos pintados, le había entrado una tensión que no le gustaba.
—Te estábamos buscando —dijo Aleria—. ¿Qué te ocurre últimamente? Estás…
—Venid —la cortó de pronto Shaedra—. Salgamos. Tengo que contaros algo.