Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató
—¡Shaedra! —gritaba una voz—. ¡Venga, arriba!
Shaedra despertó de su profundo sueño y parpadeó ante la luz que inundaba su cuarto. Junto a la cortina malva que acababa de correrse, estaba una joven de pelo castaño rizado y ojos azules que no tenía por qué estar ahí.
—¡Wigy! —se quejó Shaedra—. ¿Por qué me despiertas tan pronto?
—¿Ah? —replicó ésta rechinando con los dientes—. Creí que hoy no querrías llegar tarde a la Pagoda Azul, pero por lo visto no pareces preocuparte por ello. En realidad, últimamente no pareces preocuparte por nada.
Shaedra la contempló con los ojos entornados mientras ella se daba media vuelta y salía en tromba mascullando por lo bajo.
Aquel día, Wigy parecía haberse levantado con energía, observó. A decir verdad, como todos los días. A veces, daba la impresión de que se creía la reina de Ató: desde luego no se cortaba cada vez que veía a alguien hacer algo mal. Y Shaedra no se libraba nunca de sus sermones.
Wigy había dejado la puerta entornada y subía un rumor de voces del piso de abajo. Reconoció la voz de Kirlens. Luego, oyó un ruido de puertas y supo que el tabernero había salido, seguramente a dar un corto paseo antes de que viniesen los clientes.
El sol radiante se infiltraba por la ventana y bañaba su rostro con una templada luz. Si hubiese sido un día cualquiera, se habría quedado ahí un rato, disfrutando de la mañana… pero resultaba que no era un día cualquiera y que, si no se movía ya, llegaría tarde y el Dáilerrin no se lo perdonaría jamás.
¡El Dáilerrin!, pensó, enderezándose. Contó los días por segunda vez… Sí, aquel día era el primer Ventisca del mes de la Gorgona. Era el día en que sabría lo que haría de su vida. ¿Cómo podía pensar Wigy que se había olvidado? Pff. Para Wigy todos se olvidaban de lo que ella no se olvidaba.
Movió las manos como una palanca, quitándose las mantas, y se puso de pie sobre la cama. Alzó la mano, se puso de puntillas y alcanzó su camiseta blanca y sus pantalones pardos, colgados de una cuerda. Estiró y cayeron. Estaban secos. Si no lo hubiesen estado, se dijo, se lo habría recordado a Galgarrios durante una semana entera. ¡No tenía por qué haberla tirado al río sin avisarla siquiera!
Se quitó el camisón y se vistió con rapidez. Apretó firmemente la cinta alrededor de la cintura y echó un vistazo a su cuarto. No había hecho la cama y seguramente Wigy la regañaría por ello, pero, qué se le iba a hacer, ¡que no entrase en su cuarto! Ojos que no ven, corazón que no siente.
—¡Shaedra, vas a llegar tarde! —gritó entonces Wigy desde la planta de abajo con tono apremiante.
—Ahora mismo voy —contestó.
Cerró la puerta y salió disparada escaleras abajo. Cuando llegó a la taberna, estaba Wigy pasando la escoba junto al mostrador con gestos precipitados. Aún no había ningún cliente y las mesas y bancos se alineaban, vacíos.
—¿Te has peinado? —le dijo, cuando ya estaba junto a la puerta.
Shaedra gruñó.
—No, pero no creo que eso sea capital.
Wigy soltó un suspirito exasperado y Shaedra se preocupó. Si no salía disparada para coger un peine era que realmente tenía que ser tarde.
—¿No quieres comer nada?
—Eso, en cambio, sí que es capital —exclamó con una sonrisa.
Cogió un bollo del mostrador.
—Pruébalo, a ver si están buenos.
Shaedra le dio un mordisco y masticó, asintiendo con la cabeza.
—¡Buenísimos, Wigy!
Ella se rió, contenta, y entonces le apuntó con la escoba, amenazante.
—Pues no abuses de ellos y vete ya, que vas a llegar tarde, ¿o es que piensas que el Dáilerrin te va a esperar por tus bonitos ojos? Luego me dirás cómo te ha ido, ¿eh? Y no le pongas esa cara de mocosa traviesa, intenta parecer digna, Shaedra, a ver si aprendes.
Shaedra puso los ojos en blanco.
—Sí, Wigy. ¡Hasta luego!
Salió por la puerta abierta y se encontró en la calle que bajaba con una fuerte pendiente. La tierra estaba pálida por la luz del sol. Entonces dieron las ocho campanadas.
Uy. ¡Las ocho! Se puso a correr cuesta arriba en la calle casi desierta. Lisdren, el hijo del tejedor, la saludó y ella contestó precipitadamente, farfullando que tenía prisa.
—¡Corre! —le dijo, burlón, mientras la observaba alejarse a toda velocidad.
¿Y si llegaba tarde? ¡Dioses de los demonios! Tenía cinco minutos para alcanzar la Pagoda Azul. Era factible si nada ocurría en el camino…
Corría por la calle, respirando entrecortadamente, cuando tuvo que evitar chocarse contra tres kals que se interpusieron en su camino.
Hizo un salto hacia la izquierda justo a tiempo para no colisionarse y ellos rieron.
—Muy bien, pequeña, ahora intenta saltar por encima de mí —dijo uno.
Shaedra gruñó.
—Voy con prisas, dejadme pasar.
—¿Vas con prisas? Un nerú con esas pintas de salvaje y con prisas de volverse snorí. ¡Wuw!
Se reían. Suspiró y los fulminó con la mirada.
—Nart, Mullpir, Sayós, sois insufribles.
Y entonces, en vez de saltar, se abalanzó para rodearlos a la velocidad del rayo y… Nart la agarró de un brazo.
—¡Suéltame, que tengo que ir a la Pagoda Azul y llego tarde! —protestó Shaedra.
—Eres rápida —reconoció Nart, acercándose a ella como para intimidarla—. Pero menos que yo. —La soltó y sonrió con sinceridad—. Buena suerte, nerú.
Nart no cambiaría nunca, pensó, exasperada.
Por toda respuesta, gruñó y continuó la carrera. Cuando al fin vio la puerta de la Pagoda Azul, enorme y cuadrada, inspiró hondo y espiró para tranquilizarse. Ahí estaban aún esperando todos los niños de doce años, incluidos Akín y Aleria, que le hicieron grandes gestos para que se reuniera con ellos.
—Buenos días, Akín, Aleria —dijo con toda la tranquilidad que le permitía su tono jadeante.
Ambos la miraban meneando la cabeza; los ojos de Aleria soltaban relámpagos, en cambio Akín parecía más divertido que otra cosa.
—¿Cómo has podido llegar tarde hoy? —soltó Aleria, incrédula.
¡Ya venían las acusaciones! ¿Y qué culpa tenía de que el día anterior hubiesen metido un escándalo en la taberna, impidiéndole dormir hasta tarde?
—Bueno, esta mañana estaba profunda y, además, no he llegado tarde.
—Jem, suerte que nuestro Dáilerrin no es muy puntual.
—Dejad ya de gruñir —terció Akín—: ya viene.
Shaedra soltó un suspiro. Justo a tiempo. Intentó parecer que llevaba ahí desde hacía un rato, y hasta pensó poner una mueca aburrida, pero eso no habría sido oportuno, así que optó por observar al Dáilerrin, mordiéndose los labios por el nerviosismo.
Pocas veces se veía al Dáilerrin, y mucho menos con su larga túnica blanca. Tenía noventa y dos años, barba canosa y ojos azules y, en la mano, guardaba un pergamino. ¿Por qué les hablaría del futuro de cada uno un hombre que apenas se veía el resto del año? ¿Por qué no podía ser el maestro Yinur el que les dijese qué era lo que les esperaba ahora?
El Dáilerrin miró a los catorce jóvenes, hizo un gesto hacia un cekal, le tendió el pergamino y entró en la pagoda en silencio. Shaedra sintió aprensión, e intentó ver lo que había dentro de la Pagoda Azul. ¿Habrían movido las mesas? ¿Habrían cambiado algo para la ceremonia?
El cekal, vestido de azul, abrió el pergamino y dijo con el tono solemne y pausado del que no está habituado a tomarlo:
—Los que sean nombrados, que entren en la Pagoda Azul. ¡Revis!
Shaedra se rascó el talón y volvió a posar el pie. Observó que Revis, pálido pero decidido, subía los escalones para dejarse tragar por la oscuridad de la pagoda, dejando atrás la inocencia de la vida nerú.
—¡Akín, Aleria, Aryes! —pronunció el orilh.
Shaedra observó a sus amigos subir los peldaños con más dignidad que Aryes, que siempre había sido un miedica y al que hasta una mosca podía hacer temblar.
—¡Ávend, Marelta, Yori, Kajert, Laya! —iba diciendo el orilh.
Shaedra conocía todos esos nombres. No siempre se llevaba bien con las personas que los llevaban, pero había jugado con todos y conocía sus caracteres, sus miedos y sus sueños.
Ávend, por ejemplo, el humano, era el hijo de una familia mercante poderosa que se había instalado ahí desde hacía veinte años. Y bueno, Ávend, como todos los demás, había nacido en Ató y jamás había salido de ahí.
—¡Ozwil, Salkysso, Shaedra, Galgarrios!, y… —Entornó los ojos para mirar el papel—. Suminaria.
Sonrió a una niña que Shaedra jamás había visto. Era una tiyana, y se le veía la nariz chata cubierta de escamas y rayas de un color cobrizo. Suminaria parecía estar nerviosa.
Shaedra se acercó a ella mientras subían por las escaleras.
—¿Suminaria es tu nombre real? —le preguntó, quizá con cierta burla porque en naidrasio «Suminaria» significaba «maravilla».
La observó durante un instante. Era la única del grupo con el pelo rubio y sus ojos purpúreos la hicieron sentirse molesta.
—No veo por qué voy a dar un nombre falso —replicó la tiyana, y la adelantó para entrar en la pagoda, con altiva prestancia.
Shaedra se quedó atónita. Vaya, se dijo. ¿Acaso la habría herido sin querer? Claro que había que reconocer que su pregunta tampoco había sido muy acertada…
Fuera como fuera, se apresuró a entrar en la pagoda. El interior estaba como siempre, con sus grandes parqués de madera y sus alfombras y cojines. Siempre, cuando había entrado, se había sentido rodeada por una atmósfera buena y serena, y lo mismo sintió al cruzar ese día los enormes batientes abiertos. En una salita abierta, se había sentado el Dáilerrin, con las piernas cruzadas, y tenía una cara mucho más cordial que antes.
En silencio, Shaedra se sentó junto a Akín y Aleria, sobre la alfombra, y esperó.
—Buenos días, nerús —dijo el Dáilerrin.
—Buenos días —contestaron todos.
—Hoy, habéis entrado en esta pagoda nerús y saldréis de ella siendo snorís. Habéis entrado niños y saldréis de aquí, dentro de unos años, siendo lo que esperáis.
Asintió lentamente con la cabeza y todos la bajaron al mismo tiempo, como comunicando su acuerdo. Muy bien, pensó Shaedra, pero ¿qué esperaba ella?
—Dos años habéis estado recibiendo el saber sobre el jaipú. Conocéis las energías del mundo y aunque no las entendéis aún, sabéis que no las entendéis, y eso es ya un comienzo.
Tuvo una leve sonrisa paternal y prosiguió:
—Los que queríais aprender más cosas sobre el jaipú habéis acudido aquí y sabéis ahora a qué os exponéis decidiendo ahondar en vuestros conocimientos. Tendréis que seguir un aprendizaje riguroso con maestros todavía más rigurosos. Aprenderéis a conocer el jaipú hasta en el corazón. Sabéis que el jaipú puede ser peligroso, pero ¿por qué lo es? Pronto lo descubriréis y sabréis evitar los peligros de las energías celmistas.
Los miró uno a uno y cuando sus ojos cruzaron los de Shaedra, ella sostuvo su mirada sin vacilar hasta que él se giró hacia Akín.
—Todos —dijo— habéis venido aquí teniendo conciencia de los peligros que os aguardan. Ser un pagodista no es algo que se decida a la ligera. Por esa razón, se espera que el nerú tenga suficiente edad para elegir, para que no decida precipitada y desconsideradamente sin ver todas las implicaciones subsiguientes. Sabéis todo esto y más, porque —y levantó lentamente el índice hacia arriba— habéis leído el Libro del Nerú.
Menudo tocho era aquél, pensó Shaedra, poniendo los ojos en blanco. Había preferido mil veces el Libro Rojo o el que se titulaba Historias del jaipú en Ajensoldra. El Libro del Nerú era tan sólo una sarta de grandilocuencias huecas. Agrandó los ojos, asustada al pensar que, si el Dáilerrin supiese lo que pensaba, sus aires de buen hombre se esfumarían en un abrir y cerrar de ojos y ¡zas!, al diablo con todas las esperanzas de volverse snorí.
—La mayoría venís de Ató —prosiguió el Dáilerrin— y nunca habéis salido de nuestro plácido hogar. Habéis vivido rodeados de kals, de cekals, de orilhs. Habéis visto lo que hacen… ¿no? No, no lo habéis visto. Sólo sabéis una ínfima parte de lo que hacen. Ante las presiones del exterior, necesitamos una organización infalible —dijo con ojos de acero—. Necesitamos guardias que conserven la paz, investigadores, magaristas, y celmistas entrenados que no teman enfrentarse a los nadros, a los escama-nefandos y a las demás criaturas que atacan nuestras tierras. Necesitamos curanderos y portavoces. El porvenir de un pagodista es rico en posibilidades. Pero si hay algo que nunca debéis olvidar, es esto.
Hizo una pausa y respiró fuerte.
—Nosotros defendemos nuestra vida y la de nuestra gente contra los monstruos de la Insarida, intentamos hacer de nuestra vida una vida digna y serena y no un infierno. Y nunca, jóvenes nerús, se permitirá que alguien de Ató se deje seducir por las feroces ánimas. No hay piedad para los bárbaros y los que deciden sumirse en la maldad.
Shaedra lo miraba, fascinada y aterrada. La maldad. ¿Quién podría querer sumirse en la maldad? Ni el más tonto de Ató se dejaría llevar por la maldad, ni Galgarrios, decidió con firmeza, mirando de reojo hacia un tiparrón de cara cuadrada y ojos amarillentos que escuchaba al Dáilerrin boquiabierto. Ni Galgarrios, se repitió, conteniendo un suspiro.
—Un snorí —dijo el Dáilerrin— es, ante todo, un alma que observa. Un alumno que quiere aprender y que respeta el silencio y las palabras. Sabéis utilizar el cuerpo para combatir y para huir. Sabéis lo que es perder —enarcó una ceja con los ojos sonrientes— y sabéis lo que es ganar. Pero todo no es cuestión de perder o ganar. Un snorí tiene que aprender a entender lo que aprende y usar el sentido común. Durante estos dos años de snorí, tendréis que buscar la respuesta a una pregunta, que es —hizo una pausa y sonrió al articular la pregunta—: ¿qué hago aquí?
Shaedra intercambió una mirada atónita con Aleria. Tragó saliva. ¿En eso consistían los dos años? ¿En saber el por qué existían los snorís?
—He hablado del sentido común —dijo apoyando las palabras—, pero quiero que me digáis, ¿qué cosa hay más importante en la conducta de una persona que el sentido común?
Calló y los nerús se removieron, molestos. Shaedra hizo una mueca. ¿Alguna vez se había preguntado cosas sobre el sentido común? Si bien recordaba, jamás. Era lo que se daba por naturaleza, ¿no? ¿Para qué pensar en él? ¿Qué podía haber de más importante que el sentido común? ¿El sentido extraordinario?
—La memoria —dijo una voz. Shaedra extendió el cuello. Era Suminaria. Y ¡la memoria había dicho!, se rió interiormente. ¿Qué tenía que ver la memoria con el sentido común?
—De hecho, la memoria es esencial, joven nerú —contestó el Dáilerrin, para sorpresa de Shaedra—. Nos ayuda a entender esa cosa de la que hablamos. ¿Por qué conocemos ejemplos de batallas históricas en la que gana el bando menos favorecido? —preguntó—. Teniendo en cuenta que ese bando defendía una causa justa que atañía el corazón de todos los hombres, es lógico pensar que tuviese más posibilidades de aplastar al enemigo. Os estoy hablando de los anhelos del hombre, del amor que siente por cada cosa que conoce y que quiere defender. Un hombre con sentido común al mando de un ejército que tiene confianza en él y en la causa que defiende es un arma aterradora y difícil de demoler. Si confiáis en vuestras acciones, nada podrá amedrentaros.
El Dáilerrin se levantó.
—Y ahora, snorís, levantaos. Os espera el maestro Áynorin detrás de esa puerta.
El Dáilerrin no esperó más y habiendo terminado su lección, se marchó. Empezaron a cuchichear todos entre ellos.
Shaedra, en silencio, se levantó y miró hacia la puerta que había señalado el Dáilerrin. ¿El maestro Áynorin? Nunca había oído ese nombre y supuso que sería un cekal que volvía de tierras lejanas, ascendido a orilh recientemente. Quizá hubiese ido hasta la cordillera de las Hordas y quizá más allá.
—Nunca pensé que el nuevo Dáilerrin hablara tan bien —apuntó Marelta.
—Votaré por él, dentro de dos semanas, para la ceremonia del Orador —intervino Shaedra, burlona.
—Tú siempre te burlas de todo, Shaedra —replicó ella con una voz suave y peligrosa—. Pero es natural, tú eres una ternian. Es más, no sé qué haces aquí en la Pagoda.
Shaedra agrandó los ojos, ofendida, pero trató de tomarse las cosas con calma. Si en toda Ató había una persona desagradable, esa era Marelta.
—¿Qué hago aquí? —repitió—. ¿Y no se supone que esa es la pregunta del Dáilerrin en la que tenemos que pensar?
—Esa es otra cuestión —repuso enarcando una ceja y tomando un tono desdeñoso—. No quería enojarte, Shaedra, sólo quería —sonrió— decirte lo que pensamos todos aquí: que no sabes respetar nada. Pareces una salvaje o peor… ¡Por todos los dioses! ¿Eso que llevas es un collar? Nunca pensé que pudieras llegar a ser encima una ladrona.
Shaedra creyó que iba a sofocar. Sintió unas miradas sorprendidas posarse en el collar que llevaba en torno al cuello. ¡Como si fuese la primera vez que lo veían!, gruñó para sus adentros. En aquel instante dudó entre pegar un bote y abalanzarse sobre Marelta o intentar calmarse.
Pero Marelta ya se estaba yendo hacia la puerta y desapareció. Shaedra bufó y Akín posó una mano tranquilizadora sobre su brazo.
—No te sulfures —le soltó el elfo oscuro pacientemente—. Marelta es una exagerada.
—El maestro Áynorin nos está esperando —dijo Aleria, estirándole de la manga.
—A Marelta le encanta decir tonterías —dijo seriamente Galgarrios, girándose hacia ellos en el momento en que iba a cruzar la puerta—, no dejes que vea que te alcanzan sus insultos, porque no parará. —Su rostro se iluminó con una sonrisa—. Y lo digo por experiencia.
Shaedra inspiró hondo y asintió.
—Tienes razón. Veamos qué maestro nos ha tocado.