Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató
Un cobarde, un inútil… ¿qué tipo de maestro les había tocado?
—¿De veras? —preguntó lentamente Shaedra después de un silencio.
Jans iba a contestar cuando se les unieron Akín, Aleria y Galgarrios. Shaedra sonrió.
—¿Viste, Aleria? Tan puntual como el rayo —y entonces vio el saco rojo que llevaba su amiga y entornó los ojos—. ¿Qué llevas ahí? ¿Un gorila?
Aleria apretó los dientes.
—No —dijo—. Son unos libros que voy a devolver.
Claro, cómo iba a olvidarlo. Si había alguien de su edad que se había leído casi todos los libros de la Sección Nerú, era Aleria. Shaedra carraspeó, pero no dijo nada.
Jans y Akín se miraban de hito en hito en silencio. Nunca se habían llevado bien, Shaedra no acababa de entender el por qué, pero sabía que algo tenía que ver con los padres. El padre de Jans era patrón de una explotación a unos días de Ató, pero Jans, que era su segundo hijo, había decidido hacerse herrero. Su sueño era trabajar con Taetheruilín el enano y Shaedra deseaba que su sueño se hiciese realidad algún día porque el chico le caía bien. Y Akín también. Por eso le extrañaba y le molestaba que ambos se mirasen siempre con cara de pocos amigos.
Contuvo un suspiro exasperado. Desgraciadamente, las disputas entre familias eran más frecuentes de lo que parecía.
De pronto, las voces callaron y Shaedra se giró hacia la puerta. El Archivista Mayor apareció en el marco, les dio la bienvenida con un gesto de cabeza y dijo:
—Seguidme y no toquéis nada hasta que os lo permita.
Era parco en palabras.
Siguiendo la tradición, los conduciría hasta la Sección Celmista y les enseñaría, o dejaría a un kal enseñarles, la manera de no perderse en las estanterías buscando un libro. Les enseñaría dónde se podían encontrar las obras más corrientes y soltaría un rollo de reglas que había que seguir estrictamente. Y luego los dejaría pasear por la Sección Celmista libremente.
Eso, al menos, era lo que había contado Nart y Shaedra no pudo estar segura de ello hasta que constató que efectivamente todo se desarrollaba según se lo había dicho. Ese era el problema con Nart, que nunca se sabía si mentía o decía la verdad.
Como había imaginado, el Archivista Mayor se escabulló cuando pudo, dejándolos en manos de una kal, delante de la puerta de la Sección Celmista. La kal era una elfa oscura de unos dieciséis años que llevaba una túnica negra y un pantalón verde fosforito que le hacía parecer una rosa negra. La semejanza era graciosamente acertada. Como muchos elfos oscuros en Ató, llevaba en las orejas varios y pequeños pendientes circulares y dorados.
—Me llamo Rúnim y seré vuestra guía durante esta tarde, y podréis pedirme consejos si tenéis algún problema. Así que os advierto desde ya, no quiero ningún ruido dentro de esta sala. Este es un lugar donde se trabaja. Hoy hay poca gente porque es Día de Presentación, pero el resto de los días, si no queréis veros castigados tendréis que respetar el silencio, ¿entendido?
Pese a sus dieciséis años, Shaedra reconoció que se expresaba con firmeza y se sorprendió asintiendo con los demás.
—Bien. Otro consejo: cuando cojáis un libro, cuidadlo bien, y cuando no lo necesitéis más lo colocaréis en el mismo sitio de donde lo habéis cogido. Al que pillen desordenando los libros, sea intencionadamente sea por vagancia, se lo castigará severamente. —Sus ojos eran implacables—. Ahora, pasad.
Abrió la puerta y Shaedra entró una de las primeras. Paseó la mirada por la sala y se quedó boquiabierta. Delante había un corredor de unos dos metros de anchura que se adentraba en las profundidades de la Sección Celmista y acababa ante una estantería enorme llena de libros y, a ambos lados del corredor, había estanterías y más estanterías y otros corredores… Otra vez, Nart tenía razón en lo que había dicho. Era impresionante.
La luz venía del techo. Cada tres metros se había dispuesto una lámpara de fuego negro que iluminaba lo suficiente como para ver los títulos.
Rúnim pasó delante y la siguieron en silencio. Los pasos de botas resonaban en el suelo de madera de tránmur. Y el más ruidoso, como siempre, era Ozwil, que con sus súper-botas encantadas se las daba de aventurero cazador de dragones, aunque sus botas sólo le servían para saltar algo más alto de lo que podía normalmente, lo que era más bien poco. Shaedra no entendía por qué se empeñaba en ser alguien ágil cuando su misma constitución lo volvía rígido y musculoso.
En todo caso, Shaedra prefería ir descalza que con botas, y además Wigy le había dicho un día que no sabía cuidar las que le había regalado Kirlens, así que finalmente, cuando éstas se estropearon, Shaedra optó por el pragmatismo.
Olía a polvo y a cerrado y a algo parecido al perfume que exhalaban las karolas, salvo que se mezclaba en él una pizca de olor a limón. Curioso, pensó Shaedra, husmeando.
—Esta es la sección de biología —anunciaba Rúnim.
Efectivamente, junto a una de las estanterías colgaba una reseña donde ponía «Biología». Abajo, a lo largo de toda una estantería, había una mesa inclinada y un banco muy largo. Shaedra divisó a dos snorís inmersos en la lectura de unos volúmenes enormes. Levantaron la cabeza mientras Rúnim hablaba.
—Ahí encontraréis todo lo que se refiere a las criaturas vivas y a las plantas. Normalmente encontraréis todo lo que necesitéis sobre la anatomía, las reacciones del morjás y más. Pasemos.
En la siguiente pausa, enseñó la sección de Historia, seis buenas estanterías llenas de libros, grandes y pequeños, finos y gordos, nuevos y viejos. ¡Cuánta Historia había detrás de la civilización de los Pueblos Unidos! Milenarios llenos de guerras y paz, de inventos, de catástrofes y crecimiento. A Shaedra le gustaba la Historia cuando se narraba en las tabernas como historias y anécdotas, pero ver tanto libro y tanto estudio le quitó las ganas de abrir un solo libro de esos.
Pasaron de la sección de Historia a la de Literatura, y luego a la sección del Jaipú y a la de las energías en general y así se sucedieron largos minutos mientras Rúnim les hizo dar la vuelta a la inmensa sala.
Atravesaron en silencio varios núcleos de estudio, escondidos entre estanterías, donde unos snorís y kals estaban sentados alrededor de varias mesas. Se cruzaron con un orilh que resultó ser el padre de Rúnim por cómo la saludó.
Al fin, Rúnim se paró delante de una estantería y dijo:
—Esta es la sección de estudios recientes hechos por nuestros estudiosos —sonrió por primera vez—. Y bien, creo que ya lo hemos visto todo. Os dejo fisgar y os recuerdo que la biblioteca cierra a las diez, por si lo habéis olvidado.
¡Como si se fuesen a quedar hasta las diez!, pensó Shaedra. Bueno, al menos ahora estaban libres de ir adonde querían.
La gente se dispersó y se quedaron unos pocos plantados, sin saber adónde ir.
—Voy a la sección del Jaipú —declaró Yori, el ílsero.
Yori siempre le había parecido un poco agresivo, con sus dientes afilados de mirol y, aunque en lo que se refería al resto había heredado sobre todo de su padre, no cabía duda de que no era completamente elfo oscuro. Su pelo revoltoso y azul claro, sin embargo, le daban cierto aire cómico, pero lo que más le molestaba de él era su arrogancia: siempre pensaba ser mejor que los demás. Y le daba rabia que le hubiese ganado aquella mañana en la lucha.
Por eso, cuando se alejó, seguido de los demás, ella se quedó plantada ahí y sacó un libro al azar de la sección de los estudios. El libro era pequeño y verde y se titulaba La poción de restablecimiento, once consejos para no fallarla.
Once consejos. Pff. Shaedra estaba segura de que necesitaría más de mil consejos para hacer una poción de restablecimiento. Volvió a meter el libro en su sitio y se dedicó a leer títulos: Táctica de combate: el estiramiento y la unión del jaipú con el morjás (teórico), Estudio sobre la Cofradía de la Noche, …
—¿Shaedra?
Levantó la cabeza. Era Galgarrios. Dioses, pensó Shaedra, conteniendo un suspiro. ¿Se habría perdido?
—¿Sí? —replicó con cierto fastidio.
Galgarrios sonrió ampliamente con su rostro enorme de caito y se acercó.
—¿Es interesante esta sección?
—No.
—Ah.
Parecía decepcionado. Shaedra levantó los ojos al cielo y le dio un golpecito en el hombro.
—Voy a ver la sección de las criaturas, ¿vienes?
—Claro, no te voy a dejar sola en este sitio. Parece el típico lugar donde uno se pierde.
Se había perdido, confirmó Shaedra en su mente. ¿Cómo lo había conseguido? Las estanterías estaban llenas de indicaciones y, aunque parecía todo un poco laberíntico, le había bastado con escuchar a Rúnim para entender un poco cómo funcionaba la estructura. Y Galgarrios se había perdido. Conociéndolo, no era de extrañar.
Atravesaron varios pasillos con estanterías hasta encontrar un corredor más amplio que los llevó a la sección de Biología. Los dos snorís que antes estaban leyendo ya no estaban y por el momento no había nadie por los alrededores.
—¿Crees que habrá por aquí un libro sobre los saijits? —preguntó Shaedra.
Galgarrios golpeó sus labios carnosos con el dedo índice, con aire pensativo, haciendo una mueca fea.
—Es posible —dijo al cabo de un rato, cuando Shaedra ya estaba recorriendo la estantería.
Se pusieron a buscar libros que contenían la palabra “saijits” en el título y Shaedra encontró finalmente uno que parecía tener buena pinta: Los saijits de Háreka, escrito por un tal Djain Bosneira. En la cubierta granate estaban dibujados en relieve un humano, un faingal y un elfo oscuro. Abrió el libro y empezó a leer. Empezaban definiendo qué razas englobaba el término de saijit, y ahí figuraba la de los ternians. Volvió a mirar la fecha. 5318. El texto de ese libro tenía más de trescientos años, aunque el libro en sí parecía ser una copia más reciente.
Una risita la sacó de sus pensamientos. Galgarrios estaba sentado delante de un libro marrón. Shaedra gruñó por lo bajo y volvió a concentrarse en la lectura.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Galgarrios.
—No gran cosa.
Y era en parte verdad. Según la introducción del libro, se hablaba sobre todo de los humanos y de los elfos.
—Yo he encontrado un libro sobre las criaturas monstruosas de Háreka —sonreía como un niño—. Hay dibujos, mira.
Shaedra se levantó y fue a ver. Efectivamente, Galgarrios tenía abierto el libro más o menos por el medio y, visto el dibujo, la página de la derecha debía de hablar de dragones rojos.
Shaedra se asombró de la sutileza del trazo con que estaba dibujada la criatura. Sus ojos inteligentes casi parecían estar vivos.
—¿A que está bien este libro? —dijo Galgarrios, pasando las páginas.
—Wau.
Shaedra acababa de ver dibujado un enano del hierro. Era escalofriante. Decidió que aquel libro era más interesante que el suyo y, sentándose de pronto junto a Galgarrios, se pasaron un buen rato mirando los dibujos y leyendo las leyendas, boquiabiertos, cuchicheando, maravillados.
—Este es el peor de todos —resopló Galgarrios, enseñando con el dedo un basilisco.
Para él, todos eran el peor de todos, claro, pero a Shaedra le hizo cierta impresión ver aquel lagarto enorme clavar los ojos sobre ella como si la fuese a paralizar.
—Gira la página, no me gusta.
Galgarrios se rió.
—No está vivo, es sólo un dibujo —dijo y se puso a contemplar el basilisco como a un viejo amigo.
Shaedra lo fulminó con la mirada.
—Gira la página —repitió entre dientes.
Galgarrios suspiró y giró la página. Entonces Shaedra agrandó los ojos, los cerró y los volvió a abrir. Resopló. No podía ser. Era imposible.
—Buaj, qué asco, un nakrús —masculló Galgarrios, cambiando de página de inmediato y encontrándose ante una libélula asesina que no tenía un aspecto muy hermoso tampoco.
Shaedra había palidecido e intentó reponerse. Había soñado. Tan sólo había soñado. No tenía sentido que hubiese visto ya una criatura así, tan fea, ¿verdad? Una criatura horrible. Peor que la arpïeta…
Por un momento, creyó desfallecer. Ya había visto una criatura como esa. Una vez, poniéndose por primera vez el amuleto que en aquel preciso instante llevaba al cuello…
—Galgarrios —dijo de pronto—. ¿No crees que llevamos demasiado tiempo aquí? Yo me voy. Hace buen tiempo, no hace falta estar encerrados en este sitio.
—¿Ya no te gusta el libro?
Shaedra dejó escapar un enorme suspiro.
—Sí, mucho, pero me voy. Sigue mirando el libro, si quieres.
—Te acompaño.
Shaedra puso los ojos en blanco y colocó el libro Los saijits de Háreka en su sitio, antes de dirigirse hacia la salida, seguida de Galgarrios.
A veces, el caito la exasperaba y más de una vez lo habría mandado a freír sapos en el río si no fuera porque recordaba la bondad que le había demostrado a ella desde el primer día en que lo había conocido, en la Pagoda Azul, cuando le parecía que todos los demás la miraban con desprecio. Galgarrios no era malo y eso era un punto positivo. Por lo demás, era raro y tremendamente crédulo. Y a su vez era simpático.
Shaedra salió de la biblioteca con una sonrisa en los labios. Le había vuelto el buen humor y no permitiría que se lo quitase la criatura que Galgarrios había llamado un nakrús.
El sol iluminaba los jardines y las flores parecían amasijos de lana colorida. Acababan de dar las cinco y tenía aún bastante tiempo delante antes de que se fuese el sol.
Afuera, encontró a Akín que esperaba pacientemente sentado en un banco.
—Ah, aquí estáis. Me preguntaba dónde te habías metido, Shaedra.
—Estábamos mirando juntos un libro con criaturas dibujadas —contestó Galgarrios antes de que pudiese abrir la boca Shaedra. Se le veía feliz. Shaedra hizo una mueca.
—¿Dónde está Aleria?
Akín resopló.
—Devolviendo los libros. Me ha dicho que no tardaría nada. Y ya llevo un cuarto de hora esperando.
—¿Qué te ha parecido la Sección Celmista?
—Grande.
—Es increíble lo que puede llegar a escribir la gente —afirmó Shaedra, sentándose en el banco y soltando un suspiro—. Apuesto a que Aleria intentará leérselos todos.
Ambos se rieron y Galgarrios frunció el ceño. Se aburría, adivinó Shaedra.
—¿Qué os parece si vamos al río? —propuso.
El rostro de Galgarrios se iluminó y Shaedra entornó los ojos, añadiendo:
—Sin tirarme al agua, por supuesto, Galgarrios. Si no, te ato a un árbol y te dejo ahí durante toda la noche.
Galgarrios agrandó los ojos y se encogió de hombros.
—¿Tú? Eres pequeñita. No podrías.
No lo decía en tono de reto. Lo decía por pura lógica. A decir verdad, Shaedra no supo cómo tomarse esa observación y la dejó pasar, insistiendo:
—¡No me tires al agua!
El caito le sonreía, contento, asintiendo, con un tono conciliador:
—Como quieras, Shaedra.
Estuvieron esperando un rato más hasta que llegó Aleria, con la bolsa roja repleta.
—No —resopló Shaedra, incrédula—. ¿Te los vas a llevar todos?
Aleria la fulminó con la mirada.
—¿No se ve? Son sólo ocho, lo que pasa es que hay uno que es gordo.
Hablaba seriamente. Cuando hablaba de libros, no se podía bromear. Shaedra dejó escapar un suspiro ruidoso.
—Vamos a ir al río, ¿vienes con nosotros?
Aleria se mordió el labio, pensativa. Shaedra adivinó sin dificultad su razonamiento. Tenía el saco rojo y tenía que llevar los libros. Además, no podía quedarse mucho tiempo con ellos y los tendría que leer rápidamente.
—Antes tengo que dejar el saco en casa. Si queréis, os podéis adelantar, me reúno con vosotros en Roca Grande como siempre, ¿no?
Shaedra iba a contestar que no había ningún problema cuando de pronto hubo un ruido y ¡crac!, el saco rojo de Aleria se rompió y cayeron los libros pesadamente al suelo. Uno de ellos era efectivamente enorme.
Shaedra creyó que Aleria se iba a desmayar, pero ésta, pasado el primer susto, se agachó junto a sus libros y se puso a apilarlos rápidamente echando rápidas ojeadas hacia la biblioteca, como una cazadora furtiva.
—Estúpido saco —mascullaba.
—¿Quieres que te ayude?
Shaedra agrandó los ojos y se giró hacia Galgarrios. Luego vio que efectivamente Aleria iba a tener problemas para cargar con tanto libro.
Finalmente fueron los cuatro a casa de Aleria, llevando cada uno dos libros. Galgarrios quería cogerle a Aleria el más gordo, pero ella se resistió, aunque era evidente que le pesaba. ¿Cómo podía no haberse desplomado al llevar un saco tan cargado?
—¡No, Galgarrios! —decía Aleria—. Este lo llevo yo. Es que… es que es especial.
Cruzó la mirada interrogativa de Shaedra, pero no quiso dar más explicaciones. El volumen no tenía título en la cubierta la cual parecía estar hecha de hierro peludo.
Aleria se mostró implacable y Galgarrios, pese a tener las mejores intenciones, tuvo que contentarse con llevar dos libracos que debían de tener más de quinientas páginas cada uno. ¿Cómo quería leerse eso sin morir de un ataque de aburrimiento?
Anduvieron por la Calle del Sueño hasta su casa, Aleria cargando con un rectángulo de hierro que, se suponía, tenía que tener algo interesante dentro. Pero con Aleria había aprendido a no preguntar mucho. No le gustaban los fisgones ni los entrometidos. En eso Shaedra era un poco como ella, a decir verdad; aunque Aleria no soportaba ni lo más mínimo el comportamiento simplón de Galgarrios. Pero también era cierto que Shaedra tampoco soportaba la arrogancia de Yori o la estupidez de Marelta.
Eso sí, era mucho más estricta en lo que se refería al reglamento, carácter que heredaba de su madre al cien por cien. Shaedra sólo había entrado en su casa dos veces. Una vez fue para darle los deberes cuando estaba enferma. La otra vez fue porque Aleria había querido prestarle un libro que le había regalado un comerciante, pretendiente sin esperanza de su madre.
Aleria jamás había conocido a su padre. Decía que lo que más la molestaba era que su madre nunca hubiese querido decirle quién era ni qué había sido de él. Suponía que estaba muerto, pero no podía estar segura. No solía hablar de ello, sin embargo, y parecía que sólo se lo había dicho a Shaedra y a Akín a título informativo, para que no hiciesen preguntas embarazosas. Shaedra, por su parte, se preguntaba a veces si podría compartir con ellos los vagos recuerdos del pueblo, de Kahisso y de Alfi. Una vez había estado a punto de decirles que había visto una arpïeta, pero, aunque sabía que los impresionaría diciéndoles eso, no había dicho nada, quizá porque sentía que se le iría el buen humor al traste, recordando el pueblo arrasado. Además, cuando le volvían esos recuerdos, no podía evitarlo: le entraba una rabia tremenda porque sabía que todo lo que recordaba era absolutamente verdad.
La casa de Aleria era grande. Tenía un patio interior con un jardín, dos pisos y reinaba en ella una placidez agradable.
Recordando el ruido de la taberna, los gritos y la música, Shaedra pensó quizá por tercera vez que la vida de Aleria era sumamente diferente a la suya.
Aleria trazó con las manos unos signos y murmuró algo entre dientes. La puerta se abrió y entraron todos en una pequeña sala. A ambos lados había dos puertas abiertas de par en par que enseñaban las cocinas y un salón bastante anticuado. Delante había escaleras que subían en espiral, hasta el segundo piso.
Aleria no llamó a su madre. Les hizo un gesto a sus amigos y subieron las escaleras hasta su cuarto. Era más grande que el de Shaedra, claro, pero estaba lleno de cosas.
—Está un poco desordenado —se disculpó, sonrojándose—. Posad los libros en la cama, así sabré dónde están.
Efectivamente, Shaedra nunca había visto un cuarto tan desordenado como el de Aleria. Como no había estanterías, los libros se apilaban en el suelo. En un cajón tirado en un rincón, había pergaminos y muchas plumas de escribir. El único sitio donde no había nada era la cama, y ahí pusieron los libros que les empezaban a pesar en las manos.
—¿De dónde has sacado unos libros tan gordos? —dijo Shaedra.
—De la Sección Celmista, evidentemente. —Miró su libro de hierro y se sonrió—. No se encuentran estas maravillas en la Sección Nerú.
Y lo posó en la cama, con los otros, mirándolo como a un crío al que hay que decir que no se mueva.
—Desde luego tú no desperdicias el tiempo —observó Akín.
—¿Vamos? —replicó Aleria.
—Vamos.
Salieron de la casa sin que se hubiesen cruzado con la madre de Aleria. Luego, sólo hacía falta bajar por la Calle del Sueño, torcer a la izquierda, salir de la ciudad y continuar hasta Roca Grande, donde una parte del río parecía detenerse, como muerto. Ahí, uno se podía bañar y jugar con el agua sin peligro. Pasados unos metros, sin embargo, la corriente podía arrastrar al más fuerte de todos los saijits. Era célebre un dicho de Ató: «y llegó el gran enemigo y se lo llevó el río». Otro decía: «No existe el juego en el Trueno».
El Trueno era el nombre de ese río turbulento aunque no muy ancho que bajaba con ímpetu de la Cordillera de las Hordas.
Sin embargo, ellos jugaban en el Trueno, porque lo conocían bien y sabían hasta dónde podían llegar y en qué momento el juego se volvía peligroso. En Roca Grande, había una roca enorme en medio que cortaba la corriente en los días de crecida. Decían que era una roca caída del cielo llena de morjás y que si la tocabas traía suerte. Shaedra no acababa de creerse del todo que fuese otra cosa que una gran roca, sin embargo nadie lo habría dicho dado el sinnúmero de veces que la había tocado y que la había escalado.
Llegados entre los árboles, Shaedra vio la orilla y se sonrió. Una de las cosas que más le gustaban era la ribera del río en aquel punto, llena de árboles cuyas ramas rozaban la superficie del agua, curvándose y proyectando una sombra densa.
Con Akín y Aleria, solía divertirse subiendo sobre los árboles y untando las ramas en el agua. Salkysso solía venir con ellos, y Galgarrios también.
Roca Grande era el lugar ideal para los juegos, y algunos mayores, para burlarse, la llamaban la Guardería. Shaedra y sus amigos subían por las ramas hasta que se doblaran y no pocas veces se habían sumergido en el río, chillando, riendo y escupiendo agua. Shaedra, como era más ligera, solía durar más, y a menudo conseguía subir hasta la gran roca sin mojarse.
Gracias a ella, habían podido poner cuerdas de tronco a tronco y de rama a rama, y solían hacer malabarismos sobre ellas, y muchos acababan cayendo. Roca Grande era un lugar en el que había pasado muchos días, riéndose con los demás y jugando a todo tipo de juegos. Sin embargo, esos últimos días empezaba a sentir que ya no era su sitio. Pocas veces se veían snorís en aquel lugar. A partir de los doce años ya no jugaban. Eso era una idea algo escalofriante.
Shaedra dejó su mochila al pie de un árbol, cogió una cuerda que recordaba haber atado ella en una rama gruesa, y se puso a trepar, soltando:
—¡El que me atrape, le digo el secreto para hablar con los árboles!
—Te atraparé yo antes que todos —replicó Aleria.
No, no la atraparían, pensó. Dejó la cuerda que Akín empezaba a sacudir y saltó sobre la rama de un árbol. Cogió otra cuerda y se dejó caer gritando un ¡uuu!, mientras Galgarrios entraba en el río. Iría a defender la roca grande, guardando un objeto mágico, vaticinó. Shaedra aterrizó en el suelo del otro lado del pequeño entrante del río y los observó.
—¿Qué tienes en tu poder? —preguntó Aleria a Galgarrios desde la orilla.
—Una espada que puede hacer temblar la tierra —contestó Galgarrios.
—¡Oh! ¿Como la Espada del Terror?
A Aleria parecía gustarle la idea.
—Es que es la Espada del Terror —replicó el caito.
—¡Perfecto! —dijo Akín—. Así cuando se plante en la roca Shaedra no podrá subir a los árboles porque temblará la tierra y nos dirá su secreto.
—Pero quien quiera cogerla, tendrá que pasar sobre mi cuerpo —dijo Galgarrios, hablando como verdadero caballero. Cuando jugaba, parecía más listo de lo que era, pensó Shaedra, distraída, mientras entornaba los ojos y veía que Aleria se subía a una rama.
—Poseo el elixir de la fuerza —anunció Aleria—, con ella podré derrotar al guardián.
Blandió una poción imaginaria y se la bebió. Shaedra vio que la situación peligraba y tuvo una idea. Corrió, tomó impulso y saltó, cogiendo una cuerda en su salto, mientras trazaba con gestos unos signos improvisados en el aire y decía:
—La isla no puede encontrarse, está escondida entre las brumas y nadie la ve. Tienes fuerza para derrotar al guardián pero no lo encuentras… ¡ah!
Inmersa como estaba en su discurso, había olvidado que había sacado las garras y había estado arañando la cuerda, que parecía estar a punto de romperse. Se dejó caer y se zambulló en el agua, ensordeciéndose de pronto al mundo de la superficie. Se divirtió buscando un alga en el fondo y volvió a salir, triunfante, inspirando hondo:
—¡Tengo la brújula que os enseñará el camino! —dijo.
Todavía tenía el pelo en los ojos y no vio que Akín se acercaba. Le arrebató el alga, pero Shaedra reaccionó rápidamente y se alejó nadando mientras Akín intentaba perseguirla. Akín era más rápido que ella nadando, eso lo sabía de sobra. Por eso cuando encontró una cuerda lo primero que hizo fue agarrarse a ella y subir, chorreando agua. Buaj, ya está, ya se había mojado toda la ropa. Aunque esta vez no podría culpar a Galgarrios.
—¡No me cogerás! —le dijo, con una risita maligna.
Akín sonrió y volvió adonde estaba Aleria.
—Yo puedo mostrarte el camino hacia la isla de la Espada del Terror.
Ambos cogieron una cuerda y se tiraron, pero no llegaron hasta la roca y cayeron al agua en medio de las risas. Volvieron a salir y treparon hasta la roca, donde les aguardaba un guardián que sostenía una espada enorme que brillaba en la noche de luna llena. Shaedra los observaba, metida entre la fronda, escondida.
—¡Toma esto, guardián! —le decía Aleria a Galgarrios, mientras el caito simulaba un profundo dolor en el vientre y dejaba caer la espada imaginaria.
Shaedra oyó de pronto un ruido detrás de ella. Se giró bruscamente, frunciendo el ceño, y agrandó mucho los ojos.
Un ternian se agarraba al tronco del árbol y la miraba con el dedo índice colocado delante de los labios, como para imponerle silencio. ¡Un ternian! Se había quedado inmóvil, sin atreverse a moverse, sin saber qué hacer, pues ya aquello no formaba parte de ningún juego. El ternian ni siquiera era un dibujo en un libro. Era real.
Tenía el pelo negro, los ojos verdes y las cejas con escamas plateadas y rojizas. Como ella. Aquel rostro le sonaba muchísimo. Y entonces cayó en la cuenta y se quedó boquiabierta.
—¿Murri? —murmuró.
Él asintió con la cabeza y le hizo un gesto para que se acercara. Shaedra no sabía si caerse de felicidad o quedarse muerta de asombro. Sin darse cuenta de lo que hacía, se acercó a él, temblando, mientras Murri se movía, nervioso.
—Shaedra. Llevo intentando hablarte desde hace una semana. Tenía que venir a verte.
Parecía como si se disculpase. Ahora que estaba más cerca, vio que estaba muy flaco y que tenía ojeras profundas. Shaedra quería hacerle preguntas, ¡quería saber tanta cosa! Pero lo único que se le ocurrió decir fue:
—¿Y Laygra?
—Está lejos de aquí, en las Hordas. No he podido llevármela, aún no tiene ni catorce años.
Hablaba con un tono cansado, pero se le veía que él también ardía de decirle más cosas. Pero el tiempo estaba contado.
—¡Bum! Ahora está plantada la Espada del Terror. ¡Shaedra! Tienes que caerte —anunciaba Aleria desde la roca grande.
Tenía que caerse, pensó distraídamente Shaedra, aterrada. Murri le cogió la mano y la apretó con fuerza.
—Ven aquí esta noche a la una. Por favor —añadió, como si fuera necesario suplicárselo.
Shaedra tragó saliva y asintió. ¡Claro que vendría!
—Esto es un sueño —murmuró.
Por primera vez desde hacía cuatro años, vio sonreír a Murri.
—No, hermana, no es un sueño, ni tampoco es un juego.
Shaedra se dejó caer, cogiendo una cuerda, preguntándose qué había querido decir con eso de «hermana». ¿Eran realmente hermanos? ¿Y pues, si no, qué lógica tenía? Claro que lo eran. Murri y Laygra eran hermanos suyos. Desde el principio lo sabía, ¿verdad? … La verdad es que no. Recordaba haber jugado con ellos de pequeña, en los árboles y en la casa del Viejo… pero los recuerdos eran muy vagos, tan vagos que hasta a veces se preguntaba si no había soñado. Pero aquello no era un sueño, se repitió, mientras caía en el agua y se zambullía. Murri había estado ahí y le había apretado la mano dejándole sin querer una marca con su garra.
Había sobrevivido al ataque de los nadros rojos. Laygra y él habían sobrevivido. ¿Y el Viejo?, se preguntó. ¿Habría sobrevivido más gente? Pero ahora lo que le importaba sólo era pensar que Murri la había encontrado y saber que tenía a dos hermanos vivos.
Salió del agua sonriendo ampliamente. Los tres estaban tranquilamente sentados en la roca, tan hundidos como ella.
—¿Nos cuentas el secreto para hablar con los árboles? —preguntó Galgarrios.
Shaedra asintió, pillando sitio sobre la roca.
—El secreto, amigo mío, consiste en saber escuchar.
Por ejemplo, cuando salía un ternian de la nada, pensó. Pero se guardó este último pensamiento para sí.
—Es cierto —dijo Aleria seriamente—, te pasas unos días escuchando los árboles, más bien unos meses, y luego los oyes como me estás oyendo a mí ahora.
Galgarrios frunció el ceño.
—¿En serio? ¿Pero el secreto no formaba parte del juego?
Shaedra suspiró largamente. Era imposible bromear con él.
—Sí, Galgarrios. Por eso, mejor no hablar con árboles o te vuelves loco.
Tenía una expresión tan perpleja que a Shaedra le pareció que iba a decir otra tontería pero calló, sin hacer más preguntas. De todos modos, para Galgarrios hasta los dragones de tierra podían volar si se lo decía alguien en quien confiaba. Y, para bien o para mal, Galgarrios confiaba en Shaedra.