Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató
—Er, esto, buenos días —dijo el maestro Áynorin, algo nervioso, contemplando a sus nuevos alumnos.
Estaban los alumnos acercándose a él, andando por la ancha muralla de la arena. Parecían ansiosos por aprender. Los contó con rapidez. Catorce. Siete eran elfos oscuros, uno de ellos con antepasados humanos, luego había tres caitos, una ternian, un niño ílsero, medio elfo oscuro medio mirol, así como una tiyana. Y el último tenía una cara de humano que no podía con ella.
Trató de parecer seguro de sí mismo y les sonrió cuando le contestaron todos en coro.
—Bien, soy vuestro nuevo maestro y me llamo Áynorin. Es mi primer año de enseñanza así que espero hacerlo bien. Cuando explique algo, si no lo entendéis, me lo preguntáis enseguida, porque es inútil hablar a gente perdida. Y bueno, tendréis que soportarme durante estos dos próximos años.
Al pronunciar esas palabras, se le formó un nudo en la garganta. ¡Dos años! Esperaba poder estar a la altura. Abrió la boca y la volvió a cerrar. ¿Qué más les podía decir? Carraspeó.
—Bueno, el hecho es que no os voy a hablar hasta aburriros, así que empezaremos ahora mismo, ¿de acuerdo?
Con cierto alivio, vio que algunos asentían con la cabeza en silencio. Eran niños habituados a la obediencia, pensó, algo intimidado. Y recordó, divertido, sus años de estudio. ¡Qué lejanos le parecían ahora! Doce años habían pasado desde el día en que se había vuelto snorí, como ellos ahora. ¿Qué había pensado él entonces? Seguramente que al de dos días ya habría conseguido hartar al nuevo maestro. Por suerte, este último había sido paciente y había reconocido en él su habilidad. No se olvidaría de ser paciente con sus propios alumnos, decidió.
Hizo un gesto firme con la cabeza.
—Seguidme entonces. Empezaremos por la primera lección… es lo que se suele hacer —añadió con aire serio.
Vio algunas sonrisas, pero otros rostros o quedaron indiferentes o se fruncieron. ¿Pensarían que les había tocado un loco? Pues que lo pensasen. No tenía intención de ser un maestro aburrido y seco, porque los que no lo eran por naturaleza y aparentaban se volvían con los años tan aburridos y secos como los que lo eran de nacimiento. Eso se lo había dicho su propio maestro.
En la primera lección testearía simplemente sus capacidades; supuso que todo saldría bien. Mientras no hubiese ningún herido… Nunca había sido muy hábil tratando con niños y tener a catorce mocosos delante era desconcertante.
Se dirigieron hacia las escaleras y bajaron hasta la pequeña arena. Áynorin dio unos pasos sobre el terreno antes de girarse hacia sus alumnos, que lo seguían en silencio.
—Es una suerte que seáis un número par —notó—. Así podréis hacer parejas. Venga, poneos de dos en dos. Hoy, vais a luchar. Intentad enseñarme todo lo que sabéis.
Todos se pusieron rápidamente en parejas. Fue el ílsero, Yori, quien se lanzó el primero en la batalla contra un caito grandote que, lo descubrió con la lista, se llamaba Galgarrios. Yori, aprovechando su rapidez, tomó apoyo en un pie y le dio un puñetazo al caito, antes de bajar la cabeza para evitar la bruta respuesta del otro.
Mientras tanto, la ternian, Shaedra, había embestido de frente contra una elfa oscura, Aleria. Fingió un ataque, para luego dar un paso a un lado y saltar haciendo una pirueta que parecía hecha más por placer que por otra cosa. Aleria, entretanto, intentó atacarla y Shaedra, a cuatro patas, realizó un bote hacia delante y alzó las manos hacia su adversaria, sonriendo. Éstas estaban rematadas por garras duras y afiladas. Obviamente, lo hizo para intimidarla, y su sonrisa la delataba. Áynorin enarcó una ceja. Tendría que pensar en hacer él mismo las parejas según las habilidades de cada uno.
Pasó a mirar a una elfa oscura, Laya, que parecía tener dificultades con la única tiyana del grupo, Suminaria, quien la estaba haciendo retroceder hasta el muro, dejándola sin escapatoria. Laya intentó vanamente algunos ataques, pero Suminaria los esquivó todos, utilizando técnicas que no se enseñaban a los nerús de Ató.
Áynorin recordó que lo habían avisado de que una alumna venía de la Gran Pagoda, la Pagoda de los Vientos, en Aefna. Y a la elfa oscura le estaba enseñando humillantemente que sabía más que ella. Arrogante pero cierto, pensó.
Akín y Aryes parecían tener ambos las mismas ideas. Atacaban al mismo tiempo, esquivaban, hacían aspavientos inútiles y se soltaban frases para desconcentrarse. Aryes dudaba más, pero Akín tenía un juego de pies espantoso y hasta consiguió caerse solo, frente a un Aryes perplejo.
Ávend y Ozwil se atacaban rondando el uno y el otro, buscando aperturas y dando patadas en el aire, quién sabe si para impresionar o porque habían calculado mal, y entretanto, Revis y Kajert embestían a la fuerza bruta como buenos caitos que eran. Totalmente diferente era el combate entre Marelta y Salkysso. Ambos parecían estar bailando. Marelta atacaba sin descanso, exasperándose de la pasividad de Salkysso y parecía estar a punto de perder los nervios.
Muy interesante, pensó Áynorin, con una ceja enarcada. Entonces se despegó del muro en el que se había apoyado y dijo:
—¡Cambiamos de pareja! Venid aquí todos.
* * *
—¡Cambiamos de pareja! —había anunciado el maestro.
Shaedra se paró justo en el momento en que le iba a dar una patada a Aleria, con las garras de los dedos replegados para no dañarla. Permaneció unos segundos inmóvil y luego posó el pie en la arena y le sonrió a su amiga.
—¡Por Nagray! Creo que en un momento casi me pillas con la guardia baja.
Aleria puso los ojos en blanco.
—¿En serio que casi? A mí me pareció que alguna patada te había alcanzado.
—Rozado, no alcanzado —corrigió.
—Pff, venga ya…
Se sonrieron, divertidas, y se dirigieron hacia donde estaba el maestro.
—Bien —dijo este—, he visto un poco de qué sois capaces. Ahora, cambiemos las parejas. Yori y Suminaria, adelante. Marelta y Akín, que empiece la lucha.
Akín enarcó una ceja y Shaedra adivinó sus pensamientos. Marelta no era una buena pareja porque además de caerle mal, era tramposa y buena luchadora. Shaedra lamentó no estar en su lugar. Entonces, con curiosidad, se giró hacia el maestro Áynorin. ¿Con quién lucharía ella?
Fue diciendo nombres y llegando al final, Shaedra supo con quién estaba antes de que lo dijese el maestro. Galgarrios. Hizo una mueca de decepción.
Empezó de inmediato con un ataque, Galgarrios levantó una mano y… un ruido resonó. Shaedra se derrumbó contra el suelo y meneó la cabeza, alucinada. Galgarrios le había pegado. Y encima se agachó junto a ella ¡sonriéndole!
—Lo siento, Shaedra —se disculpó.
Shaedra entrecerró los ojos y se levantó de un bote. Le tendió la mano a Galgarrios, garras adentro, como si hubiese sido él el agraviado.
—Prepárate para un ataque relámpago —soltó, con una ancha sonrisa.
Galgarrios le cogió la mano, se levantó y le devolvió una sonrisa tonta.
—Inténtalo.
Y empezó la danza. Shaedra dio vueltas, haciendo girar el ancho cuello de Galgarrios por todas partes. Galgarrios parecía una gran rana buscando un insecto particularmente veloz. Y como empezaba el sol a subir, Shaedra lo aprovechó y lo guió hacia donde tendría el sol en la cara, luego corrió, atacó, corrió, atacó, y fueron bailando en la arena, hasta que en un momento, Shaedra saltó hacia el muro, sacó las garras y dio otro bote contra el muro de modo que estuvo viendo la espalda de Galgarrios antes de que este hubiese podido reaccionar, y cayó encima de sus hombros. Shaedra le estiró la larga melena, riendo, vencedora. Luego, cogió impulso y saltó por encima, aterrizó haciendo una pirueta y se puso a andar sobre las manos cantando:
¿Quién atacó al atacado?
Yo y vencido lo he dejado.
—Venga —le dijo el maestro sonriente—, deja de hacer el saltimbanqui, que quien gana una vez no se sabe si es por habilidad o por suerte. Pero reconozco que tu truco no estaba mal.
Shaedra se inmovilizó y volvió a estar cabeza arriba en un segundo. Miró el maestro y vio que lo decía en serio. Le fue difícil contener una amplia sonrisa. Asintió solemnemente.
—Allá voy, maestro Áynorin.
Reanudó la lucha contra Galgarrios.
Luego fueron turnando las parejas y le tocó con los demás. Estuvieron toda la mañana. Ganó a casi todos por la astucia, salvo contra Revis, Yori y Suminaria. Esta última no la dejó moverse, arrinconándola e imponiendo las reglas del juego con una facilidad sorprendente, aunque Shaedra se complació al ver un destello de sorpresa en sus ojos durante el combate. No debía de estar habituada a luchar contra ternians.
Con Marelta fue distinto. El combate habría degenerado en una verdadera pelea de taberna, con pelos arrancados y zarpazos, si el maestro Áynorin no hubiese anunciado:
—Ya basta de ejercicio por hoy. Ahora vamos a volver dentro de la pagoda y voy a haceros unas preguntas… sobre Historia. —Shaedra hizo un mohín mientras el maestro sonreía—. Mañana empezaremos al fin las verdaderas lecciones sobre el jaipú y repasaremos un poco vuestros conocimientos de biología. Os habéis portado bien y me parece que vamos a poder aprender cosas los unos de los otros. Bien, adelante.
Marelta le echaba miradas asesinas a Shaedra mientras ésta se reunía con sus amigos. Después de la Historia, salieron todos de la Pagoda Azul agotados y arrastrando los pies. Cuando al fin Shaedra, Akín y Aleria estuvieron solos, sentados en la hierba del parque de la Neria, se sonrieron ampliamente.
—¡Me encanta el maestro Áynorin! —declaró Akín.
—¡Y a mí! —reforzó Shaedra.
Aleria asintió con la cabeza.
—Es muy joven pero reconozco que parece bastante pedagógico.
Shaedra se sonrió. Aleria siempre tenía que estar analizándolo todo con fría objetividad. Se estiró y se extendió sobre la hierba como un felino al sol. ¡Qué bello se estaba poniendo el día! El cielo estaba azul, el sol calentaba la tierra y los pajarillos cantaban.
—Habrá que moverse e ir a casa —dijo Akín—, mis padres querrán saber si no he hecho demasiado el ridículo.
Shaedra contempló el rostro de su amigo y sintió lástima por él. Su padre era un orilh prestigioso de Ató, sus hermanos mayores grandes celmistas, y Akín, el menor, parecía ser la única oveja negra de la familia, ¡porque no destacaba! Menuda injusticia.
—Diles que has matado un dragón —le dijo Shaedra—, a ver si dejan de perseguirte.
—Un dragón —repitió pensativo Akín—. Seguro que si lo hiciese de veras me mirarían un poco mejor. —Frunció el ceño y sonrió—. Pero afortunadamente aún no estoy delante de ningún dragón.
—Mírame mejor —retrucó Shaedra clavando sus ojos en los suyos—. Los ternians decimos que tenemos sangre de dragón en las venas.
Akín imitó el grito de un dragón y ambos se rieron. Aleria los contempló, exasperada.
—¿Es que no vais a dejar de decir tonterías?
Shaedra sacó sus garras y soltó un rugido antes de saltar hacia Aleria. Esta levantó los ojos al cielo. Shaedra pasó por encima de ella y se puso a hacer volteretas, hasta que acabó encaramada en la rama de un árbol.
—Un dragón no hace ese tipo de gamberradas —comentó Aleria.
Shaedra se mordió un labio y asintió, sonriendo ampliamente.
—En eso tienes razón —se dejó caer al suelo y añadió—: por eso se aburren como ostras en sus cavernas, los dragones. —Suspiró—. Creo que un día tendré que darles una lección.
—Siempre tan prudente, Shaedra, no dudo de que te harán caso —pronunció Aleria, gruñendo, mientras Akín se reía, muy divertido—. ¿Vamos?
Asintieron y se encaminaron hacia el final del parque y ahí se separaron. Aleria se dirigiría hacia la Calle del Sueño, Akín hacia la Calle del Arce, y ella hacia el Corredor, la calle principal, donde estaban los mercados, las tabernas y los talleres de los artesanos.
—Hasta esta tarde —les dijo Shaedra.
Aleria la señaló con el dedo.
—¡No olvides! A las tres campanadas tenemos que estar en la biblioteca. Ni se te ocurra llegar tarde.
Shaedra le hizo una reverencia, juntando las manos y chocándolas contra su frente, como hacían los adultos.
—Sí, venerada orilh —bromeó fingiendo seriedad.
—Lo digo en serio.
—Normalmente siempre soy puntual, Aleria —se quejó—. Por una vez…
—¿Una vez?
—La última vez que llegué tarde fue porque Taroshi había robado mi libro —se indignó—. Tenía que cogérselo antes de que me lo estropease. Es un pequeño demonio de esos de los que una no se puede fiar. Tú ya lo conoces… Le encanta hacerme la vida imposible. Si no fuese porque es el hijo de Kirlens, le daría una buena corrección.
Aleria puso los ojos en blanco.
—No lo dudo. ¡Hasta luego pues!
Shaedra se puso a bajar la calle. Habría tomado el camino más corto de los tejados si no se hubiese sentido tan cansada. Pasarse toda la mañana moviéndose como un demonio por la arena le había dejado los músculos doloridos y se habría sentado tranquilamente en un banco de la taberna para observar a los parroquianos y a los viajeros y comerciantes si no hubiese tenido que ir a la biblioteca aquella tarde. A las tres.
Sin embargo, tuvo un rato de pausa suficiente para descansar. Cuando entró en el Ciervo alado, estaba a rebosar de gente que comía hambrienta después de una mañana de trabajo. Reconoció al herrero, Taetheruilín, y al sempiterno Sain, un humano de unos cincuenta años de edad, hijo de comerciantes y comerciante a su vez hasta que hubiese encontrado la dulce vida de Ató y se hubiese instalado en el valle, viviendo de trapicheos y mentiras.
En realidad, Sain le hacía gracia y solía oír sus historias rocambolescas y las narraciones de sus estrafalarios viajes. Decía que había sido aventurero, en su tiempo, que había dejado por dos años su “humilde trabajo de comerciante” para hacerse paladín. Aunque, interiormente, Shaedra pensaba que si alguna vez se había hecho paladín, habría ido a matar hormigas en los parques de Aefna. Aun así, Shaedra había aprendido mucho de él: había escuchado historias sobre el mundo, sobre los viajes y la política, y más que eso: había aprendido la desconfianza y una sarta de insultos y frases de los suburbios de Aefna que harían temblar a Marelta si los oyese.
Pero Shaedra sabía que a Kirlens no le gustaba oír insultos y no quería defraudarlo. Al fin y al cabo, él la había acogido y se había ocupado de ella cuando había llegado a Ató, sola y perdida.
Años atrás, un semi-elfo llamado Kahisso, la había recogido de un pueblo de humanos cerca del Bosque de Hilos. Sus recuerdos, en un principio, eran confusos, por el miedo y la tristeza de haber perdido a Murri y a Laygra y al Viejo, pero, con el tiempo, se había repuesto. Recordaba batallas, recordaba haber estado a punto de morir ante una arpïeta extraviada mientras que Kahisso, Djaira, la sibilia, y el humano de pelo castaño, Wundail, luchaban como podían contra una nube de esas arpías enanas que parecían murciélagos sanguinarios. Aún recordaba las risas de esas criaturas despreciables. Aún veía los ojos verdes de esa arpïeta que volaba sobre ella, como evaluando si podía ser una presa fácil. Entonces había gritado, un relámpago había salido de las manos de Kahisso y la había salvado.
Días más tarde, habían llegado a un bosque y a una población de centauros lunares. No habían sido muy bien acogidos y no habían recibido ayuda alguna, salvo de uno de ellos, Alfinereliyá, al que Kahisso parecía conocer. Aquella noche, Kahisso la había despertado y la había conducido hasta el que Shaedra a partir de entonces llamó Alfi.
—Alfinereliyá te llevará a un lugar seguro —le murmuró Kahisso. Sus orejas puntiagudas parecían caérsele, como si temiese que alguien los oyera—. Buena suerte, Shaedra.
Shaedra había llegado a Ató montada en el centauro lunar. El viaje se realizó sin percances y Alfi se despidió de ella en un bosque cerca de Ató, entregándole un pergamino sellado con una forma de lagarto.
—Entra en la taberna del Ciervo alado —le dijo el centauro.
Shaedra, al borde de las lágrimas, le replicó que no sabía leer.
—No te podrás equivocar, joven ternian. Lo más probable es que lleve una reseña con un ciervo con alas grabado. Aquí nos separamos. Sé valiente y buena suerte.
Buena suerte. Kahisso también le había deseado buena suerte. ¿Pero por qué siempre tenía que despedirse de la gente a la que acababa de conocer? El centauro lunar se había marchado. No tenía un carácter muy sentimental a la hora de las despedidas, pero a Shaedra le había caído bien y sabía que lo extrañaría.
Había andado hasta Ató y pasado los campos y las huertas y, al fin, había llegado frente a la empinada colina. El río Trueno, que nacía en las Hordas, pasaba rugiendo para ir a morir en el océano Dólico. Shaedra cruzó el puente siguiendo una carreta y se sintió aturdida por los olores, los rumores y la vida que ahí reinaba. Anduvo subiendo la calle, mirando las reseñas, mirando los rostros. Casi todos eran elfos oscuros y tenían la misma piel oscura y azulada que Alfi. En su pueblo, tan sólo había oído hablar de ellos, y le producía cierto escalofrío encontrarse tan sola, rodeada de extraños.
Shaedra aún se acordaba del rostro de Kirlens al ver el sello del pergamino. Lo veía con claridad, sentado en una silla, leyendo y releyendo el mensaje. Aquel día era el primero de Ventisca del mes de la Gorgona. El mismo día en que cuatro años más tarde Shaedra entraba en la cocina del Ciervo alado, husmeando los vapores de la comida con un hambre canina.
Divisó a Wigy delante de dos cubos de agua, lavando platos sucios y discutiendo con Satme, la nueva empleada. Wigy estaba exasperada.
—¡Está duro, te digo! Déjalo un poco más.
—Está bien, es tu arroz, después de todo, que se queme.
Shaedra echó un vistazo al arroz. Probablemente, cuando Wigy había empezado a discutir estaría duro, pero en aquel momento le pareció que estaba perfecto y que si se dejaba más tiempo se quemaría.
Se sentó en un borde de la mesa sin que ellas se diesen cuenta y después de escucharlas un rato refunfuñar decidió que Satme, aunque era menos dada a extensos parloteos, era tan tozuda como Wigy. Al cabo, dijo:
—Satme tiene razón, Wigy, se va a quemar.
Ambas se sobresaltaron. Estaban nerviosísimas por lo llena que estaba la taberna de clientes.
—¡Shaedra! —exclamó Wigy echándole una mirada—. ¿Qué tal te ha ido el día?
No dejó de limpiar cubiertos mientras Satme retiraba el arroz del fuego e iba sirviéndolo en platos limpios. Shaedra contempló la comida pasándose la lengua por los labios. Miam.
—Bien —contestó—, el Dáilerrin nos ha soltado unas parrafadas y luego nos ha dejado con nuestro nuevo maestro, el mae…
—Pásame esos platos sucios, ¿quieres?
Shaedra se deslizó de la mesa soltando un suspiro y se los acercó.
—¿Qué decías?
—Decía que nos ha tocado uno llamado Áynorin como maestro.
—¿Áynorin, eh? —repitió la joven humana, frotando con una esponja y dejando los platos llenos de jabón en una pila.
Wigy se quedó de pronto inmóvil y la miró.
—¿Áynorin, hijo de Fárrigan? Pero si lo conozco de cuando era pequeña y nerú, ¡era un inútil! ¿Cómo es que ha llegado a ser orilh? Dime, ese Áynorin, ¿es un elfo oscuro con cara buena de perdido y bobo, con una mancha negra en forma de estrella en la mejilla?
Shaedra se rascó el cuello, turbada, y asintió.
—¡Imposible! —exclamó Wigy. Y volvió a ponerse a fregar con movimientos más lentos.
Hubo un silencio. Allá, en la taberna, salían voces y risotadas. Shaedra reconoció una de las risas sin dificultad. Era la de Taetheruilín el herrero que daba al mismo tiempo un fuerte puñetazo contra la mesa. Taetheruilín era un enano de alma buena y puño firme y hábil y sus armas y armaduras eran muy celebradas en toda Ajensoldra. El famoso herrero podría haber ido a otra taberna más cara y de mejor calidad porque, por cierto, estaba forrado de dinero, pero por lo visto le gustaba el barullo del Ciervo alado, y era un parroquiano asiduo, casi tanto como Sain.
—¿No habrá por casualidad algo para dar a una hambrienta? —dijo Shaedra.
—Sírvete —dijo Satme señalando los platos llenos de arroz.
Shaedra cogió uno, fue a buscar un tenedor, un vaso y un trozo de pan y pronto estuvo sentada a una mesita de la cocina, masticando y tragando, arrancando trozos de pan a puro diente. Cuando hubo terminado, Wigy estaba preparando un guiso para la cena, con los restos que habían quedado y Satme volvía con varios platos sucios.
—Ya han dado las dos —señaló esta última—, ¿no me necesitas, Wigy? Tengo que irme a recoger plantas para mi madre. Dice que faltan varias cosas. Siempre faltan cosas —suspiró, levantando los ojos al cielo— y me hace correr de aquí para allá.
—Buena recolecta, Satme. Shaedra, ¿te importa lavar esos cubiertos?
Shaedra se levantó cogiendo su plato, su tenedor y su vaso y se puso a fregar pensando que no tenía que llegar tarde a la biblioteca. Imaginó la expresión de Aleria e inconscientemente aceleró sus movimientos mientras Wigy le decía:
—Aún no acabo de creerme que Áynorin sea orilh. Con lo inútil que era. Imagínate, yo hubiera podido ser mejor orilh que él. ¿O es que ha cambiado tanto desde entonces?
—Pues no lo sé, Wigy, a mí me ha parecido simpático, y desde luego parece ser un buen maestro.
—Si lo dices.
Pero cuando Shaedra la miró de reojo, Wigy no parecía muy convencida. Qué se le iba a hacer, cuando se le torcía algo a Wigy, era difícil desenredarle la cabeza.
—Es una lástima —dijo Wigy, mientras dejaba la tapa encima del puchero y empezaba a reordenar la cocina—. Yo esperaba que tuvieses un maestro de esos estrictos. Porque sé que lo único que necesitas es un poco de disciplina. Haces demasiadas tonterías, y no te tomas las cosas en serio. Ese es el problema que tienes —afirmó.
Shaedra hizo una mueca que amenazaba con ser una sonrisa y levantó los ojos hacia el techo. Afortunadamente en aquel instante Wigy no la miraba y estaba muy ocupada en barrer unos granos de arroz del suelo. Era una maniática de la limpieza. Por eso Shaedra tuvo cuidado con no dejar ningún resto de comida en los platos y al que estaba incrustado lo desincrustaba con el dorso de sus garras afiladas, para no rayar el plato. Lo aclaró todo y agarró al fin un trapo para secar la vajilla.
Una lástima, había dicho Wigy… Sin previo aviso, se le escapó una carcajada.
—Es una gran lástima —asintió Shaedra, carraspeando.
Secó rápidamente el último plato con el trapo y lo dejó en la pila, mientras Wigy gruñía:
—Hablo en serio. Si no te comportas como alguien civilizado, creerán que eres una salvaje. Y a veces lo pareces de verdad, no sabes comportarte.
Se alejó para guardar los platos y Shaedra decidió que estaba saturada y salió de la cocina sin decirle nada más. Subió las escaleras hasta su cuarto, abrió la ventana y salió al tejado, no sin olvidarse de cerrar como pudo los batientes. Recorrió el tejado y saltó a una terraza que había un metro más abajo, llena de barriles vacíos y trastos. Ahí, se sentó en un barril que estaba de pie, contra el muro, y balanceó los pies, sumida en sus reflexiones. Solía ir ahí cuando quería estar sola. A veces ataba una cuerda entre los dos postes, subía sobre la montaña de barriles y jugaba sobre la cuerda. No temía caerse, ni se le había ocurrido que fuese posible.
Sin embargo, aquel día no estaba de humor para juegos.
Wigy siempre tenía esas salidas y esta vez la irritaba más que nunca. ¿Por qué tenía que quitarle esperanzas? ¿Por qué decía que no sabía comportarse? A fin de cuentas, comía con el tenedor, como ella se lo había dicho, no se levantaba de la mesa hasta haber acabado su plato, nunca decía ningún insulto y siempre se comportaba bien con todos los que se portaban bien con ella. ¿Qué podían reprocharle?
Odiaba pensar en lo que afirmaba Wigy: que los demás pensaban que era una salvaje. Los ternians, para muchos, eran seres salvajes. Pero, ¿por qué? Si bien recordaba, no había visto a un ternian en su vida aparte de algunos escasos viajeros de paso y de Laygra y Murri, y ellos eran como ella. A menos que considerasen salvajes a los ternians por ser ternians y punto.
Le volvió en mente lo que le había dicho Marelta. “Tú eres una ternian”, había dicho. “Pareces una salvaje o peor”.
Antes, se había sentido herida en su orgullo. Ahora, la invadían la duda y la humillación. Marelta era infame, se dijo. Se llevó la mano a su collar y añadió para sí: y además, hablaba sin pensar. Si había errado al llamarla ladrona, ¿por qué no se equivocaría en lo demás? Estaba segura de que se equivocaba. Hasta Galgarrios se había dado cuenta. Al diablo con Marelta, pensó.
Al de un rato se dio cuenta de que estaba haciéndose las garras en el barril y se inmovilizó, mordiéndose el labio, preocupada. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí sentada? No tenía ni idea.
Se levantó, volvió al tejado y entró en su cuarto, un pequeño cuadrado en que justo cabían una cama y una mesilla. Se puso de cuclillas y cogió lo que necesitaba en una caja debajo de la mesilla: su pluma blanca y algún que otro pergamino. Se levantó, cogió una pequeña cajita de tinta de Inán y se cercioró de que estuviese bien cerrada antes de ponerlo todo en un saco naranja. Hizo la cama y salió por las escaleras, no las que llevaban a la taberna, sino las que iban directamente hacia la puerta de atrás. Era más prudente, porque en la taberna, a esas horas, los clientes que quedaban estarían revueltos y no le apetecía hacer malabarismos evitando peleas o movimientos bruscos para salvaguardar su saco.
Salió a un pequeño patio en el que crecían tres soredrips llenos de pequeñas flores blancas. Sus troncos oscuros se inclinaban hacia lados opuestos, formando arriba una cúpula blanca muy hermosa.
Pero Shaedra apenas lo notó porque le preocupaba llegar tarde así que se puso a correr, desembocando en el Corredor. Torció para la izquierda cuando pudo, pasó por la calle Transversal, cuyo centro iba cubierto con extensas tiras de lino blanco que ondulaban con el viento. Shaedra vio que aún quedaban más de veinte minutos para las tres. Aleria podría estar orgullosa de ella.
La biblioteca estaba junto a la Neria, el pensil de Ató, una extensa explanada de jardines en el que, según la tradición, dormía parte del espíritu del jaipú de Ató. Se suponía que la otra parte la guardaba el Dáilerrin.
La biblioteca era casi tan extensa como la Neria y estaba cercada de corredores cubiertos de un techo de madera que formaban una especie de palenque. Luego había que cruzar unos metros de jardines para llegar a un enorme edificio de una planta, construido con una mezcla de piedra blanca y de madera de tránmur.
Aquel día iba a ser el primero en que iba a entrar en la Sección Celmista. Shaedra estaba emocionada con sólo pensar en ello. Nart, el elfo oscuro que siempre andaba vanagloriándose, había dicho que la Sección Celmista sólo era una parte de la biblioteca, pero que encerraba ya más libros de los que una persona podía leerse en su vida. “Y dicen que en Aefna la biblioteca es diez veces más grande. ¡Así que imaginaos!”, les había dicho. “Y si estropeáis un solo libro, el Archivista Mayor os sacará los ojos. Ya lo hizo con un amigo mío.”
Estaba claro que mentía; Nart sólo quería impresionar a los «pequeños nerús». Pero Shaedra ya había visto al Archivista Mayor y su rostro seco y oscuro rodeado de un cabello blanco grisáceo le volvió a la memoria. Sus ojos rojos eran muy pálidos, sus manos también, como cubiertas del polvo de los años. Jamás lo había oído hablar, pero estaba segura de que no era una persona agradable.
Cuando llegó delante de la puerta, se encontró con varios niños de su edad. Pocos la saludaron porque, aunque algunos habían estado juntos con ella durante cuatro años, apenas se conocían. Algunos llegaban de los alrededores, otros eran hijos de comerciantes, de tenderos, de artesanos. Muchos habían dejado el estudio del jaipú para estudiar en sus gremios respectivos. Ahí aprendían otras artes y eran snorís de otro tipo. Pero para ello había que tener dinero e influencias, había que tener familia. En cambio, en la Pagoda, se podía entrar hasta sin influencias, si uno era buen alumno. Ahí acababan los hijos de los orilhs, pero también los que no tenían mucho futuro, los huérfanos tozudos, los hijos menores o los que tenían padres que buscaban prestigio y gloria a través de un hijo.
Gloria, pensó Shaedra, mientras se unía al grupo a esperar, ¿para qué servía la gloria? No servía más que para vanagloriarse y a Shaedra no le parecía la mejor forma de divertirse. Prefería pasárselo bien con sus amigos.
Divisó a Jans, sentado aparte, en un peldaño, contra el muro, y se dirigió hacia ahí.
—Hola, Jans —le dijo.
El humano levantó su cabeza pelirroja y se sonrió.
—Buenos días, Shaedra. ¿Qué tal te ha ido el encuentro con el Dáilerrin, esta mañana?
—Buf. Soltó un discurso típico sobre el objetivo de los celmistas.
Le brillaron los ojos de curiosidad.
—¿Y luego? ¿Es cierto que tenéis al maestro Áynorin?
—Sí. —Enarcó una ceja—. ¿Lo conoces?
Él se encogió de hombros.
—De oídas —sonrió ampliamente—. Dicen que es un cobarde.