Página principal. El espía de Simraz

12 Una vida por otra

Las mazmorras se situaban fuera del palacio, en un bastión con pisos subterráneos. Húmedas y frías, estaban llenas de ratas que recorrían las cloacas fétidas y laberínticas hacia la orilla del río. Tan sólo había estado ahí una vez, cuando Isis había insistido en que Rinan y yo viéramos qué aspecto tenía la prisión de Eshyl. Había conservado un mal recuerdo y, al entrar de nuevo, no me extrañó: ese lugar era repugnante.

Cuando el carcelero me condujo por un pasillo hasta mi celda, no vi ningún prisionero. Pronto me quedé solo, a oscuras y en un silencio absoluto.

Sentado sobre mi tabla sin paja, agudicé el oído. Ningún ruido, ningún gruñido. Nada. Bueno, sí, se oía el tintineo de gotas de agua contra la roca, en algún sitio. Suspiré ruidosamente. ¿Cuánto tiempo Ralkus pensaba dejarme pudrirme en ese agujero? Conociéndolo un poco, incluso me sorprendía que no me hubiese destripado en el acto si realmente creía que yo era un traidor. Al fin y al cabo, ¿no se rumoreaba que había decapitado a uno de sus espías por una pequeña mentira?

Los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza. No paraba de repetirme cuánta razón había tenido Uli intentando convencerme para que nos fuéramos directamente a buscar a los trasgos. A esas horas estaríamos tal vez liberados del maleficio y habríamos podido huir lejos de Ravlav, de Tanante y de esas malditas negociaciones. Al diablo, Simraz, gruñí mentalmente. Al diablo, Isis. Me encandilaba contra mí mismo y contra los Consejeros de la Corte, a sabiendas de que era inútil. Sólo cabía esperar que Otomil de Tanante entrase en el castillo por la fuerza y me liberase… Una esperanza totalmente ridícula. Por supuesto, Isis podía intentar hacer algo, pero con él nunca se sabía.

Pasadas varias horas maldiciendo a Ralkus, concilié el sueño. Dormí largo rato y, en un momento, soñé que me había convertido de nuevo en fantasma. Uli me tomaba de la mano y sonreía, invitándome a acercarme a un tornado. Siempre prudente, yo le decía que no y su sonrisa se borraba. Una ráfaga la llevaba lejos de mí y yo gritaba su nombre con toda la fuerza de mis pulmones… Desperté sobresaltado oyendo una melodía de flauta que murió de golpe. El pasillo estaba ligeramente iluminado por una antorcha. Oí un ruido de botas y:

—¿Uli? —dijo una voz. El rostro de Kathas apareció detrás de los barrotes con la flauta en mano—. ¿Has gritado el nombre de la princesa Uli?

Permanecí un instante inmóvil y entonces me precipité hacia él.

—¿Kathas? ¿Qué haces aquí?

La luz de la antorcha contra el muro iluminaba por oleadas llameantes los rasgos tensos del joven de pelo castaño.

—Vengo a ver cómo te encuentras. Isis está todo deprimido. Y Otomil de Tanante ha empezado a asediar la ciudad.

Agrandé los ojos.

—Madre mía.

Kathas sonrió.

—Y que lo digas. Pero no te preocupes. Voy a sacarte de aquí. Toma, te he traído esto.

Lo miré, sorprendido, mientras me tendía un trozo de pan.

—Tú ¿vas a a sacarme de aquí?

—Isis me lo pidió —explicó—. Se lo debo, después de todos los problemas que le he acarreado.

Una súbita sospecha se infiltró en mi mente.

—Tú eres el espía de Tanante, ¿verdad?

Kathas siseó entre dientes.

—¿Pero qué dices? —replicó.

Su reacción no hizo más que reforzar mi sospecha. Suspiré.

—Nada. Bueno, entonces, ¿cómo vas a sacarme de aquí?

Kathas recobró su compostura.

—Confía en mí. Pero antes quisiera que me contestases a una pregunta.

Fruncí el ceño, receloso.

—¿Qué pregunta?

Kathas se inclinó junto a los barrotes y murmuró:

—¿Por qué sueñas con la princesa de Akarea? Teóricamente, ni la has visto en carne y hueso.

Me miraba, inquisitivo. Desvié la mirada.

—He pasado un mes buscándola —solté—. Tal vez sueño con ella por esa razón.

Kathas meneó la cabeza.

—Me ocultas algo, Deyl —insistió—. Encontraste a la princesa, ¿verdad? Rinan y tú la habéis encontrado. ¿Pero por qué la habéis abandonado? ¿Murió acaso ante vuestros propios ojos?

Gruñí.

—Das por sentadas muchas cosas a partir de un simple grito. Tal vez haya dicho uy y no Uli, tú qué sabes.

El tanantés puso los ojos en blanco, exasperado y divertido a la vez.

—No intentes escaquearte. —Nos miramos fijamente unos instantes y entonces él suspiró—: Sea como sea, Isis lo ha arreglado todo. En unas pocas horas, dos guardianes de la prisión vendrán a abrirte los barrotes hacia las cloacas. A partir de ahí podrás fácilmente encontrar el camino hasta el río. Te esperaré ahí, en una barca. Será noche cerrada, nadie nos verá.

Fruncí el ceño, pensativo, y asentí.

—De acuerdo.

No me gustaba especialmente la idea de recorrer las viejas cloacas de la ciudad pero no tenía elección.

—¿Deyl?

Me giré de nuevo hacia el tanantés. Este parecía molesto.

—¿Sí?

—Tengo una pregunta. Acerca de… er… los fantasmas. —Como yo puse cara aburrida, añadió—: Soy un espía, amigo. Cuando veo algo, no me equivoco, y ese día no me equivoqué. Estabas arrodillado junto a un fantasma.

Lo contemplé en silencio durante un instante y entonces asentí.

—Es verdad. Y prometo contártelo todo cuando estemos en la barca si me haces otro favor.

Mi confesión había dejado a Kathas más reservado. Los fantasmas eran considerados como criaturas monstruosas y legendarias, tanto en Ravlav como en Tanante.

—¿Qué favor? —preguntó.

Vacilé antes de soltar:

—Ve a la casa del barrio de Astryn. Si encuentras al… fantasma, cuéntale lo que ha pasado y háblale de la barca. Si pudieses hacerla salir de esta ciudad… te estaría eternamente agradecido.

Kathas me miraba fijamente con una mueca de asco.

—¡Espera un momento! —dijo, alterado, apartándose de los barrotes—. ¿Me estás diciendo que ese fantasma habla? ¿Y que además es una… hembra?

—Es la princesa Uli —expliqué a regañadientes, con la certeza de que el tanantés se apresuraría a contárselo todo a Isis. Sin embargo, parecía haberse tragado la lengua—. Esto… ¿Estás bien, Kathas? —me atreví a preguntar.

El tanantés recobró al fin su movilidad y emitió un sonido gutural.

—Oh, dioses, llevadme pronto —murmuró.

Resopló y pasó a mirarme con los ojos entornados, como esperando a que me echase a reír y le dijese que le estaba tomando el pelo…

—La princesa Uli es un fantasma —pronunció entonces, incrédulo—. No te preocupes, Deyl, no le diré nada a Isis: si llegara a saberlo, le daría un mal, fijo. Diablos… pero ¿cómo puede ser?

—Todo empezó por culpa de una torre y de una maldición. Er… Te lo explicaré cuando estemos en la barca —le prometí—. Mientras tanto, salva a Uli. Con la ciudad sitiada, no podrá salir sola. Te lo suplico —insistí, rezando para que me hiciera caso.

Kathas hizo una mueca y se incorporó.

—No me gusta esto pero haré lo que pueda. El turno de guardia está a punto de terminarse, más vale que me vaya ahora mismo. —Vaciló, como si ansiase pedirme más explicaciones sobre la princesa, pero se contentó con declarar—: En unas horas, los cómplices vendrán. Sal por las cloacas y no hagas ruido.

Puse los ojos en blanco y levanté una mano para saludarlo.

—Ah, a propósito…

—¿Qué? —dijo.

Me encogí levemente de hombros.

—Gracias.

El joven de pelo castaño sonrió a medias pero no replicó. Recogió la antorcha y se alejó con grandes zancadas.

Bajé los ojos hacia el trozo de pan y tomé un bocado; sintiéndome de pronto hambriento, lo devoré con los pensamientos girados hacia Uli. Me imaginé la cara de Kathas ante Uli… Y esperé que ella sabría calmarlo. Suponiendo que estuviese aún en la casa, añadí.

El tanantés no había mentido: apenas cuatro horas más tarde oí ruido en los pisos superiores y vi las llamas iluminar las paredes. Alguien venía. Me levanté y, cuando apareció un rostro enmascarado, lo saludé con un gesto de cabeza.

—Buenos días.

Sin contestar, la silueta abrió mi celda y me hizo una seña para que lo siguiese. Me guió por un laberinto de pasillos desiertos y abandonados donde el agua estancada rezumaba un olor nauseabundo por todos los túneles; me hizo cruzar varias rejas roídas por el tiempo; y, finalmente, abrió un portón con un chirrido estridente.

Sin romper el silencio, el desconocido cómplice me indicó que, a partir de ahí, me tocaba arreglármelas solo. Encendió otra antorcha y me la dio.

—Gracias —mascullé, preguntándome si iba a ser capaz de salir con vida de ahí.

Avancé por el corredor con precaución. El suelo era resbaladizo. Oí la reja cerrarse y me giré para ver marcharse al carcelero.

—Ánimo… —me murmuré.

Tardé un buen rato en salir de aquel lugar. Topé con una madriguera con decenas de ratas, casi resbalé después de haber subido una escala roñada y, cuando sentí al fin la brisa otoñal, refrené mis ganas de acelerar el paso y acabé saliendo de esos túneles pantanosos sin patinar… para encontrarme de pronto con otro portón. Mi antorcha ya no era más que brasas y no veía nada. Toda mi ropa estaba húmeda y viscosa. No había manera de reavivar la llama, suspiré. Y eso que oía el murmullo del río que estaba ahí, a un tiro de piedra, avanzando lentamente hacia el sur. Unos pasos más y lo habría visto.

Tanteé y estaba seguro de que moriría tontamente ahí, sin que Kathas conozca mi triste destino, cuando topé bruscamente contra un barrote que gimió. Fruncí el ceño. Por lo visto, no era la primera vez que una persona pasaba por aquí, entendí. Es más, todo indicaba que aquella salida había sido utilizada con más frecuencia de lo que cualquiera hubiera podido suponer.

Aparté el falso barrote y pasé por el agujero dando gracias a Ravlav por no estar gordo; entonces coloqué otra vez la barra en su sitio y me alejé chapoteando, con el corazón ligero. ¡Ya estaba fuera!

En el exterior, el más mínimo rayo de luna había desaparecido, remplazado por un cielo negro. Sin embargo, pude ver las antorchas de las murallas y, en la otra orilla, algunos centinelas tananteses que montaban la guardia.

—¡Chss!

Agachado en la boca de la alcantarilla, giré la cabeza en la oscuridad.

—Sube —soltó la voz de Kathas.

—¿Dónde?

Oí el chapoteo del agua contra la madera y extendí una mano a ciegas.

—Deyl… —gruñó el tanantés, impaciente.

Al fin, nuestras manos se tocaron y lo empuñé. Con mucha cautela, avancé y posé un pie sobre la barca… ¿una barca?, me dije con el ceño fruncido.

—Es una balsa, Kathas…

—Cierra la boca.

La cerré, escrutando la oscuridad. El tanantés remaba silenciosamente…

—Deyl…

El alivio me invadió al reconocer la voz.

—Uli —murmuré—. Estás…

Otro aviso de Kathas impuso el silencio y me mordí la lengua para callarme.

Pasamos delante del puerto e increíblemente ningún vigilante nos vio. Claro que nosotros tampoco veíamos nada…

Tras un larguísimo rato sentados en esa balsa que daba tumbos, topamos con un remolino de agua y Kathas siseó. La balsa giraba.

—Ayúdame, Deyl.

—¿Con qué?

—Pues…

Enarqué una ceja. Nuestra embarcación dio un bandazo y acabó atascándose entre los ramajes de la orilla.

—¿Cuánto tiempo queda para que amanezca? —inquirí con calma.

Kathas gruñó.

—En vez de hablar, podrías ayudarme a sacar la barca de aquí.

—La balsa —rectifiqué, no sin intentar ayudarlo de todas formas—. Uli, ¿dónde estás?

—Aquí…

Su voz era tan débil que me preocupé y dejé de empujar contra las ramas.

—¡Uli! ¿Estás bien?

—Sí.

Su respuesta breve no me tranquilizó.

—Kathas, ahora estamos lejos de la ciudad. ¿No podríamos encender una antorcha?

—Ni hablar —replicó este—. El ejército está en Eshyl, pero los centinelas están por todas partes. Otomil ha enviado patrullas en toda la región para hacer creer a toda Ravlav que ya ha vencido.

No le pregunté cómo estaba al corriente de tantos detalles y asentí.

—¿De modo que quieres seguir avanzando por el río?

—Es lo más prudente, ¿no crees?

—Er… tal vez. —En verdad, no tenía ni idea: estaba más preocupado por el extraño estado de Uli. De pronto me vino una sospecha—. Kathas, realmente fuiste a ver a Uli, ¿verdad? ¿No estarás embarcándome en esto sin ella?

—Te estaré embalsando, en todo caso —bromeó Kathas—. Pero no, te lo aseguro, fui a tu casa y vi al fantasma. Tu gato también nos ha seguido. Está aquí, a mi lado. Tiembla como una hoja. Y para lo del fantasma, si no es Uli, yo me lavo las manos: era el único que había en tu casa, que yo sepa.

Suspiré, impotente ante esa oscuridad agobiante que me impedía ver a la princesa con mis propios ojos. Desatascamos la balsa y seguimos avanzando. Cuando el cielo se azuló, empecé al fin a ver algo a mi alrededor. Vi la forma de Kathas, sentado ante mí. Vi la bola de Nuityl, firmemente aferrado a la madera, como paralizado por el miedo. Pero no vi a Uli.

—¡Me has mentido, Kathas! —estallé—. ¿Dónde está…?

No terminé mi pregunta. Dos ojos azules me miraban con aire triste a unos pocos centímetros de mi rostro. Pero… ¡estaba tan transparente!

—Uli —farfullé, confuso—. ¿Qué te ha ocurrido?

—Desaparezco —me dijo ella con una voz tan leve y tan tenue que apenas la oí.

Sus palabras me petrificaron.

—No —protesté, preso del pánico—. No puedes… Es imposible. Los trasgos… Todavía tenemos que…

Pero Uli no contestó. Iba a morir, entendí. Iba a desaparecer y fundirse con el aire para siempre. Levanté unas manos temblorosas hacia sus ojos azules y la atraje hacia mí. Obligándome a no pensar, le dije:

—Guárdala bien.

Y con un solo movimiento, agarré la Gema del Abismo y la puse alrededor de lo que me pareció ser su cuello. No tuve tiempo de ver su reacción: un terrible dolor explotó súbitamente en mi cabeza, mi mundo se desmoronó de golpe y sentí que me moría.